Guía del autoestopista galáctico (12 page)

BOOK: Guía del autoestopista galáctico
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—Trillian —dijo—, ¿va a ocurrir esta clase de cosas siempre que empleemos la Energía de Improbabilidad?

—Me temo que es muy probable —respondió ella.

14

El Corazón de Oro prosiguió su viaje silencioso por la noche espacial, ahora con una energía convencional de fotones. Sus cuatro tripulantes se sentían incómodos sabiendo que no estaban reunidos por su propia voluntad ni por simple coincidencia, sino por una curiosa perversión de la física, como si las relaciones entre la gente estuvieran sujetas a las mismas leyes que regían la relación entre átomos y moléculas.

Cuando cayó la noche artificial de la nave, se sintieron contentos de retirarse a sus cabinas para tratar de ordenar sus ideas.

Trillian no podía dormir. Se sentó en un sofá y contempló una jaula pequeña que contenía sus únicos y últimos vínculos con la Tierra: dos ratones blancos que llevó consigo tras lograr el permiso de Zaphod. Esperaba no volver a ver más el planeta, pero se sintió inquieta al conocer las noticias de su destrucción. Le parecía remoto e irreal, y no hallaba medio de recordarlo. Observó a los ratones corriendo por la jaula y pisando furiosamente los pequeños peldaños de su rueda de plástico, hasta que ocuparon toda su atención. De pronto se estremeció y volvió al puente, a vigilar las lucecitas y cifras centelleantes que marcaban el avance de la nave a través del vacío. Tuvo deseos de saber qué era lo que estaba tratando de no pensar.

Zaphod no podía dormir. Él también deseaba saber qué era lo que él mismo no se permitía pensar. Hasta donde podía recordar, tenía una vaga e insistente sensación de no encontrarse allí. Durante la mayor parte del tiempo fue capaz de dejar a un lado semejante idea y no preocuparse por ella, pero había vuelto a surgir por la súbita e inexplicable llegada de Ford Prefect y Arthur Dent. En cierto modo, aquello parecía obedecer a un plan que no comprendía.

Ford no podía dormir. Estaba demasiado entusiasmado por encontrarse nuevamente en marcha. Habían terminado quince años de práctica reclusión, justo cuando estaba empezando a abandonar toda esperanza. Merodear con Zaphod durante una temporada prometía ser muy divertido, aunque había algo un tanto raro en su medio primo que no podía determinar. El hecho de haberse convertido en Presidente de la Galaxia era francamente sorprendente, igual que la forma de dejar el cargo. ¿Obedecía aquello a algún motivo? Era inútil preguntárselo a Zaphod, pues él nunca parecía tener una razón para ninguno de sus actos: había convertido lo insondable en una forma artística. Abordaba todas las cosas de la vida con una mezcla de genio extraordinario y de ingenua incompetencia que con frecuencia resultaba difícil distinguir.

Arthur dormía: estaba tremendamente cansado.

Hubo un golpecito en la puerta de Zaphod. Se abrió.

—¿Zaphod…?

—¿Sí?

La figura de Trillian se destacó en el óvalo de luz.

—Creo que acabamos de encontrar lo que estabas buscando.

—¿Ah, sí?

Ford abandonó todo propósito de dormir. En un rincón de su cabina había un pequeño ordenador con pantalla y teclado. Se sentó ante él durante un rato con intención de redactar un artículo nuevo para la
Guía
sobre el tema de los vogones, pero no se le ocurrió nada bastante mordaz, así que desistió. Se envolvió en una túnica y se fue a dar un paseo hasta el puente.

Al entrar, se sorprendió al ver dos figuras, que parecían entusiasmadas, inclinadas sobre los instrumentos.

—¿Lo ves? La nave está a punto de entrar en órbita —decía Trillian—. Ahí hay un planeta. En las coordenadas exactas que tú habías previsto.

Zaphod oyó un ruido y alzó la vista.

—¡Ford! —susurró—. Ven acá y echa un vistazo a esto.

Ford se acercó y miró. Era una serie de cifras que titilaban en la pantalla.

—¿Reconoces esas coordenadas galácticas? —le preguntó Zaphod.

—No.

—Te daré una pista. ¡Ordenador!

—¡Hola, pandilla! —saludó con entusiasmo el ordenador—. Se está animando la tertulia, ¿verdad?

—Cierra el pico —le ordenó Zaphod— y muéstranos las pantallas.

Se apagó la luz del puente. Puntos luminosos recorrieron las consolas y reflejaron cuatro pares de ojos que miraban fijamente las pantallas del monitor exterior.

No se veía absolutamente nada en ellas.

—¿Lo reconoces? —susurró Zaphod.

Ford frunció el ceño.

—Pues no —dijo.

—¿Qué ves?

—Nada.

—¿Lo reconoces?

—Pero ¿de qué hablas?

—Estamos en la Nebulosa Cabeza de Caballo. Una vasta nube negra.

—¿Y querías que lo reconociese en una pantalla en blanco? —El interior de una nebulosa negra es el único sitio de la Galaxia donde puede verse una pantalla negra.

—Muy bueno.

Zaphod se echó a reír. Era evidente que estaba muy entusiasmado por algo, casi de manera infantil.

—¡Eh, esto pasa de castaño oscuro, es verdaderamente extraordinario!

—¿Qué tiene de maravilloso el estar atascados en una nube de polvo? —preguntó Ford.

—¿Qué te figuras que se puede encontrar aquí? —le insistió Zaphod.

—Nada.

—¿Ni estrellas? ¿Ni planetas?

—No.

—¡Ordenador! —gritó Zaphod—. ¡Gira el ángulo de visión unos ochenta grados y no digas nada!

Durante un momento pareció que no pasaba nada, luego apareció un punto luminoso y brillante al extremo de la enorme pantalla. La atravesó una estrella roja del tamaño de una bandeja pequeña, seguida velozmente por otra: un sistema binario. Entonces, una enorme luna creciente se dibujó en una esquina de la imagen: un resplandor rojo que se iba fundiendo en negro, el lado del planeta donde era de noche.

—¡Lo encontré! —gritó Zaphod, dando un puñetazo en la consola—. ¡Lo encontré!

Ford lo miró fijamente, asombrado.

—¿El qué? —preguntó.

—Ése… —dijo Zaphod—, es el planeta más increíble que jamás existió.

15

(Cita de la
Guía del autoestopista galáctico
, página 634784, sección 5. Artículo:
Magrathea
)

Hace mucho, entre la niebla de los tiempos pasados, durante los grandes y gloriosos días del antiguo Imperio Galáctico, la vida era turbulenta, rica y ampliamente libre de impuestos.

Naves poderosas trenzaban su camino entre soles exóticos, buscando aventuras y recompensas por las partes más recónditas del espacio galáctico. En aquella época, los espíritus eran valientes, los premios eran altos, los hombres eran hombres de verdad, las mujeres eran mujeres de verdad, y las pequeñas criaturas peludas de Alfa Centauro eran verdaderas pequeñas criaturas peludas de Alfa Centauro. Y todos se atrevían a enfrentarse con terrores desconocidos, a realizar hazañas importantes, a dividir audazmente infinitivos que nadie había dividido antes; y así fue como se forjó el Imperio.

Desde luego, muchos hombres se hicieron sumamente ricos, pero eso era algo natural de lo que no había que avergonzarse, porque nadie era verdaderamente pobre, al menos nadie que valiera la pena mencionar. Y para todos los mercaderes más ricos y prósperos, la vida se hizo bastante aburrida y mezquina y empezaron a imaginar que, en consecuencia, la culpa era de los mundos en que se habían establecido; ninguno de ellos era plenamente satisfactorio: o el clima no era lo bastante adecuado en la última parte de la tarde, o el día duraba media hora de más, o el mar tenía precisamente el matiz rosa incorrecto.

Y así se crearon las condiciones para una nueva y asombrosa industria especializada: la construcción por encargo de planetas de lujo. La sede de tal industria era el planeta Magrathea, donde ingenieros hiperespaciales aspiraban materia por agujeros blancos del espacio para convertirla en planetas soñados: planetas de oro, planetas de platino, planetas de goma blanda con muchos terremotos; todos encantadoramente construidos para que cumplieran con las normas exactas de los hombres más ricos de la Galaxia.

Pero tanto éxito tuvo esa aventura, que Magrathea pronto llegó a ser el planeta más rico de todos los tiempos y el resto de la Galaxia quedó reducido a la pobreza más abyecta. Y así se quebró la organización social, se derrumbó el Imperio y un largo y lóbrego silencio cayó sobre mil millones de mundos hambrientos, únicamente turbado por el garabateo de las plumas de los eruditos mientras trabajaban hasta entrada la noche en pulcros tratados sobre el valor de la planificación en la política económica.

Magrathea desapareció, y su recuerdo pronto pasó a la oscuridad de la leyenda.

En estos tiempos ilustrados, por supuesto que nadie cree una palabra de ello.

16

Arthur se despertó por el ruido de la discusión y se dirigió al puente. Ford estaba agitando los brazos.

—Estás loco, Zaphod —decía—. Magrathea es un mito, un cuento de hadas, es lo que los padres cuentan por la noche a sus hijos si quieren que sean economistas cuando crezcan, es…

—Y en su órbita es donde estamos en estos momentos —insistió Zaphod.

—Escucha, no sé dónde estarás tú en órbita, personalmente, pero esta nave…

—¡Ordenador! —gritó Zaphod.

—¡Oh, no!

—¡Hola, chicos! Soy Eddie, vuestro ordenador de a bordo, me siento muy animado y sé que me lo voy a pasar muy bien con cualquier programa que penséis encomendarme.

Arthur miró inquisitivamente a Trillian, que le hizo señas de que se acercara, pero que permaneciera callado.

—Ordenador —dijo Zaphod—, vuelve a indicarnos nuestra trayectoria actual.

—Será un auténtico placer, compadre —farfulló—. En estos momentos nos encontramos en órbita a una altitud de cuatrocientos cincuenta kilómetros en torno al legendario planeta Magrathea.

—Eso no demuestra nada —arguyó Ford—. No me fiaría de este ordenador ni para saber lo que peso.

—Claro que podría decírtelo —dijo el ordenador, entusiasmado, marcando más cinta de teleimpresor—. Incluso podría averiguar qué problemas de personalidad tienes hasta diez puntos decimales, si eso te sirviera de algo.

—Zaphod —dijo Trillian, interrumpiendo al ordenador—, en cualquier momento pasaremos a la parte de ese planeta en que es de día…, sea el que sea.

—Oye, ¿qué quieres decir con eso? El planeta está donde yo dije que estaría, ¿no es así?

—Sí, sé que ahí hay un planeta. Yo no discuto cuál sea, sólo que no distinguiría a Magrathea de cualquier otro pedazo de roca inerte. Está amaneciendo, si es que necesitas luz.

—De acuerdo, de acuerdo —murmuró Zaphod—, que por lo menos se regocijen nuestros ojos. ¡Ordenador!

—¡Hola, chicos! ¿Qué puedo hacer…?

—Limítate a cerrar el pico y vuelve a darnos una panorámica del planeta.

Las pantallas se llenaron de nuevo con una masa informe y oscura: el planeta giraba bajo ellos.

Durante un momento lo observaron en silencio, pero Zaphod estaba impaciente y nervioso.

—Estamos cruzando el lado de la noche… —dijo con un murmullo.

El planeta seguía girando.

—Tenemos la superficie del planeta a cuatrocientos cincuenta kilómetros debajo de nosotros… —prosiguió Zaphod.

Trataba de crear la sensación de que se hallaban ante un acontecimiento, ante lo que él creía que era un gran momento. ¡Magrathea! Estaba resentido por la reacción escéptica de Ford. ¡Magrathea!

—Dentro de unos segundos —continuó—, lo veremos… ¡Allí!

El acontecimiento se produjo por sí solo. Incluso el más avezado vagabundo de las estrellas no podía menos que estremecerse ante la visión espectacular de una aurora del espacio, pero una aurora binaria es una de las maravillas de la Galaxia.

Un súbito punto de luz cegadora atravesó la extrema oscuridad. Aumentó gradualmente y se extendió de lado formando un aspa fina y creciente; al cabo de unos segundos se vieron dos soles, dos hornos de luz que tostaron con fuego blanco la línea del horizonte. Bajo ellos, fieras lanzas de color surcaron la fina atmósfera.

—¡Los fuegos de la aurora! —jadeó Zaphod—. ¡Los soles gemelos de Soulianis y Rahm…!

—O cualquier otra cosa —apostilló Ford en voz baja.

—¡Soulianis y Rahm! —insistió Zaphod.

Los soles resplandecieron en la bóveda del espacio y una música sorda y lúgubre flotó por el puente: Marvin canturreaba irónicamente porque odiaba mucho a los humanos.

Ford sintió una emoción profunda al contemplar el espectáculo luminoso, pero no era más que el entusiasmo de hallarse ante un planeta nuevo y extraño; le bastaba con verlo tal cual era. Le molestaba un poco que Zaphod hubiera impuesto en la escena una fantasía ridícula para sacarle partido. Todo eso de Magrathea eran camelos para niños. ¿Es que no bastaba ver la belleza de un jardín, sin tener que creer por ello que estaba habitado por las hadas?

A Arthur le parecía incomprensible todo eso de Magrathea. Se acercó a Trillian y le preguntó lo que pasaba.

—Yo sólo sé lo que me ha dicho Zaphod —susurró Trillian—. Al parecer, Magrathea es una especie de leyenda antigua en la que nadie cree verdaderamente. Es algo parecido a la Atlántida de la Tierra, salvo que los magratheanos construían planetas.

Arthur miró a las pantallas y parpadeó con la sensación de que echaba de menos algo importante. De pronto comprendió lo que era.

—¿Hay té en esta nave? —preguntó.

Más partes del planeta se desplegaban a sus ojos a medida que el Corazón de Oro proseguía su órbita. Los soles se elevaban ahora en el cielo negro, había acabado la pirotecnia de la aurora y la superficie del planeta parecía yerma y ominosa a la ordinaria luz del día; era gris, polvorienta y de contornos vagos. Parecía muerta y fría como una cripta. De cuando en cuando surgían rasgos prometedores en el horizonte lejano: barrancas, quizá montañas o incluso ciudades. Pero a medida que se aproximaban, las líneas se suavizaban desvaneciéndose en el anonimato, y nada dejaban traslucir. La superficie del planeta estaba empañada por el tiempo, por el leve movimiento del tenue aire estancado que la había envuelto a lo largo de los siglos.

No cabía duda de que era viejísimo.

Un momento de incertidumbre asaltó a Ford mientras veía moverse bajo ellos el paisaje gris. Le inquietaba la inmensidad del tiempo, podía sentirlo como una presencia. Carraspeó.

—Bueno, y aun suponiendo que sea…

—Lo es —le interrumpió Zaphod.

—…que no lo es —prosiguió Ford—, ¿qué quieres hacer en él, de todos modos? Ahí no hay nada.

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