Authors: Vicenç Navarro & Juan Torres López & Alberto Garzón Espinosa
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El papel de las autoridades
Tal y como ha ocurrido en el resto del mundo, también en España las autoridades han tenido una gran corresponsabilidad en el estallido de la crisis.
El Banco de España ha mantenido condiciones de mayor precaución en cuanto a los procedimientos en que se ha llevado a cabo la titulización. Pero vigilando ese peligro ha desatendido el que ha resultado ser el más auténtico y lo que constituía la amenaza más grave y finalmente materializada sobre la economía española: el volumen de deuda tan peligroso que han generado los bancos.
Al dejar hacer, el Banco de España, como los demás bancos centrales, han cerrado los ojos ante el crecimiento de una burbuja inmobiliaria a todas luces causante de buena parte de los problemas que ahora tenemos. Y, por supuesto, la máxima autoridad monetaria y supervisora bancaria ha dejado que el comportamiento de la banca española haya sido claramente irresponsable al sobrefinanciar la actividad económica, concediendo habitualmente préstamos hipotecarios a más del cien por cien del valor de las viviendas que se hipotecaban o, actuando al margen de toda lógica financiera y económica, financiando al cien por cien, como se ha demostrado en las suspensiones de pagos, la inversión de las empresas.
Y, en todo caso, no se puede olvidar que si la situación de las entidades financieras españolas ha podido ser calificada como ejemplar y libre de problemas ha sido en buena parte porque los bancos centrales han permitido que se apliquen normas contables y de valoración encaminadas a disimular su verdadero estado patrimonial, concretamente permitiendo que las entidades valoren a precio de adquisición y no de mercado sus instrumentos financieros para ocultar así una buena parte de las pérdidas que hayan podido sufrir.
Ya en plena crisis, el Banco de España se ha mostrado impotente o inactivo a la hora de conseguir que los recursos públicos que recibían los bancos se derivaran, como se supone que hubiera debido ocurrir, a los mercados o de evitar el mayor racionamiento de crédito que la banca española ha impuesto a empresas y consumidores.
En cualquier caso, el Banco de España no ha sido la única autoridad que al dejar hacer ha coadyuvado decisivamente a que la crisis tenga en España esta dimensión y este carácter singularizados.
Los gobiernos sucesivos, tanto del Partido Popular como del Partido Socialista, han aplicado las medidas legales y fiscales que han dado alas a la burbuja inmobiliaria (como la aprobación de la Ley del Suelo del PP, auténtico banderazo de salida para la apoteosis de la especulación inmobiliaria) y han mantenido una actitud completamente ajena y desprevenida sobre los riesgos que se estaban acumulando.
El informe económico de la Presidencia del Gobierno de 2007 (p. 44) quizá sea una manifestación clara de la imprevisión y del despiste con que se ha actuado frente a una crisis que se estaba ya anunciando por multitud de analistas: «El riesgo de una desaceleración brusca como consecuencia de comportamiento del mercado hipotecario norteamericano o del déficit por cuenta corriente de Estados Unidos es bastante reducido».
Y dirigentes de ambos gobiernos, como el gobernador del Banco de España a propuesta del Partido Popular, Jaime Caruana, o el ministro de Economía y Hacienda, Pedro Solbes, hicieron oídos sordos a la denuncia de los inspectores del Banco de España que en una carta a ambos les advirtieron del riesgo que suponía dejar que aumentara el endeudamiento que estaba generando en beneficio propio la banca española.
Y, por si faltaba algo, el estallido de la deuda soberana
Como otros países, España hizo un gran esfuerzo presupuestario para hacer frente a la crisis, para ayudar a los bancos y para financiar un ambicioso plan de apoyo. Pero, como la crisis mermaba los ingresos públicos, resultó que en muy poco tiempo se multiplicó el déficit público y aumentó la deuda del Estado.
A diferencia de lo que ocurrió en Estados Unidos, el Banco Central Europeo decidió que no financiaría a los gobiernos (al final tuvo que hacerlo para evitar que se hundiera toda la economía europea y el propio euro, pero lo hizo tarde, de forma improvisada, casi clandestina e insuficiente, de modo que no se eliminó el problema de fondo) y eso los obligó a ponerse en manos de los «mercados» (en realidad, de los bancos y de los grandes grupos inversores que compran su deuda). Éstos aprovecharon la ocasión para extorsionarlos e imponerles reformas que las patronales venían reclamando desde hacía años: en el mercado de trabajo, en el sistema de pensiones y poco a poco privatizando servicios públicos.
Ninguna de estas reformas tiene relación con el origen de la crisis, forma parte de las mentiras con que se le ha dado respuesta pero lo que han producido, en lugar de mejorar la situación económica, es su empeoramiento, lo que dificulta aún más la creación de empleo y provoca un nuevo problema a la economía española que puede terminar siendo intervenida, como la griega, la irlandesa o la portuguesa para «rescatarla», aunque eso en realidad significa rescatar a los bancos para que puedan pagar a sus acreedores alemanes o franceses.
Muchas crisis en una y una gran crisis con muchas caras
En resumen, la debilidad del mercado interno, la carencia de resortes endógenos potentes que no fueran la construcción y el endeudamiento que hubieran podido servir como motores de la actividad económica, la dependencia de la financiación externa, el problema estructural de precios que padece la economía española y el déficit exterior desmesurado habían ido dejando a la economía española sin apenas capacidad de respuesta cuando se comenzaron a producir, casi al mismo tiempo, amenazas externas e internas.
Es difícil considerar si el detonante inicial de los problemas en España fue la crisis financiera importada del exterior, el estallido de la burbuja inmobiliaria que ya se había producido un poco antes o la combinación de ambas circunstancias. Pero lo que sí parece fuera de toda duda es que el modo en que venía funcionando la economía española habría terminado por provocar la crisis que se ha producido con independencia de que hubiera estallado o no la de las hipotecas basura con todas sus secuelas.
Y eso significa que es una ilusión tratar de salir de la crisis sin abordar estos males estructurales de nuestra economía.
Las causas de la crisis que hemos analizado en los dos capítulos anteriores nos muestran que no estamos ante una perturbación cualquiera porque, se mire por donde se mire, esta crisis es el resultado de defectos muy profundos, arraigados y extendidos en la economía y la sociedad capitalistas.
Y esto no lo decimos solamente los economistas más progresistas y críticos. Incluso tuvo que ser reconocido por los propios dirigentes conservadores cuando la crisis empezó a manifestarse con toda su crudeza. Quizá las declaraciones que se hicieron más famosas fueron las del presidente francés Sarkozy cuando reiteraba que la crisis obligaba nada más y nada menos que a «refundar el capitalismo», a «moralizarlo» o a instaurar «un nuevo orden», palabras hasta entonces más propias de personas de izquierdas que de líderes moderados y de derechas que no suelen caracterizarse por su animadversión hacia el capitalismo.
Pero no fue sólo Sarkozy. Las cumbres del G-20 de Washington de noviembre de 2008 y la de Londres de abril de 2009 reconocieron también claramente que la crisis afectaba a lo más profundo de las economías capitalistas y los líderes que se reunieron allí no escatimaron palabras rimbombantes para calificar la situación y decir al mundo que arreglarían el problema sin dilación. En el comunicado final de la de Londres dijeron que «nos enfrentamos al mayor reto para la economía mundial de la era contemporánea», reconocían que «los grandes fallos en el sector financiero y en la regulación y la supervisión financieras [...] fueron causas fundamentales de la crisis» y que asumían un «compromiso inquebrantable de cooperar» para «hacer lo que sea necesario para restablecer la confianza, el crecimiento y el empleo, reparar el sistema financiero para restaurar el crédito, reforzar la regulación financiera para reconstruir la confianza, financiar y reformar nuestras instituciones financieras internacionales para superar esta crisis y evitar crisis futuras, fomentar el comercio y la inversión globales y rechazar el proteccionismo para apuntalar la prosperidad, y construir una recuperación inclusiva, ecológica y sostenible».
Sabían lo que había ocurrido, al menos en sus manifestaciones más importantes, y se atrevieron a decir al mundo que iban a hacer cualquier cosa para salir de la crisis de manera («inclusiva, verde y sostenible») que hubiera satisfecho incluso a los más radicales. Lo malo fue que no cumplieron su palabra y que al final sus propuestas de reforma se han quedado en casi nada.
Dos o tres años después de ese «compromiso inquebrantable» lo cierto es que el sistema financiero sigue actuando básicamente bajo los mismos principios. Se sigue permitiendo que se generen burbujas especulativas y que los bancos las alimenten desatendiendo la financiación a empresas y consumidores.
Se ha dejado que financieros con los mismos pocos escrúpulos que los que difundieron las hipotecas basura ahora arruinen países enteros apostando especulativamente contra su deuda soberana (que ellos mismos provocaron).
Se han hecho algunos cambios de fachada pero los paraísos fiscales siguen actuando y la mayoría de los bancos y las grandes empresas (28 de las 35 más grandes españolas según un informe reciente) los utilizan para facilitar la evasión fiscal y los delitos económicos de sus clientes. Se han modificado las normas que regulan las exigencias de capital de los bancos en los llamados Acuerdos de Basilea pero de forma tan moderada y descafeinada que ni serán de aplicación rápida ni completa.
No sólo no se han tomado medidas efectivas para lograr la transparencia prometida o que eviten en el futuro nuevas recaídas de la banca internacional, sino que se han acordado normas que van por la vía contraria: por ejemplo, permitir que los bancos valoren en sus balances sus propiedades a precios de adquisición, mucho más altos, y no a los actuales de mercado, mucho más bajos, para así disimular sus pérdidas. O se han realizado pruebas de estrés bancario para saber si los bancos están o no en buena situación patrimonial, claramente manipuladas también para ocultar la realidad. Así lo demuestra el hecho de que los bancos irlandeses las pasaran con éxito en 2010 y semanas después hubiera que inyectarles 80.000 millones de euros porque resultó que estaban en la ruina.
Es verdad que gracias a los programas de gasto masivo de los gobiernos se pudo evitar un desastre y que se apreciaran los llamados «brotes verdes» pero, como analizamos anteriormente, durante muy poco tiempo y con fuerza tan escasa, sobre todo en Europa, que, en lugar de acabar de verdad con la crisis, lo que provocaron fue que detrás de ellos viniera el gravísimo problema de la deuda y la intervención de Estados soberanos.
La prueba de que no se han tomado las medidas adecuadas es que, según la Organización Internacional del Trabajo (OIT), el número de personas desempleadas en el mundo registró un récord histórico de 205 millones de desempleados al inicio de 2011, que haya aumentado también la pobreza o las personas que pasan hambre y que la actividad económica no se haya recuperado aún con suficiente consistencia como consecuencia de que las autoridades no han logrado lo principal: que fluya de nuevo el crédito para la creación de empleo y riqueza productiva.
Aunque, por el contrario, lo que sí viene ocurriendo es que aumenta el número de personas con grandes fortunas, el de las que tienen al menos un millón de dólares subió el 8,3 por ciento hasta los 10,9 millones de personas en 2010, lo que significa que el 0,16 por ciento de la población mundial se apropia ya del equivalente al 66 por ciento de los ingresos mundiales anuales.
Hasta el propio Fondo Monetario Internacional ha reconocido que la crisis y las medidas que se están tomando están incrementando la desigualdad social en el mundo. Lo que, dicho de otra manera, significa simplemente que con la excusa de salir de la crisis lo que en realidad ha conseguido es favorecer aún más a los propietarios del gran capital y a las clases más ricas.
Esto es igualmente evidente en España, en donde las reformas que se han adoptado no han logrado disminuir el paro ni mejorar el crédito ni aumentar la actividad pero sí aumentar el contraste entre las ganancias de los trabajadores y las de los bancos y de las grandes empresas.
Los beneficios de las 35 mayores empresas españolas que cotizan en Bolsa fueron de 51.613 millones de euros en 2010, lo que supone una subida del 24,7 por ciento con respecto al año anterior, mientras que los salarios perdieron 2 puntos porcentuales de poder adquisitivo en ese mismo año, cuando sólo subieron alrededor del 1 por ciento frente al 3 por ciento de la tasa de inflación.
Así, mientras que los bancos y las grandes empresas logran esos beneficios elevadísimos, las pequeñas y medianas siguen sufriendo la escasez de crédito y la exigencia de tipos y condiciones de garantía más elevada. Así lo señalaba a principios de 2011 un estudio de las Cámaras de Comercio al indicar que el 87,3 por ciento de las pequeñas y medianas empresas declaran problemas para acceder a la financiación.
En definitiva, los líderes mundiales no han aplicado ni a nivel global ni en sus respectivos países ni siquiera las medidas que se habían comprometido a poner en marcha. En lugar de ello rápidamente se limitaron a volver a aplicar las políticas neoliberales de austeridad y recortes salariales que han procurado que aumenten los beneficios pero no el empleo ni la creación de riqueza. Y se ha podido comprobar, por ejemplo en el caso de Irlanda, que los países que han sido alumnos más aventajados a la hora de aplicar estas últimas han sido los que están sufriendo peores resultados en sus economías, mientras que los que optaron por separarse de la ortodoxia neoliberal han podido evitar con mayor facilidad las consecuencias de la crisis.
Por eso, frente a la impotencia, o la falta de voluntad, de las autoridades para resolver los auténticos problemas que han dado lugar a la crisis, es más urgente que nunca proponer y aplicar otras medidas y políticas alternativas que de verdad puedan hacernos salir de hoyo en el que se encuentran nuestras economías.