Y tu encantadora esposa, querido, tendrías ventaja si viviera contigo una buena mujer. Eso es aún peor. Bueno, adiós. ¿O acaso te quedas? —dijo él levantándose y fue a vestirse. Pierre no conseguía idear nada. A él le estaba resultando casi más duro que a su amigo. Y aunque no se esperaba que el príncipe Andréi se tomara ese asunto de manera tan dolorosa, al ver cómo se lo tomaba no le sorprendió.
«Sin embargo yo soy el culpable de todo, de todo y no puedo dejar esto así —pensó él, recordando lo fácil que le parecía la reconciliación y cómo ahora le resultaba imposible—. De todos modos tengo que hacer lo que había pensado.» Recordó el discurso que había preparado con anterioridad y fue a decírselo al príncipe Andréi. Él estaba sentado y leía una carta, un criado hacía las maletas en el suelo. Bolkonski miró con enfado a Pierre. Pero Pierre comenzó a decir con decisión lo que quería decir.
—¿Recuerda nuestra conversación en San Petersburgo —dijo él—, recuerda
La nouvelle Héloïse
?
—Lo recuerdo —respondió apresuradamente el príncipe Andréi—. Dije que hay que perdonar a la mujer caída, dije eso, pero no dije que yo pudiera perdonarla. Yo no puedo.
—Andréi —dijo Pierre.
Andréi le interrumpió.
—Si quieres ser mi amigo nunca más me hables de esto... de todo esto. Bueno, adiós. ¿Está ya preparado? —le gritó al criado.
—Aún no.
—Te dije que lo tuvieras preparado, miserable. Fuera. Adiós, Pierre, perdóname. —Y en ese instante fue hacia Bezújov, le abrazó y le besó—. Perdóname, perdóname... —Y condujo a Pierre a la antesala.
Pierre no le vio más y no habló a los Rostov de su encuentro con él.
A causa de la no liquidación de la venta de la casa, los Rostov pensaban partir de Moscú pero no lo hicieron. Pierre también estaba en Moscú e iba a diario a casa de los Rostov.
«¡Hermano mío emperador! —
escribía la primavera de 1812 el emperador Napoleón al emperador Alejandro
—. El conde de Narbona me ha dado la carta de Su Majestad. Observo con satisfacción que Su Majestad recuerda Tilsit y Erfurt...»
«¡Hermano mío emperador! —
escribía Alejandro el 12 de junio después de que las tropas de Napoleón atravesaran el Niemen
—. Ha llegado a mis oídos que a pesar de la sinceridad... Si Su Majestad no está dispuesto a derramar la sangre de nuestros súbditos por un malentendido como este... El entendimiento entre nosotros será posible.
»Su Majestad tiene aún la posibilidad de librar a la humanidad de las penalidades de una nueva guerra.
A
LEJANDRO
»
Así fueron las dos últimas cartas, las dos últimas expresiones de la relación entre estas dos personas.
Pero evidentemente, a pesar del dos veces mencionado en la carta recuerdo de Tilsit y Erfurt, a pesar de la sobreentendida promesa de que Napoleón iba a ser siempre igual de encantador como lo fuera en Tilsit y Erfurt, a pesar de ese deseo a través de todas las complejas sutilezas de las relaciones diplomáticas e internacionales que penetraban hasta el mismo corazón del recuerdo querido y personal sobre la amistad con Alejandro (como dice una mujer que ha sido amada para apaciguar a un amante endurecido y enfriado: «Recuerdas el primer instante en que nos conocimos, y recuerdas esos momentos de arrebato esa noche a la luz de la luna»), a pesar de todo eso era evidente que lo que había de suceder sucedería y Napoleón entró dentro de las fronteras rusas, es decir, tuvo que actuar como actuó, del mismo modo que no se sabe por qué razón cae de la rama una manzana madura.
Habitualmente se piensa que cuanto mayor es el poder mayor es la libertad. Los historiadores que describen acontecimientos históricos dicen que esos acontecimientos suceden por el deseo de una persona: César, Napoleón, Bismarck, etc. Aunque decir que en Rusia murieron cien mil personas matándose los unos a los otros porque así lo quisieron una o dos personas, es tan absurdo como decir que una montaña minada de un millón de puds se cae porque el último trabajador la golpea con la pala. Napoleón no llevó Europa a Rusia, pero los ciudadanos de Europa lo llevaron consigo forzándole a gobernarles. Para convencerse de esto solo hace falta pensar que se le atribuye a ese hombre el poder de obligar a cien mil personas a matarse los unos a los otros y a morir.
Es cierto que existe una ley humana zoológica similar a la ley zoológica de las abejas que las obliga a matarse las unas a las otras y a los machos a matarse los unos a los otros e incluso la historia confirma la existencia de esa ley, pero que un solo hombre ordene a millones que se maten los unos a los otros no tiene sentido porque es incomprensible e imposible. ¿Por qué no decimos que Atila guió sus huestes, sino que ya entendemos que las naciones fueron del este al oeste? Pero en la historia moderna ya no queremos entender eso. Nos sigue pareciendo que los prusianos vencieron a los austríacos porque Bismarck fue muy fino y astuto, cuando toda la astucia de Bismarck solamente se camuflaba bajo un acontecimiento histórico que había de suceder irremisiblemente.
Ese engaño nuestro proviene de dos causas: la primera de la capacidad psicológica de falsificar por adelantado las causas intelectuales para algo que sucede inevitablemente, lo mismo que tomamos por una visión del futuro algo sucedido en el instante de despertarse y la segunda de la ley de coincidencia de innumerables causas en cada acontecimiento casual, la misma ley por la que cada mosca puede considerarse con justicia como el centro y sus necesidades como la finalidad de todo el universo, por la misma ley por la que a un hombre le parece que el zorro engaña a los perros con su cola mientras que en realidad la cola solo sirve de contrapeso para las curvas. El fatalismo es tan comprensible en el contexto histórico como incomprensible resulta en los seres individuales. No en vano las palabras de Salomón: «el corazón del zar está en la mano de Dios» se han convertido en un proverbio. El zar es un esclavo de la historia, un acontecimiento casual, y tiene menor libertad de elección que el resto de las personas. Cuanto más poder, cuanto mayores vínculos con otras personas, menor es la libertad. Existen actos involuntarios que pertenecen a la esfera elemental de la vida del hombre y hay actos voluntarios por mucho que digan los fisiólogos y por más que estudien el sistema nervioso humano.
Un argumento irrebatible contra ello es el de que ahora yo puedo alzar o no alzar la mano. Puedo seguir escribiendo y detenerme. Eso es indudable. ¿Pero acaso puedo yo saber en el mar lo que digo, puedo saber en la guerra lo que hago, puedo en un conflicto con cualquier otra persona, en una acción donde el sujeto de mi acción no soy en absoluto yo mismo, acaso puedo saber lo que hago? No, no puedo. Allí actúo por las leyes humanas instintivas y espontáneas. Y cuanto más poder se tiene, cuanto mayores son los vínculos con otras personas, menor libertad. No se actúa por uno mismo, como lo hacen los maestros, artistas o pensadores que son libres, sino como el coronel, el zar, el ministro, el esposo o el padre que no son libres, se está sujeto a las leyes instintivas y sometiéndose a ellas con ayuda de la imaginación inconscientemente fingen su libertad y de una innumerable cantidad de causas convergentes de cada fenómeno accidental eligen aquellas que les parece que justifican su libertad. En esto consiste todo el malentendido. El emperador Napoleón, a pesar de que a él le pareciera ahora más que nunca, que dependía de él derramar o no derramar la sangre de su pueblo, nunca más que entonces había seguido esas desconocidas leyes que le obligaban (suponiendo que él actuara por su propia voluntad) a hacer aquello que había de suceder. No podía detenerse, no podía actuar de otro modo. Una innumerable cantidad de causas históricas le empujaban hacia aquello que debía suceder y él era su rostro visible, él, como un caballo enganchado a la rueda de un molino pensaba que avanzaba por sus propios intereses, moviendo el mecanismo ajustado a la rueda del caballo. Los ejércitos, reunidos y agrupados en un centro, habían sido reunidos por causas accidentales y espontáneas. Esa fuerza necesitaba actuar. El primer pretexto que se presentaba de forma natural era Rusia, y siguiendo la ley de coincidencia convergieron miles de pequeñas causas, reproches por la vulneración del sistema continental, el duque de Oldemburgo, el instante de cólera durante la salida, cuando el propio Napoleón no supo qué decir a Kurakin, el embajador ruso en París. Después, los movimientos de tropas hacia Prusia para protegerse de la amenaza. Para que la amenaza no fuera risible hacía falta hacer preparativos serios. Al hacer esos preparativos serios aquel que los hiciera se dejaba arrastrar por ellos. Cuando muchos de ellos ya se habían hecho, apareció la falsa vergüenza de que no fueran en vano y se creó la necesidad de ponerlos en práctica. Hubo conversaciones que a los ojos de los contemporáneos se hicieron con el sincero deseo de conseguir la paz y que solamente hirieron el amor propio de ambas partes y causaron inevitables conflictos. Ni la voluntad de Alejandro, ni la voluntad de Napoleón, ni la voluntad de los pueblos y aún menos el sistema continental, el duque de Oldemburgo o las intrigas de Inglaterra, sino la innumerable cantidad de circunstancias convergentes de las cuales cada una podía ser llamada causa, llevó a aquello que debía suceder, a la guerra, la sangre y todo aquello que repugna al ser humano y que por tanto no puede provenir de su voluntad.
Cuando una manzana madura y cae, ¿por qué cae? ¿Por la gravedad, porque la rama se ha secado, porque el sol la ha madurado, porque pesa más, porque el viento la sacude o porque el chico que se encuentra debajo se la quiere comer? Ninguna de esas es la causa. Todo ello es solo la coincidencia de las condiciones con las que suele producirse el acontecimiento vital orgánico y accidental. Y el botánico que descubre que la manzana cae porque tiene tejido celular, etc., tendrá la misma razón y la misma sinrazón que el niño que está debajo del árbol y que dice que ha caído porque él quería comérsela. Como tendría razón y no la tendría aquel que diga que Napoleón marchó hacia Moscú porque así lo quiso y fracasó porque así lo quiso Alejandro.
En los acontecimientos históricos las grandes personalidades son las etiquetas que dan la denominación al acontecimiento, pero son los que, al igual que las etiquetas, tienen una menor relación con el acontecimiento.
E
L
11 de junio a las once de la mañana el coronel polaco Pogowski, que se encontraba en el Niemen con un regimiento de ulanos, vio una carroza que galopaba hacia él, tirada por seis caballos cubiertos de espuma, seguida del séquito imperial.
En la carroza estaba sentado el emperador Napoleón con su gorro y su uniforme de la vieja guardia, conversando con Berthier. Pogowski nunca había visto al emperador, pero le reconoció inmediatamente y preparó a sus hombres para el saludo oficial.
Napoleón se encontraba esa mañana en el mismo estado en que estuviera la memorable mañana de la batalla de Austerlitz. Se encontraba en ese estado vespertino fresco y claro en el que todo lo difícil se antoja naturalmente fácil y precisamente porque uno cree en sí mismo, piensa que es capaz de todo y más que creer no duda ni un instante y actúa como si una fuerza externa que no dependiera de él le obligara a actuar. Napoleón se encontraba desde por la mañana en ese estado, reforzado por el paseo de quince verstas con los rápidos caballos sobre los suaves muelles, por el hermoso camino entre la hierba cubierta de rocío, los brotes de trigo creciendo y por todas partes el esplendor de junio con el verde de los bosques brotando.
Iba —según pensaba— a examinar el sitio para cruzar el Niemen. Aún no había tomando una decisión sobre la cuestión de si iba a cruzar entonces el río o si iba a esperar la respuesta de Lauriston, pero en esencia iba porque esa mañana él era el inevitable ejecutor de la voluntad de la providencia. La mañana era preciosa, se encontraba en el mismo estado de ánimo vespertino que en la batalla de Austerlitz en el que era inevitable que emprendiera algo, le causaba alegría la idea de que él, él, a pesar de toda su grandeza, a pesar de la última estancia en Dresden durante la cual los reyes y emperadores formaban su comité de recepción, él, que concediéndole una gracia a la casa de Austria se había casado con su princesa, él, a pesar de todo esto, iba en persona a examinar el lugar de paso y dar las órdenes pertinentes. Saludando a los ulanos polacos sin retirar la vista del empinado meandro que hacía el Niemen salió de la carroza y llamó a los oficiales con un gesto de la mano. Algunos generales y oficiales se acercaron a él. Sujorszewski fue uno de los primeros y Napoleón le preguntó acerca de los caminos hacia el Niemen y sobre la situación de la vanguardia de las tropas. Sin terminar de escuchar el final del discurso de Sujorszewski, Napoleón, bajando el catalejo con el que miraba, le dijo a Berthier que tenía la intención de inspeccionar él mismo el Niemen. Berthier preguntó apresuradamente a los oficiales si ese reconocimiento del terreno no supondría un riesgo para el emperador por parte de los cosacos, y ante la respuesta afirmativa, informó al emperador de que su persona y su sombrero eran demasiado conocidos por todo el mundo y que sería imprudente bajar y ponerse al alcance de los disparos de los cosacos. Napoleón miró a los oficiales buscando entre ellos a uno de su estatura. La consciencia de su corta estatura siempre le había sido desagradable a Napoleón y las personas de gran estatura le turbaban. Pero esa era una mañana feliz, como siempre es feliz para la gente que se encuentra en un feliz estado de ánimo. O los oficiales resultaron ser de corta estatura o Napoleón solo reparó en estos, pero dijo con una sonrisa que se pondría un uniforme polaco.
Algunos oficiales se apresuraron a quitarse el uniforme, incluso Sujorszewski. Pero no había tenido tiempo de desabotonarse cuando la severa mirada de uno de los miembros del séquito de Napoleón le detuvo. Napoleón, como Paris con la manzana, debiendo elegir una beldad, miró sin sonreír a los oficiales que se desvestían y dado que el coronel Pogowski era el de mayor graduación o bien porque de la ropa interior que llevaban los oficiales la más limpia era la suya, el emperador le eligió a él, y habiéndose quitado su levita gris con la banda, que fue instantáneamente atrapada como si se tratara de una reliquia, se puso la levita y la gorra de Pogowski. Berthier también se disfrazó apresuradamente de ulano polaco y dio orden de que se eligiera para el emperador un caballo manso, dado que Bonaparte era un jinete medroso e inseguro. En compañía de Berthier y del mayor Sujorszewski, Napoleón se acercó a caballo a la aldea de Alexoten y desde allí al Niemen, tras el que en la lejanía se divisaban los cosacos rusos.