Paz temblaba a veces ante la posibilidad de que Pachín se enterase de que ella posaba para Cefe. ¡No era lo mismo ser vocalista —Pachín había dicho: «¡Adelante! ¡Tú y yo, los amos!»— que desnudarse ante otro hombre, aunque éste se llamase Ceferino Borrás! Pero no había peligro, de momento. ¡Pachín estaba tan seguro de sí!
En cambio, y sin saber cómo, se enteró de ello Ignacio. E Ignacio, que se llevaba muy bien con su prima, hasta el punto de que no pasaba nunca enfrente de Perfumería Diana sin detenerse para saludar a la chica desde fuera, le afeó su conducta.
—¿No comprendes que Gerona es una ciudad carca y que esto te puede perjudicar?
Paz se defendió.
—¡Pero si no lo sabe nadie! A menos que tú vayas por ahí pregonándolo…
—¡Qué tontería! Pero Gerona es un pañuelo…
Paz se mordió la punta de la lengua.
—Claro, claro… —aceptó. Y volvió a lo suyo—: ¡Si se entera Pachín!
Al oír este nombre Ignacio tuvo una reacción inesperada. Movió la cabeza de forma tal que Paz se dio cuenta de que Pachín no le caía en gracia al muchacho. Alguna vez lo había sospechado, puesto que Ignacio no le hablaba nunca de él; pero ahora la cosa no dejaba lugar a dudas.
Ignacio se franqueó con Paz en este sentido.
—¿Qué voy a decirte? Le conozco poco. Pero creo que podrías aspirar a algo mejor…
Paz se picó de tal suerte que le contestó:
—¿Algo mejor? ¿Qué quieres? ¿Que me busque por ahí un Jorge de Batlle?
Ignacio procuró calmarla. El muchacho quería a Paz y herirla no fue ni sería nunca su propósito. Todo lo contrario. Ignacio se explicó. Le repitió lo que le había dicho en innumerables ocasiones, lo que Paz debía hacer era alternar con personas que pudieran elevar su nivel. En otras palabras, cultivarse. Cultivar su inteligencia, como había cultivado su voz y sus «tablas» en los escenarios, con la
Gerona Jazz
. La chica cometía horribles faltas de ortografía y lo más seguro era que ignorase el nombre del presidente de los Estados Unidos.
—¿Crees que Pachín te solucionará esto? Ayer lo vi en el bar Montaña… ¡Sí, es un atleta! Pero ¿qué más? ¿Te has preguntado alguna vez qué será de él el día que tenga que colgar las botas?
Paz tuvo uno de sus desplantes.
—¿Colgar las botas? ¡Hay tela para rato, querido! ¿Sabías que el Barcelona quiere ficharlo para la próxima temporada? Pues entérate de una vez… Además, le quiero, ¿comprendes? Le quiero y se acabó.
Paz añadió, después de una pausa:
—Por favor, Ignacio, no hablemos de cambiar de pareja… Mejor no tocar este asunto, créeme…
Esta vez quien se mordió la lengua fue Ignacio.
—De acuerdo, querida. Tú ganas.
Lo mismo el Gobernador que Mateo, en sus respectivos viajes a Santander y San Sebastián, habían oído rumores en el sentido de que la orientación reformista y revolucionaria de Falange inspiraba temores «en las altas esferas» de Madrid. De pronto, tales temores se concretaron en hechos: prodújose una reestructuración en el seno del Gobierno. Cambios de ministros y cambios en los altos mandos del Partido.
La cosa, pues, no les pilló de nuevas, sobre todo en lo respectivo al camarada Salazar, uno de los miembros más brillantes de la antigua Falange y partidario a ultranza de que los Sindicatos fueran un organismo vivo, auténtico defensor de los intereses de los «productores». Salazar había tropezado siempre con dificultades y había sido acusado de demagogo. Por ejemplo, en varias ocasiones había intentado enviar a Gerona, en sustitución del indolente camarada Arjona, al bullicioso Montesinos, de Valladolid, aquel muchacho que en plena guerra fue una de las cabezas de la resistencia contra el decreto de Unificación y que conoció por ello la cárcel. Pues bien, Montesinos no había ido a Gerona. El camarada Salazar, pese al humo de su cachimba, no obtenía el beneplácito necesario para muchos de sus proyectos. Y decíase que cuando, el 1 de abril de 1940, primer aniversario del fin de la guerra civil, consiguió reunir en Madrid, en el paseo de la Castellana, a millares y millares de trabajadores, el espectáculo provocó en el Ministerio del Ejército una reacción violenta.
Pese a todo, la lista de los miembros que componían el nuevo Gobierno sumió al Gobernador y a Mateo en la mayor perplejidad, pues si por un lado entraron en él varios hombres escasamente entusiastas de la doctrina social del Movimiento, por otro lado, unos días después, dos importantes carteras —Trabajo y Agricultura— fueron adjudicadas a dos falangistas intachables: José Antonio Girón y Miguel Primo de Rivera, éste hermano de José Antonio.
El asunto se presentó más oscuro aún, o más propicio a la cábala, cuando Salazar, que unos meses antes había efectuado un viaje a Alemania, donde estudió a fondo la organización obrera hitleriana, que estimó modélica, fue destituido de su cargo. Y el asombro llegó al límite cuando cesó también en el suyo el camarada Núñez Maza, por haber manifestado públicamente su disconformidad respecto al reajuste ministerial.
Salazar y Núñez Maza, que paradójicamente continuaron formando parte del Consejo Nacional, escribieron sendas cartas a Mateo, en las que le decían que la única esperanza para el Partido radicaba a partir de ese momento en la «buena fe que presidiera la acción del Ministro Serrano Súñer, presidente de la Junta Política» y «en la gestión que pudiera realizar el nuevo Secretario General de FET y de las JONS, camarada José Luis Arrese, quien sobre el papel gozaría de poderes muy amplios». José Luis Arrese merecía la confianza de ambos falangistas destituidos. Pero Salazar y Núñez Maza se temían que, en la práctica, el sometimiento del Partido al Gobierno iría siendo cada vez mayor, «puesto que Arrese sentía tal admiración por el Caudillo, que era inimaginable que defendiera el programa falangista si éste pudiera atentar en algún sentido contra la unidad nacional». Por de pronto, Arrese, hombre muy católico, había declarado lo siguiente. Primero, había que espiritualizar la vida; segundo, hacer a España más española; tercero, implantar la justicia social. Mateo comentó: «¿No crees, querido Gobernador, que la implantación de la justicia social debería ir en primer término?».
Mateo hablaba así porque, en los ratos que Pilar le dejaba libre —Pilar y la preparación de los exámenes de junio, ya que Mateo por fin se había decidido a presentarse y terminar la carrera de Derecho—, se asustaba ante el creciente desnivel que se establecía entre quienes se enriquecían con asombrosa facilidad y las necesidades de los humildes. Según sus informes, cinco grupos bancarios controlaban en aquellos momentos el setenta por ciento de la riqueza industrial del país. Celebrábanse por doquier Primeras Comuniones con un lujo tal que «aquello se estaba pareciendo a las orgías de Negrín». Mateo, en los contactos que desde su boda había reanudado con Ignacio, había tenido que admitir que la vida económica de la nación iba desembocando en un capitalismo cerrado y despótico, muy alejado de las primitivas intenciones. El padre de Manolo, don José María Fontana, en su bufete de Barcelona, palpaba todo ello a diario: quien conseguía un determinado permiso de importación, el monopolio de cualquier producto o fletar un barco de lo que fuere, acumulaba, a veces, en cuestión de unas horas, una fortuna. Teniendo en cuenta, además, que la prolongación del conflicto internacional era ya cuestión obvia, la premisa podía establecerse así: «Era muy fácil, en provincias, encarcelar a estraperlistas de poca monta o a los accionistas de Tejero, S. A. Pero ¿y en Madrid? ¿Quién encarcelaba a quién en los centros oficiales de Madrid?».
Mateo, hablando con el Gobernador, llegó a la conclusión de que resultaba de todo punto ingenuo sorprenderse por lo que ocurría. De hecho, no podía ser de otro modo.
Como tantas veces se había dicho, la Falange, debido a la guerra, se encumbró demasiado pronto. No hubo tiempo material para formar políticamente a un número de hombres lo bastante crecido para ocupar con la necesaria autoridad los puestos clave y para ejercer una presión determinante. Tampoco cabía echar en olvido aquellas consideraciones del profesor Civil acerca de la excesiva juventud de ciertos mandos…
«Ha ocurrido lo inevitable: falta de experiencia».
El Gobernador asintió a la tesis de su entrañable amigo y camarada.
—En efecto, tienes razón. Pero ¿qué podíamos hacer, querido Mateo? Es más fácil producir un buen coronel de Caballería, como mi hermano, o buen hombre de negocios, que un buen Jefe Provincial o un buen Gobernador… La política es un arte abstracto.
¿Cómo saber si se ha acertado o no? ¡Y nuestro pueblo es tan difícil! Gobernar es empeño de años… y de tradición. Por ejemplo, cuando le di al comisario Diéguez aquellas órdenes a rajatabla creí haber hecho diana. Ahora, francamente, no sé qué pensar. Probablemente hemos cometido muchos errores, y es de suponer que a nuestras jerarquías nacionales les haya ocurrido lo mismo.
Se hizo un silencio entre los dos hombres, parecido al de los alumnos del Grupo Escolar San Narciso cuando mosén Obiols, entornando los postigos, los obligaba a realizar el examen de conciencia.
—Por otra parte —prosiguió el Gobernador—, tal vez José Luis Arrese tenga razón y lo que importe por encima de todo, dadas las circunstancias, sea conservar la unidad nacional, que tanto sacrificio nos costó. En Gerona, por ejemplo, ¿sería aconsejable romperla? ¿Sería aconsejable que yo, en nombre del yugo y de las flechas, me enfrentara abiertamente con el general Sánchez Bravo porque no comparte nuestras inquietudes sociales? ¿Y que me enfrentara por lo mismo con el obispo, con el notario Noguer y con «La Voz de Alerta»? Los rojos cayeron en esta trampa; y el resultado fue la catástrofe. Pensándolo bien, no es culpa de nadie, ni de Franco, ni de Serrano Súñer, ni de nuestros Salazar y Núñez Maza, si poco después de nuestra victoria estalló esa horrible guerra sin fin. En resumen, pues, considero que nuestro deber en estos momentos es tener paciencia…
Todo aquello sonaba a desánimo sincero. Sin embargo, podía en cierto sentido ser la voz de la cordura, de esa cordura que María del Mar elogiaba siempre en Franco y que tal vez explicara satisfactoriamente la combinación que éste acababa de hacer en las altas esferas: reforzar y ampliar las atribuciones de la Falange… pero tenerla en un puño. Permitir que algunos se enriquecieran… pero evitar la desmembración. Hasta que la batalla que se libraba en el mundo hubiese terminado y España no tuviera que pedir de rodillas «navicerts» a los ingleses, que por cierto apretaban cada vez más, en el Atlántico, el cerco a los buques españoles —y no sólo a los que traían combustible del Caribe, sino incluso a los que traían víveres del Brasil o de la Argentina—, por temor a que cayeran en manos del enemigo. El Gobernador y Mateo no se atrevían a mirarse a los ojos. La cabellera mosqueteril de Mateo parecía haberse ajado; y las gafas negras del camarada Dávila eran dos esferas enlutadas. El silencio llegó a ser tan espeso que los dos hombres comprendieron que aquello no podía prolongarse. ¿No era su lema mantener el ánimo contra toda adversidad? ¿No se pasaron momentos más difíciles aún durante la guerra? «Zamora no se ganó en una hora…» ¿Cómo iba a ganarse en tan poco tiempo algo tan serio y profundo como la Revolución Nacional que había preconizado José Antonio?
José Antonio… Era el hombre que les hacía falta, la pieza maestra que se les fue, porque los hados, y el rabioso mecanismo de España, lo habían querido así… Si José Antonio hubiera sobrevivido a la contienda todo habría tomado un rumbo distinto.
También él era joven; pero se había curtido desde la niñez… y gozaba ya de tradición.
«Su palabra era exacta. Tenía autoridad moral. ¡Qué lástima que no existan teléfonos para llamar a los muertos!».
Estas palabras, que el Gobernador había pronunciado varias veces en sus discursos, tuvieron la virtud de hacer reaccionar al camarada Dávila. Por otra parte, era su obligación hacerlo. Le llevaba a Mateo varios años de ventaja y no podía permitir que el muchacho, ¡sobre todo teniendo en cuenta que su mujer esperaba un hijo!, se desmoronase.
—Mateo… ¿no estaremos dramatizando demasiado la cuestión?
Mateo suspiró… y levantó la vista. ¡Qué curioso! Tenía los ojos húmedos. Pero, inesperadamente, consiguió sonreír. Su sonrisa fue una mezcla de tristeza y de súbita esperanza. En cualquier caso, despertó en el camarada Dávila un sentimiento de vivo afecto hacia él.
El Gobernador añadió, imprimiendo un nuevo rumbo al diálogo sostenido hasta entonces:
—¿Qué edad tienes ahora, Mateo?
Éste se encogió de hombros.
—Voy por los veintitrés…
El Gobernador miró al techo como echando cuentas.
—Así, pues, empezaste en Falange a los diecisiete…
—Más o menos.
—Un chaval…
El Gobernador miró sin querer el retrato de su mujer y de sus hijos que presidía la mesa. Mateo se anticipó a su comentario diciendo:
—Sí, era un poco mayor que Pablito…
El Gobernador pareció emocionarse.
—¿Sabes que es la primera vez que me doy cuenta de lo que esto significa?
Mateo volvió a encogerse de hombros. No supo qué comentario hacer.
—Realmente… —prosiguió el Gobernador—, tu generación ha sido una generación heroica. Lo disteis todo: quiero decir, disteis la juventud. Mateo protestó:
—Más meritorio es lo vuestro. Tú te fuiste al frente estando casado y siendo padre de familia.
—Ya, ya… Pero nosotros habíamos vivido lo nuestro… Nos dio tiempo a cometer las maravillosas locuras de la adolescencia…
—¡Bah! ¿Qué clase de locuras?
—¡Todas! ¿No te das cuenta? A la edad en que tú llegaste a Gerona con un programa patriótico y la camisa azul, yo, en Santander, me dedicaba a comprar helados y a perseguir a todas las sirvientas que se me ponían a tiro…
Mateo se rió.
—Verdaderamente —admitió—, no puedo negarte que te envidio un poco… Sí, a veces noto que me hace falta haber vivido unos años así —Mateo sacó tabaco y su mechero de yesca—. ¡Helados… y sirvientas! No está mal.
El Gobernador se rió también.
—De todos modos —atajó—, no deja de ser hermoso este sacrificio… En realidad soy yo quien debiera envidiarte.
—¡Bueno! —Mateo encendió un pitillo—. Las cosas son como son. Y si tuviera que volver a empezar, haría lo mismo.
Los dos hombres se miraron entonces con emocionada fraternidad. Se sintieron íntimamente unidos. Los cambios de ministros, las destituciones habidas, quedaban lejos… O se habían convertido en meros accidentes de la misión que ellos se habían impuesto.