—¿Cuánto dinero le da?
—¿Cómo? Ya te lo he dicho, le da lo que quiere. Por lo visto, el viejo bastardo está bien forrado. Pero tú de eso no podrás tocar nada, te lo aseguro.
—Me da igual—repliqué—. Mientras haya dinero, me importa un bledo quién dé la orden.
Me miró boquiabierto de asombro.
—Pero bueno —me dijo con voz entrecortada—, ¿es que no tienes orgullo?
—Tanto como tú —contesté fríamente—. Tú sigues en la casa, ¿no?
Se le puso la acostumbrada cara de alguien que está a punto de sufrir un ataque, por lo que decidí retirarme antes de que me lanzara una botella y subí arriba para pensar. La noticia no era buena, claro, pero no me cabía la menor duda de que podría llegar a un entendimiento con Elspeth, que era en definitiva lo único que importaba. Pero lo cierto era que yo no tenía tanto orgullo como mi padre; al fin y al cabo, no sería como tener que sacarle los cuartos al viejo Morrison. Está claro que hubiera tenido que disgustarme ante la idea de no poder heredar la fortuna de mi padre —lo que había sido su fortuna—, pero, cuando el viejo Morrison dejara de incordiar al mundo, yo tendría la parte de la herencia que le correspondiera a Elspeth, lo cual era muy probable que lo compensara con creces.
Entretanto, aproveché la primera oportunidad que se me ofreció para plantearle la cuestión a Elspeth y tuve la satisfacción de comprobar que estaba estúpidamente de acuerdo, lo cual me pareció altamente satisfactorio.
—Todo lo que yo tengo es tuyo, amor mío —me dijo, mirándome como si se estuviera derritiendo por dentro—. Basta con que me lo pidas... cualquier cosa que tú quieras.
—Muchas gracias —dije—, pero eso podría resultar un poco engorroso en ciertas ocasiones. Estaba pensando que si hubiera, por ejemplo, un pago regular, te ahorrarías un montón de molestias inútiles.
—Me temo que mi padre no lo permitiría. En eso ha dejado las cosas muy claras, ¿comprendes?
Lo comprendía perfectamente. Traté de convencerla, pero no hubo manera. Por muy tontita que fuera, siempre hacía lo que le decía su papá y el viejo tacaño no era tan necio como para dejar un hueco a través del cual la familia Flashman pudiera introducirse y aligerarle la bolsa. El hombre prudente es el que mejor conoce a su yerno. Por consiguiente, tendría que pedir dinero cada vez que lo necesitara... lo cual era mucho mejor que no tener dinero en absoluto. Cuando le hice la primera petición, Elspeth estuvo muy dispuesta a darme cincuenta guineas... lo tenían todo arreglado con un abogado de Johnson's Court que le entregaba cualquier cantidad que ella pidiera, dentro de unos límites razonables.
No obstante, dejando aparte esos mezquinos asuntos, hubo un montón de cosas que me mantuvieron ocupado durante aquellos primeros días en casa. Nadie de la Guardia Montada sabía exactamente qué hacer conmigo, por lo que me pasaba el día yendo de un club a otro y allí me sorprendía de que, de pronto, hubiera tanta gente que me conocía. Me saludaban en el parque o me estrechaban la mano por la calle y en casa no paraba de recibir visitas. Muchos amigos de mi padre que llevaban años sin verle acudían para conocerme a mí y saludarle a él; nos inundaban de invitaciones, en la mesa del vestíbulo se amontonaban tantas cartas de felicitación que hasta caían al suelo. En la prensa se hablaba del «regreso del primero de los héroes de Cabool y Jellulabad», y la nueva revista cómica
Punch
había publicado una historieta ilustrada en su serie titulada «Pencillings»
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en la que una figura vagamente parecida a mí blandía una enorme cimitarra como un bandido de una pieza teatral infantil mientras unas fieras hordas de negros (que, más que afganos, parecían esquimales) trataban en vano de arrebatarme la bandera británica. Debajo había una leyenda que decía: «Una Espada Flash(ante)», lo cual les dará a ustedes cierta idea del habitual humor de dicha publicación.
Sin embargo, a Elspeth le encantó y compró una docena de ejemplares. Le entusiasmaba ser el centro de tantas atenciones, pues la esposa de un héroe suele ser objeto de tantos agasajos como él, sobre todo si es guapa. Hubo una noche en el teatro en que el director insistió en sacarnos de nuestras localidades y conducirnos a un palco. El público puesto en pie nos saludó con vítores y una ensordecedora salva de aplausos. Elspeth, radiante de felicidad, empezó a soltar grititos de alegría y a juntar las manos sin dar la menor muestra de turbación mientras yo saludaba benignamente con la mano a la multitud.
—¡Oh, Harry—exclamó Elspeth, emocionada—, qué feliz soy! Pero si eres
famoso
, Harry, y yo...
Dejó la frase sin terminar, pero yo sé que estaba pensando que ella también lo era. En aquel momento la quise más que nunca por pensar tal cosa.
Durante la primera semana, hubo tantas fiestas que ni siquiera las pude contar y en todas ellas fuimos la principal atracción. Todas tenían un cierto sabor militar, pues, gracias a las noticias de Afganistán y de China —donde tampoco lo estábamos haciendo del todo mal—,
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el ejército estaba más de moda que nunca. Los oficiales más veteranos y las mamás me hacían objeto de todas sus atenciones, lo cual permitía que los oficiales más jóvenes se dedicaran a cortejar a Elspeth, cosa que a ella le encantaba ya mí me complacía... no sólo no estaba celoso, sino que más bien me satisfacía verlos apretujarse a su alrededor como moscas en torno a una jarra de confitura, que podían mirar pero no saborear. Muchos de ellos la conocían, pues yo había averiguado que durante mi permanencia en la India, algunos la habían acompañado en sus paseos a pie por el parque o en sus paseos a caballo por el Row... cosa muy natural, tratándose de la esposa de un militar. Aun así, yo mantenía los ojos abiertos y traté a más de uno con frialdad cuando se acercaba demasiado a ella... había uno en particular, un joven capitán del Real Regimiento de Caballería llamado Watney, que la visitaba a menudo en casa y la acompañaba en sus paseos a caballo dos veces a la semana; era un tipo alto, de labios exquisitamente curvados y lánguida mirada soñadora que se habría hecho el amo de la casa si yo no le hubiera parado los pies.
—Puedo cuidar muy bien de la señora Flashman, muchas gracias —le dije.
—No me cabe la menor duda —replicó—. Pensaba que, a lo mejor, la dejaría usted media hora abandonada más o menos.
—Ni un solo minuto —dije.
—Vamos —me dijo en tono condescendiente—, eso es muy egoísta de su parte. Estoy seguro de que la señora Flashman no estaría de acuerdo.
—Pues yo estoy seguro de que sí.
—¿Quiere que hagamos la prueba? —me preguntó con una irritante sonrisa.
Sentí deseos de soltarle un manotazo, pero reprimí el impulso.
—Váyase al infierno, maldito bribón —le contesté, dejándolo allí de pie en el vestíbulo.
Me fui directamente a la habitación de Elspeth, le conté lo ocurrido y le dije que no volviera a ver a Watney.
—¿Cuál de ellos es? —me preguntó, admirando su preciosa melena en el espejo.
—Un tipo con cara de caballo y voz tartajosa.
—Hay muchos así —dijo—. No los puedo distinguir. Harry, cariño, ¿crees que los bucles me sentarán bien?
Tal como ustedes pueden imaginar, la respuesta me satisfizo y enseguida olvidé el incidente. Lo recuerdo ahora porque fue el día en que todo ocurrió de golpe. Hay días así, termina un capítulo de tu vida y empieza otro y nada vuelve a ser igual a partir de aquel momento. Tenía que ir a ver a mi tío Bindley en la Guardia Montada y le dije a Elspeth que no regresaría a casa hasta la tarde, en que teníamos que ir a tomar el té a casa de no sé quién. Sin embargo, en cuanto llegué a la Guardia Montada, mi tío me metió directamente en un coche y me llevó a ver nada menos que al duque de Wellington. Yo siempre le había visto de lejos, por lo que, cuando mi tío entró en su despacho, me puse bastante nervioso esperando en la antesala mientras oía el murmullo de sus voces al otro lado de la puerta. De pronto, se abrió la puerta y apareció el duque; tenía ya el cabello blanco y estaba bastante arrugado por aquel entonces, pero su maldita nariz aguileña no le hubiera permitido pasar inadvertido en ningún lugar y sus penetrantes ojos de lince le traspasaban a uno cual si fueran puñales.
—Ah, aquí está el joven —dijo, estrechando mi mano. A pesar de sus años, caminaba con tanta agilidad como un jinete y estaba muy elegante con su chaqueta de color gris—. La ciudad no habla más que de usted —añadió, mirándome a los ojos—. Tal como debe ser. Fue una acción muy valerosa... prácticamente lo único bueno de todo aquel asunto, digan lo que digan Ellenborough y Palmerston.
«Hudson —pensé—, ahora me tendría usted que ver; a no ser que se abrieran los cielos, no se hubiera podido añadir nada más.»
El duque me hizo unas cuantas preguntas muy atinadas sobre Akbar Khan y los afganos en general y sobre el comportamiento de las tropas durante la retirada, a las cuales contesté lo mejor que pude. Me escuchó con la cabeza echada hacia atrás, después la inclinó, murmurando un «mmmm» y se apresuró a decir:
—Es una pena que lo hayan llevado todo tan mal. Pero la culpa la tienen siempre esos malditos políticos; no hay forma de convencerlos. Si yo hubiera tenido conmigo en España a alguien como McNaghten, Bindley, apuesto a que aún estaría en Lisboa. ¿Y qué se hará con el señor Flashman? ¿Ha hablado usted con Hardinge?
Bindley contestó que me tendrían que buscar un regimiento y el duque asintió con la cabeza.
—Sí, es un hombre muy indicado para un regimiento. Estuvo usted en el Undécimo de los Húsares si no recuerdo mal, ¿verdad? Bueno, mejor que no regrese
allí
—añadió, mirándome con intención—. Su Señoría sigue estando ahora tan desfavorablemente dispuesto hacia los oficiales indios como antes, pero peor para él. Muchas veces he estado a punto de decirle que yo también soy un oficial indio, pero probablemente me hubiera hecho un desaire. Bueno, señor Flashman, esta tarde tengo que acompañarle a ver a Su Mcgestad, lo cual significa que tiene usted que estar aquí a la una.
Dicho lo cual, dio media vuelta para regresar a su despacho, intercambió unas palabras con Bindley y cerró la puerta.
Bueno, ya se pueden ustedes figurar mi deslumbramiento; haber estado charlando con el duque, saber que me iban a presentar a la Reina... tuve la sensación de estar caminando sobre las nubes. Regresé a casa como en un sueño, imaginándome cómo recibiría Elspeth la noticia; eso haría que su maldito padre se diera cuenta de quién era su yerno y raro sería que yo no pudiera sacarle algo como consecuencia de ello, siempre y cuando supiera jugar bien mis cartas.
Subí corriendo al piso de arriba, pero no estaba en su habitación; la llamé y, al final, salió Oswald y me dijo que había salido.
—¿Adónde?
—Pues no lo sé exactamente, señor —me contestó, mirándome con expresión malhumorada.
—¿Con la señorita Judy?
—No, señor —me contestó—, no con la señorita Judy. La señorita Judy está abajo, señor.
Noté algo raro en su forma de hablar, pero no pude sacarle nada más. Bajé y encontré a Judy jugando con un gatito en el salón de la mañana.
—¿Dónde está mi mujer? —le pregunté.
—Ha salido con el capitán Watney —me contestó en tono glacial—. A montar. Ven aquí, gatito bonito. Por el parque, supongo.
Por un instante, no lo comprendí.
—Te equivocas —dije—. Hace un par de horas lo eché de aquí.
—Pues han salido a montar hace media hora. Eso significa que habrá vuelto.
—¿Qué demonios quieres decir?
—Quiero decir que han salido juntos. ¿Qué otra cosa pensabas?
—Maldita sea —exclamé, enfurecido—. Le dije que no lo volviera a ver.
Siguió acariciando el gatito, con una leve sonrisa en los labios.
—Eso significa que no te ha entendido —dijo—. De lo contrario, no hubiera salido, ¿no crees?
Me la quedé mirando mientras un frío estremecimiento me revolvía las entrañas.
—¿Qué estás insinuando, maldita sea tu estampa? —pregunté.
—Nada en absoluto. Todo son figuraciones tuyas. ¿Sabes una cosa?, creo que estás celoso.
—¿Yo celoso? ¿Y por qué tendría que estar celoso?
—Tú sabrás.
La miré con rabia mal contenida, debatiéndome entre la cólera y el temor a lo que aparentemente me estaba dando a entender.
—Bueno, vamos a ver si lo entiendo —dije—, quiero saber qué demonios pretendes insinuar. Si tienes algo que decir acerca de mi mujer, te aconsejo que tengas mucho cuidado...
En aquel momento, mi padre, maldita fuera su estampa, entró tambaleándose en el vestíbulo y empezó a llamar a Judy. Ésta se levantó y pasó por mi lado con el gatito en brazos. Al llegar a la puerta se detuvo, me miró con una torcida sonrisa de desprecio y me dijo:
—¿Qué hacías tú en la India? ¿Leías? ¿Cantabas himnos? ¿O ibas de vez en cuando a pasear a caballo por el parque?
Dicho lo cual, salió dando un portazo y me dejó hecho trizas mientras unos horribles pensamientos surgían de repente en mi mente. Las sospechas no crecen poco a poco; brotan de golpe y se van desarrollando a medida que pasa el tiempo y, si uno tiene una mente sucia como yo, es más fácil que se le ocurran pensamientos sucios, por lo cual, mientras me decía que Judy era una puta embustera que pretendía asustarme con sus insinuaciones y que Elspeth hubiera sido incapaz del menor engaño, me la imaginé retozando desnuda en la cama con los brazos alrededor del cuello de Watney. ¡Dios mío, no era posible! Elspeth era una tonta inocente y totalmente honrada que ni siquiera conocía el significado de la palabra «fornicación» cuando nos conocimos... Pero
eso
no le había impedido correr a los arbustos conmigo a la primera invitación que le hice. Aun así, ¡era algo impensable! Era mi mujer, la chica más amable y decente que cabría imaginar; no se parecía para nada a un cerdo como yo; no se
podía
parecer.
Me estaba torturando con todas aquellas festivas reflexiones cuando, de repente, el sentido común acudió en mi auxilio. Dios mío, lo único que había hecho era salir a pasear a caballo con Watney... ni siquiera sabía quién era cuando aquella mañana yo le había dicho que no saliera con él. Y era la muchacha más atolondrada que pudiera haber en este mundo y, además, no tenía madera de pelandusca. Demasiado dulce, cariñosa y sumisa... jamás se hubiera atrevido a hacer semejante cosa. La sola idea de lo que yo hubiera podido hacer la habría aterrorizado... ¿qué iba a hacer? ¿Repudiarla? ¿Divorciarme de ella? ¿Echarla de casa? ¡No podía, Dios mío! Me faltaban medios. ¡Mi padre tenía razón!