Hades Nebula (18 page)

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Authors: Carlos Sisí

Tags: #terror, #Fantástico

BOOK: Hades Nebula
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Un torrente de recuerdos sepultados cayeron en tropel sobre él. Era...

¿
D...Dozer
?

—Te conozco, José... —soltó Dozer con ojos terribles y acusadores. Un maremágnum de odio brillaba en las tinieblas de su mirada—. ¡Tú fuiste quien me mató!

José quiso gritar, pero ahora su viejo amigo se incorporaba sobre sus piernas, trabajosamente, y ganaba más y más altura. Dos manos blandas, con la piel resbalando como chicle caliente, se lanzaron hacia él y le cogieron por los hombros.

—Tengo el cólera, José... —barbotó Dozer. Su voz era acuosa y arrastrada—, ¿lo pillas? El cólera, el tifus y también la tiña... y quiero darte un poquito... La tiña, José... ¡el que la coge, LA DIÑA!

Y por fin, José lanzó un grito desgarrador, al tiempo que un trueno retumbante y poderoso se liberó en el cielo azul y desprovisto de nubes. José cayó hacia atrás... precipitándose por un abismo insondable en el que Dozer gritaba en pos de él.

—¡José, me abandonaste, deja que te lo agradezca, que te lo agradezca eteeernamente!

José despertó, estremecido por su propio grito. Estaba sudando, y se descubrió incorporado en su catre, con la respiración agitada. Susana estaba a su lado, y en ese momento se daba la vuelta hacia él, con los ojos abiertos como platos.

—¡Dios! —exclamó ella, mirándole con una mano en el pecho.

—¿Qué....? —preguntó José, balbuceante.

Sus ojos se esforzaban por registrar con rapidez todo el entorno. Seguía en el antiguo Parador, ahora improvisado barracón importado de los campos de concentración nazis. La gente le miraba desde sus compartimentos miserables, aunque otros muchos miraban hacia la calle, con las manos recogidas en el regazo y ligeramente encorvados, como si estuviesen consumidos por el miedo.

—Yo... —dijo José, pasando el antebrazo por su frente, cubierta de sudor—. He tenido una pesadilla.

—Joder, José... —exclamó Susana—. ¡Casi me matas del susto! Y bendito momento has elegido...

—Yo... pero... ¿qué pasa?

—¿No lo has oído? —preguntó ella.

Se sentó sobre el camastro, recuperando poco a poco el control sobre la respiración.

—¿Oír qué?

—El disparo...

¿
El
trueno
?

Ahora que lo mencionaba, sí que había escuchado algo, aunque no conscientemente. El sonido del disparo se había entrelazado con el sueño, como suele suceder, y quizá debía agradecer al tirador el haberle arrancado de aquella pesadilla. No le sorprendía su contenido, por otro lado; de hecho, ya se sentía bastante mal por la muerte de Dozer, y sospechaba que, a medida que pasara el tiempo, se sentiría aún peor. Era una culpa que tendría que expiar, cuando llegara el momento. Y aquella mierda sobre el cólera y lo demás («¡La tiña, José, el que la coge la diña!») era una recreación inconsciente a ese entorno insalubre en el que ahora se encontraban. Enfermedades como la disentería, que surgen cuando faltan las vitaminas esenciales, y todas las otras, le daban todavía más miedo que los propios
zombis
. Uno podía tener una muerte más o menos atroz en sus manos, pero al menos sería suficientemente rápida, como la que tuvo Uriguen, o el propio Dozer. Sin embargo, la lenta agonía de las enfermedades degenerativas era algo que no podría soportar. Prefería volarse la tapa de los sesos, llegado el caso.
Vaya
, pensó con cierta pesadumbre,
no hace falta ser Freud para darse cuenta de que estoy bien jodido
.

—Qué coño... —exclamó entonces, todavía con la voz pastosa y grave de quien acaba de despertar—, ¿quién ha disparado?

—Creo que lo averiguaremos pronto —dijo Susana.

Un grupo de hombres salían en ese momento. Nunca se aventuraban fuera tan temprano, porque la temperatura a esas horas era realmente baja (apenas cuatro grados, aunque no les fuera posible decirlo con exactitud) y preferían las horas del mediodía para moverse por el recinto. Pero el sonido de un disparo a aquellas horas era del todo inusual, y en los rostros de todos aquellos supervivientes danzaban los espectros de la duda, capitaneados por una sombra de miedo.

Susana salió tras ellos y José se incorporó para seguirla. Antes de irse, echó un vistazo al resto del grupo, dispuesto alrededor. En el centro, protegidos por los adultos, los niños dormían juntos, enrollados en sus mantas como un flamenquín algo deforme; Isabel y Moses también seguían dormidos, compartiendo lecho, aunque él empezaba a moverse lentamente, señal inequívoca de que comenzaba a abandonar el reino de Morfeo. Aquel tipo nuevo que había llegado con Aranda, Sombra, todavía era capaz de lanzar pesados ronquidos al aire.
Bendito
hijo de puta
, pensó con cierta envidia. Él mismo había pasado una noche horrible, despertándose a cada instante, bien fuera por el frío, bien por los ruidos que llenaban la sala, desde toses a enfermizos pedos furtivos, cuyo sonido se prolongaba durante varios segundos antes de morir. Quizá por eso sentía los ojos ardientes y arenosos, como si de un momento a otro fueran a chirriar mientras giraban en sus cuencas.

La última cama estaba vacía: la del extranjero cuyo nombre se le escapaba siempre por mucho que se lo repitieran. ¿
Tucar, Jucar
? Pero no le extrañó. Los extranjeros hacían cosas raras, como levantarse a horas impronunciables cuando no hacía maldita la falta.

—Por Dios, ¿vienes o no? —preguntó Susana desde la puerta.

—¡Ya voy! —soltó José. Se puso las botas tan rápidamente como pudo y salió tras ella.

José pensaba que, probablemente, un disparo podía significar que alguno de los espectros se había acercado demasiado al muro, o había encontrado alguna forma de suponer un problema en alguna parte. Tanto le hubiera dado quedarse durmiendo, se decía, si aquellos soldados no permitían a los civiles portar armas. Si encontraban
zombis
dentro del recinto, si alguno de ellos moría durante la noche y abría los ojos a la pesadilla de los nomuertos, ¿qué alternativas tenían?

—Ha sido por allí —dijo uno de los hombres.

Su voz era débil, casi aniñada. Caminaba encogido, arrastrando los pies, con los puños cerrados y los dedos pulgares apresados en ellos. José tuvo una sensación extraña mientras los miraba con cierta pesadumbre, porque ya había visto antes a otros caminar como ellos; las mismas miradas ausentes y casi el mismo andar desgarbado: a los muertos vivientes.

Desde la distancia, no tardaron mucho en ver lo que estaba fuera de sitio: era un hombre (¿
un
caminante
?) tirado en el suelo, junto a un aparatoso charco de sangre. Los hombres no parecían capaces de avanzar más rápido, pero José y Susana se miraron brevemente y empezaron a moverse con mucha más rapidez, dejándolos atrás.

Susana lo reconoció primero.

—¡Es... es el finlandés! —exclamó, avivando la marcha.

Ahora que Susana lo decía, José creía reconocerlo también. Estaba caído en el suelo, con el pantalón envuelto en una mancha oscura. Cuando llegaron, concentrados como estaban en Jukkar, no vieron la perentoria línea amarilla ni el cartel que prohibía el acceso a los civiles.

—Oh... no... ahí vienen más... —murmuró el soldado más joven.

El otro soldado, que tenía una horrible cicatriz cruzándole la mejilla derecha, chasqueó la lengua. Sabía que pasaría aquello, sabía que vendrían algunos de los otros, alertados por el disparo, pero no esperaba que llegaran tan rápido. Apretó los párpados, para enfocar mejor en la distancia. ¿Quiénes eran aquellos tipos, después de todo? No llevaban las ropas mugrientas características de los
culosucios
ni tenían el aspecto de quien se ha estado alimentando de polvo de estantería durante meses; al contrario, el hombre parecía bastante atlético y a ella se la veía en buena forma también.

Los vio cruzar la línea a la carrera y detenerse junto al hombre caído en el suelo.

—Oh, no... —dijo el joven, mirando de reojo a su compañero.

Sabía lo que decían las directivas sobre violaciones consecutivas del perímetro. Las directivas eran muy explícitas sobre esos casos concretos: un disparo, y no uno de aviso en las extremidades, sino uno mortal. En los días que les había tocado vivir, eso significaba en la cabeza. Era, desde luego, la única forma de asegurarse de que el enemigo no iba a levantarse de nuevo.

—Me cago en la puta... —soltó Cicatriz, ajustando el rifle para disparar de nuevo.

—¡No, espera! —pidió el joven—. ¡Sólo van a llevárselo!, ¡sólo quieren llevárselo!

—¡Cállate, coño! —gritó Cicatriz, llevándose el rifle al hombro y ladeando la cabeza para apuntar.

—¡Espera! —chilló el joven de nuevo.

Le había puesto la mano en el brazo, forzándole a bajar el rifle. Cicatriz se lo sacudió de encima, haciendo girar todo el torso como parte de un complicado acto reflejo; algo que había ido educando desde que se hiciera soldado profesional, hacía más años de los que podía recordar.

—¡Han CRUZADO LA PUTA LÍNEA! —gritó entonces Cicatriz, con el rostro encendido por una furia que crecía, burbujeante, en su interior. En los viejos tiempos hubiera necesitado varias rondas de alcohol para encenderse de aquella manera, pero las cosas habían cambiado un poco en los últimos meses.

—¡Sólo...¡ ¡Escúchame!, ¡sólo quieren llevárselo! —exclamó el joven, mirándole fijamente a los ojos.

—¡¿Qué coño te pasa?¡ ¡Las órdenes son las órdenes! ¡Es la directiva más importante,
hijodeputa
! ¡No vacilar!

Pero el joven miraba ahora más allá de la barricada, con una media sonrisa dibujándose lentamente en su cara. Casi estaba hecho: el hombre había cogido al abatido por las axilas y la mujer por los pies, y juntos empezaban a llevárselo. Unos pasos más y estarían otra vez más allá de la puta línea...

—Ya está... ya está... —exclamó entonces, respirando aliviado—. ¿Lo ves? —añadió, mirando a Cicatriz—, sólo querían llevárselo...

Cicatriz le miró como si estuviera contemplando a un auténtico fenómeno de circo. Un caballo hablador le habría provocado menos estupor, pero el joven estaba satisfecho. No recordaba exactamente cuándo y cómo se habían vuelto todos locos en aquel agujero del demonio, pero si podía evitarlo, no dispararían a ninguno de aquellos hombres y mujeres sin necesidad. Cruzar la línea había sido una temeridad, dados los antecedentes, pero no había ninguna otra forma de que aquella gente pudiera ponerse en contacto con ellos. ¿Y si tenían una emergencia?, ¿una idea?, ¿alguna otra cosa? Toda esa historia de Trauma había complicado las cosas, eso era cierto, pero aquella situación era insostenible. Él lo sabía, el teniente debía de saberlo, y había buena gente entre todas las divisiones que formaban aquel campamento que lo sabía también.

—Al teniente no le va a gustar esto... —murmuró Cicatriz.

El joven no dijo nada. Tragó saliva y, mientras lo hacía, sintió que su sonrisa iba desapareciendo lenta, muy lentamente.

Colocaron a Jukkar en una de las camas, cuando estaban ya al límite de sus fuerzas. Susana se derrumbó en el suelo, completamente exhausta. Apenas soltó el peso muerto, un dolor lacerante le subió por los hombros y los tríceps, intenso como una descarga eléctrica. José tenía más resistencia, pero no recordaba un esfuerzo igual desde que el padre Isidro irrumpió en Carranque con todo su espantoso séquito. Pensaba ahora que el finlandés había tenido suerte; no creía que ninguno de aquellos hombres hubiese sido capaz de moverlo hasta allí ni en un millón de años.

Abraham había salido a su encuentro, pero tan pronto descubrió lo que estaba pasando, volvió a desaparecer. Cuando regresó de nuevo, traía las sábanas más limpias que pudo encontrar, las cuales desgarraron y convirtieron en improvisados vendajes. Susana había hecho un torniquete en la pierna, a tres centímetros de la herida, y ésta apenas sangraba; tan sólo un hilacho de sangre bajaba centelleante por la pantorrilla. Algunos otros trajeron un barreño con agua, y se emplearon a fondo con la herida. El agua no estaba hervida ni el barreño muy limpio; no había sueros antitetánicos ni sustancias para prevenir la gangrena, y por no haber, no tenían yodo, gasas esterilizadas ni nada por el estilo. Pero sí pusieron mucho empeño y cuidado en impedir que el agua penetrara en la herida (que era negra y atroz) para no arrastrar gérmenes al interior. También lo mantuvieron caliente, como apuntó alguien, ya que eso impediría que sufriera un
shock
traumático. Cuando le pusieron las mantas por encima, un tipo alto con el pelo greñudo llamado Fran dejó escapar un bufido y se apartó de la escena: empezaba a pensar para qué mierda podía servir una manta si no tenían ni un poco de agua oxigenada que echarle a aquel infeliz.

Jukkar no tuvo la misma suerte que Moses, a quien hirieron con un proyectil de pistola. Aquélla fue una herida limpia, sin complicaciones. La bala que había derribado al doctor era de 5,56 milímetros, que desplaza el aire a una velocidad supersónica. Ese aire penetra posteriormente en el cuerpo, siguiendo al proyectil, y genera una cavidad importante, destruyendo venas, arterias y cualquier órgano que encuentre en su camino. Los hace explotar; los esparce como la mierda fresca arrojada contra un potente ventilador.

—Su amigo no está bien —anunció Abraham al grupo, con bastante gravedad—. Tiene fiebre, ha perdido mucha sangre y no tenemos manera de saber cuál es su estado. No ha recuperado la conciencia. No tenemos Betadine, Disodine ni nada por el estilo... y eso es esencial, hay que mantener la herida limpia. Estuvo en contacto con el pantalón y el suelo, y ambas cosas, como casi todo por aquí, estaban bastante mugrientas.

A Susana le daba vueltas la cabeza.

—Pero... ¿qué habrá ocurrido?

Abraham bajó la mirada, apesadumbrado.

—Es culpa mía... —contestó—, debí haberles advertido.

—¿Qué quiere decir?

—No se debe cruzar la línea amarilla. Bajo ningún concepto. Se nos dejó muy claro hace tiempo.

No habían reparado en ella de forma consciente, pero ahora que Abraham la había mencionado, tanto Susana como José creían recordar haber visto una línea amarilla junto al lugar donde encontraron a Jukkar.

—Una... ¿barrera?, ¿una línea?... ¿Qué coño...?

—Sí. La frontera, el fin de la zona civil y el comienzo de la zona militar.

Susana asintió, asqueada. Pensaba ir con José a hablar con los soldados, pero acababa de descubrir que el diálogo no sólo era difícil: era imposible, y la prohibición se reforzaba con un disparo. No se imaginaba a aquel finlandés de aspecto agradable haciendo nada que hubiera provocado el disparo de los soldados. Quizá sólo había cruzado la línea, y esa pregunta rebotó en su cabeza como una pelota de ping-pong: ¿le habían disparado por cruzar la línea?, ¿sólo por cruzar la línea?

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