En ocasiones, a pesar de la severa protección de la niñera, hombres de bajo estrato se abrían paso hacia el icono ante el que rezaba Natasha y que usaban una gran parte de los feligreses, y sin reconocer en Natasha a una señorita le golpeaban en los hombros cubiertos por el pañuelo de paño y susurraban: «madrecita», y Natasha se alegraba, humildemente con sus delgados dedos ponía cuidadosamente y aseguraba la vela que no quería quedarse quieta y con modestia, como una criada, escondía sus desnudas manos bajo el pañuelo. Cuando leían las Horas, Natasha escuchaba atentamente las plegarias y trataba de seguirlas espiritualmente. Cuando ella no entendía, cosa que sucedía con frecuencia, por ejemplo cuando trataba de profanación, reflexionaba ante esas palabras y su alma se estremecía aún más ante su vileza y ante la bondad del ininteligible Señor y de sus santos. Cuando el diácono, al que ya conocía como si fuera un íntimo amigo, el diácono de cabellos castaños que a cada rato se apartaba con la mano, enderezándose la casulla. Cuando el diácono leía «alabado sea el Señor por el mundo entero», Natasha se alegraba de que ella era el mundo, igual que los demás, oraba y se santiguaba alegremente, se ponía de rodillas y seguía cada palabra sobre los que están de viaje por mar y tierra (en ese momento ella recordaba con claridad y tranquilidad al príncipe Andréi solo como ser humano y rezaba por él).
Cuando hablaban sobre nuestras personas queridas y odiadas ella pensaba en su familia, como personas queridas y en Anatole como persona odiada. Le causaba una alegría especial rogar por él. En aquel entonces ella ya reconocía en él un enemigo.
Y sin cesar le faltaban enemigos para rezar por ellos. Añadió a su lista todos los acreedores y todos aquellos que tenían negocios con su padre. Después, cuando rezaba por la familia del zar, superaba cada vez sus dudas de por qué rezar tanto por ellos en particular y se inclinaba y se santiguaba diciéndose a sí misma que eso no era más que orgullo y que ellos era igualmente personas. Con el mismo celo rezaba por el sínodo diciéndose a sí misma que ella también amaba y se compadecía del santo sínodo. Cuando leían el Evangelio, se alegraba y se regocijaba, pronunciando antes de la lectura las palabras: «gloria a ti, Señor», y se consideraba afortunada por poder escuchar esas palabras que tenían para ella un sentido especial. Pero cuando abrían las puertas del zar y alrededor suyo susurraban con devoción: «Las puertas de la clemencia», o cuando surgía el sacerdote con las ofrendas o cuando se oían las misteriosas exclamaciones del sacerdote tras las puertas del zar y leían el credo, Natasha agachaba la cabeza y se espantaba con alegría ante la grandeza y la ininteligibilidad de Dios y las lágrimas se derramaban por sus delgadas mejillas. Ella no se perdía ni los maitines, ni las Horas, ni las vísperas. Se postraba ante las palabras: «la luz de Cristo iluminará a todos», y pensaba con horror en el sacrílego que mirara en ese instante y viera qué sucedía sobre sus cabezas. Muchas veces al día pedía a: «Dios, el Señor de su vida» que la liberara del espíritu de la vanidad y que le concediera un verdadero espíritu. Seguía con horror la pasión de Cristo que representaban ante sus ojos. La Semana Santa como decía la niñera, la pasión, el Santo Sudario, las casullas negras, todo esto influyó en el ánimo de Natasha de forma vaga y confusa, pero algo quedó claro para ella: «que se haga tu voluntad». «Señor, llévame contigo», decía ella con lágrimas en los ojos cuando se confundía en la complejidad de todas estas felices impresiones.
El miércoles le pidió a su madre que invitara a Pierre y ese día, encerrada en su habitación, le escribió una carta al príncipe Andréi. Tras algunos borradores se decidió por lo que sigue: «Me preparo para el gran misterio de la confesión y la comunión y tengo que pedirle perdón por el mal que le he hecho. Prometí no amar a nadie más que a usted, pero fui tan depravada que me enamoré de otro y le engañé. Por el amor de Dios, perdóneme usted para este día y olvide a esta mujer que no es digna de usted». Esa carta se la dio a Pierre y le pidió que se la entregara al príncipe Andréi que ella sabía que estaba en Moscú.
Consiguió de su madre, sorprendida y asustada del furor religioso de su hija, el permiso para confesarse fuera de casa, con el padre Anisin en Uspenia na Plotu. Allí ella se confesó entre un cochero y un comerciante y su esposa, tras unos biombos en el coro. El sacerdote Anisin, cansado del pesado servicio, miró a Natasha cariñosa y negligentemente, la cubrió con su estola y escuchó con tristeza las confesiones que arrancaba de su pecho con sollozos. La absolvió con la breve y sencilla promesa de no pecar, que Natasha recibió como si cada una de esas palabras viniera del cielo. Fue andando a casa y por vez primera desde el día del teatro concilio el sueño tranquila y feliz.
Al día siguiente volvió a casa aún más alegre tras la comunión y desde aquel momento la condesa advirtió con alegría que Natasha comenzaba a animarse. Tomaba parte en los asuntos de la vida, en ocasiones cantaba, leía los libros que le traía Pierre, que se había hecho un habitual de la casa de los Rostov, pero ya no recuperó su anterior alegría y vitalidad. Ante los demás tenía constantemente un aspecto y un tono de culpabilidad que daba a entender que todo era demasiado bueno para el crimen que había cometido.
La historia de Natasha y Anatole abatió intensamente a Pierre. Además de su amor a Andréi, además de ese sentimiento más allá de la amistad que sentía hacia Natasha, además de la coincidencia de circunstancias que le obligaban a tomar parte constantemente del destino de Natasha y de su participación en el arreglo de su matrimonio, le atormentaba la idea de que él era el culpable de ese conflicto dado que no había sido capaz de prever lo que Anatole iba a hacer. ¿Pero podía haberlo previsto? Para él Natasha era un ser elevado y celeste, que había dado su amor al mejor hombre del mundo, el príncipe Andréi, y Anatole era un estúpido, grosero y falso animal.
Algunos días después del suceso, Pierre no fue a casa de los Rostov y frecuentó con asiduidad los círculos de sociedad y en particular la chismosa, es decir, la más alta sociedad. Allí ciertamente hablaban con una alegre conmiseración sobre Natasha, y Pierre, utilizando su talento, se sorprendió de cómo podían inventarse tales absurdeces sin fundamento y relató tranquilamente que su cuñado se había enamorado de Natasha Rostova y había sido rechazado. Cuando volvió por primera vez a casa de los Rostov estuvo especialmente alegre con la familia y con Natasha. No reparó en los ojos llorosos y el rostro asustado y se quedó a comer. Después de la comida, en voz alta y sin mirar a Natasha, contó que por todo Moscú se comentaba que Anatole le había hecho una proposición a Natasha y como ella le había rechazado, este, herido en su orgullo, había huido. No advirtió cómo al oír esto a Natasha le empezó a sangrar la nariz y se levantó de la mesa, ni cómo Sonia le miraba con ternura y devoción a causa de ello. Se quedó a pasar la tarde y volvió al día siguiente y comenzó a ir a diario a casa de los Rostov.
Con Natasha era, igual que antes, alegre y bromista pero con el particular matiz de tímido respeto que adoptan las personas delicadas ante la desgracia ajena. Natasha le sonreía con frecuencia a través de las lágrimas que parecía que siempre hubiera en sus ojos aunque los tuviera secos. Sonia ahora, después de a Nikolai, era a Pierre a la persona a la que más quería en el mundo, por el bien que le había hecho a su amiga, y se lo decía de manera confidencial.
Él no hablaba nada con Natasha ni sobre Anatole ni sobre el príncipe Andréi, solo conversaba con ella y comenzó a llevarle libros, entre otros, su favorito
La nueva Eloísa
, que Natasha leyó con entusiasmo y sobre el que hizo algunos juicios, diciendo que no entendía cómo podía Abelardo querer a Eloísa.
—Yo podría —dijo Pierre (a Natasha le resultó extraño que Pierre hablara de sí mismo como de un hombre que también podía amar y sufrir. Él para ella no tenía sexo)—. Conversando una vez con uno de mis amigos decidimos que el amor a una mujer purifica todo el pasado, que el pasado no es su... —Él miró a Natasha a través de las gafas.
Sonia se fue a propósito. Esperaba y deseaba que tuvieran una explicación.
Natasha se echó de pronto a llorar.
—Piotr Kirílovich —dijo—, ¿por qué engañarnos? Sé por qué dice eso. Pero eso no va a suceder nunca, nunca... No por él, sino por mí. Le amaba demasiado como para hacerle sufrir.
—Dígame solo una cosa, ¿amaba a...? —no sabía cómo llamar a Anatole, y enrojeció ante su solo recuerdo—, ¿amaba a esa mala persona...?
—Sí —dijo Natasha—, y no le llame mala persona, me ofende. Pero no sé nada, nada, ahora —de nuevo se echó a llorar—, no entiendo nada.
—No hablaremos de ello, amiga mía —dijo Pierre. De pronto para Natasha resultó extraño ese dulce, tierno tono de niñera que utilizaba con ella.
»No hablaremos de ello, amiga mía, pero le pido una cosa, considéreme como un amigo, y si necesita ayuda, consejo o si simplemente necesita descargar su alma con alguien, no ahora, sino cuando aclare su alma, piense en mí.
Besó su mano, y sacando un pañuelo del bolsillo del frac se puso a limpiarse las gafas. Natasha estaba feliz con esa amistad y la abrazaba. Aunque no concebía que Pierre era también un hombre y que esa amistad podía transformarse en otra cosa. Eso podía suceder, pero no con ese encantador Pierre. Ella sentía así, sinceramente, pero no sabía qué era lo que sucedía en el alma de Pierre. Sentía eso de tal modo que le parecía que esa barrera moral entre hombres y mujeres, cuya ausencia sintiera tan dolorosamente con Anatole, en Pierre parecía ser infranqueable. Pierre iba todos los días a casa de los Rostov y en especial últimamente y así continuó hasta la primavera, cuando en Semana Santa recibió la carta que Natasha había escrito antes de confesarse con la petición de entregársela al príncipe Andréi.
El príncipe Andréi no fue a casa de Pierre, sino que se alojó en un hotel y le escribió una nota en la que le pedía que fuera a verle.
Pierre le encontró igual que siempre, estaba algo pálido y enfurruñado. Caminaba arriba y abajo por la habitación esperando. Sonrió débilmente al ver a Pierre, solo con los labios, y le interrumpió apresuradamente no dejándole hablar en tono de broma y frívolo en un momento en el que había de resolverse un asunto en absoluto frívolo. Le llevó a la habitación de atrás y cerró la puerta.
—No hubiera venido aquí (así llamaba a Moscú), me voy con Kutúzov al ejército turco, pero tengo que informarte de esta carta. —Le enseñó a Pierre los garabatos de Natasha en un pedazo de papel gris (estos garabatos llegaron después del nombramiento). Allí estaba escrito: «Me dijo que era libre y que le escribiera si me enamoraba de alguien. Me he enamorado de otro. Perdóneme. N. Rostova».
Era evidente que la carta había sido escrita en un momento de crisis moral y su lacónica brutalidad era por lo tanto más disculpable, pero también más dolorosa.
—Discúlpame si te importuno, pero créeme que para mí es más difícil —su voz tembló. Y como enojándose por esa debilidad continuó con decisión de un modo sonoro y desagradable—: Recibí la negativa de la condesa Rostova, y me llegaron rumores de que tu cuñado buscaba su mano o algo parecido. ¿Es eso cierto? —Se frotó la frente con la mano—. Aquí están sus cartas y su retrato.
Lo sacó de la mesa y dándoselo a Pierre le miró. Le temblaba el labio inferior cuando se lo dio.
—Devuélveselo a la condesa.
—Sí... No... —dijo Pierre—. Está exaltado, Andréi, ahora no puedo hablar con usted, tengo una carta para usted, aquí está, pero antes debo decirle...
—Ah, estoy muy tranquilo, déjame leer la carta. —Se sentó y fríamente, con rabia y de un modo desagradable, como su padre, se echó a reír.
—No sabía que esto había llegado tan lejos y que Anatole Kuraguin no se dignó a pedir la mano de la condesa Rostova —dijo Andréi. Resopló unas cuantas veces por la nariz—. Bueno, está bien, está bien —dijo él—. Dile a la condesa Rostova que agradezco mucho el buen recuerdo que guarda de mí, que comparto totalmente sus sentimientos y que le deseo lo mejor. Es algo descortés, pero discúlpate por mí, querido amigo, yo no podré po... —Y sin terminar la frase se dio la vuelta.
—Andréi, ¿acaso no puedes comprender ese arrebato de muchacha y esa insensatez? Y sin embargo ella es un ser encantador y honrado.
El príncipe Andréi le interrumpió. Se echó a reír con rabia.
—¿Y qué, pedir de nuevo su mano? Perdonar, ser magnánimo y todo eso. Sí, eso es muy noble, pero yo no soy capaz de andar por las pisadas de otro... Ah, y además de todo, la amistad. ¿Dónde se encuentra ahora... el señor... dónde está ese... bueno...? —Y una terrible luz refulgió en los ojos del príncipe Andréi—. Vete, Pierre, vete, te lo ruego.
Pierre le obedeció y se marchó, le estaba resultando muy doloroso y se daba cuenta de que no podía ayudar. Salió y ordenó que le llevaran a casa de los Rostov sin saber él mismo para qué, pero queriendo ver a Natasha, no decirle nada y volver, como si solamente el verla pudiera adiestrarle en lo que debía hacer. Pero no encontró a los Rostov y volvió a donde se encontraba el príncipe Andréi.
Bolkonski estaba sentado a la mesa completamente tranquilo y desayunaba solo.
—Bueno, siéntate y ahora hablaremos como es debido —dijo él.
Pero sin él mismo advertirlo, no pudo hablar de nada y no dejó hablar a Pierre. Sobre todo lo que empezaban a hablar, Andréi tenía una breve, burlona y desesperanzadora palabrita, que para Pierre, que se encontraba tan cercano a ese estado, aniquiló todo el interés por la vida y le mostró en toda su desnudez el terrible y embrollado nudo de la existencia. Tales palabras y pensamientos solo pueden actuar en un alma envenenada de desesperación, ya que algunas veces pueden ser incluso cómicas.
Después de hablar de su padre, Andréi dijo:
—Qué se puede hacer, la quiere y por eso atormenta a la princesa María, así debe ser al parecer, la araña se come a la mosca y mi padre devora la vida de la princesa María, y ella está satisfecha. Ella se come a su dios con pan y vino por más que su padre la humille y la haga sufrir. Al parecer, así debe ser.
También habló de sí mismo:
—Solo me hacía falta ponerme las charreteras de general y todos suponían que era general y sabía algo, pero yo no sirvo para nada, aunque de todos modos hay muchos peores que yo. Sí, todo lo mejor en este, el mejor de los mundos. ¿Así que voy a tener el placer de encontrarme a tu querido cuñado en Wilno? Está bien.