Se estudiaba aún la situación cuando ocurrió el segundo crimen. Los subgalácticos sabían que tenían bastante poder para impedir otro desastre. Sin embargo, ante nuestra sorpresa, horror e incomprensión, esperaron serenamente el tercer crimen. Y lo que fue más raro, de los mismos mundos condenados, aunque en comunicación telepática con la subgalaxia, no brotó ningún llamado de auxilio. Tanto víctimas como espectadores estudiaron la situación con sereno interés, y aun con una suerte de lúcida impresión de triunfo, algo parecida a la diversión. Desde nuestro plano más bajo, este desinterés, esta aparente levedad, nos pareció al principio menos angélica que inhumana. Había allí todo un mundo de seres sensitivos e inteligentes en la cima de una actividad comunal y una vida intensa. Ahí estaban amantes recientemente unidos, hombres de ciencia entregados a profundas investigaciones, artistas que intentaban expresar nuevas sutilezas, trabajadores en miles de prácticas tareas sociales de las que el hombre no tiene idea. Ahí estaba en verdad toda la rica diversidad de vidas personales animando un mundo altamente desarrollado. Y cada una de estas mentes individuales participaba de la mente comunal de todos; las experiencias de cada uno de ellos no eran sólo las de un individuo privado sino las del espíritu mismo de la raza. Sin embargo, estos seres serenos enfrentaban la destrucción de su mundo con una inquietud no superior a la que pudiéramos sentir nosotros ante la perspectiva de tener que abandonar un juego interesante. Y en las mentes de los espectadores de esta próxima tragedia no había agonía de compasión, sino sólo esa conmiseración, con algo de humor, que podríamos sentir por un jugador de tenis que pierde todas sus posibilidades en la primera vuelta de un torneo, y a causa de un accidente tan trivial como la torcedura de un tobillo.
Nos costó entender la fuente de esta rara ecuanimidad. Tanto espectadores como víctimas estaban tan absorbidos en investigaciones cosmológicas, eran tan conscientes de la riqueza y potencialidad del cosmos, y estaban tan poseídos sobre todo por la contemplación espiritual, que la perspectiva de la destrucción era juzgada, aun por las mismas víctimas, desde un punto de vista que los hombres llamarían divino. Aquella alegre exaltación y aquella aparente frivolidad tenían sus raíces en el hecho de que para ellos la vida personal y aun la vida y la muerte de mundos individuales eran temas vitales que contribuían a la vida del cosmos. Desde el punto de vista cósmico, el desastre no era, al fin y al cabo, más que un asunto muy pequeño, aunque amargo. Además, si por el sacrificio de otro grupo de mundos, aun de mundos espléndidamente despiertos, se alcanzaba una más alta comprensión de la demencia de los imperios enloquecidos, el sacrificio valía la pena.
De modo que se cometió el tercer crimen. Luego siguió el milagro. La capacidad telepática de la subgalaxia estaba mucho más desarrollada que la de los pocos mundos superiores del «continente» galáctico. Podía prescindir del auxilio del intercambio normal, y vencer también toda resistencia. Era capaz de alcanzar la enterrada crisálida del espíritu aun en los individuos más pervertidos. No era un poder meramente destructivo, que oscurecía la mente hipnóticamente, sino un poder bondadoso, capaz de actuar en el núcleo sano aunque dormido de cualquier individuo. Esta capacidad fue empleada ahora en el continente galáctico con un efecto triunfal y a la vez trágico. Pues aun este poder no era omnipotente. Aquí y allí entre los mundos enloquecidos apareció una rara y cada vez más extendida «enfermedad» de la mente. Para los imperialistas ortodoxos de esos mundos era una locura, pero se trataba en verdad de un tardío e ineficaz despertar a la cordura en seres cuya naturaleza había sido moldeada enteramente por la demencia en un ambiente demente.
El curso de la «enfermedad» en estos mundos era aproximadamente siempre el mismo. Ciertos individuos, cumpliendo aún su papel en la acción disciplinada y el pensamiento comunal, se descubrían de pronto dominados por disgustos y obsesiones privadas que se oponían a los más venerados ideales del mundo en que vivían, dudas acerca del valor de aquellos viajes cada vez más acelerados y del imperio cada vez más extenso, y disgusto por el culto del triunfo mecánico y el servilismo intelectual y la divinización de la raza. Cuando estos perturbadores pensamientos se hacían más comunes, los confusos individuos empezaban a dudar de su propia «cordura». Al principio sondeaban cuidadosamente a sus vecinos. Poco a poco las dudas se ampliaban y se hacían menos tácitas, hasta que al fin minorías considerables de cada mundo, aunque todavía desempeñando su parte oficial, perdían contacto con la mente común y pasaban a ser meros individuos aislados; pero individuos más sanos interiormente que la vasta mente comunal de la que se habían desprendido. La mayoría ortodoxa, horrorizada por esta desintegración mental, recurría entonces a los familiares e implacables métodos que tanto éxito habían tenido en los puestos incivilizados del imperio. Los disidentes eran arrestados y cuando no se los destruía enseguida se los concentraba en algún planeta inhóspito, con la esperanza de que esta tortura sirviese a los demás de efectiva advertencia.
Esta política fracasó. La extraña enfermedad mental se extendió cada vez con mayor rapidez, hasta que los «lunáticos» fueron más numerosos que los «cuerdos». Siguieron guerras civiles, martirios en masa de devotos pacifistas, disensiones entre los imperialistas, y un aumento de la «locura» en todos los mundos del imperio. La organización imperial se hizo pedazos; y como los mundos aristocráticos que formaban el esqueleto del imperio no eran capaces —como verdaderos soldados hormigas— de mantenerse a sí mismos sin el auxilio y tributo de los mundos esclavos, la pérdida del imperio significó para ellos la muerte. Cuando en un mundo aristocrático la mayoría de la población se volvía cuerda, se hacían grandes esfuerzos para adaptar la vida a un orden de autonomía y paz. Podía haberse esperado que una población de seres cuya inteligencia y cuya lealtad social eran incomparablemente más grandes que todo lo conocido en la Tierra no sería derrotada en esta tarea. Pero aparecieron dificultades inesperadas, no económicas, sino psicológicas. Estos seres habían sido preparados para la guerra, la tiranía y el imperio. Aunque el estímulo telepático de criaturas superiores podía animar el germen que dormitaba en sus espíritus, y ayudarlos a comprender la trivialidad de todos los antiguos propósitos, esa influencia no era suficiente para remodelar sus naturalezas hasta el punto de hacerlos vivir realmente en el mundo del espíritu. A pesar de una heroica autodisciplina, estos seres tendían a caer en la inercia, como bestias salvajes domesticadas, o en un nuevo desorden mental, ejerciendo contra ellos mismos los poderes que en otro tiempo habían dirigido contra los mundos vasallos. Y todo esto era acompañado por una profunda conciencia de culpa.
Para nosotros era conmovedor asistir a la agonía de estos mundos. Aquellos seres recién iluminados no dejaban de tener ante sus ojos la visión de una verdadera comunidad y de una vida espiritual; pero aunque esa visión los obsesionase habían perdido la capacidad de actuar y no podían llevarla a la práctica. Además, en ciertas ocasiones, el cambio que habían sufrido en sus corazones parecía ser causa de mayores males. Anteriormente todos los individuos habían estado sujetos en perfecta disciplina a la voluntad común, y habían sido felices pudiendo ejecutar esa voluntad sin las interrogaciones y dudas de la responsabilidad individual pero ahora los individuos eran simples individuos, y vivían atormentados por mutuas sospechas y una violenta propensión a la introspección.
El fin de esta tremenda lucha en las mentes de los ex imperialistas dependía de cómo los hubiera afectado la especialización para el imperio. En unos pocos mundos, jóvenes, donde la especialización no había alcanzado niveles muy profundos, un período de caos era seguido por un período de reorientación y planeamiento, y luego por una cuerda utopía. Pero en la mayoría de estos mundos esa salida no era posible. O persistía el caos hasta que se llegaba a la decadencia de la raza, y el mundo descendía a estados humanos, subhumanos y meramente animales; o, sólo en unos pocos casos, la discrepancia entre los ideales y la realidad era tan perturbadora que la raza entera se suicidaba.
No pudimos seguir soportando el espectáculo de docenas de mundos destruidos por una ruina psicológica. Sin embargo, los subgalácticos que habían sido la causa de estos raros acontecimientos, y continuaban empleando sus poderes para iluminar —y destruir— estos mundos, contemplaban imperturbables su obra. Sentían piedad, la piedad que podemos sentir por un niño al que se le ha roto su juguete; pero no se indignaban contra el destino.
En pocos miles de años todos los mundos imperiales se habían transformado a sí mismos, o habían caído en el barbarismo, o se habían suicidado.
L
os acontecimientos que he descrito ocurrieron (o ocurrirán, desde el punto de vista humano) en una fecha tan alejada de nosotros como el día de hoy de la condensación de las primeras estrellas. El próximo período de la historia galáctica se inicia con la caída de los imperios enloquecidos y llega hasta el momento de la realización de la utopía en toda la comunidad galáctica de mundos. Este período de transición fue en sí mismo y en cierto modo utópico, una época de triunfal progreso vivida por seres de naturaleza rica y armoniosa en un ambiente enteramente favorable, y en el seno de una creciente comunidad galáctica donde la lealtad era una actividad totalmente satisfactoria. Sin embargo, fue a la vez un tiempo no utópico, pues la sociedad galáctica se expandía y cambiaba constantemente de estructura para poder satisfacer nuevas necesidades, espirituales y económicas. Cerca del final de esta fase sobrevino un período de completa utopía en el que la atención de la perfeccionada comunidad galáctica apuntó hacia otras galaxias. Hablaré de esto a su debido tiempo, así como también de los imprevisibles y tormentosos acontecimientos que destruyeron esta beatitud.
Entre tanto, examinaremos brevemente la edad de la expansión. Los mundos de la subgalaxia, reconociendo que no era posible un mayor progreso cultural si la población de los mundos despiertos no crecía y se diversificaba inmensamente, comenzaron a dedicarse de modo activo a la tarea de reorganizar todo el continente galáctico. Por medio de la comunicación telepática hicieron que todos los mundos despiertos de la Galaxia conociesen la sociedad que ellos, los mundos de la subgalaxia, habían creado, y los invitaron a unirse en la tarea de fundar la utopía galáctica. Todos los mundos de la Galaxia, dijeron, tienen que ser individuos intensamente conscientes, y cada uno de ellos tiene que contribuir con su particular idiosincrasia y todo el peso de su experiencia a la experiencia común. De ese modo, cuando al fin la comunidad se completase podría pensar en cumplir su función en la comunidad inmensamente más vasta de todas las galaxias, y participar entonces en actividades espirituales hasta ahora oscuramente sospechadas.
En la época primera de meditación, los mundos subgalácticos, es decir, la mente intermitentemente despierta de la subgalaxia, había hecho sin duda descubrimientos acerca de los necesarios fundamentos de la sociedad galáctica, pues ahora creían indispensable que el número de los mundos inteligentes de la Galaxia creciese por lo menos diez mil veces. Para poder realizar todas las potencialidades del espíritu, la diversidad de tipos de mundos tenía que comprender miles de mundos. Ellos mismos, en la reducida comunidad subgaláctica, habían aprendido bastante como para entender que sólo una comunidad mucho mayor podría explorar todas las regiones del ser, de las que ellos habían vislumbrado unas pocas, pero muy borrosamente.
La magnitud de este esquema confundió y alarmó a los mundos naturales del continente galáctico. La escala de vida que habían alcanzado les parecía satisfactoria. La magnitud y la multiplicidad, afirmaron, no conciernen al espíritu. A esto se replicó que tal protesta no podía aceptarse en mundos cuyas propias realizaciones dependían de la espléndida diversidad de sus miembros. La diversidad y multiplicidad de los mundos eran tan necesarias en el plano galáctico como la diversidad y multiplicidad de los individuos en el plano del mundo y la diversidad y multiplicidad de las células nerviosas en el plano individual.
Luego de esto, los mundos naturales del continente desempeñaron un papel decreciente en el progreso de la Galaxia. Algunos se quedaron en el nivel de sus propias y solitarias realizaciones. Otros se unieron a la gran tarea cooperativa, pero sin fervor y sin genio. Unos pocos participaron en la empresa de modo entusiasta y útil. La contribución de uno de ellos fue en verdad muy importante. En este mundo habitaba una raza simbiótica, pero muy distinta de la que había fundado la comunidad de la subgalaxia. La simbiosis estaba formada por dos razas que originalmente habían habitado planetas separados del mismo sistema. Una inteligente especie aviana, llevada a la desaparición por el desecamiento del planeta natal, se había visto obligada a invadir un mundo habitado por humanoides. No es ésta la ocasión apropiada para explicar cómo, luego de años de lucha y cooperación alternadas, se logró una total simbiosis económica y psicológica.
La edificación de la comunidad galáctica de mundos escapa a la comprensión del autor de este libro. No puedo recordar ahora claramente lo que yo experimenté de estos oscuros asuntos en el estado de elevada lucidez a que llegué mientras era parte de la mente comunal de los exploradores. Y aun en ese estado costaba entender los propósitos de la entretejida comunidad de mundos.
Si se puede confiar de algún modo en mi memoria, en esta fase de la historia galáctica los mundos inteligentes estaban ocupados en tres clases de actividades. La principal tarea práctica era enriquecer y armonizar la vida misma de la Galaxia, acrecentar el número, la diversidad y la unidad mental de los mundos totalmente despiertos hasta poder satisfacer la emergencia de una modalidad de experiencia mucho más despierta aún. La segunda actividad era la de buscar un contacto más íntimo con las otras galaxias por medio de la exploración física y telepática. La tercera era un ejercicio espiritual apropiado para los seres del nivel de los mundos-mentes. Este último estuvo (o estará) de algún modo en relación con el ahondamiento de la propia conciencia en cada uno de los mundos-espíritus y el voluntario apartamiento de las realizaciones meramente privadas. Pero esto no fue todo. Pues en este nivel relativamente alto en el ascenso del espíritu, como en nuestro más bajo plano espiritual, hay que desprenderse de un modo más radical aún de la aventura de la vida y la mente personal en el cosmos. Pues a medida que el espíritu despierta anhela también más y más contemplar toda la existencia no meramente con los ojos de una criatura sino desde un punto de vista universal, como a través de los ojos del creador.