No dije nada de Narriman —cuantas menos cosas dijera, mejor—, pero terminé con el relato de cómo conseguimos esquivar el ejército afgano y lanzarnos después al galope hasta llegar al fuerte.
Allí di por finalizada mi historia mientras el viejo Bob volvía a ensalzar mi valor y mi coraje. Sin embargo, lo que más me tranquilizó fue el hecho de que Havelock, sin decir ni una sola palabra, estrechara mi mano derecha entre las suyas. Puedo decir que lo conté todo muy bien... con naturalidad, pero sin excesiva modestia; como un simple soldado que informara a sus superiores. Esta modalidad de fanfarronería exige un tiento muy especial; uno tiene que ser sencillo, pero no en demasía; y tiene que sonreír en muy raras ocasiones. La clave consiste en dejar que adivinen más de lo que uno dice y en mostrarse turbado e incómodo cuando a uno lo felicitan.
Como era de esperar, difundieron la historia por todas partes y, en los días sucesivos, creo que no hubo ni un solo oficial de la guarnición que no acudiera a estrecharme la mano y a felicitarme por haber conseguido salvarme. George Broadfoot fue uno de los primeros, con su bigote pelirrojo y sus gafas; me dijo con una radiante sonrisa en los labios que era un tipo extraordinario... y eso me lo dijo nada menos que Broadfoot, a quien los afganos consideraban el más valiente entre los valientes. Les aseguro que el hecho de que hombres como él, Mayne y Bob el Luchador, me dedicaran tan encendidos elogios fue una gran satisfacción para mí y no me hizo sentir el menor remordimiento. ¿Por qué lo hubiera tenido que sentir? Yo no les había pedido sus favorables opiniones; me había limitado a no contradecirles. ¿Quién lo hubiera hecho en mi lugar?
Fueron unas semanas auténticamente espléndidas. Mientras yo descansaba y me cuidaba la pierna, el asedio de Jallalabad fue perdiendo progresivamente fuerza hasta que, al final, Sale hizo otra salida que puso en fuga a todo el ejército afgano. Unos días después llegó Pollock con las fuerzas de relevo desde Peshawar y la banda de la guarnición las recibió entre vítores y aclamaciones. Estuve presente, como es natural; me sacaron a la galería y, de este modo, pude presenciar la entrada triunfal de Pollock. Aquella noche, Sale lo acompañó a mi habitación y contó una vez más mis proezas para mi gran turbación. Pollock aseguró que era algo impresionante y juró vengarme cuando marchara sobre Kabul; Sale lo acompañaría para despejar los pasos, arreglarle las cuentas a Akbar si fuera posible y liberar a los prisioneros —entre los cuales figuraba lady Sale— en caso de que todavía estuvieran con vida.
—Usted se quedará aquí disfrutando de un merecido descanso mientras se le cura la pierna —me dijo Bob el Luchador.
A lo cual consideré apropiado responder con un enfurecido frunce del entrecejo y un murmullo. —Preferiría acompañarles —dije—. Maldita sea esta pierna del demonio.
—Un momento —dijo Sale riéndose—, tendríamos que llevarle en una litera. ¿Acaso no se ha hartado todavía de Afganistán?
—No mientras Akbar Khan siga pisando esta tierra —contesté—. Quisiera tomar estas tablillas y obligarle a comérselas.
Ambos se rieron al oír mis palabras y Broadfoot, que también estaba allí, exclamó:
—Ya vuelve a ser un viejo caballo de batalla nuestro Flashy. Quiere presenciar una muerte, ¿no es cierto, buen mozo? Pierda cuidado y deje a Akbar de nuestra cuenta; además, dudo mucho de que lo que encontremos en Kabul sea lo suficientemente animado para su gusto.
Mientras se retiraban, oí que Broadfoot le comentaba a Pollock mi arrojo en el combate.
—Cuando combatíamos en los pasos, siempre era Flashman quien nos transmitía los mensajes al galope: lo veías volar sobre los
sangars
como un
ghazi
enloquecido mientras los enemigos lo perseguían rugiendo de rabia. Pero él les hacía tan poco caso como a un enjambre de moscas.
En eso convirtió él la vergonzosa ocasión en que yo, perseguido por el enemigo, entré galopando como un desesperado en su campamento. Habrán comprobado ustedes sin duda que, cuando un hombre se ha ganado una fama, buena o mala, la gente siempre se complace en aderezarla con detalles que la acrecientan; no había en todo Afganistán ni un solo hombre que no me conociera y no recordara haberme visto protagonizar una acción desesperada, pero el pobre Broadfoot era, con toda sinceridad, exactamente igual que los demás.
Al final, Pollock y Sale no consiguieron apresar a Akbar, pero liberaron a los prisioneros que éste mantenía en su poder y la llegada del ejército a Kabul pacificó el país. No era probable que se produjeran graves represalias; nos habían mordido una vez y no nos apetecía repetir la experiencia. Sin embargo, el único prisionero al que no liberaron fue el viejo Elphy Bey, el cual había muerto durante su cautiverio, presa del desánimo y la desesperación. Su muerte fue lamentada universalmente, pero no participé en el duelo. No cabe duda de que era un viejo amable y simpático, pero era un auténtico desastre como comandante. Él más que nadie fue el asesino del ejército de Afganistán y, cuando pienso en las pocas probabilidades que yo tenía de sobrevivir en medio de aquel caos... no puedo por menos que decir que el responsable de mi salvación no fue precisamente Elphy.
Sin embargo, mientras se producían todos esos acontecimientos; mientras los afganos regresaban presurosos a sus colinas y Sale, Pollock y Nott izaban la bandera y volaban el bazar de Kabul en represalia por la rebelión; mientras la noticia del catálogo de desastres llegaba a una horrorizada Inglaterra; mientras el anciano duque de Wellington maldecía la locura de Auckland por haber enviado un ejército a ocupar «rocas, arenas, desiertos, hielo y nieve»; mientras todos los ciudadanos y Palmerston
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pedían venganza y el primer ministro contestaba que no pensaba declarar otra guerra para difundir el estudio de las teorías de Adam Smith entre los pashtos... mientras todo eso sucedía, yo estaba disfrutando de un triunfal viaje de regreso a la India. Con la pierna todavía entablillada, me estaban trasladando al sur como el máximo héroe del momento o, por lo menos, como el más útil de los pocos héroes que había por aquel entonces.
Está claro que la administración de Delhi me consideraba algo así como un regalo del cielo. Tal como Greville dijo más tarde a propósito de la guerra de Afganistán, no había muchos motivos para las celebraciones, pero Ellenborough en Delhi era lo bastante listo como para comprender que la mejor manera de aplicar un poco de brillo a todos aquellos horribles desastres consistía en realzar los pocos aspectos más honrosos que pudiera haber en ellos, y yo era el que tenía más a mano.
Por consiguiente, mientras emitía órdenes del día acerca de la «ilustre guarnición» que había resistido en Jallalabad bajo el mando del noble Sale, aún le quedó tiempo para proclamar a los cuatro vientos las hazañas del «valeroso Flashman», y toda la India siguió su ejemplo. Mientras todos brindaban a mi salud, podían fingir que lo de Gandamack no había ocurrido.
Saboreé las primeras mieles de mi triunfo cuando, al salir de Jallalabad en una litera, para bajar posteriormente por el Khyber en un convoy, toda la guarnición se congregó a mi alrededor para vitorearme. Al llegar a Peshawar, el viejo bribón italiano de Avitabile me recibió con una guardia de honor, me besó en ambas mejillas y me emborrachó como una cuba para celebrar mi regreso. Fue una noche memorable por un detalle... pude acostarme con una mujer por primera vez en varios meses, pues Avitabile tenía consigo a un par de afganas muy divertidas y juntos nos comportamos como unas fieras. Debo decir que no resulta nada fácil manejar a una mujer cuando uno tiene la pierna rota, pero, cuando hay buena voluntad, siempre se encuentra la manera y, a pesar de que Avitabile por poco se muere de risa al contemplar el espectáculo de mis esfuerzos para conectar con la moza, al final conseguí culminar satisfactoriamente la empresa.
A partir de allí, durante todo el camino ocurrió lo mismo... en todas las ciudades y campamentos me recibían con guirnaldas, felicitaciones, vítores, aclamaciones y sonrisas hasta que, al final, estuve casi a punto de creerme que
era
un héroe de verdad. Los hombres me estrechaban la mano emocionados y las mujeres me besaban y lloriqueaban; en los comedores de oficiales, los coroneles hacían brindar a sus hombres por mi salud, los hombres de la compañía me daban palmadas en la espalda, un subalterno irlandés y su joven esposa me hicieron padrino de su hijo recién nacido, el cual inició su andadura por la vida con el impresionante nombre de Flashman O'Toole y las damas de la Liga Eclesiástica de Lahore me regalaron un pañuelo de seda rojo, blanco y azul con un rollo de pergamino que decía «Firme». En Ludhiana, un clérigo predicó un impresionante sermón, basado en el texto bíblico que dice «No hay amor más grande que el de aquel que da la vida por sus amigos», reconociendo indirectamente que yo no había dado propiamente la mía, pero no por falta de voluntad, aunque había estado a punto de hacerlo. La esencia de su sermón era que la próxima vez tendría mejor suerte y, entre tanto, venga lanzar hosannas y hurras por Flashy y ahora vamos todos a cantar «quién descubre el verdadero valor».
Sin embargo, todo eso no fue nada comparado con lo que ocurrió en Delhi, donde una banda me recibió a los acordes de «ya viene el héroe triunfador» y el mismísimo Ellenborough me ayudó a bajar de la litera y a subir los peldaños. Una inmensa multitud me recibió lanzando enfervorizados vítores y después hubo una guardia de honor y un discurso pronunciado por un orondo individuo enfundado en una chaqueta roja y más tarde una cena de gala, en cuyo transcurso Ellenborough pronunció una sentida alocución de más de una hora. Una idiotez insoportable acerca de las Termópilas y la Armada Invencible y el valor que yo había demostrado abrazando la bandera contra mi pecho ensangrentado mientras contemplaba con sereno y noble semblante las bárbaras huestes ávidas de sangre, como un cristiano en presencia de Apolyon, el apocalíptico ángel del abismo, o Roldán en Roncesvalles, no recuerdo cuál de ellos, pero creo que fueron los dos. Era un orador tan tremebundo y tan amante de las citas de Shakespeare y los clásicos, que no tuve demasiadas dificultades en sentirme un imbécil mucho antes de que él terminara de hablar. No obstante, resistí como un valiente, contemplando la larga mesa de blanco mantel, alrededor de la cual todos los máximos representantes de la alta sociedad de Delhi me miraban boquiabiertos de asombro y se tragaban todas las memeces de Ellenborough. Tuve la delicadeza de no emborracharme en público y, gracias a que puse una cara muy seria y a que me pasé el rato frunciendo el entrecejo, conseguí mostrar un noble semblante; oí que las mujeres hacían comentarios en voz baja detrás de sus abanicos, vi que me miraban a hurtadillas y comprendí que debían de preguntarse qué tal sería en la cama mientras sus maridos golpeaban la mesa con las palmas de las manos y gritaban «¡bravo!» cada vez que Ellenborough decía alguna imbecilidad de especial magnitud.
Al final, el muy estúpido empezó a entonar «es un muchacho excelente» y entonces todo el mundo se levantó y se desgañitó cantando mientras yo permanecía sentado con la cara más colorada que un tomate y hacía todo lo posible por reprimir la risa, preguntándome qué habría dicho Hudson si hubiera podido verme. Fue una lástima, desde luego, pero lo cierto es que jamás se hubiera armado tanto alboroto por un simple sargento y, aunque se hubiera armado, éste no habría podido representar el papel con la propiedad con que yo lo hice, insistiendo en levantarme a pesar de mi cojera y permitiendo que Ellenborough me dijera que, si tanto me empeñaba en levantarme, tendría que hacerlo apoyándome en su hombro, con lo cual él se enorgullecería toda la vida.
Al oírlo, los presentes prorrumpieron en ensordecedoras aclamaciones y yo, mientras el congestionado rostro del gobernador me arrojaba vaharadas de clarete a la cara, dije que todo aquello me parecía demasiado para alguien que era tan sólo un simple caballero inglés («amén —exclamó Ellenborough en respuesta a mis palabras—y jamás título tan honroso se había llevado con más orgullo») y me había limitado a cumplir ni más ni menos que con mi deber, tal como correspondía a un soldado y, aunque no creía que tuviera el menor mérito (gritos de «¡no!, ¡no!»), bueno, si ellos decían que sí, el honor no me correspondía a mí sino al país que me había visto nacer y a la vieja escuela donde había sido educado por mis maestros como cristiano. (Nunca comprenderé qué me indujo a decir semejante bobada, como no fuera el simple placer de mentir, pero la reacción fue verdaderamente antológica.) y, a pesar de lo amables que eran todos conmigo, no debíamos olvidar a aquellos que habían llevado la bandera y todavía la estaban llevando «¡bravo!, ¡bravo!») y derrotarían a los afganos y los obligarían a regresar al lugar de donde habían venido, demostrando con ello lo que todo el mundo ya sabía, es decir, que los ingleses jamás serían esclavos (atronadores aplausos). Y, bueno, lo que yo había hecho no había sido demasiado, pero me había esforzado al máximo y esperaba seguir esforzándome siempre. (Más vítores, pero menos entusiastas que los anteriores, me pareció, por cuyo motivo decidí abreviar.) Por consiguiente, que Dios los bendijera a todos y que brindaran conmigo a la salud de nuestros esforzados camaradas que todavía se encontraban en el campo de batalla.
—Su sencilla honradez, no menos que su viril aspecto y sus nobles sentimientos, le han granjeado la admiración y el aprecio de cuantos le han escuchado —me dijo más tarde Ellenborough—. Yo le rindo homenaje, Flashman. Y además —añadió—, tengo intención de que Inglaterra también se lo rinda. Cuando regrese de su victoriosa campaña, el general Robert Sale será enviado a Inglaterra, donde no me cabe la menor duda de que se le dispensarán todos los honores que corresponden a un héroe.
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—Se pasaba casi todo el rato hablando de esta manera, como un pésimo actor
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cosa que solía hacer mucha gente hace sesenta años—. Es justo, por tanto, que un digno heraldo lo preceda y comparta su gloria. Me estoy refiriendo a usted, naturalmente. De momento, usted ya ha cumplido su misión aquí, y muy noblemente, por cierto. Le enviaré a Calcuta con toda la rapidez que permita su actual invalidez y allí embarcará de inmediato rumbo a Inglaterra.
Me lo quedé mirando fijamente sin poder creerlo. Ni siquiera se me había ocurrido pensarlo. Abandonar aquel país infernal —pues, tal como ya he dicho anteriormente, aunque ahora creo que la India fue extremadamente benévola conmigo, en aquellos momentos la sola idea de dejarla me llenaba de un júbilo inenarrable—, volver a ver Inglaterra, mi casa, Londres, los clubes y los comedores de oficiales y a la gente civilizada, ser festejado tal como me habían asegurado que me festejarían, regresar triunfalmente, sabedor de que mi partida había estado envuelta en la ignominia, sentirme a salvo y lejos del alcance de aquellos salvajes negros, del calor, la mugre, la enfermedad y el peligro, volver a ver a las mujeres blancas, dormir tranquilo por las noches, devorar la suavidad de Elspeth, pasear por el parque y ser señalado como el héroe del fuerte de Piper y volver de nuevo a la vida... todo aquello era algo así como despertar de una pesadilla. De sólo pensarlo, me puse a temblar.