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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

Ha estallado la paz (103 page)

BOOK: Ha estallado la paz
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Todo lo demás… euforia. Al margen de aquel drama íntimo, exteriormente todo era euforia en la ciudad, en vísperas de la salida de la expedición.
Amanecer
publicó efectivamente la fotografía de Mateo, con un pie que decía: «Las jerarquías dan ejemplo». Rodeando la efigie de Mateo, un friso en el que aparecían los capitanes Arias y Sandoval, Alfonso Estrada,
Cacerola
, los cinco soldados artilleros, Rogelio… y Sólita.

Estos hombres —y esta mujer— fueron, para la gente de la calle, desde aquel momento, héroes. ¡Partir para Rusia! Ahora que llegaba el verano y los árboles en el bosque darían sombra y las olas romperían mansamente en la playa.

Ramón, en el Café Nacional, comentó: «¡Menudo viaje…!». El comisario Diéguez pensó, para sus adentros: «Eso sí tiene mérito… y no interrogar a “rojillos” que rechazan la chapita de Auxilio Social». Con todo, acaso la persona más vivamente afectada fuera el doctor Chaos. El doctor Chaos, al contemplar en la misma página del periódico los rostros de Rogelio y de Sólita, perdió el habla, como anteriormente les ocurriera a Matías y Carmen Elgazu… Lo de Rogelio podía pasar. El doctor Chaos supo oportunamente que el chico había ingresado en la cárcel, que era una vida sin norte.

¡Pero Sólita…! Se sintió responsable, inmensamente responsable. ¡Qué morterazo habría recibido aquella mujer, puesto que había decidido alistarse! Al doctor Chaos le faltaron fuerzas para darle a Goering el terrón de azúcar que el perro, con la lengua fuera, le estaba reclamando.

El general hubiera deseado que su hijo, el capitán Sánchez Bravo, se alistase. Pero el capitán negó con la cabeza. «Si no es una orden, prefiero quedarme…» El general reflexionó; por suerte, intervino en seguida doña Cecilia diciendo: «¡No le hagas caso a tu padre, hijo! ¿No llevas ya tres heridas en el cuerpo?». El general sentenció: «Ordenarte una cosa así… no puedo hacerlo».

Pleito resuelto. Y euforia por doquier en la ciudad. Los divisionarios llegados de fuera para unirse a los gerundenses eran obsequiados en todas partes. Acamparon en la Dehesa, en tiendas de lona, y todos los muchachos y todos los niños de la ciudad, incluyendo a Pablito, a «El Niño de Jaén» y a los inseparables Eloy y Manuel Alvear, desfilaron por allí para verlos.

Las chicas de la Sección Femenina atendían a esos voluntarios, a los que a última hora se agregaron un par de docenas llegados de los pueblos de la provincia. ¡Claro, Gerona no era solamente la capital! Cada alcalde que podía presentar un voluntario se sentía un tanto justificado ante el Gobernador. La camarada Pascual, de Olot, repartía vasos de café caliente. Gracia Andújar repartía medallas y detentes…, hablaba con
Cacerola
, su «ahijado», con solicitud especial. Asunción se ocupaba exclusivamente de Alfonso Estrada. Estaba enamorada de él. «Que Dios te acompañe… Y la Virgen». «Te escribiré, Asunción… Si la pólvora me lo permite».
Cacerola
parecía feliz, bajo los árboles, rodeado de camaradas que, al enterarse de que era cocinero, le decían: «Oye… ¿Qué tal los ingredientes rusos? ¿Sabes si por allí hay garbanzos y si es costumbre adobarlos con caviar?».

Los voluntarios pasaban en un santiamén del misticismo a la picardía, y del «Vamos a armar la de San Quintín» al pánico. Celebróse una misa en la Catedral y todos comulgaron: misticismo, organizado por el voluntario mosén Falcó. Pero he aquí que a la salida, en la mismísima plaza de los Apóstoles, viendo a Marta y a sus subordinadas, rompieron a cantar:

No me marcho por las chicas, que las chicas guapas son, guapas son…

Y a continuación otra tonada que, cruzando los muros del Palacio Episcopal, hizo estremecer los atentos oídos del señor obispo:

Un estudiante a una niña le pidió… ¿qué le pidió? Le pidió una linda cosa y la niña se la dio…

La certeza de armar la de San Quintín la tuvieron en el transcurso del baile que el Gobernador organizó en su honor, en la Piscina, la noche antes de la partida. Mateo no asistió a ese baile. Permaneció en casa empeñado, sin conseguirlo, en que Pilar o don Emilio Santos le dirigieran la palabra. Pero todos los demás divisionarios acudieron a la fiesta, ¡amenizada por la
Gerona Jazz
! Damián se había ofrecido para tocar aquella noche sin percibir honorarios de ninguna clase. Bello rasgo orquestal en favor de la Nueva Europa. Y ocurrió que los voluntarios, al ver a Paz Alvear agarrada al micrófono, con un traje de escamas plateadas y uno de sus provocadores casquetes verdes en la cabeza, se desbocaron. «¡Viva la madre que te parió!». «¡Si te vienes con nosotros tomamos Moscú el dieciocho de julio!». «¡Oye, maja! ¿Eres cosaca o qué?».

Paz Alvear sufría… y gozaba a la vez, cosa que venía ocurriéndole hacía tiempo.

Aquellas camisas azules eran para ella puñales, pero reconocía que debajo de ellas había hombría. Y además su padre le había hablado siempre muy mal de Rusia. Así que ¿qué pensar? Al tercer baile se decidió por odiar. Odió a toda aquella muchachada, tal vez porque un teniente se empeñó en colocarle en la cabeza, en sustitución del casquete verde, una boina con la bandera nacional. Los odió tanto que se embelleció más aún, y de pronto, le dijo a Damián:

—Vamos a tocar el Rascayú…

—¡A la orden! —accedió Damián.

¡Raskayú cuando mueras qué harás tú…! ¡Rascayú cuando mueras qué harás tú…!

¡Tú serás un cadáver nada más…! ¡Rascayú cuando mueras qué harás tú…!

Esta letra, al pronto coreada por todos, no dejó de surtir su efecto en los novatos.

Rogelio, por ejemplo, se puso a temblar. El pánico repentino de que se habló… Y también temblaron los cinco soldados artilleros. Preferían, por supuesto, la tonada del estudiante que le pidió a la niña no sé qué linda cosa… Pero Paz Alvear se desgargantaba con el Rascayú y con el «cadáver nada más» y la Piscina iluminada se convirtió durante unos minutos en un cementerio de hombres vivos, en una profecía de muerte.

El día siguiente era el viernes señalado en las oficinas del banderín de enganche.

Los capitanes Arias y Sandoval llegaron con mucha anticipación a la Dehesa, donde se efectuaría la definitiva concentración. Los dos capitanes se pusieron a las órdenes del coronel Tejada, procedente de Barcelona. Sólita llegó acompañada de su padre, don Óscar Pinel. A última hora lo había pensado mejor y vestía de blanco, vestía de enfermera, como durante la guerra en los hospitales de Zaragoza.

Media Gerona acudió a la Dehesa para acompañar a los divisionarios hasta la estación. Fue el momento de las grandes dádivas: botellas, tabaco, chicles… «Oye… ¿por qué chicles? ¿Es que estamos liados con los americanos?».

Todas las autoridades estaban allí, desde el General y el Gobernador hasta el señor obispo y el notario Noguer. También estaban allí doña Cecilia —con sus guantes blancos, un nuevo sombrero y un nuevo collar—, María del Mar y Carlota, condesa de Rubí. «La Voz de Alerta» sintió un leve escalofrío… ¡El mensaje enviado por Navarra —redactado por don Anselmo Ichaso— a los países combatientes contra Rusia había sido tan emotivo!

Mateo llegó con cierto retraso: a las nueve y media exactamente. Había esperado hasta el último momento a que Pilar, sobre todo Pilar, comprendiera y cambiara de actitud. Estaba seguro de que al final le entregaría… cualquier cosa: una bolsa conteniendo un bocadillo y una naranja. Una botella de vino… Que por lo menos le habría cosido en el interior de la camisa azul una imagen de su patrona, la Virgen del Pilar. Nada. Pilar mantuvo su postura, alternando lágrimas y silencio. Las últimas noches, tres o cuatro, habían sido de pesadilla. En la almohada, las dos cabezas separadas, divergentes, formaban una V. Ambos intentando dormir, sin conseguirlo.

Levantándose continuamente para ir al lavabo. Y cuando el sueño vencía a uno de los dos, era peor. Si la que dormía era Pilar, Mateo encendía la luz ambarina de la mesita de noche y contemplaba las mejillas, sonrosadas, de aquella mujer que era carne de su carne. Y se le hacía un nudo en la garganta: un nudo en forma de yugo… Si quien se dormía era Mateo, Pilar lo oía respirar. ¡Respiraba normalmente, con la pasmosa serenidad del hombre en paz con su conciencia! O roncaba…

Eran noches interminables, las primeras del mes de julio. Fuera, en el cielo, había un gran lujo de estrellas. De estrellas de alféreces provisionales…

Mateo tuvo que irse a la Dehesa, a incorporarse, sin escuchar de labios de Pilar una palabra de cariño. Sólo un beso, dado en el umbral de la puerta. Un beso y una advertencia: «Todavía estás a tiempo. Quédate…» Igualmente le ocurrió a su padre: «Hijo…, quédate». Horas antes había subido a despedirse al piso de la Rambla, y Matías y Carmen Elgazu e Ignacio lo recibieron como si fuera un extraño, sin invitarlo siquiera a sentarse.

Pero Mateo era el jefe provincial… En cuanto llegó a la Dehesa y vio a la gente preparando sus macutos para dirigirse a la estación, respiró hondamente. Aquél era el mundo que le tocaría vivir, el mundo por el cual había prestado juramento cuando tenía diecisiete años «y los demás muchachos sólo pensaban en comprarse helados…»

Se presentó al coronel Tejada:

—¡Creí que nos marcharíamos sin ti…! —dijo éste.

—Nada de eso, mi coronel…

Formaron en filas de a dos.

—¡Alinearse con el codo!

Aquello olía a Somosierra, a Teruel…

La banda de música del Regimiento los acompañó a la estación. Los balcones estaban engalanados como para la reciente procesión del Corpus. La gente gritaba: «¡Arriba España! ¡Viva Franco! ¡Viva Hitler! ¡Muera Rusia!».

Muera Rusia… ¿Podía una nación morir?

Al pasar por la plaza de la Estación, Mateo sintió ganas de gritar: «¡Vista a la derecha… mar!». Para que todos los voluntarios miraran hacia su casa, donde sin duda Pilar estaría espiando entre los postigos del balcón.

No lo gritó. Sólo él miró. Y vio efectivamente la sombra de Pilar. Y la de don Emilio Santos. Pero fue sólo un momento. Había árboles en la plaza y la formación avanzaba. Y
Cacerola
preguntaba: «¿Cuándo cantamos
Cara al sol
?».

Cara al sol
fue cantado en el andén. Emoción en las gargantas y en la entraña. El general a gusto hubiera subido al tren, que estaba esperando… de cara a Barcelona.

¡Oh, sí, ésa fue la gran sorpresa! Todos los divisionarios suponían que se irían directamente a Francia por la línea de Port-Bou. Pero por lo visto el Alto Mando había decidido lo contrario, tal vez para no tener que cruzar el pedazo de Francia no ocupada por los alemanes. Partirían hacia San Sebastián y entrarían en la nación vecina por Hendaya, donde montaban la guardia soldados del Führer.

«…me hallará la muerte si me llega y no te vuelvo a ver…»

—¡Arriba España!

—¡Arriba!

Subieron al tren. Y éste arrancó, renqueando. Una gran bandera nacional ondeaba en lo alto de uno de los coches, junto con otra rojinegra.

Alfonso Estrada y Mateo coincidieron asomados en la misma ventanilla. Como siempre, la última visión de Gerona fueron los campamentos de San Félix y la Catedral.

—Yo me quedo con San Félix —dijo Alfonso.

Mateo consiguió sonreír.

—Pues yo con la Catedral… ¡Qué remedio!

Todo el viaje hasta Irún fue un flamear de pañuelos. En Vitoria, la Sección Femenina los obsequió con una gran cantidad de barajas y con paquetes de galletas. En San Sebastián, damas de la buena sociedad, como aquellas que en tiempos cultivó «La Voz de Alerta», les entregaron gigantescos termos llenos de café caliente, idéntico al que les sirvió en la Dehesa la camarada Pascual. Galletas y café: ambas cosas las pedía el cuerpo.

Al cruzar el puente internacional, con mucha gente apostada aquí y allá para presenciar el paso de «Los Voluntarios» —por lo visto era aquélla la tercera expedición que pasaba en cuatro días—, el tren entero cantó:

¡Adiós, España…! ¡España de mi querer, mi querer! ¡Adiós, España, cuándo te volveré a ver…!

En Hendaya, en la estación, las fuerzas alemanas de guarnición tocaron atención —en el mismo lugar en que se había celebrado la entrevista Franco-Hitler— y presentaron armas. Los divisionarios se apearon unos momentos para estirar las piernas y les salieron al encuentro unas señoritas alemanas, uniformadas, con aspecto de haberse duchado hacía poco…, y les repartieron bolsitas que contenían sardinas noruegas, queso, pan de forma cuadrada, de sabor desagradable, salchichas…

Unos quilómetros más… y Burdeos. En Burdeos —donde el mariscal Pétain y De Gaulle discutieron sobre si Francia debía o no debía rendirse— había que esperar un par de horas y los voluntarios recorrieron al azar las inmediaciones de la estación. Algunos paisanos, al reconocerlos, levantaban el puño… O escupían. Eran franceses. O tal vez exilados españoles. Los soldados alemanes contemplaban con indiferencia semejante provocación y los voluntarios habían recibido orden de «no responder». «¡Si serán maricas!».

De regreso a la estación, en cuanto el tren se puso en marcha, ya hacia el interior de Francia, Mateo se acercó al capitán Sandoval y le preguntó:

—¿Tiene usted idea, mi capitán, de cuál va a ser el itinerario?

El capitán Sandoval, mientras luchaba por abrir una lata de sardinas noruegas, le contestó:

—Pues… no puedo decirte exactamente. Pero creo que vamos a un campamento alemán, próximo a Bayreuth, llamado Grafemwhor o algo así. Allí aprenderemos, supongo, la instrucción… Hasta el día que juremos bandera.

—¿Jurar bandera?

—¡Bueno! Me refiero a la bandera alemana. Creo que tendremos que jurar fidelidad a Hitler…

Mateo, que tenía en las manos el gigantesco termo que le dieran en San Sebastián, se quedó inmóvil.

—¿Y luego? —preguntó al cabo.

—Luego… a Rusia. A rescatar a Cosme Vila…

Mateo soltó una carcajada.

—¡Es una idea, fíjese…!

Capítulo LVIII

Cosme Vila, en Moscú, ignoraba que Mateo y el capitán Sandoval estuvieran maquinando llegar a la capital soviética y rescatarlo, a buen seguro con la intención de quemarlo vivo en la Rambla de Gerona; pero sabía que en España se había formado una División para luchar en el frente ruso. Y les había dicho a sus camaradas, los catalanes Soldevila y Puigvert, y al madrileño Ruano: «Eso no me gusta».

El ex jefe comunista gerundense habló así porque su desconcierto había sido también total al enterarse de que Alemania había declarado la guerra a Rusia. En la Escuela de Formación Política, a la que seguía asistiendo, las consignas de elogiar al III Reich, recibidas a raíz de la firma del pacto de no agresión germano-soviético, habían creado en Cosme Vila una suerte de automatismo. Cosme Vila, que, contrariamente a su mujer, empezaba ya a familiarizarse con el idioma ruso —todos los motes cariñosos que empleaba al dirigirse a su hijo eran motes rusos—, se había habituado a considerar que los grandes enemigos de Rusia eran, además de Franco, las democracias anglosajonas.

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