Hades Nebula (20 page)

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Authors: Carlos Sisí

Tags: #terror, #Fantástico

BOOK: Hades Nebula
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Pichines para comer. Ja. O ese alguien tiene una puntería de mierda, o está dispuesto a llenar el saco para la cena.

Pero Javier se había vuelto, con un dedo levantado. Tenía los ojos ausentes, como si estuviese concentrado en escuchar, y Víctor se quedó quieto, mirando a un punto indeterminado del asfalto, concentrado en el silencio que los rodeaba. Inmediatamente se dio cuenta de que, entrelazado con el poderoso silencio del campo, había un caudal de sonidos ocultos, tan apagados que casi eran inaudibles. Pero definitivamente eran sonidos de voces, o quizá gritos. El viento, que soplaba hacia el este, no ayudaba a transportarlos.

—Coño... —exclamó Javier.

—¿Son gritos?, ¿voces?

—Ni puta idea, joder...

—¿Vamos? —preguntó Víctor, dubitativo.

Javier no contestó inmediatamente. Víctor se imaginó sus dos neuronas intentando ponerse de acuerdo, anegadas por la vacuidad insondable de su cabezota, utilizando un complicado lenguaje binario: «BEEP», «BOOP», como señales luminosas, encendiéndose y apagándose intermitentemente.

—Diría que no... No, tío. Mieeeerrrda, mejor no —dijo al fin.

—¿Y si es alguien que necesita ayuda?

Javier le miró con su vieja expresión de desconcierto.

—¿Qué...? ¡Que le jodan, tío! De eso va todo esto, ¿no?

Víctor no encontró arrestos para contestar. Demasiado bien sabía de qué iba todo aquello, claro que sí. No habrían llegado hasta allí si hubieran ido haciendo de buen samaritano, como aquella vez con la chica que les pidió ayuda desde una ventana, o el hombre encerrado en aquel bar de mala muerte, con Fátima la Camarera Cercenada y Jorge, el Infame Cocinero de La Herida Recalcitrante. Las primeras noches, su cara de profundo horror y genuina súplica, mirándoles a través del cristal del local, volvía insistentemente, manteniéndole despierto hasta que el Capitán Cansancio resolvía desconectar todos los paneles en su cerebro y se quedaba dormido. Pero con el tiempo, la imagen se fue volviendo más y más irreal, adquiriendo la consistencia de un jirón de niebla, hasta que el recuerdo se perdió en la neblina del tiempo, insustancial como un fantasma.

No, el fin del mundo no era una pradera donde la gente buena pudiera pacer durante mucho tiempo. Los débiles de corazón morían, porque hacían cosas sin sentido y arriesgaban sus vidas por causas tan nobles como estúpidas.

—De acuerdo... —resolvió Víctor.

Pero entonces un nuevo sonido empezó a hacerse audible. Éste era inconfundible, y ganaba intensidad a cada segundo. Era el sonido de un vehículo de motor funcionando a toda potencia: ronco y vibrante. Allí, de pie en mitad de la carretera, intercambiaron una mirada de alerta. Javier miró alrededor, como si buscara un escondite; su expresión recordaba la de un pequeño roedor que ha sido acorralado en una esquina. Pero la desolación de aquella planicie era extrema, como el suelo que se dedica al cultivo pero que es dejado en barbecho: las rocas, cuando las había, eran demasiado pequeñas y los árboles, escasos y tristemente delgados; sus raquíticas ramas se lanzaban contra el cielo como si clamaran agua.

El sonido siguió creciendo en intensidad, y para cuando quisieron darse cuenta, un vehículo todoterreno apareció por encima de la colina, dando tumbos por el suelo árido. Sus ruedas giraban de forma despiadada, arrojando tierra y piedras pequeñas a ambos lados, y levantando una densa polvareda.

El Jeep avanzó, bajando la colina con la impresionante suspensión castigada intensamente a medida que la carrocería subía y bajaba. No acertaron a moverse ni a reaccionar en sentido alguno, se quedaron petrificados observando cómo el vehículo se acercaba más y más a su posición. En un momento dado, el todoterreno describió un impresionante giro hacia su derecha, tan inesperado que a la velocidad a la que iba casi pareció que iba a volcar y a rodar sobre sí mismo colina abajo. Pero entonces volvió a recuperar la estabilidad y siguió descendiendo, encabritado como un corcel loco.

Por fin, terminó de descender la loma y llegó a la carretera de forma abrupta, armando un estrépito ensordecedor. El parachoques delantero chocó brevemente contra el asfalto y produjo un sonido metálico; las chispas saltaron, centelleantes, y las ruedas se hundieron casi por completo. Después, el Jeep saltó por el aire. Era una imagen que confrontaba los principios de la física, una mole de acero descomunal desafiando la ley de la gravedad, lanzándose contra el aire como un cohete que se aleja trabajosamente del suelo. La ilusión duró poco: el todoterreno regresó al asfalto entre crujidos y protestas de los ejes, produjo un chirrido enervante de frotar de ruedas, y se detuvo.

El motor, ahora al ralentí, zumbaba como un gigantesco escarabajo negro.

¿
Cristales opacos
?, pensó Víctor con incrédulo estupor. ¿
Como los capos de la mafia, como los famosos que van del aeropuerto a sus villas privadas en esos cochazos negros, ese tipo de cristales opacos
? El Jeep parecía sacado de las ensoñaciones más febriles de los aficionados al tuning. Víctor no era un experto en automovilismo, pero creía que aquella cosa era, o había sido, un Grand Cherokee. Para empezar, las ruedas eran mucho más grandes que las que montaba de serie, con llantas de aleación de diecinueve pulgadas; su diseño parecía inspirado en la emblemática parrilla frontal de siete barras que identifica a los Jeep. La defensa delantera estaba aderezada con unos potentes focos Maxtel 4x4, montados junto a un cabrestante de ocho mil libras. Estaba repintado de un color entre naranja y rojo de un tono brillante y chillón, pero sin mucho cuidado, porque la pintura exhibía una textura irregular y granulosa que hacía bolsas y depresiones por todas partes. Eso, unido al hecho de que había trozos reparados con masilla y fibra de vidrio que creaban una especie de lagunas blancas, le daba un aspecto como de abandonado u oxidado. La parte de atrás había sido cortada y retirada, y en su lugar habían emplazado una jaula, fabricada con barras de acero ligeramente deformadas. En el lateral se leía una misteriosa palabra: «ROÑA», adornada con una burda calavera.

Pero había algo más, algo en lo que no habían reparado hasta ese momento. Fue el movimiento, captado con la visión periférica, el que alertó a Víctor.

Lo que se movía quedaba a unos tres metros del todoterreno, separado y sujeto por una serie de cadenas. Al principio le costó reconocer lo que allí se movía tan trabajosamente, una suerte de forma sanguinolenta, un revuelto surrealista de (¿
Es eso un brazo
?) miembros, o al menos de algo de aspecto orgánico. En un momento dado, reconoció la mitad de una cara, con un único ojo abierto de par en par en medio de un mar de sangre y hueso. La otra mitad resultaba aún más atroz precisamente por su ausencia: la carne había sido arrancada, como si algo o alguien la hubiera raspado con una lima, y el cráneo asomaba, deforme e irreconocible, quebrado por múltiples partes. Esa visión aterradora se extendía como la cola de un traje de novia, y en su parte final, despuntaban extremidades descarnadas, amasijos irreconocibles de sangre y vísceras, centelleantes bajo la luz del sol. Una especie de tubo de un color desvaído se extendía como una serpiente, sinuoso, en medio de un rastro sangriento.

Víctor se llevó una mano a la boca. Al menos había tres restos humanos mezclados (puede que hasta cuatro, si el bulbo mortecino del fondo, que recordaba vagamente a una calabaza picoteada por cuervos era una cabeza), atados a las cadenas por las muñecas. Estaban destrozados, por la fricción contra el suelo y las rocas, pero todavía se movían, como si estuviera proyectándose una película a cámara lenta. Inmediatamente, le trajo recuerdos de algo que había visto antes: el nacimiento de un mosquito, en un documental de la Dos. Surgió, de una manera casi espectral, del interior de una pupa que flotaba en una charca. Fue un nacimiento exageradamente lento, y la manera en la que escapaba de la jaula de su concepción se asemejaba bastante a la forma en la que aquellos pobres diablos se movían, desplegando sus extremidades con lentitud y como con dolor.

—¡La hostia! —exclamó Javier, sólo que lo dijo arrastrando mucho la primera sílaba, de forma que sonó a algo parecido a
hoooooostia
.

Pero entonces, la puerta del conductor se abrió de repente, sacándoles de su estupor. Víctor dio un brinco, sin poder evitarlo. En sus brazos, los poros de la piel se llenaron de puntos blancos, gordos e hinchados como huevos de insecto.

Una bota de goma gruesa y sin demasiados aderezos asomó del interior del coche y se posó en el asfalto. Estaba cubierta de latigazos de suciedad. Después, un hombre corpulento tocado con un gorro de mimbre bastante maltrecho descendió del vehículo. Parecía muy bronceado, tanto que Víctor pensó vagamente en latinos, quizá de México. Su nariz era grande y ganchuda, y sus labios finos estaban curvados por una enigmática expresión que bien podría querer ser un atisbo de sonrisa.

En la mano llevaba un arma. Ni Víctor ni Javier entendían gran cosa de armas, pero parecía una escopeta de corredera, como las que tantas veces se veían en las películas.

En ese momento, un segundo hombre descendió por el asiento del copiloto. El Señor Bronceado ya parecía bastante malo, en el caso de que las cosas se pusieran mal (y según su experiencia, las cosas siempre acababan mal cuando había armas de por medio): era alto y grande, y sus brazos estaban recorridos por músculos bien contorneados, pero el otro hombre era aún peor. Tenía el tipo de rostro que uno esperaría encontrar en el archivo fotográfico de los delincuentes más buscados de cualquier comisaría, ese tipo de expresión que te hace encoger las pelotas cuando te la encuentras en una calle solitaria, de noche. Su mirada era torva, sus rasgos duros, y en su mano llevaba (gracias, Señor, por los pequeños favores) otra arma, algún tipo de rifle de cañón largo y delgado, como uno de esos rifles de caza que habían visto alguna vez en alguna parte.

—Vaya, hombre... —dijo el latino. Su voz, profundamente grave y aguardentosa, sonó a los oídos de Víctor como el ladrido de un perro. El acento le resultó extraño, medio mexicano, quizá, aunque le faltaba la musicalidad característica, como si llevara tiempo en España—, ¿qué hay?

—Qué hay... —repitió Javier, casi inmediatamente.

Es enorme, pensó Víctor mientras miraba su camisetilla negra sin mangas, adherida al cuerpo, es una puta torre de tío. Javier había sonado como una colegiala histérica a su lado. Está asustado. Javi está tan asustado como yo, porque esto es Mad Max, es la ley del más fuerte, es la Tierra Sin Ley, y ellos llevan unas superpipas del quince y nosotros dos balas mojadas
.

—¿De qué onda me salieron, pinches? —preguntó el latino. Malacara no se había movido de su sitio; continuaba al otro lado del vehículo, mirándoles con ceñuda concentración.

Protocolo de mafiosos, de Mad Max, de la Tierra Sin Ley. Se queda ahí para cubrirse con el coche si algo sale mal
.

—Venimos de muy lejos, amigo —consiguió decir Víctor, aunque tenía el pecho oprimido por una sensación de ahogo.

—Sólo queremos llegar hasta Madrid... —soltó Javier de repente.

Víctor abrió mucho los ojos y volvió la cabeza para mirarle, espoleado por un ramalazo de alerta. Con su frase, Javier estaba asentando de alguna manera una actitud de defensa. Era una forma de confirmar que olía los problemas, y aún peor, encerraba además un tono de súplica: «No queremos problemas» que desvelaba su propia desventaja. Tanto hubiese sido decirles algo así como «Por favor, señor Lobo, no nos haga daño, estamos indefensos y usted tiene la boca taaan taaaaaan graaande...»

—¿A Madrid? —preguntó el latino, casi con prudencia. A Víctor le hubiese gustado que leer su expresión fuera más fácil, pero su rostro era como una máscara impertérrita. Se volvió e intercambió una mirada con Malacara—. ¡Qué onda!

Víctor sabía cómo sonaba eso. Su calzado y toda su ropa estaban cubiertos de polvo del camino, sus ropas estaban sucias y ajadas, y si él mismo presentaba un aspecto la mitad de cansado que el de Javier, allí, en aquella carretera de segunda al sur de España (¡al sur de Andalucía!) y sin vehículo alguno, debían de parecer un par de locos.

O un par de mentirosos
.

Lo que, ahora se daba cuenta, era aún peor.

—¿Y qué andan por esta carretera? —preguntó el latino.

—Veníamos en un camión —explicó Javier—, pero nos quedamos sin gasolina. No es tan fácil conseguirla...

El latino soltó una carcajada.

—Bueno...
pa
que no haya
pepsi
hay que ser previsor y nomás saber dónde buscar... —contestó—. Acá a unos amigos y a mí nos gusta andar todo el día de machaca, de un lado para otro, en coches con buen motorcito... ¿han visto mi carro? —Extendió el brazo con un gesto elegante, como quien presenta a una dama en una cena de gala—. ¡Un pinche Jeep que es un
champy
! Ya me
cholé
tanto por él, que le decimos el
Roña Muñinator
...


Roña... Muñinator
... —repitió Javier, como si masticase cada una de las sílabas.

—Sí. El
Roña
...
pos
está siempre jalado de roña... y
Muñinator
porque ése es mi nombre, ¿saben? Me dicen Muñeco.

De todos los motes que había escuchado a lo largo de su vida, aquél era posiblemente al que menos sentido le encontraba. Mirando a aquel hombre corpulento, el tamaño de cuya espalda era dos o tres veces el de su cintura, pensaba más bien en cosas como Rompespinazos, Ariete o quizá Toro Bramador. Pero
Roña
era una palabra que arrastraba connotaciones desagradables. Sonaba como
sarna
. Sonaba como
saña
.

—Colega... qué onda, ni de un pedo te imaginas lo que le hemos ido poniendo... —continuó diciendo—. Todo cambiado, porque por dentro era un pinche
pelucero
. Cardanes de doble nudo, alargamos el
well-base
a ciento cinco pulgadas, ejes de Wagooner recorridos dos pulgadas atrás y adelante, porque me cago en la puta madre de esos ejes alemanes de mierda; un
roll cage
completo....

Mientras su compañero soltaba su incomprensible monólogo, Malacara pareció decidir que ellos no representaban ningún peligro y abandonó su pose de prudencia. Se desplazó hasta la parte trasera del
Roña Muñinator
y allí estudió con cierto interés los restos horribles de los
zombis
. A Víctor no se le escapó su expresión vacua y casi ausente. No había allí ningún asomo de horror, de asco o de interés, sólo una cara neutra, sin vida. Casi parecía un examinador, o un perito, evaluando científicamente las evidencias que tenía delante; sólo le faltaban el cuaderno de notas y el bolígrafo. Se dijo que, probablemente, aquel tipo sombrío cuyo pelo largo y negro caía sobre los hombros, había visto más de una y más de dos vísceras en su vida.

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