—No se preocupen... —se apresuró a añadir Abraham cuando reparó en Isabel—. Les buscaré tanta ropa de abrigo como sea posible. Estoy seguro de que localizaré mantas suficientes para todos.
—Uf... —dijo José, dejándose caer al suelo.
—Esto es la hostia... —añadió Sombra, que aunque hasta el momento no había abierto la boca, empezaba a pensar que toda esa nueva situación era demasiado para él.
Algo en su olfato de superviviente nato le decía además que las peores noticias estaban por llegar, y sin ser consciente del hecho, se pasó las palmas de las manos por la pernera de los pantalones, como si quisiera librarse de algún rastro invisible de suciedad.
El desánimo se apoderó de todos. Sólo Jukkar parecía mirarlo todo con cierta indiferencia, como si estuviera viendo una exposición de fotografías que no le comunicaban nada.
—Bueno... a ver... tengamos calma —pidió Moses—. Tendremos que acostumbrarnos...
—¿Acostumbrarnos? —preguntó José con una mueca, sintiendo un escalofrío debido a la corriente de aire que circulaba por el ala—. Joder...
—No sé de dónde vienen... —dijo Abraham, estudiando las reacciones del grupo—, pero entiendo que esto sea un
shock
para ustedes... En cuanto a la gente, no se lo tengan en cuenta. La mayoría son personas de gran calidad humana, una vez se los conoce. Muchos se presentarán en los próximos días.
—Entiendo a estas personas... —comentó Moses, intentando reconfortar a Isabel pasándole un brazo por encima—. Y no es lo que más me preocupa ahora mismo, pero... es bastante duro, se lo aseguro...
—Lo sé. Nos hemos degradado mucho en muy poco tiempo. Al principio no era así. Había abundancia de alimentos y teníamos ganas de organizar las cosas. Había cierta sensación de esperanza porque sentíamos que nos encontrábamos en el mejor lugar del mundo en que podíamos estar a salvo. Pero la mayoría de los jóvenes y los hombres fuertes no vinieron a refugiarse aquí, intentaron huir de la ciudad e irse a otros lugares cuando la cosa empezó a desmadrarse y las calles se llenaron de muertos. No sé cómo ocurrió en Málaga, pero aquí fue una progresión geométrica... todo ocurrió demasiado rápido. Demasiado... Así que nuestra población ya estaba compuesta sobre todo por personas mayores cuando los militares que quedaban eligieron la Alhambra como base de operaciones y reajuste. Qué contentos estábamos cuando los vimos llegar con todos aquellos helicópteros. Eran tantos hombres... parecía que la cosa estaba hecha.
—¿Y qué ocurrió? ¿Se les ha acabado la comida? —preguntó José.
Sombra dejó escapar un bufido.
—No teníamos mucha, para empezar. Los militares llegaron también por la cuesta del Rey Chico con bastantes camiones cargados de alimentos, y desde luego parecía que sería suficiente. Pero después de algunas escaramuzas fallidas, empezaron a cortarnos las raciones.
—¿Escaramuzas fallidas? —quiso saber Moses.
—La ciudad está atestada de comida, eso lo sabemos todos. Debe de haber centenares de supermercados y grandes superficies, almacenes, tiendas y hogares abarrotados de alimentos que aún hoy deben de estar en buen estado. En las primeras semanas todavía había interés por rescatar a la población civil que quedaba en la ciudad y alcanzar estos objetivos prioritarios. Quiero decir... no sé si habrán vivido algo semejante, pero cuando caía la noche y llegaba el silencio, el viento traía los gritos de la gente que todavía aguantaba, y que acababa cayendo en las garras de los muertos.
—Perdonad... —interrumpió Isabel, con los ojos acuosos abiertos de par en par—. Creo que voy a llevarme a los niños a que jueguen fuera.
—Ésa es una buena idea —opinó José.
—Pero... yo quiero quedarme —pidió Gabriel.
Moses se agachó para que sus ojos quedaran a la altura de los del muchacho.
—Es mejor que ahora vayas con tu hermana, campeón. Sabemos que la has cuidado bien hasta ahora, y no querrás que se preocupe con historias como ésta, ¿verdad?
Gabriel frunció el ceño. Estaba vivamente impresionado por la historia de Abraham, y quería saber de primera mano qué estaba ocurriendo. Empezaba a pensar que las últimas horas habían sido un error tras otro. Ya no sabía si era él quien cuidaba de su hermana, o era al revés. Al fin y al cabo, la había seguido a través de un periplo indescriptible, cruzando los montes que colindaban con Marbella, para enfrentarse a unos locos que tenían a una mujer desnuda en la cama. Y cuando parecía que habían conseguido rescatarla y viajaban por fin a algún lugar civilizado donde iban a poder recuperar parte de la tranquilidad perdida, se encontraban en una situación más que incierta entre un montón de adultos desconocidos.
Pero aquel hombre tenía razón. Alba estaba pálida, y tampoco le gustaba verla tan callada. Qué lejos le parecía que quedaban ahora los días en los que jugaba en el jardín de la pequeña urbanización donde se ocultaron tanto tiempo, y qué lamentable se le antojaba la decisión de abandonar aquel lugar.
—De acuerdo —dijo, a regañadientes.
Isabel se enjugó los ojos con las manos e intentó esbozar una sonrisa.
—¿No hay otros niños aquí, con los que puedan jugar?
Pero los ojos de Abraham se entristecieron y agachó la vista, negando casi imperceptiblemente con la cabeza. Fue aquel gesto de velada tristeza lo que casi acaba con su tímido ejercicio de entusiasmo.
—Vámonos fuera... —exclamó con resolución, fingiendo un ánimo que no terminaba de encontrar por ninguna parte—. Jugaremos a alguna cosa, ¿vale?
Les vieron marcharse, pensativos, y hasta que no hubieron desaparecido del todo, nadie dijo nada.
—Entonces —preguntó José al fin—, ¿dejaron de buscar civiles, o es que ya no pudieron encontrar ninguno?
Abraham carraspeó, intentando recuperar el tono. Sus ojos grises eran ahora vidriosos, y parecían rebuscar en su interior, donde nadaban muchos y terribles recuerdos.
—Un poco las dos cosas —dijo, casi solemne—. La mayoría de las misiones resultaban un desastre. Al principio tenían seis aparatos, y sus filas se contaban por cientos. Pero después de un par de desastrosas incursiones, el número se vio reducido enormemente. Tres de los helicópteros fueron a buscar provisiones y jamás volvieron. Iban cargados de hombres, hombres jóvenes, a los que tampoco volvimos a ver.
—Pero... ¿cómo es posible? —preguntó Susana, un tanto perpleja—. Tantos hombres, todos armados... ¿cómo es que sucumbieron?
Abraham la miró con las cejas levantadas.
—Los muertos, claro. Granada está infectada de ellos. Nadie diría que una ciudad puede albergar tantos habitantes... pero cuando están todos en la calle es como...
—Sí, sí... —interrumpió Susana—. Pero... ellos eran soldados, se supone que están
entrenados
y saben usar sus armas, ¿cómo es que cayeron todos?
—No la entiendo... —dijo Abraham—, ¿acaso no los ha visto nunca en acción? Son numerosos, no se detienen a menos que les dispares en plena cabeza, y no sienten temor. Ningún ejército armado puede hacer que paren en su intento de alcanzar su objetivo.
José abrió la boca. Quería decirle que ellos sí los habían visto en acción. No una, sino centenares de veces a través de un sinfín de incursiones que hubieran parecido abocadas al fracaso. Pero sobrevivieron, incluso siendo sólo cuatro civiles equipados con rifles rudimentarios. Iba a contarle todo eso, pero se detuvo. Un segundo de reflexión le bastó para comprender que no quería, en realidad, desviar la conversación hacia cosas que quizá era mejor no revelar, al menos de momento. La mirada suspicaz de Susana le confirmó que estaba en lo cierto.
—¿Así que se rindieron? —preguntó entonces.
—Pensaron en un plan, algo que les proporcionara suficiente ventaja táctica contra esas cosas.
—¿Refuerzos? —aventuró José.
—Algo parecido. El General Invierno.
—¿Quién?
—¡Pero claro! —interrumpió Jukkar, visiblemente excitado. Había dado un par de pasos para adelantarse, con las palmas extendidas.— La temida General Invierno... ¡es plan excelente! Sólo General Invierno detuvo la Wehrmacht en gran guerra mundial... intensa frío en...
venäjän
arot
... gran estepa rusa. Todo nazi congelada... ¿usted conoce?
José, que no estaba acostumbrado todavía al español chapurreado de Jukkar, frunció el ceño tratando de comprender, pero Abraham se le adelantó, asintiendo con una pequeña sonrisa.
—Vuestro amigo tiene razón. Es la forma en la que se define a la estación en Rusia: el General Invierno, que ya venció a Napoleón y a Hitler, congelando a sus tropas y diezmando sus ejércitos. Es lo que espera el teniente Romero. Espera a la nieve, que ya cae copiosamente en Sierra Nevada. Si eso ocurriera... si llegara a estas alturas, bueno, se sabe que los
zombis
se congelan por debajo de cero grados, porque la sangre no fluye por sus venas, no tienen calor humano. Se quedan como estatuas, inofensivos como un puto bloque de mármol.
—¡Oh, coño...! —exclamó José. Exclamaciones similares se dejaron oír en todo el grupo.
Empezaron a comentar entre ellos, animadamente. Nunca se les había ocurrido que el frío pudiera tener ese efecto en los
caminantes
, y mientras Sombra se lamentaba de su suerte por haber soportado la Pandemia Zombi en el sur de España, otros hablaban de cómo serían las cosas en provincias más septentrionales.
—Pero la nieve no llega —exclamó entonces Abraham, apesadumbrado—, y enero pasa rápidamente.
—Pero... ¿nieva aquí en la ciudad? —preguntó Sombra.
—Generalmente, no. Las nevadas suelen ser pobres, de acaso media hora, y no terminan de cuajar. Pero una de las causas de que la nieve no cuajara era la contaminación. Ha llovido mucho estos meses, y la atmósfera está limpia, así que confiamos en que la cosa cambie.
—¿Cuál es la tendencia? —quiso saber Susana—. Hace bastante frío, pero... ¿sabemos qué temperatura tenemos?
—Teníamos un termómetro casero —explicó Abraham—, hecho con agua, alcohol... estaba basado en inducción: el calor calienta el agua, ésta se dilata, ocupa más espacio, y asciende por la pajita. Pero estar pendientes de aquel chisme causaba más estrés que otra cosa y una noche lo hice desaparecer. Al fin y al cabo, qué joder... cuando nieve, lo sabremos —añadió con una sonrisa.
—¿Y si no nieva? —preguntó Moses.
Abraham suspiró largamente.
—Eso es lo malo de este plan. Sería bonito esperar una nevada si estuviéramos bien, pero no lo estamos. El tiempo corre en nuestra contra. El armario de los medicamentos cría telarañas desde hace tiempo, la ropa de abrigo escasea y la moral está por los suelos. Hay muchas personas mayores, y caen como moscas. Al menos hemos comprobado que los ancianos no vuelven como
zombis
, no sé por qué, pero así es... eso al menos nos ahorra el terrible problema de lidiar con muertos vivientes inesperados en mitad de la noche, pero sigue siendo terrible.
—Entiendo... —dijo Moses en voz baja.
—No sé si es capaz de entenderlo —soltó Abraham con gravedad—. Verá... la comida es lo peor. Sencillamente, estamos agotando las últimas provisiones. Intentamos racionar lo que nos queda, pero hace un mes y medio que alcanzamos niveles ridículos.
Susana asintió, no sin pesadumbre. Desde luego, había temido esa circunstancia desde el momento en que se encontró con aquellos hombres y mujeres esperándoles alrededor del helicóptero. Sus rostros inexpresivos eran propios de quienes no esperan ya nada. Mientras veían el aparato aterrizar, habían creído que los militares traían comida por fin, y se esforzaron por arrastrar sus cansados cuerpos hacia el patio. Hubiera podido entender una reacción violenta a su llegada, pero estaban tan acostumbrados a sufrir penurias, que habían observado con sublime resignación la llegada de más gente. De más bocas con las que compartir lo poco que tenían. Reflexionando sobre eso, no le extrañaba, desde luego, que nadie les hubiera dado la bienvenida. No se da la bienvenida a lugares como ése.
—Los niños —susurró Moses, con los ojos abiertos.
—Lo... lo siento mucho —balbuceó Abraham—. Intentaré conseguir raciones mayores para ellos, pero... realmente no nos...
Pero le fue imposible continuar, y bajó la cabeza.
Y durante unos cuantos minutos, nadie dijo nada.
Antes del anochecer, los supervivientes de Carranque habían desplegado ya los catres y se habían acomodado lo mejor que pudieron. Para ello eligieron una zona no demasiado ocupada en el extremo este del edificio, donde no hacía tanto frío y tenían hueco suficiente para estar juntos. Eso, al menos, les consolaba.
Abraham apareció en algún momento, cargando con ropa, mantas viejas y algunas otras cosas que podían usar para abrigarse. Se las repartieron como pudieron, aunque la mayoría de ellas apestaban y tenían manchas oscuras que las hacían parecer sudarios, impregnados con los icores de la muerte.
Susana, José y Sombra pasaron la tarde paseando por la zona civil, aprovechando para conocerse mejor. Sombra les contó su historia; el particular relato de cómo conoció a Aranda, quién era realmente Jukkar, y cómo él decidió escaparse con ellos y abandonar la locura de la base aérea de San Julián. Ni José ni Susana conocían la historia con detalle, como no fueran unos breves apuntes soltados por Aranda aquella misma mañana, y escucharon con fascinación la parte del ataque
zombi
a Canal Sur. Mientras caminaban, no obstante, Susana iba registrando cuanto podía: número de centinelas visibles en las torres, accesos bloqueados, su posible vulnerabilidad, y muchos otros detalles.
Moses se fue en algún momento a reunirse con Isabel y los niños. Los encontró con los dos ancianos amables que les saludaron cuando llegaron, y estuvieron enredados en conversaciones triviales sobre las penurias que habían quedado atrás y las que ahora pasaban.
El doctor, por su lado, dijo estar exhausto. Se tumbó en una de las camas y a los dos minutos roncaba profundamente.
Cuando la noche empezó a caer, aún no habían probado bocado. Abraham, no obstante, se las ingenió para traer una especie de magdalenas resecas a los niños y unos zumos de fruta que devoraron con verdadera ansia. Había intentado traer algún otro obsequio para los adultos, pero se disculpó largamente explicando que si alguien le sorprendía, podía darse por muerto.
—¿En serio? —preguntó Moses. La cabeza le daba vueltas al pensar que alguien pudiera asesinar por un par de magdalenas con aspecto de piedras.