—Ahora, señor —dijo Hudson.
Clavamos las espuelas en los flancos de las jacas y nos lanzamos a un furioso galope más allá de los últimos sangars. Los afganos nos miraban lanzando gritos de asombro, pues no comprendían qué demonios estábamos haciendo, pero nosotros inclinamos la cabeza hacia adelante y proseguimos nuestro avance hacia la puerta del fuerte. Oí a nuestra espalda otros gritos y el rumor de los cascos de unos caballos. De pronto, las balas empezaron a silbar a nuestro alrededor... procedentes del fuerte, maldita sea. «¡Oh, Dios mío —pensé—, nos han tomado por afganos, y ahora no podemos detenernos porque nos persiguen los jinetes!».
Hudson arrojó al suelo su
poshteen
y lanzó un grito, incorporándose sobre los estribos. Al ver su chaqueta y sus calzones azules de lancero, los afganos que nos perseguían se pusieron a gritar, pero, afortunadamente, los disparos del fuerte habían cesado y ahora se trataba de una simple carrera entre los afganos y nosotros. Nuestras jacas estaban al borde del agotamiento, pero nosotros las lanzamos a un endiablado galope. Mientras nos acercábamos a las murallas, vi que se abría la puerta. Solté un grito de emoción y seguí cabalgando mientras Hudson me pisaba los talones. En cuanto cruzamos la puerta, caí desde la silla a los brazos de un hombre con unos enormes mostachos de color jengibre y unos galones de sargento en el brazo.
—¡Maldita sea! —rugió—. ¿Quién demonios es usted?
—El teniente Flashman —contesté—, del ejército del general Elphinstone.
Su boca se abrió como la de un bacalao.
—¿Dónde está su comandante?
—¡Me deja usted de piedra! —replicó—. Si aquí hay algún comandante, ése soy yo. Sargento Wells, de los Granaderos de Bombay, señor. Nosotros creíamos que todos ustedes habían muerto...
Tardamos algún tiempo en convencerle y en averiguar lo que estaba ocurriendo. Mientras sus cipayos disparaban desde el parapeto de arriba contra los decepcionados afganos, nos acompañó a la pequeña torre, nos invitó a sentarnos en un banco, nos ofreció unas frutas de sartén con un poco de agua —era lo único que tenían— y nos contó que los afganos llevaban tres días asediando Jallalabad con unos contingentes de fuerzas cada vez más numerosos y que, de momento, su pequeño destacamento había quedado aislado en aquel apartado fuerte.
—Sería un lugar estupendo para armar los cañones si pudieran sacarnos de aquí, ¿comprende, señor? —dijo—. Por eso el capitán Little... el que está en la torre de allí atrás con la cabeza traspasada por una bala, señor... dijo que teníamos que resistir al precio que fuera. «Hasta el último hombre, sargento», dijo y después murió. Eso fue anoche, señor. Nos han estado atacando muy fuerte, señor, y no han parado en ningún momento. No sé si podremos resistir mucho tiempo, señor, porque se nos está acabando el agua y anoche llegaron casi hasta la muralla.
—Pero, ¿no le pueden relevar desde Jallalabad, por el amor de Dios? —dije yo.
—Supongo que deben de tener muchas cosas que hacer, señor —contestó, sacudiendo la cabeza—. Ellos tampoco podrán resistir mucho tiempo allí; el viejo Bob Sale... el general Sale, quiero decir... no está muy preocupado. Pero hacer una salida para relevarnos ya sería otra cosa.
—¡Oh, Dios mío —dije yo—, hemos escapado del fuego para ir a parar a las brasas!
Me miró fijamente, pero me dio igual. Era el cuento de nunca acabar; parecía que un genio del mal me estuviera persiguiendo por todo Afganistán con la aviesa intención de aniquilarme. ¡Haber llegado hasta tan lejos una vez más para sucumbir cuando ya tenía la salvación al alcance de la mano! Vi un jergón de paja en un rincón de la torre y me acerqué a él para tenderme. Me ardía la espalda y estaba medio muerto de cansancio, atrapado en aquel fuerte infernal, solté una maldición y rompí a llorar con el rostro contra la paja sin que me importara lo que pudieran pensar de mí.
Oí que Hudson y el sargento hablaban en voz baja y que éste decía:
—¡Me parece que es un tipo un poco raro!
Después debieron de salir al exterior, pues ya no les oí más. Permanecí tendido sobre el camastro y debí de quedarme dormido de puro agotamiento, pues cuando volví a abrir los ojos, la estancia estaba a oscuras. Oí hablar a los cipayos en el exterior, pero no salí; tomé un trago del cuenco que había sobre la mesa, volví a tenderme y dormí hasta la mañana siguiente.
Algunos de ustedes levantarán las manos horrorizados ante el hecho de que un oficial de la Reina pudiera comportarse de semejante manera y, por si fuera poco, en presencia de sus soldados. A lo cual yo podría contestar diciendo que no pretendo, tal como ya he dicho antes, ser otra cosa más que un cobarde y un bribón y que nunca he interpretado ningún papel cuando me ha parecido que no merecía la pena. Y en aquellos momentos, no merecía la pena. Puede que delirara un poco a causa de los sobresaltos sufridos —convendrán ustedes conmigo en que Afganistán no había sido precisamente una alegre excursión campestre para mí—, pero, mientras permanecía acostado en el jergón de aquella torre, escuchando los ocasionales disparos del exterior y los gritos de los sitiadores, dejé de preocuparme por las apariencias. Que piensen lo que les dé la gana; seguramente nos harán pedazos a todos, ¿y qué más le dan las buenas opiniones a un cadáver?
Sin embargo, al sargento Hudson le seguían importando las apariencias. Fue él quien me despertó después de aquella primera noche. Estaba ojeroso y sucio cuando se inclinó sobre mí con la chaqueta hecha jirones y el desgreñado cabello sobre los ojos.
—¿Cómo está, señor? —me preguntó.
—Fatal —contesté—. Me arde la espalda y me temo que no le vaya servir de mucho durante algún tiempo, Hudson.
—Vamos a ver, señor —me dijo—. Permítame que le eche un vistazo a la espalda.
Me di la vuelta soltando un gruñido y él me examinó.
—No está muy mal —dijo—. La piel tiene algunos arañazos, pero no hay heridas infectadas. Lo demás son simples ronchas. —Guardó silencio un instante—. El caso es, señor, que necesitamos todos los mosquetes que podamos reunir. Los
sangars
están más cerca esta mañana y los negros son cada vez más numerosos. Parece que vamos a tener una auténtica batalla, señor.
—Lo siento muchísimo, Hudson —repliqué con un hilillo de voz—, lo haría si pudiera, bien lo sabe usted. Pero, aunque no tenga la espalda muy mal, apenas puedo hacer nada. Creo que debo de tener algo roto por dentro.
Se incorporó y me miró fijamente.
—Sí, señor —dijo—, creo que sí.
Después dio media vuelta y se retiró.
Sentí que me ruborizaba de vergüenza al comprender lo que Hudson había querido decir; por un instante, estuve casi a punto de levantarme del jergón y echar a correr tras él. Pero no lo hice, pues justo en aquel momento se oyó un repentino grito en los parapetos, los mosquetes empezaron a disparar y el sargento Wells se desgañitó dando órdenes; pero lo que más se oía eran los espantosos gritos de los
ghazi
y entonces comprendí que éstos ya habían alcanzado el muro. Fue demasiado para mí; permanecí tendido sobre la paja temblando de miedo mientras fuera proseguían los combates. Todo aquello estaba durando una eternidad y, de un momento a otro, esperaba oír en el patio los gritos de guerra y el rumor de los pies de los afganos y ver aparecer a aquellos barbados y horribles bárbaros en la puerta de la estancia con sus navajas del Khyber. Le pedí a Dios que acabaran conmigo rápidamente.
Tal como digo, puede que en aquellos momentos me encontrara bajo los efectos de un sobresalto o que incluso tuviera un poco de fiebre, pero lo dudo; más bien creo que me volví loco de puro miedo. En cualquier caso, no tengo una idea muy precisa de lo que duró aquel combate ni de cuándo terminó y empezó el siguiente ataque o ni siquiera de cuántos días y noches transcurrieron. No recuerdo haber comido ni bebido, aunque supongo que debí de hacerlo, y tampoco recuerdo las exigencias de la naturaleza. Por cierto que el miedo no ejerce ese efecto en mí; no me mojo ni me ensucio encima, aunque reconozco que en una o dos ocasiones he estado casi a punto de hacerlo. En Balaclava, por ejemplo, cuando cabalgaba con la Brigada Ligera... ¿saben ustedes que George Paget se pasó todo el rato fumando un cigarro hasta llegar a los cañones? Bueno pues, mis intestinos no pararon de moverse ni un momento hasta que llegamos a los cañones, pero dentro no había más que viento, pues llevaba varios días sin comer.
Sin embargo, en aquel fuerte en el que me encontraba al límite de mis fuerzas, perdí el sentido del tiempo; el
delirium panicus
me tenía atrapado en sus garras. Sé que Hudson me fue a ver, y sé que me habló, pero no recuerdo lo que me dijo, exceptuando algunas frases aisladas hacia el final. Recuerdo que me comunicó la muerte de Wells y que yo le contesté:
—Qué mala suerte, por Dios, ¿ha sufrido heridas graves?
Por lo demás, mis momentos de vigilia fueron mucho menos nítidos que mis sueños, muy claros, por cierto. Me encontraba de nuevo en la celda con Gul Shah y Narriman, con Gul burlándose de mí; de pronto se convertía en Bernier y me apuntaba con su pistola y después se transformaba en Elphy Bey y me decía: «Tendremos que quitarle lo más esencial, Flashman, me temo que no habrá más remedio. Le enviaré una nota a sir William».
Y los ojos de Narriman cada vez más grandes hasta que yo los veía en el rostro de Elspeth... Elspeth muy bella y sonriente, desvaneciéndose poco a poco hasta convertirse en Arnold, el cual me amenazaba con soltarme una tanda de azotes por no haber hecho la traducción. «Desventurado joven, me lavo las manos con respecto a usted; hoy mismo tendrá que abandonar mi nido de serpientes y enanos.» Entonces alargó el brazo y apoyó la mano en mi hombro. Lancé un grito y traté de soltarme y entonces me di cuenta de que estaba tratando de apartar los dedos de Hudson de mi hombro, mientras éste permanecía arrodillado al lado de mi camastro.
—Señor —me dijo—, tiene que levantarse.
—¿Qué hora es? —pregunté—. ¿Y qué es lo que quiere? Déjeme en paz, haga el favor, déjeme en paz..., estoy enfermo, maldita sea.
—No puede ser, señor. Ya no puede quedarse aquí por más tiempo. Tiene que levantarse y salir fuera conmigo.
Le contesté que se fuera al infierno y, de repente, él se inclinó hacia adelante y me asió por los hombros.
—¡Levántese! —me ordenó en tono perentorio, y entonces observé que su rostro estaba más ojeroso y macilento de lo que yo jamás lo hubiera visto y que su expresión era tan fiera como la de un animal salvaje—. ¡Levántese! ¡Es usted un oficial de la Reina, maldita sea, y como tal se tendrá que comportar! ¡No está usted enfermo, señor Melindroso Flashman, es simplemente un cobarde! ¡Ésa es toda su enfermedad! ¡Pero se va usted a levantar y
parecerá
un hombre, aunque no lo sea! —gritó, haciendo ademán de levantarme a la fuerza del jergón.
Le pegué un puñetazo, lo llamé perro rebelde y le dije que lo mandaría azotar en el ejército por su insolencia, pero él acercó el rostro al mío y me dijo con voz sibilante:
—¡No, no lo hará! Ni ahora ni nunca. Porque usted y yo no vamos a regresar a ningún sitio donde haya tambores ni flagelaciones ni nada por el estilo, ¿comprende? Estamos atrapados aquí y aquí moriremos, ¡porque no podemos salir! Estamos perdidos, mi teniente. ¡Esta guarnición está acabada! ¡No nos queda nada que hacer más que morir!
—Maldita sea su estampa, pues entonces, ¿qué quiere usted de mí? ¡Váyase a morir a su manera y déjeme morir a la mía! —grité, tratando de apartarlo.
—De eso ni hablar, señor. No será tan fácil. Soy lo único que queda para luchar en este fuerte, un puñado de exhaustos cipayos... y usted.
—¡Pues luche usted todo lo que quiera,! —le grité—. ¡Usted que es tan cochinamente valiente! ¡Usted que es un maldito soldado de cuerpo entero! ¡Pues mire por dónde, yo no lo soy! Tengo miedo, maldita sea, y ya no puedo luchar... ¡me importa un bledo que los afganos tomen el fuerte, Jallalabad y toda la India! —dije mientras las lágrimas rodaban profusamente por mis mejillas—. ¡Y ahora váyase al infierno y déjeme en paz!
Permaneció arrodillado, mirándome fijamente mientras se apartaba un mechón de cabello de los ojos.
—Ya lo sé —dijo—. Lo medio adiviné en cuanto salimos de Kabul y estuve casi seguro en aquella celda por su forma de comportarse. Pero lo estuve el doble cuando usted quiso matar a aquella pobre afgana... los
hombres
no hacen eso. Sin embargo, no se lo podía decir. Usted es un oficial y un caballero, tal como suele decirse. Pero ahora ya no importa, ¿verdad, señor? Los dos vamos a morir y, por consiguiente, puedo decir lo que pienso.
—Pues espero que se divierta —le dije—. De esta manera, va a matar a un montón de afganos.
—Es posible, señor —replicó—. Pero necesito su ayuda. Y vaya si me ayudará, pues pienso quedarme aquí todo el tiempo que haga falta.
—Es usted un pobre tonto —le dije—. ¿De qué le va a servir si ellos lo matan al final?
—Me servirá para que esos negros no armen sus cañones en esta colina. No podrán tomar Jallalabad mientras nosotros
resistamos
... y, a cada hora que pase, aumentarán las posibilidades del general Sale. Y eso es lo que vaya hacer, señor.
Hay muchos así, desde luego. Yo los he conocido a cientos. Si les das la oportunidad de cumplir lo que ellos llaman su deber, si les permites entrever una esperanza de martirio... ellos mismos se abrirán paso hacia la cruz y pedirán a gritos que venga el hombre que los tiene que clavar con los clavos y el martillo.
—Le deseo lo mejor —dije—. No se lo pienso impedir.
—Sí me lo impediría, señor, si yo se lo permitiera. Le necesito... aquí afuera hay veinte cipayos que combatirán mejor si los anima un oficial. Ellos no saben lo que es usted... de momento. —Se levantó—. Sea como fuere, no vaya discutir, señor. Tendrá usted que levantarse... ahora mismo. De lo contrario, lo sacaré a rastras y lo haré pedazos con el sable, trocito a trocito. —La expresión de su rostro era tremenda. Sus ojos grises, hundidos en las cuencas, me miraban con un brillo siniestro. Comprendí que hablaba en serio—. Por consiguiente, levántese, señor, haga el favor.
Me levanté, naturalmente. Me encontraba muy bien físicamente; mi dolencia era puramente moral. Salí con él al patio, en el que unos seis cadáveres de cipayos yacían en fila cubiertos con mantas cerca de la entrada. Los vivos que estaban en el parapeto volvieron la cabeza cuando Hudson y yo subimos por la desvencijada escalera. Vi sus cansados y oscuros rostros bajo los chacós y sus huesudos y oscuros pies asomando ridículamente bajo las chaquetas rojas y los calzones blancos.