Gusanos de arena de Dune (53 page)

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Authors: Kevin J. Anderson Brian Herbert

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: Gusanos de arena de Dune
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Otro nanosegundo.

77

Siempre es posible encontrar un campo de batalla si buscas con el suficiente empeño.

B
ASHAR
M
ILES
T
EG
,
Memorias de un viejo comandante

Restos de polvo y arena de la cubierta de carga remolineaban por los corredores de la no-nave, pero los gusanos se habían ido, y Leto II se había ido con ellos. La intensa luz del sol del planeta de las máquinas penetraba en la nave por los boquetes. Perpleja, Sheeana escuchaba el sonido de los behemoths que avanzaban haciendo estragos por Sincronía. Anhelaba estar con ellos. Aquellos gusanos también eran suyos.

Pero Leto estaba mucho más próximo a los gusanos que ella, y los gusanos eran parte de él.

Duncan Idaho llegó por detrás. Ella se volvió, con el olor a arenilla pegado al rostro y la ropa.

—Es Leto. Está…, con los gusanos de arena.

Él esbozó una sonrisa dura.

—Eso es algo que las máquinas no esperan. Incluso Miles se habría sorprendido. —La cogió del brazo y se la llevó de la cubierta de carga—. Ahora nos toca a nosotros hacer algo igual de espectacular.

—Será difícil igualar lo que Leto está haciendo.

Duncan se detuvo.

—Llevamos años huyendo de ese anciano y esa anciana, y no pienso seguir sentado en esta prisión. Nuestra armería está llena de armas reunidas por las Honoradas Matres. Y tenemos las minas que los Danzarines Rostro no utilizaron en sus sabotajes. Llevemos la lucha fuera, a su casa.

Sheeana sintió la férrea determinación de Duncan y encontró una determinación igual en sí misma.

—Estoy lista. Y a bordo tenemos a más de doscientas personas entrenadas en las técnicas de combate Bene Gesserit. —En su mente, Serena Butler le mostró terribles visiones de combates entre humanos y máquinas, horribles carnicerías. Pero a pesar de estos horrores, Sheeana se sentía extrañamente exultante—. Lo llevamos en los genes desde hace miles de años. Como el águila y la serpiente, el toro y el oso, la avispa y la araña, los humanos y las máquinas son enemigos a muerte.

— o O o —

Tras décadas huyendo, después de haber escapado varias veces de la red de taquiones, por fin habría un desenlace. Cansados de aquella sensación de impotencia, los cautivos del
Ítaca
se dirigieron en tropel a la armería. Todos estaban deseando contraatacar, aunque sabían que lo tenían todo en contra. Duncan lo esperaba con anhelo.

El arsenal de armas no era particularmente imponente. Muchas de aquellas armas solo disparaban dardos, agujas afiladas que no servirían de nada contra el blindaje de los robots. Pero Duncan distribuyó pistolas láser, lanzadores de impulsos y rifles de proyectiles. Cuadrillas de demolición podían colocar los explosivos que quedaban contra los cimientos de los edificios y hacerlos detonar.

El maestro tleilaxu Scytale se abrió paso entre la gente en el corredor, tratando de llegar a Sheeana, con cara de tener algo importante que decir.

—Recuerda, ahí fuera tenemos más enemigos que unos simples robots. Omnius tiene un ejército de Danzarines Rostro a su servicio. Duncan le pasó un rifle de dardos a la reverenda madre Calissa, que parecía tan ávida de sangre como cualquier Honorada Matre.

—Esto frenará a unos cuantos Danzarines Rostro.

—Hay otra forma de ayudar —anunció el hombrecito con una ligera sonrisa—. Antes de que nos capturaran, empecé a producir la toxina específica que ataca a los Danzarines Rostro. Prepare sesenta tubos, por si había que saturar el aire de la nave. Libéralo en la ciudad. Quizá provocará náuseas en los humanos, pero es letal para los cambiadores de forma.

—Nuestras armas harán el resto… o nuestras manos —dijo Sheeana, y se volvió hacia los otros—. ¡Coged los tubos! ¡La batalla nos espera!

Un feroz ejército de humanos salió por el boquete abierto en el casco del
Ítaca
. Sheeana dirigía a sus Bene Gesserit. Las reverendas madres Calissa y Elyen guiaban a sus grupos por las calles cambiantes buscando objetivos vulnerables. Reverendas Madres, acólitas, hombres Bene Gesserit, censoras y operarios corrían con sus armas, muchas de las cuales nunca habían sido disparadas.

Con un alarido, un Duncan bien armado cargó contra la barroca metrópolis. En su vida original, no vivió lo bastante para unirse a Paul Muad’Dib y sus Fedaykin fremen en sus sanguinarios ataques contra los Harkonnen. Ahora las apuestas eran mucho más desesperadas, y tenía intención de cambiar las cosas.

Las calles de Sincronía estaban revueltas, los edificios se expandían y se retorcían. Los gusanos de Leto ya habían empezado a perforar los cimientos de las estructuras, penetrando el metal vivo y flexible y derribando torres elevadas. Por toda la galaxia la flota de Omnius estaba inmersa en numerosas batallas. Duncan pensó en Murbella, allá fuera —si es que seguía con vida—, haciéndoles frente, combatiéndolos.

Las calles estaban llenas de robots de combate. Salían de entre los edificios, formando y disparando armas de proyectiles con sus propios cuerpos. Las Bene Gesserit buscaron enseguida refugio. Los rayos láser hacían humeantes agujeros en los robots de combate; los proyectiles explosivos los convertían en despojos.

Lanzándose a la refriega, Duncan hizo uso de sus habilidades adormecidas de maestro de espadas para atacar a los robots más cercanos. Llevaba un pequeño lanzador de proyectiles y una vara sónica que transmitía un golpe mortífero cada vez que tocaba a una máquina pensante.

Desde todas las direcciones los Danzarines Rostro cargaban contra los humanos, mientras los robots de combate volvían su atención a los destructivos gusanos de arena. Las primeras filas de cambiadores de forma avanzaron con expresión neutra e ilegible, provistas de armas diseñadas por las máquinas.

Cuando los primeros tubos del gas gris verdoso de Scytale empezaron a remolinear a su alrededor, los Danzarines Rostro enfervorecidos no entendían lo que estaba pasando. Pronto empezaron a caer, retorciéndose, mientras sus rostros se fundían sobre los huesos. Demasiado tarde intuyeron el peligro y se arrastraron tratando de alejarse, mientras los humanos lanzaban más gas venenoso entre ellos.

Las Bene Gesserit seguían avanzando. Los grupos de demolición colocaron minas en la base de los edificios, que no pudieron apartarse a tiempo. Poderosas explosiones derribaron las temblorosas torres de metal. Sheeana apremió a su grupo a buscar refugio mientras los edificios se desmoronaban estruendosamente. Luego siguieron avanzando.

Duncan decidió separarse de ella. En el centro de la ciudad, la inmensa y luminosa catedral le llamaba como una baliza, como si toda la intensidad del pensamiento de la supermente se estuviera canalizando a través de ella. Sabía que Paul Atreides estaba allí, luchando tal vez por su vida, muriendo tal vez. Jessica también estaba allí. Un poderoso instinto fruto de los recuerdos de su primera vida le decía dónde tenía que ir. Tenía que estar junto a Paul en la guarida del Enemigo.

—Mantén a las máquinas ocupadas, Sheeana. Ni siquiera la supermente puede luchar en un número infinito de frentes a la vez. —Señaló con la cabeza a la catedral—. Yo voy allí.

Antes de que Sheeana pudiera decir nada, Duncan desapareció.

78

Aguantar mis errores una vez ya fue bastante malo. Y ahora estoy condenado a revivir mi pasado, una y otra vez.

D
OCTOR
W
ELLINGTON
Y
UEH
, notas de una entrevista tomadas por Sheeana

El doctor Suk, con el cuerpo de un adolescente y el peso de un hombre muy anciano, se arrodilló junto a un Paul moribundo. Aunque le había practicado todos los tratamientos de emergencia posibles, sabía que no podía salvarle. Con sus conocimientos especializados, había detenido la hemorragia, pero en aquellos momentos meneó la cabeza con pesar.

—Es una herida mortal. Lo único que puedo hacer es retrasar la muerte.

A pesar de su traición en su vida pasada, Yueh siempre amó al hijo del duque. En aquel entonces él era profesor y mentor de Paul. Él se había ocupado de que el muchacho y su madre tuvieran una posibilidad de sobrevivir en el desierto de Arrakis tras la toma de poder de los Harkonnen… pero, ni siquiera con sus conocimientos de doctor Suk tenía Yueh los medios que necesitaba para ayudar a este Paul. El cuchillo había penetrado en el pericardio, había llegado al corazón. Su tenacidad hacía que el joven se aferrara a un resquicio de vida, pero había perdido demasiada sangre. Su corazón estaba dando sus últimos latidos.

A pesar de las oportunidades que brindaba vivir una segunda vez Yueh se sentía incapaz de escapar a sus traiciones y fallos previos. Por dentro sufría, revolcándose en el cúmulo de sus errores pasados. Las hermanas de la no-nave le habían resucitado con algún propósito secreto que él no acertaba a imaginar, ¿Por qué estaba allí? Sin duda, no para salvar a Paul. Eso quedaba fuera de su alcance.

En la no-nave había tratado de actuar haciendo lo que consideraba necesario y correcto, pero lo único que había conseguido era causar más dolor. Había matado a un duque Leto no nacido, no a Piter de Vries. Yueh sabía que el rabino/Danzarín Rostro le había manipulado, pero eso no era excusa para sus actos.

Chani estaba sentada en el suelo, junto a Paul, pronunciando su nombre con una voz extrañamente ronca. Yueh intuía que algo había cambiado en ella; sus ojos tenían una expresión agreste y fuerte muy distinta de la mirada de la jovencita de dieciséis años que él conocía.

Y con cierta sensación de sorpresa se dio cuenta de que tener el cuerpo ensangrentado de Paul en sus brazos debía de haberla llevado al límite. Chani había recuperado sus recuerdos, justo a tiempo para sentir plenamente la magnitud de su pérdida. Incluso Yueh se tambaleó al pensar en lo cruel de todo aquello.

El barón también parecía desesperado; primero confuso, luego furioso, y ahora desesperado.

—¡Paolo, chico, contéstame! —Se acuclilló junto al muchacho de ojos vidriosos, enfadado. Levantó una mano como si fuera a golpear a aquella copia defectuosa de Paul Atreides, pero Paolo no pestañeó.

Desde un lado, el robot independiente contemplaba la escena con curiosidad, con las fibras ópticas brillando.

—Parece ser que ninguno de los gholas de Paul Atreides es el kwisatz haderach que esperábamos. Bien por la exactitud de nuestras predicciones.

En el momento en que vio la confusión del barón, Yueh supo que solo le quedaba una cosa por hacer. Luchando por recuperar la compostura, se levantó y fue hacia donde estaban Paolo y el barón.

—Soy doctor Suk. —Tenía las mangas y los pantalones empapados de sangre de Paul—. Quizá pueda ayudar.

—¿Eh? ¿Tú? —El barón lo miró con desprecio.

Jessica lo miró con expresión furibunda, y Chani pareció como si quisiera matarlo por haberse apartado del lado de Paul. Pero Yueh se concentró en el barón.

—¿Quiere mi ayuda o no?

El barón se apartó.

—¡Pues date prisa!

Siguiendo el procedimiento habitual, Yueh se inclinó y pasó las manos sobre el rostro de Paolo, notó la piel pegajosa, el pulso apenas perceptible. El joven Paolo estaba sentado, transfigurado, mirando fijamente al coma del saber infinito y el aburrimiento paralizador.

El barón se inclinó sobre ellos.

—Haz que reaccione. ¿Qué le pasa? ¡Contéstame!

Cogiendo la daga del Emperador de la cintura de Paolo, Yueh se volvió con un movimiento veloz. El barón retrocedió trastabillando, pero Yueh fue más rápido. Clavó la punta en diagonal bajo el mentón de aquel hombre odioso y empujó hasta el fondo del cráneo.

—Aquí tienes mi respuesta.

La respuesta por haberlo obligado a traicionar a la Casa Atreides, por las maquinaciones, el dolor, la culpabilidad, y sobre todo por lo que los Harkonnen le habían hecho a Wanna.

Los ojos del barón se abrieron llenos de pavor. Agitó las manos y trató de hablar, pero solo podía barbotear, mientras un surtidor carmesí brotaba de su garganta.

Salpicado por la sangre, Yueh arrancó la daga del Emperador.

Por un momento pensó clavársela a Paolo en el abdomen, para asegurarse de que los dos morían. Pero no podía hacer eso. Aunque el muchacho se había torcido, seguía siendo Paul Atreides.

El barón se desplomó sobre el suelo. Y en todo momento, Paolo no dejó de mirar hacia arriba sin pestañear.

El doctor Wellington Yueh se permitió una sonrisa de alivio. Por fin había hecho algo positivo y real. Por fin había hecho lo correcto. Durante un largo momento, sostuvo la daga cubierta con la sangre del barón y de Paul. Un poderoso impulso le movía a volver la punta contra sí mismo. Yueh cerró los ojos, sujetó con fuerza la empuñadura y respiró hondo.

Pero una mano firme lo aferró por las muñecas. Cuando abrió los ojos llenos de lágrimas vio a Jessica en pie a su lado.

—No, Wellington. No tienes que redimirte de este modo. Ayúdame a salvar a Paul.

—¡No puedo hacer nada por él!

—No te subestimes. —Sus músculos faciales se tensaron—. Ni a Paul.

79

Ninguna educación, adiestramiento o presciencia puede mostrarnos las capacidades secretas que llevamos en nuestro interior. Solo podemos rezar para que esos talentos especiales estén a nuestra disposición cuando más los necesitemos.

Manual Bene Gesserit para acólitas

Muerte.

Paul rodeó el borde de la negrura interior, entró momentáneamente en el infinito y salió de él. Osciló en equilibrio sobre su propia mortalidad. La herida del cuchillo era honda.

Ajeno a lo que sucedía a su alrededor, Paul sintió un frío intenso que se extendía desde las yemas de sus dedos hasta la parte posterior de su cabeza. Oía la fuente de lava como un susurro lejano. A pesar de la dureza del suelo de piedra, se sentía como si estuviera flotando, como si su espíritu entrara y saliera del universo.

Su piel notó una humedad pegajosa y cálida. No era agua. Era sangre… su sangre… formando un gran charco en el suelo. Le cubría el pecho, la boca, los pulmones. Casi no podía respirar. Con cada débil latido, salía más sangre, para no volver…

Y aún le parecía sentir la larga hoja del cuchillo del Emperador en su interior. Ahora recordaba… en los últimos y desesperados días de la yihad de Muad’Dib, el Conde Fenring le había apuñalado.

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