Cuando entró el general ruso se sumergió aún más en su trabajo y al mirar a través de las gafas al alegre rostro de Balashov que se hallaba bajo la influencia de la hermosa mañana y la charla con Murat, se volvió aún más sombrío y sonrió maliciosamente.
«He aquí todavía un petimetre con gentilezas —pensó él—, ahora no es tiempo de gentilezas. Yo era contrario a esta guerra, pero una vez que la guerra ha comenzado, no hay que ser gentil sino trabajar.»
Advirtiendo en el rostro de Balashov la desagradable impresión, Davout se dirigió a él severa y fríamente con la brusca pregunta de qué necesitaba. Suponiendo que le daba ese recibimiento solo a causa de que Davout no sabía que él era el general ayudante de campo del emperador Alejandro, e incluso su representante ante Napoleón, Balashov se apresuró a comunicarle su nombre y su misión.
Al contrario de lo que él esperaba, que esa noticia cambiara instantáneamente el tono y el trato de Davout al más respetuoso posible, como de ordinario ocurría con las personas groseras, Davout después de escuchar a Balashov se volvió aún más seco y grosero.
—¿Dónde está el paquete? —preguntó él—. Démelo y yo se lo haré llegar al emperador.
Balashov dijo que tenía órdenes de entregar el paquete personalmente al emperador.
—Las órdenes de su emperador se cumplen en su ejército —dijo bruscamente Davout—, debe hacer lo que le digan. —Y como para hacer sentir aún más al general ruso su dependencia de la fuerza bruta, Davout salió del cobertizo y llamó al centinela.
Balashov sacó el paquete que contenía la carta del emperador y sin mirar a Davout lo dejó sobre la mesa (la mesa consistía en una puerta de la que aún sobresalían la bisagras arrancadas, colocada sobre dos barriles).
Davout cogió el sobre y leyó lo que había sobrescrito.
—Está en su completo derecho de mostrarme o no mostrarme respeto —dijo Balashov—, pero permítame que le advierta que tengo el honor de ser general ayudante de campo de Su Majestad. .. ¿Dónde puedo esperar la respuesta?
Davout le miró en silencio. Evidentemente estaba considerando si se había equivocado satisfaciendo excesivamente su necesidad de mostrar que era un trabajador y no un galante.
—Se le darán las atenciones precisas —dijo él y guardándose el sobre en el bolsillo salió del cobertizo. Un momento después entró el ayudante y condujo a Balashov a un alojamiento preparado para él.
Balashov comió aquel día con el mariscal, en ese mismo cobertizo, en esa misma tabla apoyada sobre barriles, pasó tres días más en el cuartel general de Davout y avanzó junto a él en dirección a Wilno ya sin ver al mariscal sino teniendo a su lado al inseparable ayudante, un general francés.
T
RAS
cuatro días de soledad, aburrimiento y consciencia de su insignificancia y de estar en manos de otros, lo que era especialmente perceptible después de la esfera de poder en que se encontraba poco tiempo atrás, una carroza fue a buscar a Balashov y él, entre tropas francesas que ocupaban todo el terreno, fue conducido a Wilno al mismo puesto del que había partido cuatro días antes. Y a esa misma casa, la mejor de Wilno, en la que había recibido las últimas órdenes del emperador Alejandro. Hacía cuatro días en esa casa había centinelas del batallón Preobrazhenski y ahora había dos granaderos con uniforme desabotonado azul y gorro de piel. Dentro de la casa se agolpaban los generales y los hombres destacados de la zona, de entre los cuales algunos reconocieron a Balashov y se dieron la vuelta. Dentro también estaba el caballo del emperador, pajes, el mameluco Rustan y un brillante séquito de ayudantes de campo. Seguramente esperaban que saliera el mismo Napoleón.
En la primera sala Berthier recibió cortésmente a Balashov y dejándole por un momento fue a ver a Napoleón. Cinco minutos después volvió y le informó de que el emperador le recibiría entonces.
Napoleón esperaba a Balashov y le esperaba con esa agitación que no le abandonaba cuando el asunto se refería a las relaciones con aristócratas de la sangre del zar, de los que el más brillante de todos, física y moralmente, le parecía Alejandro. Sabía que cada palabra, cada movimiento, cualquier impresión que causara en el emisario sería transmitida a Alejandro. Eligió su mejor momento, la mañana, y el, en su opinión, más majestuoso de sus trajes: un uniforme abierto con la banda de la Legión de Honor sobre un chaleco blanco de piqué y botas de montar. El séquito de la entrada también estaba impecable. Napoleón decidió recibir a Balashov a la salida de su paseo a caballo y le recibió en su despacho. Se encontraba de pie en la ventana de la habitación apoyando sobre una pequeña mesilla su blanca y menuda mano, jugando con la tabaquera, e inclinó levemente la cabeza en respuesta a la respetuosa reverencia de Balashov.
«Estaré tranquilo y majestuoso. La demostración de la conciencia del propio poder es la tranquilidad —pensaba Napoleón en ese instante—. Le permitiré que lo diga todo y le mostraré mi poder. Le demostraré lo insolente que fue exigir la salida de mis tropas de la Pomerania y cómo ellos son castigados por esta exigencia con la entrada de mis tropas en sus fronteras.» El recuerdo de la exigencia de despejar la Pomerania, en el primer momento cuando fue recibida, ofendió especialmente a Napoleón por la confluencia de diversas causas, porque la había recibido en un momento en el que estaba de mal humor y porque una hora antes le había dicho a Berthier que Rusia proponía condiciones para la paz y por lo tanto ese recuerdo comenzó a elevar la sensación de ofensa en su ánimo. Pero en ese preciso momento se dijo a sí mismo: «Eso no va a suceder. Ahora, ocupando este mismo Wilno desde el que fue enviado este general ayudante de campo, debo demostrar mi fuerza únicamente con la tranquilidad».
«Bueno, me está viendo, no se turbe, venga aquí, tranquilícese y diga lo que tenga que decir», decía su mirada.
—¡Su Majestad! El emperador mi señor... —comenzó Balashov, algo turbado, pero con la elegancia y la fluidez que le caracterizaban. Transmitió a Napoleón todo lo que le habían ordenado. Transmitió que el emperador Alejandro estaba asombrado de la entrada de las tropas francesas dentro de las fronteras rusas, que él no estaba comenzando la guerra y que no la deseaba, que el príncipe Kurakin había solicitado sus pasaportes sin el conocimiento del emperador Alejandro, que con Inglaterra aún no había ninguna relación y que el emperador Alejandro deseaba la paz, pero que no era posible alcanzarla de otro modo que con la condición de que las tropas de Su Majestad se retiraran al otro lado del Niemen. Él dijo
que las tropas francesas se retiraran al otro lado del Niemen
, pero no dijo esa frase que evidentemente tanto gustaba al emperador Alejandro, que había escrito en la carta ordenando que indispensablemente se introdujera en la orden para las tropas y que había mandado que Balashov dijera a Napoleón. Balashov recordó esas palabras —«hasta que no quede en la patria rusa ni un solo enemigo armado»—, pero un sentimiento complejo e inexplicable, llamado tacto, le retuvo. Mirándole a los ojos, no pudo decir esas palabras, aunque quería decirlas. En esas palabras había una sensación de ofensa demasiado personal y seguramente de modo instintivo, es decir, no solamente su entendimiento, sino el conjunto de todas sus cualidades, prohibió a Balashov decirlas. Napoleón escuchó todo tranquilamente, pero las últimas palabras, aunque suavizadas, le molestaron. Y le molestaron aún más porque en ellas se podía escuchar el recuerdo de las anteriores exigencias de desocupar la Pomerania. «Las exigencias que han tenido como consecuencia mi entrada en Rusia», pensó él.
—Yo deseo la paz tanto como el emperador Alejandro —comenzó él—. Durante dieciocho meses —dijo él— he hecho todo lo posible para conseguirla. Llevo dieciocho meses esperando una explicación. —Pero tan pronto como comenzó y una palabra independientemente de su voluntad arreó a la otra, apareció el recuerdo de las exigencias de desocupar la Pomerania que habían acabado con su entrada en Rusia y en ese instante lo expresó en palabras—. Pero para comenzar las conversaciones, ¿qué es lo que se me exige?
—Retirar las tropas a la otra orilla del Niemen.
Napoleón pareció no prestar atención a lo que acababa de oír y continuó:
—Pero para que las conversaciones sean posibles es necesario que ustedes no mantengan relaciones con Inglaterra.
Balashov transmitió la aseveración del emperador Alejandro de que no había alianza con Inglaterra.
Napoleón volvió de nuevo sobre la exigencia de retirarse al otro lado del Niemen, solo del Niemen. Necesitaba esa exigencia. Era ofensiva y tranquilizadora para él. En lugar de la exigencia de cuatro meses atrás de abandonar la Pomerania, ahora solo le exigirían retroceder a la otra orilla del Niemen y por lo tanto la alianza y la hermandad con Inglaterra continuaban.
«Sí, ahora lo entiendo —pensaba Napoleón y quiso decir que tras la actual exigencia de retirarse al otro lado del Niemen pronto solo le exigirían que saliera de Moscú—. Pero no, no diré nada de más. No permitiré que se desvanezca en él (en Alejandro a través de Balashov) esta sensación de tranquila consciencia de mi poder.» Pero ya había comenzado a hablar y cuanto más hablaba menos se paraba en el modo de controlar su discurso. Todos los recuerdos ofensivos sobre la exigencia de abandonar la Pomerania, sobre no haberle reconocido como emperador en los años 1805 y 1806, sobre el rechazo de la petición de mano de la gran princesa, todos esos recuerdos se rebelaron en su ser a medida que hablaba. Y junto con cada uno de los recuerdos de esas humillaciones, frente a cada uno de ellos, se rebelaba en su mente el recuerdo de la compensación por esa humillación y las celebraciones como la de Tilsit y Erfurt y la estancia en Dresden poco tiempo atrás. «Todos ellos son personas, personas insignificantes», pensó él y continuó hablando, alegrándose de la lógica, que a él le parecía indiscutible, de sus argumentos. Llevaba ya mucho tiempo en la misma postura, así que, bien juntando las manos en el pecho, o bien colocándolas a su espalda, empezó a caminar por la habitación y a hablar.
—Peticiones como la de abandonar el Oder y el Vístula se le pueden hacer al príncipe de Baden, pero no a mí. Aunque me dieran San Petersburgo y Moscú (la ciudad asiática de Moscú, que estaba allí, en Escitia) no aceptaría esas condiciones. ¿Y quién ha sido el primero que se ha reunido con su ejército? El emperador Alejandro y no yo. Aunque en el ejército no tiene nada que hacer. Yo soy diferente, esa es mi función. Y qué grandioso reinado podría haber sido este —decía él, como si sintiera pena del niño que se ha portado mal y se ha quedado sin golosinas—. Le di Finlandia, le hubiera dado Moldavia y Valaquia. Se dice que han firmado la paz, ¿es cierto?
Balashov confirmó esa noticia, pero Napoleón no le dejaba hablar y especialmente no le permitía decir aquello que le resultaba desagradable (y eso le era muy desagradable). Necesitaba hablar él solo y demostrar que tenía razón, que era bueno, que era grande, y continuó hablando con esa elocuente e incontinente irritación a la que tan propensas son las personas engreídas y con esa elocuente e incontinente irritación con la que hablara en 1803 con el embajador francés y hacía poco con el príncipe Kurakin.
—Sí —continuó él—, se lo prometí y le hubiera dado Moldavia y Valaquia y ahora no va a tener esas hermosas provincias. Sin embargo hubiera ensanchado Rusia desde el golfo de Bonia hasta la desembocadura del Danubio. Catalina la Grande no hubiera podido hacer más —decía Napoleón, acalorándose más y más, caminando por la habitación y repitiendo a Balashov prácticamente las mismas palabras que le dijera al mismo Alejandro en Tilsit—. Todo esto lo habría debido a mi amistad. ¡Oh, qué grandioso reinado, qué grandioso reinado —repitió unas cuantas veces y se detuvo—, qué grandioso reinado, qué grandioso reinado
hubiera podido ser
el reinado del emperador Alejandro! —Miró con lástima a Balashov y tan pronto como este quiso decir algo, le interrumpió apresuradamente. En esos instantes le resultaba incomprensible hasta la furia, que Alejandro pudiera salirse del brillante (a su entender) programa que le había trazado.
»¿Qué puede desear y buscar que no haya hallado en mi amistad? Pero no, él encuentra mejor rodearse de otra gente, ¿de quién? —continuó Napoleón interrumpiendo a Balashov—. Ha llamado a Stein, Armfeld, Witzengerod, Bennigsen. Stein, expulsado de su patria —repitió Napoleón con cólera y aparecieron manchas en su pálido rostro. El recuerdo de Stein le ofendía profundamente porque comenzó equivocándose con él; le consideraba una persona insignificante y le recomendó al rey de Prusia: “Coja a Stein, es un hombre inteligente”, y después, al enterarse del odio de Stein a Francia, firmó un decreto en Madrid para confiscar todas sus posesiones y exigiendo su extradición. Lo más ofensivo para Napoleón, relacionado con el nombre de Stein, era el recuerdo de cuando ordenó apresar a su hermana inocente y enviarla a París para ser juzgada. Eso Napoleón ya no lo podía perdonar y continuó cada vez más irritado e incapaz de controlar lo que decía.
»Armfeld es un libertino y un intrigante, Witzengerod es un prófugo expulsado de Francia, Bennigsen es algo más militar que los demás, pero sigue siendo un inepto que no supo hacer nada en el año 1807 y que debería provocar terribles recuerdos en el emperador Alejandro... Suponiendo que fueran hombres capaces se podría servir de ellos —continuó Napoleón sin alcanzar apenas a poner en palabras las ideas que le iban surgiendo, demostrándose lo acertado que estaba—, pero ni siquiera lo son, no valen ni para la guerra ni para la paz. Dicen que Barclay es el más sensato de todos, pero yo no lo diría a juzgar por sus primeros movimientos. ¿Y ellos qué hacen? ¿Qué hacen? —dijo Napoleón irritándose aún más ante el pensamiento de que el emperador Alejandro toleraba la cercanía de aquellos que Napoleón apreciaba tan poco, toleraba a esas personas que él despreciaba más que nada en el mundo y que hubiera colgado inmediatamente si hubieran caído en sus manos.
»Pful propone, Armfeld discute, Bennigsen considera y Barclay, llamado a actuar, no sabe qué decidir y el tiempo pasa sin hacer nada. El único que es un militar es Bagratión, es estúpido, pero tiene experiencia, buen ojo y decisión. ¡¿Y qué papel juega su joven emperador en esa miserable muchedumbre?! Le comprometen y le cargan con la responsabilidad de todo lo que sucede. —Calló un instante y continuó con una expresión de grandeza.