En la cultura pública de las estrellas la peste de las salamandras era completamente ignorada. Cada estrella creía ser la única enferma de toda la Galaxia. La peste tuvo, sin embargo, un efecto indirecto e importante en el pensamiento estelar: introdujo la idea de pureza. Todas las estrellas apreciaban aun más la perfección de la comunidad estelar a causa de su propia y secreta imperfección.
Cuando los planetas inteligentes empezaron a trabajar seriamente en la energía estelar y en las órbitas estelares, el efecto en las estrellas no fue de vergüenza íntima sino algo así como un escándalo público. Era indudable para todos los observadores que la culpable había violado los cánones. Las primeras aberraciones fueron recibidas con asombro y horror. Entre las huestes de las estrellas vírgenes se murmuró que si el resultado de los tan apreciados contactos interestelares, de los que habían nacido los planetas naturales, era en última instancia esta vergonzosa irregularidad, entonces acaso la misma experiencia original había sido pecaminosa. Las otras estrellas protestaron diciendo que no eran ellas las culpables sino aquellas motículas que giraban alrededor. Sin embargo, secretamente, dudaban de sí mismas. ¿No habrían al fin y al cabo infringido el canon de la danza en aquel extático ir de estrella a estrella? Sospechaban, además, que en cuanto a las irregularidades que eran ahora motivo de escándalo, hubieran podido resistirse preservando sus verdaderas trayectorias.
Mientras tanto el poder de los mundos inteligentes se acrecentaba. Los soles eran llevados de un lado a otro para que cumplieran los propósitos de sus parásitos. Desde el punto de vista de la población estelar estos astros no eran, por supuesto, otra cosa que peligrosos lunáticos. La crisis sobrevino, como ya he dicho, cuando los mundos proyectaron su primer mensajero hacia la galaxia más próxima. La inocente estrella, aterrorizada ante la locura de su propia conducta, tomó la única represalia que conocía. Pasó al estado de nova y estalló destruyendo exitosamente a sus planetas. De acuerdo con la ortodoxia estelar este acto era en sí un verdadero crimen, pues interfería impíamente con el orden divinamente señalado de la vida de una estrella. Pero cumplía con el fin deseado, y pronto fue imitado por otras estrellas desesperadas.
Siguió entonces la edad de horror que ya he descrito desde el punto de vista de la sociedad de los mundos. No fue sin duda menos terrible para las estrellas, pues la situación de la sociedad estelar pronto se hizo desesperada. La perfección y beatitud de los antiguos días habían desaparecido. «La ciudad de Dios» era ahora una morada de odio, recriminaciones y desesperación. Multitudes de estrellas jóvenes se habían convertido en prematuras y amargadas enanas, y las maduras habían caído casi en la senilidad. Las formas de la danza eran un caos. Aunque la antigua pasión por los cánones de la danza continuaba viva, la concepción misma de los cánones se había oscurecido. La vida espiritual había sucumbido a la necesidad de la acción urgente. Se anhelaba aún el progreso del conocimiento interior, pero nadie veía ya claramente en sí mismo. Además, la primera e ingenua confianza, que compartían tanto las estrellas jóvenes como las maduras, la certidumbre de la perfección del cosmos y la rectitud del poder sustentador, había sido reemplazada por una desesperación estéril.
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al era la situación cuando los mundos inteligentes intentaron por vez primera ponerse en contacto telepático con las estrellas inteligentes. No necesito hablar de las etapas por las que el mero contacto fue convirtiéndose en una especie de torpe y precaria especie de comunicación. Con el tiempo las estrellas empezaron a entender que no se enfrentaban con meras fuerzas físicas, ni con demonios, sino con seres cuya naturaleza era en el fondo idéntica a la de ellas. Nuestra investigación telepática percibió oscuramente el asombro que se extendió por toda la población estelar. Dos opiniones, dos políticas, dos bandos parecen haber emergido entonces gradualmente.
Uno de estos bandos sostenía que las pretensiones de los planetas inteligentes debían de ser falsas, pues estos seres que habían vivido en una sucesión de errores y luchas y crímenes eran sin duda esencialmente diabólicos; relacionarse con ellos equivalía a cortejar el desastre. Este bando, al principio en mayoría, opinó que la guerra debiera continuar hasta la destrucción de todos los planetas.
El Partido de la Minoría reclamó paz. Los planetas, afirmaron, buscaban a su modo los mismos fines que las estrellas. Hasta se sugirió que estos seres minúsculos, con su más variada experiencia y su larga relación con el mal, podían haber alcanzado ciertos grados de discernimiento que las estrellas, esos ángeles caídos, no habían conocido. ¿No podían aquellas dos especies fundar juntas una gloriosa sociedad simbiótica, y realizar así el deseado ideal, el pleno despertar del espíritu?
Pasó mucho tiempo antes que la mayoría escuchase este consejo. La destrucción continuó, junto con el despilfarro de las preciosas energías de la Galaxia. Muchos sistemas de mundos fueron desapareciendo, uno tras otro. Muchas estrellas cayeron en el agotamiento y el estupor, una tras otra.
Mientras tanto la sociedad de los mundos mantuvo una actitud pacífica. No hubo más intentos de aprovechar directamente la energía de los soles. No se alteraron más órbitas estelares. No se hizo estallar artificialmente ninguna otra estrella.
La opinión estelar empezó a cambiar. La cruzada de exterminación decreció y fue abandonada. Siguió entonces un período de aislacionismo en el que las estrellas, dedicadas a la reconstrucción de su sociedad, no prestaron atención a quienes habían sido sus enemigos. Gradualmente nació entre los planetas y los soles un intento de fraternización. Las dos especies de seres, aunque no pudiesen entender totalmente las idiosincrasias de la otra, eran demasiado lúcidas para entregarse a meras pasiones tribales. Resolvieron por lo tanto superar los obstáculos y establecer alguna suerte de comunidad. Pronto todas las estrellas desearon tener sus guirnaldas de planetas artificiales y llegar a alguna relación «simpsíquica» con sus acompañantes. Pues era evidente ahora para las estrellas que los
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tenían mucho que dar. Las experiencias de los dos órdenes de seres eran de algún modo complementarias. Las estrellas conservaban aún la sustancia de la sabiduría angélica de la edad dorada. Los planetas las superaban en lo analítico, lo microscópico, y en esa caridad que había nacido en ellos junto con una indulgente aceptación de las propias debilidades. Para las estrellas, además, era asombroso que sus minúsculos compañeros pudiesen aceptar no sólo con resignación sino también con alegría un cosmos donde las huellas del mal eran evidentes.
Pasó el tiempo, y una sociedad simbiótica de estrellas y sistemas planetarios abrazó toda la Galaxia. Pero era al principio una sociedad enferma, y fue hasta el fin una Galaxia empobrecida. De su billón de estrellas sólo unas pocas estaban aún en la plenitud de la vida. No había sol sin planetas. En muchas estrellas muertas se provocó la desintegración atómica para proveer soles artificiales. Otras fueron utilizadas de un modo más económico. Se criaron o sintetizaron razas especiales de organismos inteligentes para que habitasen en esos grandes mundos. Muy pronto densas poblaciones de innumerables tipos edificaban una austera civilización en mil estrellas que habían ardido en otro tiempo, y donde subsistía una energía volcánica que ahora aprovechaban los pobladores. Criaturas minúsculas, similares a gusanos, artificialmente creadas, se arrastraban trabajosamente por unas llanuras donde la gravitación opresiva no permitía que se alzase una piedra sobre el nivel del suelo. Tan violenta era esa gravitación que una caída desde un centímetro de altura hacía pedazos los cuerpos menudos de estos gusanos. Los habitantes de los mundos estelares cuando no contaban con luz artificial vivían en una oscuridad permanente, mitigada sólo por la luz de las estrellas, el resplandor de las erupciones volcánicas, y la fosforescencia de sus propios cuerpos. Sus túneles subterráneos llevaban a vastas estaciones de fotosíntesis donde la energía almacenada de la estrella era aprovechada para la vida mental y física. La inteligencia en estos mundos gigantes no era, por supuesto, una función del individuo sino de la colonia. Como los insectoideos estas pequeñas criaturas eran meros animales cuando se separaban del grupo, guiados sólo por el instinto de reincorporarse a la vida común.
La necesidad de poblar las estrellas muertas no habría aparecido sí la guerra no hubiese reducido tanto el número de planetas inteligentes y de soles capaces de recibir nuevos sistemas planetarios. Había que crear otras poblaciones para que la vida comunal pudiese mantener sin peligro su diversidad. La sociedad de los mundos había sido una unidad delicadamente organizada donde cada elemento tenía una función especial. Los miembros perdidos no podían ser recuperados, y era necesario producir nuevos mundos que reemplazasen a aquéllos, por lo menos aproximadamente.
La sociedad simbiótica superó gradualmente las inmensas dificultades de organización, y empezó a preocuparse por esa meta que es la aspiración última de todas las mentes completamente despiertas, una meta a la que aspiran inevitable y gozosamente, pues corresponde a las necesidades de sus naturalezas más intimas. La sociedad simbiótica buscó, pues, el despertar del espíritu.
Pero este propósito, que anteriormente la compañía angélica de las estrellas y la ambiciosa sociedad de los mundos habían esperado poder alcanzar no sólo en los límites de la Galaxia sino en todo el cosmos, era ahora considerado con más humildad. Tanto las estrellas como los mundos reconocían que la Galaxia natal y la totalidad cósmica de las galaxias estaban cerca del fin. La energía física, que había parecido en un tiempo inagotable, era cada vez más escasa y alcanzaba apenas para mantener la vida. Estaba extendiéndose de un modo cada vez más uniforme por todo el Universo. Los organismos inteligentes sólo podían interceptarla aquí y allí, y con dificultad, antes que su potencial descendiese. Muy pronto el Universo sería físicamente senil.
Todos los planes ambiciosos fueron abandonados. Ya no se discutió la posibilidad de viajar entre las galaxias. Tales empresas consumirían lo poco que había sobrevivido a la extravagancia de pasados eones. Hasta se interrumpieron las innecesarias idas y venidas dentro de los límites de la propia Galaxia. Los mundos permanecieron atados a sus soles. Los soles se enfriaban progresivamente. Y entre tanto, los mundos contraían sus órbitas en busca de calor.
Pero aunque la Galaxia estaba físicamente empobrecida, era en muchos aspectos una utopía. La sociedad simbiótica de estrellas y mundos había alcanzado una armonía perfecta. La lucha entre las dos especies era un recuerdo del pasado remoto, y ambas se mantenían ahora leales al propósito común. Vivian sus vidas personales en celosa cooperación, amistoso conflicto, e interés mutuo. Cada una tomaba parte de acuerdo con su capacidad en la tarea común de exploración y apreciación cósmicas. Las estrellas estaban muriendo ahora más rápidamente que antes, y la hueste de estrellas maduras se había convertido en una hueste de envejecidas estrellas blancas. A medida que morían dejaban sus cuerpos a disposición de la sociedad, para que fuesen usados como reservas de energía subatómica, o como soles artificiales, o como mundos habitados por poblaciones inteligentes. Muchos sistemas planetarios giraban ahora alrededor de un sol artificial. Físicamente la sustitución era tolerable, pero para seres que habían dependido de una relación mental con una estrella viva aquel mero horno tenía un valor ínfimo. Previendo la inevitable disolución de la simbiosis en toda la Galaxia, los planetas trataban de absorber rápidamente la visión angélica de las estrellas. Pero luego de unos pocos eones los planetas mismos tuvieron que reducir su número. Alrededor de aquellos soles cada vez más fríos ya no podían apretarse miríadas de planetas. Pronto el poder mental de la Galaxia, que hasta entonces había sido mantenido con dificultad en su más alto nivel, comenzó a desvanecerse inevitablemente.
Sin embargo, la Galaxia no perdía su ánimo. La simbiosis había perfeccionado de un modo notable el arte de la comunión telepática; y las muchas especies de espíritu que componían aquella sociedad se habían unido y comprendido de un modo tan íntimo que de esa armoniosa diversidad había emergido una verdadera mente galáctica, de un alcance que sobrepasaba al de las estrellas y al de los mundos, tanto como éstos sobrepasaban el de sus propios individuos.
La mente galáctica, que no era sino las mentes de las estrellas y mundos y organismos diminutos individuales enriquecidas por todas las otras mentes, sabía que le quedaba poco tiempo de vida. Recordando las edades pasadas de la historia galáctica, examinando panoramas temporales donde se apretaban poblaciones diversas, la mente de nuestra Galaxia se veía a sí misma como la consecuencia de una lucha, una pena y una esperanza frustrada y tácita. Todos los torturados espíritus del pasado no eran motivo de piedad o pena sino de sonriente satisfacción, tal como la que un hombre puede sentir cuando piensa en las tribulaciones de su propia infancia. Y la mente decía, con la mente de cada uno de sus miembros: «El sufrimiento del pasado, que a las criaturas de ese entonces les parecía un mal estéril, era el bajo precio que exigía mi advenimiento futuro. La totalidad en que estas cosas ocurren es justa, fértil y hermosa. Pues yo soy el cielo en que todas mis criaturas encontrarán recompensa, satisfaciendo los deseos de sus corazones. Y en el poco tiempo que me queda he de apresurarme, con todos mis pares, a completar el cosmos con nuestro perfecto y gozoso conocimiento, y a saludar al Hacedor de Galaxias y de Estrellas y de Mundos con nuestras justas alabanzas».
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uando al fin nuestra Galaxia fue capaz de explorar telepáticamente todas las galaxias descubrió entonces que la vida en el cosmos era bastante precaria. Muy pocas de las galaxias estaban aún en su juventud: la mayoría había pasado ya la edad madura. En la totalidad del cosmos las estrellas muertas y sin luz superaban en número a las estrellas vivas y luminosas. En muchas galaxias la lucha de estrellas y mundos había sido aún más desastrosa que en la nuestra. La paz había llegado sólo cuando ambos bandos habían caído en un estado de degeneración irremediable. Sin embargo, en la mayoría de las galaxias más jóvenes la lucha no había estallado aún, y los espíritus más despiertos de otras galaxias se esforzaban por iluminar a las estrellas y sociedades planetarias ignorantes, antes que se iniciase el conflicto.