Read Gusanos de arena de Dune Online
Authors: Kevin J. Anderson Brian Herbert
Tags: #Ciencia Ficción
Con una sensación agridulce al pensar en todo lo que se había perdido, Duncan estrechó formalmente la mano de su hija. Le pareció una mano agradablemente fuerte. Hasta aquel instante, no habían sido más que extraños que comparten un vínculo de sangre y una lealtad patriótica. Su verdadera relación estaba a punto de empezar.
Murbella había librado una larga y encarnizada batalla para combinar las fuerzas enfrentadas de las Honoradas Matres y la Bene Gesserit, y después había tenido que luchar con los grupos dispares de humanos para unirlos en la batalla. A una escala mucho mayor, con sus capacidades recién descubiertas, él forjaría una unión mucho más grande y extensa.
Todo estaba interconectado en un tapiz mucho más apretado de lo que la historia jamás había conocido, y por fin podía Duncan entender el alcance de aquella nueva fuerza que tenía. No era el primer humano de la historia que tenía grandes poderes, y se prometió que no olvidaría lo que había aprendido como peón del Dios Emperador Leto II.
La raza humana jamás olvidaría los miles de años bajo aquel terrible reinado, y en su exhaustiva memoria Duncan llevaba ya un mapa del camino donde estaban señalados los baches para poder evitarlos. El Gran Tirano tenía un defecto que no fue capaz de reconocer. Abrumado por su terrible misión, Leto II se había aislado de su lado humano.
En cambio, Duncan se aferró a la certeza de que Murbella estaría con él, y Sheeana. También podría hablar con su hija Janess, y puede que incluso con Tanidia. Además, llevaba consigo los recuerdos de grandes amigos, de docenas de amores, y una serie de compañeros, esposas, familias, alegrías y creencias.
Aunque era el kwisatz haderach último y tenía un poder inconmensurable, Duncan había conocido lo mejor de lo que significa ser humano. En una vida tras otra. No tenía por qué sentirse alienado y preocupado, cuando podía disfrutar de tanto amor.
Pero el suyo no sería un amor convencional. Su amor necesitaba expandirse más y más, a cada persona, a cada máquina. Una forma de vida racional no era superior a la otra. Y Duncan Idaho era mucho más que la carne que formaba su cuerpo.
En la guerra, ten cuidado con los enemigos inesperados y los aliados improbables.
B
ASHAR
M
ILES
T
EG
, entradas finales de su diario
Qelso. Ya había pasado más de un año. El desierto antinatural seguía extendiéndose conforme las truchas de arena se reproducían y acaparaban más y más del agua del planeta. Aunque su lucha parecía inútil, Var y sus comandos seguían enfrentándose a las fuerzas que estaban destruyendo su planeta.
Stilgar y Liet-Kynes hacían cuanto podían por ayudar en la lucha. Los dos gholas consideraban que su tarea más importante era mostrar a los nativos cómo vivir en armonía con el desierto, en lugar de destruirlo.
En los muchos meses que habían pasado desde que abandonaron la no-nave, las arenas se habían extendido mucho más allá por bosques y llanuras. El campamento de Var se había desplazado una vez y otra y otra, replegándose ante la marea de las dunas, y el desierto los seguía. Aunque habían matado a docenas de gusanos de arena utilizando cañones de arena y bombas de humedad, no era tan sencillo derrotar a Shai-Hulud. Los gusanos eran cada vez más grandes, a pesar de los esfuerzos de los comandos de Qelso.
Con las primeras luces del amanecer, Liet salió de su alojamiento con pared de roca y se desperezó. Aunque él y Stilgar seguían siendo adolescentes, recordaban haber sido adultos, haber tenido esposa. Entre los comandos, muchas habrían aceptado gustosas a cualquiera de los dos como marido, pero Liet aún no había decidido cuándo podría justificar un matrimonio y unos hijos. Quizá tendría otra hija, y la llamaría Chani…
Por más que Liet-Kynes luchara por rehacer Qelso, nunca sería Dune, Aquel paisaje fértil estaba dejando paso a ondas de arena, pero no sería lo mismo. Eones atrás, ¿había sido Arrakis fértil? ¿Alguna civilización superior y olvidada había trasplantado allí truchas de arena y gusanos, igual que hizo la madre superiora Odrade cuando envió a sus Bene Gesserit a Qelso? Quizá fueron los muadru, que dejaron misteriosos símbolos en las rocas y peñascos, y en las cuevas de toda la galaxia. Liet no lo sabía. Su padre se habría sentido intrigado por el misterio, pero él tenía una naturaleza más pragmática.
Mientras se preparaba para el trabajo del día, Liet miro a Stilgar. Sus ojos ya se estaban volviendo de azul sobre azul. Durante años, la gente del planeta se había obstinado en no utilizar la melange, pero Stilgar decía que era una recompensa, un regalo de Shai-Hulud. Había puesto a pequeños grupos a recoger especia para su uso, y Liet sabía que la especia es como una cadena de terciopelo… algo placentero, hasta que intentas soltarte.
Dos adolescentes parlanchinas y coquetas trajeron el desayuno en una bandeja, porque sabían lo que les gustaba. Eran adorables, pero tan jóvenes… Liet sabía que ellas solo veían su cuerpo joven, que no sabían cuántos años llevaba en su mente. En momentos como aquel, añoraba terriblemente a su esposa Farula, la madre de Chani. Pero de eso hacía tanto, tanto tiempo…
En cambio, Stilgar seguía siendo el mismo. Cuando se terminaron el café y los bizcochos, Liet se puso en pie y le dio una palmada en el hombro.
—Hoy saldremos a las dunas y plantaremos artefactos meteorológicos. Necesitamos una mayor resolución para definir los patrones de desecación.
—¿Por qué te obsesionas con los detalles? El desierto es el desierto. Siempre será seco y caliente, y seguirá extendiéndose. —El antiguo naib no veía nada particularmente trágico o malo en aquel ecosistema moribundo. Para Stilgar, aquel era el orden natural de las cosas—. Shai-Hulud continuará creando sus dominios hagas lo que hagas.
—El científico busca conocimiento —dijo Liet, y su compañero no encontró una respuesta a eso.
Tomando uno de los vehículos aéreos que el
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había dejado, Liet había volado a las latitudes situadas más al norte, todavía intactas, donde los bosques se alzaban en todo su esplendor, los ríos discurrían caudalosos y la nieve coronaba las montañas. Las ciudades y los pueblos seguían prosperando en valles y colinas, aunque la gente sabía que pronto desaparecerían. Los comandos de Var veían a diario el terrible recordatorio de lo que se estaban perdiendo, de lo que habían perdido. Stilgar no.
Junto con un grupo de recios voluntarios, los dos amigos se pusieron sus nuevos destiltrajes y ajustaron los cierres. Cuando salieron al desierto, caminaron en fila india por las dunas. Liet les había hecho practicar el paso aleatorio para no atraer a los gusanos.
El sol amarillo no tardó en quemar, reflejándose en la arena granulada, pero ellos siguieron avanzando, practicando sus vidas nuevas. A lo lejos, Liet vio una mancha de color óxido de una nube de polvo que indicaba una explosión de especia, y le pareció ver el rastro ondulado de un gusano.
Stilgar gritó y señaló al cielo. Los hombres del desierto instintivamente formaron un grupo defensivo.
Cientos de enormes naves metálicas descendieron, naves hechas de placas angulosas cubiertas de armas, impulsadas por poderosos motores. Aquellas naves no se parecían a nada que Liet hubiera visto jamás. ¿Naves enemigas?
Por un momento deseó que el
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hubiera vuelto, pero aquellas naves no se parecían a la no-nave, y volaban en una formación extraña, se movían de una forma demasiado coordinada. Las naves se dejaron caer indiscriminadamente en la extensión abierta del desierto, haciendo volar la arena y aplanando las dunas. Los pilotos no parecían conscientes de que las vibraciones atraerían a los gusanos. Mientras miraba boquiabierto por el tamaño de las naves, Liet no tuvo ninguna duda: sus armas podían acabar con el ataque de cualquier gusano como si no fueran más que un insecto.
Los comandos polvorientos miraron a los gholas buscando respuestas. Pero Liet no tenía repuestas, y, aunque todo apuntaba en su contra, Stilgar parecía listo para lanzarse al ataque si hacía falta.
En medio de un ominoso zumbar y de sonidos metálicos, las naves desplegaron abrazaderas de soporte y se incorporaron sobre gruesos y poderosos anclajes. Y entonces empezaron a abrirse puertas que vomitaron un ejército de máquinas de piel reluciente: pesados elevadores, máquinas para allanar el suelo, excavadoras. Desplazándose sobre orugas, aquellos behemoths empezaron a moverse solos sobre las dunas. Detrás, filas de robots que avanzaban como guerreros mortíferos… ¿o serían obreros? ¿Venían a ayudar?
Los comandos solo tenían pequeñas armas. Algunos de los más impacientes sacaron sus lanzaproyectiles, se dejaron caer de rodillas sobre la arena y apuntaron.
—¡Esperad! —gritó Liet.
Una trampilla se abrió en lo alto de la nave más grande y una figura pálida salió y se colocó en una plataforma de observación.
Una figura humana. Cuando el hombre les llamó, su voz resonó en un extraño coro a través de miles de altavoces en las líneas de máquinas.
—¡Stilgar y Liet-Kynes! No tengáis tanta prisa por declararos nuestros enemigos.
—¿Quién eres? —gritó Stilgar desafiante—. Baja aquí para que podamos hablar cara a cara.
—Pensé que me reconoceríais.
Liet lo hizo.
—Es Duncan… Duncan Idaho.
Flanqueado por una guardia de honor de robots y una tropa de obreros humanos ataviados con uniformes que Liet no reconoció, Duncan bajó y fue hasta donde estaban en las dunas.
—Liet y Stilgar, os dejamos aquí para que os enfrentarais al avance del desierto. Dijisteis que era vuestra llamada.
—Y lo es —dijo Stilgar.
—¿Y los judíos? ¿Están con vosotros?
—Formaron un Sietch para ellos. Les va bastante bien.
La guardia de honor de Duncan se adelantó, mujeres ataviadas con uniformes negros de una pieza, y hombres con atuendo similar que caminaban junto a las mujeres como sus iguales. Una de las mujeres llevaba una insignia y tenía un aire de mando. Se presentó como Janess, hija de Duncan.
—Me enfrenté al Enemigo, las máquinas pensantes, y puse fin a la guerra. —Duncan extendió las manos y todos los obreros robot se volvieron hacia él. Incluso las imponentes naves parecían vivas, conscientes de cada movimiento de Duncan—. He encontrado la forma de unirnos a todos.
—Te rendiste ante las máquinas pensantes —dijo Stilgar con tono ácido.
—En absoluto. Decidí mostrar mi humanidad no aniquilándolas. En muchos sistemas solares, están haciendo grandes cosas, están logrando cosas increíbles en planetas que son inhóspitos para el hombre. Ahora trabajamos por un mismo propósito, y las he traído para que os ayuden.
—¿Ayudarnos? —dijo uno de los comandos—. ¿Cómo van a ayudarnos? Solo son máquinas.
—Son aliados. Os enfrentáis a una tarea imposible. Si os proporciono todos los equipos robóticos que haga falta, podréis conseguir vuestro objetivo. —Los ojos oscuros de Duncan destellaron, mientras veían a través de millones de ojos a la vez—. Podemos construir una barrera frente al desierto, impedir que las truchas de arena sigan extendiéndose, conservar el agua en una parte del continente. Shai-Hulud tendrá sus dominios y el resto de Qelso se conservará relativamente intacto. Los humanos tendrán su vida y podrán aprender a adaptarse al desierto, pero solo si así lo deciden.
—Imposible —dijo Liet—. ¿Cómo puede una fuerza de obreros robóticos luchar contra la marea del desierto?
Duncan esbozó una sonrisa confiada.
—No los subestimes… ni a mí. Desempeño el papel de kwisatz haderach y de Omnius. Yo guío a todas las facciones de la humanidad y controlo el Imperio Sincronizado. —Se encogió de hombros y sonrió—. Salvar un planeta queda perfectamente dentro de mis capacidades.
Liet no se podía creer lo que estaba oyendo.
—¿Puedes detener el desierto y repeler a los gusanos?
—Qelso será a la vez bosque y desierto, igual que yo soy hombre y máquina. —A una señal y un pensamiento de Duncan, el equipo de excavación empezó a avanzar hacia la frontera donde las dunas se encontraban con el paisaje aún vivo.
Liet y Stilgar siguieron a Duncan, que caminó ante el voluminoso convoy. Como planetólogo, ghola y humano, Liet tenía numerosas preguntas. Pero por el momento, mientras observaba cómo las máquinas iniciaban su trabajo, decidió esperar y ver qué les deparaba el futuro.
Cuando Leto II tuvo la visión de su Senda de Oro, previó la dirección que debía tomar la humanidad, pero en su visión había puntos muertos. No supo ver que él no era el kwisatz haderach último.
Comisión Bene Gesserit para el descubrimiento de hechos
En los once años que habían pasado desde que Jessica regresó a casa, cada vez veía más claro que había cosas que no podía recuperar. Sí, aquel planeta podía ser Caladan, o Dan, pero aquella no era la misma casa que ella y el duque tanto amaron.
Una noche de tormenta, mientras caminaba por el castillo restaurado, todos los detalles incongruentes acabaron por hacérsele insoportables. En uno de los pasillos de uno de los pisos superiores, Jessica se detuvo y abrió un armario de madera de elacca finamente tallada, un objeto de anticuario que algún decorador habría puesto allí. Esta vez, se quedó mirando el interior y en un impulso presionó una pieza de madera que sobresalía en un rincón. Para su sorpresa, se abrió un panel, y dentro encontró una pequeña estatuilla de un grifo. La estatuilla era el antiguo símbolo de poder de la Casa Harkonnen. Tal vez la había puesto allí el barón ghola, como recordatorio del carácter falso del castillo.
Mientras contemplaba la estatuilla, sintiendo que aquel objeto era algo negativo, pensó en todo lo que había trabajado desde su regreso a Caladan. Al frente de cuadrillas de obreros locales habían desmantelado las cámaras de tortura del barón y los ofensivos laboratorios del danzarín rostro Khrone de las cámaras inferiores. Y durante todo el proceso ella había trabajado codo con codo con los equipos de limpieza, sudando, restregando cada mancha llena de ira, cada mota de aquella presencia no deseada. Pero el castillo seguía lleno de recordatorios. ¿Cómo podía empezar de nuevo cuando había tantas cosas del pasado —al menos aquel eco de un pasado equivocado y distorsionado— por todas partes?
A su espalda, moviéndose con discreción, el doctor Yueh dijo:
—¿Estáis bien, mi señora?