La costa, inabordable, no ofrecía puerto alguno en que refugiarse. El teniente Procopio iba a verse en la necesidad de poner la popa al viento; pero entonces, ¿qué sería de los náufragos en el caso de que pudieran hacer pie en aquellas peñas tan acantiladas? ¿Qué recursos debían esperar de aquella tierra de aridez tan desesperante? Agotadas sus provisiones, ¿cómo las renovarían?
¿Podía creerse que hubiera en aquella masa inaccesible alguna parte del Antiguo Continente que se hubiese salvado?
La
Dobryna
luchaba contra la tempestad, maniobrando su tripulación valerosa y adicta con la mayor sangre fría. Ni uno de aquellos marineros, confiados en la habilidad de su jefe y en la solidez del buque, perdió el valor un instante. Pero la máquina, formada, amenazaba a veces dislocarse; por otra parte, la goleta no obedecía a su hélice, y no teniendo tela, porque no había sido posible establecer ni siquiera una trinquetilla, porque el viento la habría desgarrado, iba arrastrada irremisiblemente hacia la costa.
Toda la tripulación estaba sobre el puente, comprendiendo la situación desesperada en que la ponía la tempestad. La tierra se encontraba ya a cuatro millas a sotavento y la
Dobryna
derivaba hacia ella con tanta celeridad que no dejaba la menor esperanza de salvación.
—Señor —dijo el teniente Procopio al conde Timascheff—, las fuerzas humanas tienen sus límites y me es imposible resistir a esta deriva que nos arrastra.
—¿Has hecho cuanto un marino puede hacer? —preguntó el conde Timascheff, cuyo semblante permanecía impasible.
—Todo —respondió el teniente Procopio—, pero, esto no obstante, antes de una hora la goleta se estrellará contra la costa.
—Antes de una hora —dijo el conde Timascheff, de manera que todos le oyesen—, Dios puede salvarnos.
—No nos salvará si ese continente no se entreabre dando paso a la
Dobryna
.
—Estamos en manos de Dios Todopoderoso —fue la respuesta del conde Timascheff, descubriéndose la cabeza.
Héctor Servadac, el teniente y los marineros le imitaron religiosamente sin pronunciar una palabra.
Convencido el teniente Procopio de la imposibilidad de alejarse de tierra, adoptó las precauciones necesarias para chocar con la costa lo menos mal que fuera posible. Hizo subir al puente cajas de víveres y toneles de agua dulce que, atados a barricas vacías, pudieran sobrenadar después de la demolición del buque, con objeto de que los náufragos que sobrevivieran a la catástrofe encontraran algunos recursos durante los primeros días en el nuevo continente. En suma, adoptó todas las medidas que un marino debía adoptar en tales circunstancias.
En realidad de verdad, no había esperanza alguna de salvación para la goleta, porque aquella inmensa muralla no presentaba una abertura ni una embocadura en la cual un buque perdido pudiera refugiarse. La
Dobryna
no podía ponerse a barlovento sino por medio de un salto repentino que diera el viento, volviéndola a alta mar, o como el teniente Procopio había dicho, si Dios no hacía el milagro de entreabrir aquel litoral para darle paso.
Pero el viento continuaba soplando en la misma dirección.
Pocos momentos después, la goleta se encontraba a una milla de la costa.
El enorme peñasco iba aumentando poco a poco en tamaño y, por una ilusión de óptica, parecía que iba a precipitarse sobre la goleta para aplastarla. Pronto estuvo la
Dobryna
a tres cables de distancia, y cuantos se encontraban a bordo creyeron que había llegado su última hora.
—Adiós, conde Timascheff —dijo el capitán Servadac, tendiendo la mano a su compañero.
—Adiós, capitán —respondió el conde señalando al cielo.
La
Dobryna
, levantada por olas monstruosas, iba a estrellarse contra la roca, cuando de repente se oyó una voz que decía:
—¡Vamos, pronto, muchachos, izad el foque mayor, izad el trinquete, barra a la derecha!
Era Procopio que de pie a proa de la
Dobryna
daba órdenes. Por inesperadas que éstas fuesen, la tripulación las ejecutó con gran rapidez mientras que el teniente, corriendo a popa, asió la rueda del timón.
¿Qué pretendía el teniente Procopio? Seguramente dirigir la goleta de manera que pudiera virar por avante.
—¡Atención! —volvió a gritar—. ¡Atención a las escotas!
En aquel momento resonó un grito… pero no fue de terror el que se escapó de todos los pechos.
Una abertura de las peñas, de 40 pies a lo sumo, acababa de presentarse entre dos muros cortados a pico. No era un paso, pero era un refugio. La
Dobryna
, maniobrando bajo la mano del teniente Procopio y empujada por el viento y el mar, precipitóse por aquella abertura…
¿Volvería a salir?
SI usted me lo permite, voy a tomarle un alfil —dijo el brigadier Murphy, que, después de dos días de vacilaciones, se decidió al fin a hacer esta jugada, profunda y detenidamente meditada.
—Me es imposible impedirlo —respondió el mayor Oliphant absorto en la contemplación del tablero de ajedrez.
Esto ocurría en la mañana del 17 de febrero (antiguo calendario), pero pasó todo el día sin que el mayor Oliphant respondiese a la jugada del brigadier Murphy.
Hacía ya cuatro meses que había empezado esta partida de ajedrez y los dos adversarios no habían hecho hasta entonces más que veinte jugadas. Ambos eran de la escuela del ilustre Filidor, que pretende que nadie es fuerte en este juego si no sabe manejar bien los peones, a los que llama
el alma del ajedrez
. Por esta razón, no se había movido ningún peón sin previas meditaciones profundas.
Y era que el brigadier Henage-Finch Murphy y el mayor sir John Temple Oliphant no dejaban nada a la casualidad y en ninguna circunstancia hacían nada sino después de reflexionar mucho.
El brigadier Murphy y el mayor Oliphant eran dos oficiales ilustres del ejército inglés, a quienes la suerte había reunido en una estación lejana y que en los ratos de ocio se distraían jugando al ajedrez. Ambos tenían cuarenta años de edad, ambos eran altos y rubios, ambos usaban largas patillas en cuyo ángulo inferior se perdían sus largos bigotes, ambos vestían siempre de uniforme, era flemáticos y se vanagloriaban de ser ingleses, enemigos por orgullo nacional de todo lo que no era inglés, y convencidos que el anglosajón está formado de un barro especial imposible hasta ahora de analizar químicamente. Parecían dos maniquíes estos oficiales, pero maniquíes de los que las aves se asustan y que defienden maravillosamente el campo confiado a su custodia. Están siempre como en su casa estos ingleses, aunque el destino los lleve a millares de leguas de su país, y son tan aptos para colonizar que colonizarían la Luna si pudieran izar en ella el pabellón británico.
El cataclismo, que de manera tan absoluta había modificado parte del globo terráqueo, no produjo desmesurada extrañeza al mayor Oliphant ni al brigadier Murphy, dos tipos sumamente excepcionales. Habíanse encontrado de repente aislados con once hombres en el cuerpo de guardia que ocupaban; y de la enorme roca que servía de cuartel a muchos centenares de oficiales y de soldados el día antes, no había quedado más que un estrecho islote rodeado por el inmenso mar.
—¡Oh! —se limitó a exclamar el mayor—. Esto es una circunstancia particular.
—Particular en efecto —respondió simplemente el brigadier.
—Pero Inglaterra está ahí.
—Sin duda alguna.
—Y sus buques vendrán por nosotros.
—Vendrán.
—Permaneceremos, por consiguiente, en nuestro puesto.
Pero aunque lo hubieran pretendido, los dos oficiales y los once hombres no habrían podido dejar aquel puesto, porque un simple bote era el único medio de navegación de que disponían. De continentales que eran la víspera, habíanse convertido al día siguiente en insulares; y, por consiguiente, sus diez soldados y su criado Kirke esperaban pacientemente el momento en que llegara un buque para darles noticias de la madre patria.
El alimento estaba asegurado. Había en los subterráneos del islote provisiones suficientes para alimentar trece estómagos, aunque fueran estómagos ingleses, durante diez años por lo menos. Cuando hay carne de vaca salada, cerveza y aguardiente,
all right
, todo va bien, como ellos dicen.
Respecto a los fenómenos físicos que se habían producido, tales como el cambio de los puntos cardinales Este y Oeste, disminución de la intensidad de la gravedad en la superficie del globo y de la duración de los días y las noches, desviación del eje de rotación, proyección de una nueva órbita en el mundo solar, a los oficiales y a los hombres que con ellos estaban, después de haberlos observado, no les alarmó lo más mínimo. El brigadier y el mayor habían vuelto a colocar sobre el tablero las piezas derribadas por la sacudida y continuaban jugando flemáticamente su interminable partida. Quizá los alfiles, los caballos y los peones, más ligeros que antes, se mantenían peor que en otro tiempo sobre la superficie del tablero, especialmente los reyes y las reinas, cuyo mayor tamaño los exponía a caídas más frecuentes; pero, con alguna precaución, Oliphant y Murphy concluyeron por asegurar sólidamente su pequeño ejército de marfil.
Es cierto que los diez soldados aprisionados en el islote no se habían preocupado mucho de los fenómenos cósmicos; pero uno de estos fenómenos fue causa de dos reclamaciones.
Efectivamente, tres días después de la catástrofe, el cabo Pim, interpretando los deseos de los soldados a quienes mandaba y en representación de ellos, solicitó una entrevista a los dos oficiales.
Concedida ésta, Pim, seguido de los nueve soldados entró en el pequeño departamento del brigadier Murphy.
Allí, con la mano en la gorra de cuartel inclinada sobre su oreja derecha y asegurada por medio del barboquejo, y bien abotonada su casaca encarnada, cuyos faldones flotaban sobre su pantalón verde, esperó que se le diera permiso para hablar.
Los oficiales suspendieron su partida de ajedrez.
—¿Qué desea el cabo Pim? —preguntó el brigadier Murphy levantando la cabeza con dignidad.
—Hacer una observación a mi brigadier respecto al pago de la tropa —respondió el cabo Pim—, y otra a mi mayor, relativa al rancho.
—Oigamos la primera observación —dijo Murphy con un movimiento aprobatorio de cabeza.
—Es respecto a la paga, mi brigadier —dijo el cabo Pim—. Ahora que los días han disminuido en una mitad, ¿va a disminuirse la paga en la misma proporción?
El brigadier Murphy, sorprendido, reflexionó unos instantes, y algunos movimientos de aprobación de su cabeza revelaron que le parecía bien la observación del cabo. Después, se volvió hacia el mayor Oliphant, cambió con él una mirada y dijo:
—Cabo Pim, como la paga está calculada por el intervalo del tiempo que transcurre entre dos salidas del Sol, cualquiera que sea la duración de este intervalo, se les pagará a ustedes lo mismo que antes. Inglaterra es bastante rica para pagar a sus soldados.
Era un modo de indicar que el Ejército y la gloria de Inglaterra se confundían en un mismo pensamiento.
—¡Hurra! —respondieron los diez hombres, pero con el mismo tono de voz que si hubieran dicho
muchas gracias
.
El cabo Pim volvióse entonces hacia el mayor Oliphant.
—Diga el cabo cuál es la segunda reclamación que tiene que hacer —dijo el mayor mirando a su subordinado.
—Es relativa al rancho, mi mayor —respondió el cabo Pim—. Puesto que los días sólo duran ahora seis horas, ¿tenemos derecho a las cuatro comidas de antes o sólo van a darnos dos?
Después de reflexionar un momento, el mayor hizo una señal de aprobación al brigadier Murphy como indicando que encontraba al cabo Pim sensato y lógico, y dijo:
—Cabo Pim los fenómenos físicos no pueden hacer modificar los reglamentos militares. Usted y la tropa comerán cuatro veces al día, o sea, cada hora y media. Inglaterra es bastante rica para conformarse con las leyes del universo cuando el reglamento lo exige —añadió inclinándose ligeramente hacia el brigadier Murphy, satisfecho de adaptar a un suceso nuevo la frase de su superior.
—¡Hurra! —volvieron a decir los diez soldados, con alguna mayor viveza que la vez anterior. Después, dando media vuelta a la derecha y yendo el cabo Pim a la cabeza, salieron al paso regular del departamento de los oficiales, que reanudaron en seguida la partida de ajedrez interrumpida.
Los ingleses hacían bien en confiar en Inglaterra, porque esta nación no abandona jamás a los suyos; pero sin duda estaba muy ocupada en aquellos momentos y los socorros tan pacientemente esperados no llegaban nunca.
Quizás en el Norte de Europa se desconocía lo ocurrido en el Sur.
Sin embargo, desde la memorable noche del 31 de diciembre al 1.° de enero habían transcurrido ya cuarenta días de 24 horas, y en el horizonte no se había presentado aún ningún buque inglés. La parte de mar dominada por el islote, a pesar de ser una de las más frecuentadas del globo, continuaba invariablemente desierta. Los oficiales y los soldados no se inquietaban por ello ni, por consiguiente, mostraban el más ligero síntoma de desaliento. Todos continuaban haciendo el servicio con la misma regularidad que de ordinario. El brigadier y el mayor pasaban revista a la guarnición, y también regularmente todos se encontraban en perfecto estado de salud, observando un régimen de vida que les hacía engordar visiblemente, y si los dos oficiales resistían a las amenazas de obesidad era porque su grado les prohibía todo exceso de gordura que pudiera comprometer el uniforme.
En suma aquellos ingleses pasaban bien el tiempo en el islote. Los oficiales, cuyo carácter e inclinaciones eran iguales, estaban siempre de acuerdo en todo los puntos; pero, aun sin esto, no se habrían aburrido, porque un inglés sólo se aburre en su país para acomodarse a las exigencias de lo que llaman el
cant.
Lamentaban sin duda la pérdida de los compañeros desaparecidos, pero con moderación enteramente británica. Averiguando por una parte que eran 1.899 hombres antes de la catástrofe, y, por otra, que después de la catástrofe no eran sino 13, una simple operación de resta les hizo saber que faltaban 1.886, lo que se mencionó en el orden del día.