Hades Nebula (22 page)

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Authors: Carlos Sisí

Tags: #terror, #Fantástico

BOOK: Hades Nebula
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BIP
.

Su mente reacciona al sonido haciendo pasar la escena, como si estuviera contemplando aquellas diapositivas que venían en un círculo de cartón y que se podían ver con un cacharro especial que las hacía girar al bajar un gatillo de color negro.

Ahora está en su casa, en el Rincón de la Victoria. Tiene dieciocho años y su hermano Álvaro le fastidia porque quiere usar el ordenador para jugar a un juego. Es un juego viejo, y él tiene que montar unos vídeos que ha grabado con una cámara JVC dándose tortas contra el suelo con un monopatín. Hace calor, el cuarto es un despropósito de ropa tirada, tarrinas de discos compactos y cables. Hay una consola, dos televisores, una guitarra española (en la funda pone «sin Smint no hay beso») y hasta una batería, pero no usa ya muchas de esas cosas. Su hermano insiste, quiere jugar al Quake, pero él sabe manejarlo y lo engatusa para que le ayude con los vídeos. Y él mira y sonríe, porque aún más que jugar con el ordenador ama a su hermano mayor y aprecia la complicidad, y Juan sigue editando. Es un programa que ha pirateado de Internet y que ha aprendido a usar como un profesional, en apenas un par de días. Se le da bien, como casi todo. La escena, teñida del color amarillento característico de las fotos antiguas, le provoca una profunda nostalgia.

BIP.

El viejo View-Master hace pasar la diapositiva. La rueda quiere girar, pero se atranca con un ruido sordo, y desaparece, porque de repente siente un dolor punzante en la espalda. Quiere chillar, pero la garganta no emite ningún sonido. Intenta mover los brazos, pero tampoco responden. Pero duele. Dueeeleeeee. Sus ojos se abren, empieza a sudar. Su boca se agita, balbuceante, y cuando abre los ojos otra vez, ve una parte de la habitación que no había visto hasta ahora. Le han dado la vuelta de costado y están clavándole algo entre las vértebras, con Dios sabe qué propósito.

Quiere explicarles que ahí no hay nada, que es su SANGRE la que tienen que examinar, pero no puede. Su corazón rompe a correr, acelerado por la descarga de adrenalina que invade sus venas. La visión se nubla, el View-Master se ha vuelto loco y empieza a pasar fotografías viejas, construidas con trozos de recuerdos, a una velocidad pasmosa: el primer beso, persiguiendo a un perro por un jardín, corriendo por la casa sin ropa, resbalando por el suelo lleno de agua con su hermano mayor, Antonio, mientras gritan «¡Aquamaaan!». Es 1989, es 1995, es 1981 otra vez.

BIP.

BIP. BIP.

BIIP. BIIIP.

El cacharro chilla, y Juan se siente resbalar hacia abajo, como si alguien tirara de su cuerpo. Se cae. Se cae por un agujero. Y mientras cae,

BIIIIP. BIIII

IIIIP. BIIIIP.

Juan se revolvió en su cama, luchando por apartar el persistente sonido de los cláxones de su cabeza. Bordeando aún la frontera del sueño, había olvidado momentáneamente la noche anterior, y su mente empezaba a recabar datos para la cotidianidad, que a buen seguro se había ido a pique como casi todas las cosas. Abrió un ojo, apenas un poco, para descubrir que el despertador marcaba las ocho y diez minutos de la mañana. Resopló con pesar y se arrebujó debajo de la manta, donde reinaba todavía un calor confortable. No le importaba admitir que madrugar nunca había sido su fuerte, pero cuando uno se acuesta dos horas antes de que suene el despertador, la cosa suele ser mucho peor. Y entonces, los detalles de la noche empezaron a brotar como los hongos oscuros y brillantes tras unos días de intensa lluvia, y el sonido de los cláxones, abajo en la calle, adquirió una nueva dimensión de amenaza.

Recordaba, sí, haber estado hasta las tantas viendo la televisión, con su padre y la abuela, aunque ella era mayor y dormitaba indolente en su butacón. De vez en cuando abría un ojo, miraba la pantalla, murmuraba algo sobre esa «película horrible» y se retraía otra vez a sus ensoñaciones. Pero la televisión no proyectaba ninguna película, eran boletines especiales (sobre todo de la CNN y el canal 24h) donde las noticias y las imágenes se sucedían a velocidad de vértigo, revelando una situación de emergencia a nivel global como no la habían conocido en su vida. Su padre tenía ya cierta edad y había vivido muchas cosas, todas a través de la pantalla de un televisor: la guerra de las Malvinas, la del Golfo, las yugoslavas, la de Bosnia y Kosovo... el accidente de Chernóbil, el del volcán Hudson en 1991, el 23F, el 11S, el 11M, e incluso la tensión y el miedo que se vivió en España en la época de transición, cuando la muerte arrebató a Franco su larga epopeya dictatorial. Pero nada, absolutamente nada, era ni remotamente parecido a aquello.

Si bien en días anteriores había habido ya voces de alerta y comentarios en prácticamente todas las cadenas, aquélla fue la noche en la que el fenómeno alcanzó niveles de emergencia máxima. Se hablaba de gente muerta, en ocasiones
realmente
muerta, que volvía a la vida y actuaba exactamente como los
zombis
de las películas que Juan había visto más de una y más de dos veces. Era como ver la versión del 2004 de
Amanecer de los muertos
, sólo que sin Jake Weber y sin clichés americanos. De hecho, en algún momento de la noche, los reporteros pasaron de hablar de «violentos» y «atacantes» a hablar de «
zombis
», y lo hicieron sin pestañear. ¿
En serio están hablando de zombis en la tele
>?, ¿
en la CNN
?, se preguntó, pero ni su padre ni su madre, ante la evidencia de las imágenes que se desarrollaban ante sus ojos, pestañearon cuando mencionaron la palabra.

Los
zombis
parecían salir de todas partes, y cuando lo hacían, generaban otros con una rapidez espantosa. Los principales focos de infección fueron los hospitales, verdaderos aeropuertos del umbral de la vida y la muerte, los hospicios, y todos los lugares donde se almacenaban cadáveres: laboratorios forenses, universidades de medicina, empresas de servicios funerarios... Salían de esos sitios como cucarachas de debajo de un frigorífico y atacaban a todos cuantos tuvieran delante. Los disparos no los detenían, los golpes no los paraban, y como extendían su horror en el corazón mismo de las ciudades, los cuerpos de policía, guardias nacionales, militares y sistemas expertos de protección de la población no pudieron usar muchos de sus sistemas especiales de defensa y combate. Las armas pesadas, los misiles y los trillones de bombas que las grandes potencias habían ido recopilando con el tiempo fueron inútiles, porque la muerte se entretejía con todo aquello que querían proteger: ellos mismos.

Los reporteros acudían a los lugares donde la «infección» (así era como lo llamaban desde la seguridad de sus estudios) había estallado. El corresponsal, jadeando y medio histérico, gritaba sus comentarios al micrófono mientras las cámaras grababan atroces escenas con movimientos erráticos, entre gritos y gente que caía al suelo con alguien subido a horcajadas. No era como cuando la gente pelea, incluso con ánimo de matar, en cualquier reportaje o película de ficción que hubiese visto, era sencillamente otro nivel de violencia. Los muertos no se contentaban con derribar o golpear; buscaban la destrucción total y completa, ensañándose con sus víctimas usando los dedos, introduciéndolos en los ojos o en las bocas abiertas, o los dientes. Desgarraban, mordían los cuellos, o las mejillas, o la carne tierna de los antebrazos cuando se les ponía delante. Arrancaban desde la lengua hasta los intestinos, y gritaban; gritaban mucho. No eran selectivos, no exhibían comportamientos organizados, no buscaban más que víctimas. La más cercana era la mejor.

A veces, la cámara grababa una secuencia borrosa, como un
travelling
enloquecido, y lo siguiente que se veía era un plano del suelo, girado noventa grados. En todos esos casos, cortaban la transmisión y volvían al estudio, donde el locutor mostraba una tez pálida y una expresión entre asqueada y horrorizada. Juan se preguntó cuántas cámaras habría en el mundo, tiradas en el suelo, grabando el fin de los días del hombre, durante tanto tiempo al menos como durasen sus baterías.

Quizá lo peor eran las sirenas de los coches de policía y bomberos que se escuchaban en la calle, mientras veían aquellas imágenes, grabadas en distintos puntos del planeta. Estuvieron oyéndose toda la noche, ahora más cerca, ahora más lejos. Juan supo que lo normal hubiese sido que su padre se asomase a la ventana e hiciese algún comentario, pero no lo hizo, y él tampoco. No hicieron nada de eso. Permanecieron en el sillón, con los ojos fijos en la pantalla, viendo con mudo horror cómo todo cambiaba, quizá para siempre.

En un momento dado, su padre se levantó del sofá. Era un buen hombre de negocios, un hombre de éxito que había sabido prosperar y ocuparse de su familia. Siempre había sabido cómo manejar las cosas; era como un don natural, el resolver problemas de forma rápida, contundente y, casi siempre, inesperada. Cuando el tío Mauro se quedó en paro, resultó ser un problema grave, porque aún le quedaban cuatro años para cotizar por una pensión decente antes de la jubilación. Era, naturalmente, demasiado mayor como para encontrar un nuevo trabajo en una España que, además, empezaba a sumergirse en una crisis galopante, así que el tío Mauro estuvo unos días desesperado. Cuando Juan padre se enteró, le pidió a su mujer que le dijera que no se preocupase en absoluto; terminó el plato de sopa que estaba comiendo y luego se encerró en su despacho. Allí hizo una sola llamada, y el tío Mauro se incorporó de nuevo a su viejo trabajo al día siguiente, con una pequeña subida de sueldo. Nunca le dijo a nadie cómo lo había conseguido, pero a nadie que lo conociese le extrañó. Era Juan. Hacía cosas así constantemente.

Sin embargo, esa noche, Juan hijo veía a su padre diferente. Después de haberse empapado de todas aquellas noticias e imágenes, arrojaba otra luz en el pequeño salón familiar; parecía más bajito, ceniciento y cansado. Quizá, acostumbrado como estaba a solventar las pequeñas dificultades de la vida, se daba cuenta del tamaño inconmensurable del pastel que tenía delante. Quizá fuera ése el primer problema real al que se había enfrentado, uno que no podría digerir ni en un millón de años.

—Vamos a dormir un poco, Juan —dijo en voz baja, apagando la imponente televisión de plasma con el mando a distancia—. Mañana hay muchas cosas que hacer.

Ahora era
mañana
, y los estridentes sonidos de una gran variedad de coches llegaban desde la calle. Algo del todo inusual: su ventana daba a una calle por lo general tranquila, un carril rápido para incorporarse a la autovía del Mediterráneo que comunicaba las principales ciudades de la costa del Sol, incluyendo las de la Axarquía. Era una arteria que subía sinuosa por una colina donde se emplazaban varios chalets, viviendas pudientes en su mayoría, donde los coches abandonaban sus garajes a horas más pronunciables, las nueve y media, o incluso las diez, porque esas viviendas las ocupaban propietarios de negocios, jefes, gerentes y encargados, y éstos entraban más tarde a trabajar. Nunca había embotellamientos a las ocho de la mañana.

Miró el reloj de nuevo: las ocho y doce minutos.

Fuera, en el pasillo, la voz de su padre le llegaba como un murmullo apagado a través de la puerta cerrada, pero el contenido de su conversación se le escapaba. Cuando salió fuera, descubrió que su madre estaba a su lado, con una mano en el pecho y otra cerca de la boca. Pero lo peor era su expresión; tenía el rostro contraído, trocado en una máscara de cera. Estaba, en definitiva, asustada como no la había visto nunca antes.

—¿Qué pasa? —preguntó Juan.

—Los móviles no funcionan —dijo su madre, sombría.

—¿Qué móvil? —preguntó él, confuso.

—Ninguno funciona... —aclaró su padre.

—Y no podemos contactar con Álvaro y Antonio —continuó su madre.

Sus hermanos se habían ido a Marbella a pasar unos días a casa de unos amigos, y con todo lo que estaba pasando, comprendía que su madre quisiera a todos sus hijos en el nido.

—Bueno, mamá... ya vendrán —dijo, intentando aparentar normalidad.

Juan no era de los que se preocupaban en exceso, tomaba las cosas como venían, pero lo que había visto en el televisor durante la noche —
y los cláxones, los cláxones en la calle
— era más que suficiente para hacerle experimentar una especie de angustia vital, una opresión en el pecho que empezaba a crecer en intensidad a cada segundo.

Pero su madre no dejó de preocuparse en toda la mañana. A cada poco ya estaba cogiendo uno y otro móvil para intentar hablar con sus hijos, pero siempre sin éxito; lo único que recibía como respuesta era una locución automática indicando que las líneas estaban saturadas. Luego se deshacía en paseos, recorriendo el salón de la casa, el pasillo, la cocina y vuelta al salón, y cada vez que pasaba al lado del teléfono fijo, se le escapaban las manos. Pero tampoco por ese medio conseguía ponerse en contacto.

—¿Tú estás bien, Juan? —le preguntaba de vez en cuando.

—Sí, mamá, estoy perfectamente.

—¡Ay, por Dios, qué miedo!

Juan quiso poner el televisor para ver cómo seguían las cosas. Un rincón de su mente esperaba que el canal de dibujos animados siguiera emitiendo dibujos animados y que los programas del corazón continuasen con su acostumbrada ración de basura televisiva; que lo de la noche anterior hubiera resultado ser una especie de Orwell moderno, alguna broma cósmica montada con algún fin publicitario, cosas del
marketing
loco y cambiante con el que se castiga a la sociedad, pero en el fondo sabía que, cuando la pantalla se iluminase, las escenas atroces volverían.

Sin embargo, no tuvo tiempo de ver nada: su padre pulsó el botón de apagado rápidamente.

—Si tu madre ve algo de eso —le dijo en tono confidencial— le da un infarto, hijo.

—Pero ¿no sabe nada?

—Algo le he contado —dijo el padre—. Tiene que empezar a saber lo que está pasando. Pero no todo, ¿entiendes? Todo no...

Juan asintió. No creía que su madre estuviese preparada para entender lo que estaba ocurriendo, de todas maneras. Cuando salía de fiesta, su madre se le acercaba con los ojos llenos de preocupación y se aseguraba de que estuviese bien abrigado (
la temperatura ha caído un grado, hijo, no salgas
), de que llevaba todo lo que necesitaba (
parece que va a llover, hijo, no salgas
) y, sobre todo, le pedía que tuviese cuidado. No lo decía como el resto de las madres. No era una expresión al uso como cuando alguien dice «hasta luego»; sus ojos lo revelaban todo. Lo que en realidad estaba diciendo era: «Ten cuidado, hijo de mi vida y de mi corazón, porque si te pasa algo, cualquier cosa, me destrozarás, y si te pasa algo GRAVE, no podré resistirlo... mi corazón explotará como el de un pajarillo y me MATARÁS, nos MATARÁS a todos de PENA.» Y Juan, que sabía que ella se quedaría despierta en la cama hasta que él volviese de madrugada, intentaba beber y divertirse con su fantasma flotando alrededor.

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