La alusión fue del agrado de Pilar, que a medida que iba observando y oyendo a Moncho pensaba: «¡Marta sería feliz con ese hombre! Si pudiera concertar una entrevista…» Don Emilio Santos quedó también prendado de Moncho, entre otras razones porque éste se interesó mucho por él, por su enfermedad ya superada y por su estancia en la cárcel. Don Emilio Santos acabó contándole lo que siempre contaba desde que «La Voz de Alerta» le informó: que las cruces que él había grabado en la pared con la uña del pulgar, los detenidos de turno la habían convertido en hoces y martillos.
Moncho exclamó: «¡Oh, claro! Es la ley».
El almuerzo se prolongó. Moncho se puso en el café tal cantidad de azúcar que Pilar se llevó las manos a la cabeza. El muchacho dijo: «No te preocupes… Dulce veneno, ¿no te parece?».
Pilar asintió. Y luego, inesperadamente, añadió:
—¡Ojalá hubieras estado aquí cuando se marchó Mateo…!
Ignacio miró a su hermana.
—¿Por qué dices eso? Tampoco hubiera conseguido nada.
Pilar jugueteaba con la cucharilla.
—Sí, claro, ya lo sé…
Segundos después se produjo lo impensado. Pilar se desmayó sin más. La cabeza le cayó sobre el pecho. Hubo general alarma. Menos mal que Moncho estaba allí…
Moncho abrió la ventana y actuó de forma determinante. «Pilar, respira hondo, así… Eso es…»
Cuando la muchacha recobró el conocimiento, preguntó:
—¿Dónde estoy? —Y a continuación balbuceó—: ¡Oh! Perdonadme…
Don Emilio Santos le aconsejó que se acostase, pero Moncho desaprobó la idea.
—¿Por qué? Todo eso es natural.
Pilar corroboró:
—Desde luego. Ya estoy bien.
Pero momentos después rompió a llorar inconsolablemente.
Ignacio y don Emilio Santos permanecieron inmóviles, sin saber qué hacer.
Moncho, en cambio, se levantó y acercándose a la ventana, la cerró.
Moncho e Ignacio salieron en el instante en que el reloj del despacho de Mateo, al que don Emilio Santos cuidaba siempre de dar cuerda, marcaba las seis. Se dirigieron hacia el Café Savoy. Ignacio caminaba inquieto. De pronto, llegados a la plaza del Marqués de Camps, se detuvo. Era evidente que un pensamiento le hervía en la mollera.
—Moncho… —le dijo—. ¿Por qué no te vienes a vivir a Gerona? ¿Por qué no instalas aquí tu laboratorio? No estoy muy seguro, pero creo que en Gerona no hay ningún analista de verdad…
Moncho siguió andando.
—Nos divertiríamos, ¿no es cierto? —comentó, como hablando consigo mismo.
—Eso no lo sé… —contestó Ignacio, reanudando la marcha para no rezagarse—. Pero para mí sería maravilloso.
Moncho empezó a mirar en torno. En una pastelería exhibían sólo licores y unas cajitas, en forma de gatos puestos en pie, que contenían Dios sabe qué clase de caramelos. Delante del espejo de Perfumería Diana un transeúnte se reventaba morosamente un grano que tenía en la nariz. Pasaban parejas cogidas del brazo. Y perros. Y niños.
—Tengo que pensarlo… —dijo Moncho.
Ignacio, al oír esto, casi pegó un salto.
—¿De modo… que admites la posibilidad?
Moncho repuso:
—¿Por qué no? —Se le veía concentrado—. Se me ha ocurrido desde que me apeé en la estación. Además, ya sabes que no quiero vivir en Lérida.
—Pero… —insinuó Ignacio, temeroso—. ¿Y la muchacha alemana?
Moncho alzó el mentón.
—¡Bueno! No es seguro que eso vaya a durar siempre…
Ignacio estuvo a punto de cogerlo de la manga, de obligarle a dar media vuelta y darle un abrazo. Pero habían llegado frente al Café Savoy, en cuyo interior una viejecita solitaria y elegante se tomaba con fruición el extraño mejunje que allí servían.
—¿Entramos?
Ignacio cedió el paso a Moncho. Y una vez dentro, miró el local con aire conocedor, saludando a los camareros detrás de la barra.
—¿Dónde nos sentamos?
¡Por todos los santos, Ana María tuvo razón!: Gerona era un pañuelo. Allá al fondo, en las mesas que solían ocupar los enamorados, se encontraban Manolo y Esther. Ésta acababa de levantarse y Manolo hacía lo propio, como si se dispusieran a marchar.
Ignacio voló a su encuentro.
—¡Un momento! —ordenó—. Quietos ahí…
Manolo y Esther, al reconocer a Ignacio, tuvieron una expresión alegre.
—¿Qué ocurre? —Pensaron que el muchacho los andaba buscando.
—Me gustaría presentaros… a Moncho.
—¡Cómo! ¿Está ahí…?
Ignacio se volvió hacia el aludido, indicándole que se acercase.
—Ése es Moncho —Segundos después añadía—: Y ésos son Manolo y Esther…
Moncho no parecía contrariado, sino al revés. Manolo y Esther le ofrecieron la mano, también visiblemente complacidos.
—¡Caramba! Ignacio no hace más que hablar de ti…
—Sentémonos —sugirió Esther.
Pronto formaron una reunión alegre, que contrastaba radicalmente con la tenida en casa de Pilar. Por desgracia, la radio estaba conectada y la potente voz del locutor iba facilitando noticias. Era domingo. En la primera jornada del Campeonato Nacional de Fútbol el equipo del Barcelona, «reforzado por Pachín», había ganado por 5-0; el señor obispo pensaba instalar calefacción en el Seminario, cuyas obras de restauración habían empezado; etcétera.
Ignacio, que estaba eufórico, le pidió al camarero:
—Por favor, ¿querrá cerrar esa radio?
El camarero, sorprendido al principio, por fin se dirigió al mostrador y obedeció.
—¿Qué queréis tomar?
La conversación se encauzó sin mayores dificultades. Manolo iba dándole vueltas a su verde sombrero tirolés, al tiempo que Esther, que llevaba uno de sus jerseys primorosos, mordisqueaba coquetonamente la medallita de oro que le colgaba del cuello. Inevitablemente pasaron revista a Gerona, a la impresión que le había causado al forastero. «¿Qué voy a deciros? Aquí no hay más que dos instituciones: la Catedral e Ignacio». Esther le preguntó a Moncho: «¿Cómo te las arreglas para tener ese color?».
Ignacio se anticipó: «La montaña, Esther… ¿Es que ya no te acuerdas?». «¡Es verdad! Tendré que dedicarme al alpinismo…»
Ignacio rubricó:
—Moncho es capaz de pasarse cinco minutos contemplando el tronco de un árbol.
Manolo puso cara de asombro.
—Me parece un ejercicio arriesgado…
Hablaron del jazz, pasión de Manolo. A Moncho no le gustaba. «Pero sigues el ritmo con el pie, no es cierto?». «¡Qué remedio!», admitió el muchacho. Hablaron del Gobierno español, que acababa de crear el INI —Instituto Nacional de Industria—, con el propósito de montar en el país grandes plantas industriales. Hablaron de Barcelona, de la Universidad, de toros. En un rincón del café vieron a Mr. Edward Collins y Esther informó: «Es el cónsul inglés». Moncho sonrió: «También me parece un ejercicio arriesgado».
Ignacio se dio cuenta de que Moncho había impresionado a la joven pareja y no pudo sustraerse a una reacción celosa. Intentó, como tantas veces le ocurriera, protagonizar el diálogo.
—¿Queréis conocer el principal defecto del aquí presente?
—Vaya… ¿Por qué no?
—Es agresivo por naturaleza. ¡Afirma que he sido siempre un ser puro!
Manolo se acarició la barbita a lo Balbo.
—Cuando quieras le ponemos un pleito y le demuestro lo contrario.
—También afirma que lo más importante de la vida es saber elegir tres cosas: el trabajo, los amigos y la marca de tabaco…
Esther tuvo un expresivo gesto.
—Eso me parece bien.
—¡Pero da la casualidad de que él no fuma!
Manolo enarcó cómicamente las cejas.
—Entonces tienes razón: es un bellaco.
Moncho se rió. Se sentía a gusto. ¡La radio volvió a funcionar! Cante flamenco. Mr. Edward Collins parecía escuchar con suma atención.
—¿Os dais cuenta? —dijo Ignacio—. Hurgando a fondo en nuestro secreto nacional…
El Café Savoy estaba lleno. Era el más elegante de la ciudad.
Moncho, que tenía al lado su máquina fotográfica, se dirigió a Esther y le dijo:
—Es una lástima que se haya hecho de noche. Me hubiera gustado sacarte una foto.
Esther, como siempre en esos casos, esbozó una reverencia… feliz.
Jornada completa. La última que Moncho pasaba en Gerona. Al día siguiente a primera hora el amigo de Ignacio tomaría el tren.
En el transcurso de la cena en el piso de la Rambla, Carmen Elgazu y Matías se desvivieron para atenderle. Querían a toda costa que Moncho guardara un grato recuerdo de aquella casa.
—¿Más sopa…? ¿Un poco más?
—No, muchas gracias… Tengo bastante.
En el momento del postre, Carmen Elgazu le dijo:
—¡Qué lástima que te marches tan pronto! A Ignacio se le ve dichoso a tu lado.
Ignacio, en tono alegre, comentó:
—¡No alarmarse! A lo mejor Moncho vuelve… y se queda.
Matías y Carmen Elgazu abrieron de par en par los ojos.
—¿De veras?
—No sé, no sé… Tengo que pensarlo.
Matías cabeceó varias veces consecutivas.
—Sí, hombre, anímate… Hay mucho que analizar aquí.
A la mañana siguiente Moncho se marchó. Con un pie en el estribo, el «analista» leridano, que al entrar en el cuarto para acostarse había encontrado, encima de la cama, una hermosa reproducción del Everest dedicada por Ignacio, con un pie que decía:
No tocar, peligro de muerte
, miró con indisimulable afecto a su entrañable compañero de guerra.
—Ignacio, lo que les dije ayer a tus amigos lo dije en serio: eres una institución.
En cuanto Pilar notó los primeros síntomas, fue trasladada a la Clínica Chaos, donde había cuatro habitaciones reservadas a Maternidad. En el momento del parto estaban presentes, en la clínica, Carmen Elgazu, Matías, Ignacio y don Emilio Santos.
El doctor Morell y una comadrona llamada Mercedes, que durante años había trabajado con el dóctor Rosselló, asistieron a Pilar. Ésta se comportó con plausible valentía y todo se desarrolló normalmente. Un milagro tan sencillo como el de San Jenaro, en Nápoles.
Los hombres permanecieron en el pasillo; Carmen Elgazu quiso presenciar el alumbramiento y el doctor Morell le dio permiso para ello. Carmen Elgazu, en aquellos minutos trascendentales, rezó una tirada de jaculatorias. Con su respiración procuraba ayudar a su hija, a Pilar, y de hecho lo consiguió. En cuanto la cabecita del niño —cumplióse la profecía, fue varón— asomó por entre la enorme herida, notó como si fuera a desmayarse. ¡Un nieto, el primer nieto! ¡Una nueva vida, un nuevo ser! Una nueva alma para Dios.
El doctor Morell operó con pericia extrema. Sus manos daban auténticamente la impresión de que recogían algo que llegaba del más allá. Cuando el recién nacido lloró, la Clínica Chaos estalló de alegría, como en el norte de Europa había aparecido triunfalmente, unos días antes, la aurora boreal. El bebé pesaba tres quilos y medio, y en cuanto estuvo limpio y fajado se lo presentaron a la joven madre, la cual, exhausta y atontada aún, acercó su cabeza a la del niño como si fuera ella la que buscase protección.
Luego entraron todos a verlo. Hubo felicitaciones en cadena; por la valentía demostrada por Pilar y por lo hermoso que era el varón, que tenía los ojos azules.
Carmen Elgazu pretendía que era la viva estampa de su padre, pero Matías y don Emilio dijeron que no, que era una suerte de miniatura de Pilar. A Ignacio le pareció que no tenía la menor semejanza ni con uno ni con otro, que era como un ser autónomo, surgido por generación espontánea.
Pilar de vez en cuando emitía un gemido y giraba la vista en torno a la habitación.
Todos pensaban: está buscando a Mateo. Mateo era, por supuesto, el gran ausente.
Ninguno de los que rodeaban la cama de Pilar se atrevía a pronunciar su nombre, pero todos lo evocaban y el denominador común era la irritación. El bebé, sin Mateo, era mitad huérfano.
El doctor Morell desapareció rápidamente; pero lo sustituyó, cordial y un tanto solemne, con su bata blanca impecable, el doctor Chaos.
Al ver al doctor Chaos la mente de todos retrocedió hasta la fecha en que en aquella misma clínica le fue practicada a Carmen Elgazu la brutal extirpación. Ésta significó la esterilidad; ahora el alumbramiento que acababa de producirse era una suerte de compensación, una prueba más del movimiento pendular que presidía la vida humana.
Quienes mayor alegría demostraban eran sin duda Matías y don Emilio. La sensación de que su existencia se prolongaba en aquel cuerpecito inerme, pero no inerte, los colmaba de una especie de beatitud. Estaban como embobados y afirmaban que jamás habían visto tan hermosa a Pilar, la cual iba cediendo a unos y a otros, dulcemente y por turno, la mano.
Carmen Elgazu, en cambio, sin poderlo remediar, experimentaba una enorme tristeza. Lloraba. Tal vez fuera cobarde. Tal vez la asustara la responsabilidad. Tal vez pensara que Pilar, a partir de aquel momento, le pertenecía menos aún; o recordaría lo mucho que ella sufrió en los tres partos, especialmente en el primero, el de Ignacio.
Ignacio… ¡Qué gran desconcierto el suyo! El doctor Chaos le dijo, sorprendentemente: «A ver si te casas pronto y tu mujer nos trae también una criatura como ésta».
¡Alegría en la Clínica Chaos! Era, exactamente, el 18 de octubre. Mosén Alberto fue advertido en seguida y llegó, con el calendario litúrgico en la mano. Y después de consultarlo dijo: «Festividad de San Lucas». O sea, la festividad de aquel que escribió el tercer Envangelio y que fue discípulo de Pablo y compañero suyo en tantos y tantos viajes…
—¡Pilar, hija! ¿Estás bien?
—Sí, mosén Alberto. Muchas gracias.
Pilar hubiera querido besarle la mano al sacerdote, pero fue éste quien, ante la emoción de todos, tomó la suya y se la besó.
La habitación de Pilar, que daba al jardín de atrás, pronto había de llenarse de flores. La noticia circuló por la ciudad y enviaron flores el Gobernador, «La Voz de Alerta», Manolo y Esther, los compañeros de Matías en el Café Nacional, la Sección Femenina, la maestra Asunción, Miguel Rosselló, Chelo, Marta… Marta envió el mejor ramo que encontró en Gerona. Era un ramo perfumado y violento. Rosas de color violento, cada una de las cuales tenía un secreto significado.
Matías se encargó de enviar a Rusia un telegrama a nombre de Mateo Santos que decía: Nacido felizmente varón. Lo firmó él mismo. Dudó entre añadir abrazos o saludos. Por fin puso: abrazos.