—¡Muchachos, a la salud de Su Majestad el zar! ¡Por la victoria sobre los enemigos! ¡Hurra! —gritó él con su excepcional voz de barítono de anciano húsar.
Los húsares se agolparon y respondieron al unísono con un fuerte grito.
Ya era bien entrada la noche cuando todos se disgregaron, Denísov dio una palmada con su pequeña mano en el hombro de su favorito, Rostov.
—En campaña no hay de quién enamorarse, así que él se enamora del zar —dijo él.
—Denísov, no bromees con eso —gritó Rostov con enfado—. Es un sentimiento tan elevado y tan hermoso.
—Te creo, te creo, amigo, lo entiendo y lo comparto.
—No, no lo entiendes. —Y Rostov se levantó y se puso a pasear entre las hogueras, soñando en lo feliz que sería, no ya muriendo para salvarle la vida (él no se atrevía siquiera a pensar en eso), sino simplemente muriendo ante los ojos del emperador. Estaba realmente enamorado del zar, de la gloria de las armas rusas y de la esperanza de una próxima victoria, y no era el único en experimentar ese sentimiento en los días memorables que precedieron a la batalla de Austerlitz. Nueve de cada diez miembros del ejército ruso estaban en ese mismo instante enamorados aunque menos apasionadamente de su zar y de la gloria de las armas rusas.
A
L
día siguiente el emperador se detuvo en Wischau. El médico de la corte, Villiers, fue llamado varias veces. En el cuartel general y entre los regimientos más cercanos corrió la noticia de que el zar estaba indispuesto. No había comido nada y había dormido mal esa noche. Como decían sus allegados, la causa de esa indisposición se hallaba en la fuerte impresión que había causado en el sensible espíritu del emperador la visión de los heridos y los muertos.
Al amanecer del día 17 fue enviado desde la avanzadilla un oficial francés bajo la protección de la bandera del parlamento, solicitando una entrevista con el emperador ruso. El oficial era Savari. El emperador acababa de despertarse y por lo tanto Savari tuvo que esperar.
Al mediodía fue admitido a presentarse ante el emperador, y una hora después partió en compañía del príncipe Dolgorúkov a la avanzadilla del ejército francés.
Tal como se decía, la intención de la visita de Savari consistía en una proposición de paz y en la propuesta de una entrevista entre el emperador Alejandro y Napoleón. Finalmente había sido rechazado y en lugar del emperador se envío a Dolgorúkov, el vencedor de Wischau, junto a Savari para que mantuviera conversaciones con Napoleón, si estas conversaciones, contra toda espera, contenían un verdadero deseo de paz.
Por la tarde volvió Dolgorúkov y a los ojos de los que le conocían se había operado en él un significativo cambio. Después de su entrevista con Napoleón se comportaba como un príncipe de nacimiento y no habló con ninguno de los allegados del emperador sobre lo que había sucedido en esa entrevista. Al volver fue directamente a ver al emperador y pasó largo rato con él a solas.
A pesar de eso en el Estado Mayor se difundieron rumores sobre lo dignamente que se había comportado Dolgorúkov con Bonaparte y de cómo para no llamar a Bonaparte Excelencia, intencionadamente no le había llamado de ninguna manera y cómo él, declinando las propuestas de paz que le hacía Bonaparte, terminó de rematarle. Dolgorúkov comentó lo siguiente al general austríaco Weirother en presencia de extraños:
—O bien yo no entiendo nada —decía el príncipe Dolgorúkov—, o él teme en este momento más que nada la batalla general. En caso contrario para qué le haría falta esta entrevista, mantener conversaciones y, lo que es más importante, retroceder sin la menor demora, cuando retroceder es algo tan contrario a todos las estrategias bélicas. Créame, le llegará la hora y será muy pronto. Bien andaríamos si escucháramos a los llamados ancianos experimentados, como el príncipe Schwarzenberg, etcétera. A pesar de mi total respeto a sus méritos, andaríamos bien esperando no se sabe bien el qué y dándole la ocasión de huir de nosotros o de engañarnos de uno u otro modo, ahora que está realmente en nuestras manos. No, no se puede olvidar a Suvórov y su máxima: no situarse en la situación de ser atacado, sino atacar. Créame que en la guerra la energía de los jóvenes muestra con frecuencia el camino de manera más fiable que toda la experiencia de los ancianos.
Los días 17, 18 y 19 el ejército avanzó y la vanguardia enemiga, tras breves tiroteos, se retiró con rapidez.
Desde el mediodía del 19 en las altas esferas del ejército comenzó un intenso, ajetreado y animado movimiento que continuó hasta la mañana del día siguiente, el 20 de noviembre, en el que tuvo lugar la tan memorable batalla de Austerlitz. Al principio el movimiento (animadas conversaciones, carreras, el envío de ayudantes de campo) se limitó al cuartel general de los emperadores, después, hacia la tarde, este movimiento se trasladó al cuartel de Kutúzov y desde allí se distribuyó por todas las partes y todos los rincones del ejército y en las tinieblas de la noche de noviembre se elevó de los campamentos el zumbido de las conversaciones, se escucharon órdenes y en la oscuridad comenzó a agitarse, comunicando y transmitiendo el movimiento, como un gigantesco lienzo de diez verstas compuesto de ochenta mil soldados. Y esas masas del ejército se movían y actuaban durante el memorable día 20 a causa de un impulso dado a las cuatro de la tarde de la víspera por el movimiento concentrado del cuartel general de los emperadores. Este movimiento, que había dado el impulso para todo lo subsiguiente, era similar al primer desplazamiento de la rueda central de un gran reloj de torre. Una rueda se movió lentamente, otra la siguió y una tercera, y más y más rápido se pusieron a moverse más y más ruedas, pesos, piñones y ejes, las campanas y las campanillas, el carillón comenzó a sonar y surgieron las figuritas. Las horas pasan, el reloj da la hora y lenta, regularmente, avanzan las agujas mostrando el resultado del movimiento. Sucede igual que en los relojes, igual que en ese incontenible movimiento fatídico y con la misma independencia de la primera causa del desplazamiento de la rueda central, cuando ya se ha dado el primer impulso. De igual modo, la rueda que se encuentra al lado permanece indiferente, silenciosa e inmóvil hasta el momento en el que se le transmite el movimiento y lo sigue a su vez dócilmente, tan pronto como le llega, silbando en los ejes y encajando los dientes, los bloques suenan rodando con rapidez vertiginosa y a la rueda que está al lado, igualmente tranquila e inmóvil, como si estuviera preparada para pasar cien años en esa misma inmovilidad, le llega el momento, se acciona una palanca y obedeciendo al movimiento, rechina, se pone a dar vueltas y se une a la operación.
Igual que en los relojes, el resultado del complejo e innumerable movimiento de las piezas es el lento pero uniforme movimiento de las agujas que muestran la hora, así el resultado de todos los complejos movimientos humanos de esos 160.000 rusos y franceses, todos los anhelos, deseos, arrepentimientos, humillaciones, satisfacciones, sufrimientos, temores y pasiones de estas personas fue la pérdida de la batalla de Austerlitz, llamada la batalla de los tres emperadores, lo que equivale a un lento avance de la aguja de la historia universal en la esfera de la historia de la humanidad.
Los emperadores y sus allegados se emocionaban con la esperanza y el temor ante los acontecimientos del día siguiente y temían principalmente que Bonaparte les engañara, que no retrocediera rápidamente a Bohemia y les privara del éxito seguro que todo parecía apuntar. La poca gente que pensaba en la batalla del día siguiente era el propio zar, el príncipe Dolgorukov, y Adam Czartoryski. El principal resorte de todo el movimiento era Weirother, su ayudante estaba sobrecargado con los detalles de la acción.
Había ido a la avanzadilla a observar al enemigo, dictaba las órdenes en alemán, había ido a ver a Kutúzov y al emperador y le mostraba en el plano la disposición y los movimientos propuestos del ejército. Weirother, como alguien que está demasiado ocupado, olvidaba incluso ser respetuoso ante las personas coronadas. Hablaba rápidamente, de manera poco clara, sin mirar a su interlocutor a la cara, sin responder a las preguntas que se le hacían, estaba cubierto de suciedad y tenía aspecto presuntuoso y a la vez confuso. Se sentía a la cabeza de un movimiento que había comenzado y ya se había convertido en incontenible. Era como un caballo enganchado corriendo cuesta abajo. No sabía si tiraba o era arrastrado, pero avanzaba lo más rápido posible, sin tener tiempo de pensar adonde conduciría ese movimiento. La mayoría de la gente que se encontraba en el cuartel de los emperadores se ocupaba de otros asuntos completamente diferentes. En un lado se hablaba de que aunque sería deseable nombrar al general NN comandante de la caballería, no sería adecuado, porque el general austríaco NN se podría ofender con ello y le hacía falta comandar dado que estaba bajo la protección del emperador Francisco y por lo tanto se había propuesto dar a NN el nombramiento de jefe de la caballería del último flanco izquierdo. En otro lado se comentaba confidencialmente y se bromeaba sobre el rechazo del conde Arakchéev al nombramiento de comandante de una de las columnas del ejército.
—Al menos es un acto sincero —decía alguien en su favor—, ha dicho directamente que sus nervios no lo pueden soportar.
—Sincero e ingenuo —decía otro. En otro lado, un anciano y ofendido general defendía su derecho a comandar una sección.
—No deseo nada, pero habiendo servido veinte años, me apena no haber recibido ningún nombramiento y servir a las órdenes de un general más joven que yo. —El anciano general, con la voz quebrada por el llanto, aseguraba que solo deseaba una cosa: tener ocasión de demostrar su dedicación a Su Majestad el emperador y realmente al anciano no se le podía ofender y por eso habiendo hablado con este y aquel se creó para el anciano un nombramiento totalmente nuevo y completamente innecesario.
Entre los generales austríacos las consideraciones y conversaciones trataban de cómo hacer para que los jefes austríacos no estuvieran bajo el comando ruso y para que la gloria de la victoria del día siguiente no pudiera atribuirse a los presuntuosos bárbaros rusos. Intentaban conseguir mandar a los rusos a lugares penosos y poco visibles en los que no se planeaban acciones brillantes y reservar para los austríacos los sitios donde sería decidida la suerte de la batalla. En otra parte se hablaba de que era imprescindible evitar que el emperador llevara a cabo el deseo que había expresado, adecuado a su arriesgado carácter, de participar en persona en la acción y exponerse al peligro. Cien personas del Estado Mayor hacían todo lo posible para al día siguiente encontrarse en el séquito de los emperadores, algunos solo porque allí donde estuvieran los emperadores el riesgo sería menor, otros considerando que allí donde estuvieran los emperadores habría mayores recompensas. Ya se hacían previsiones de hacia dónde se dirigiría el ejército tras la victoria.
A las ocho de la tarde, el propio anciano Kutúzov fue al cuartel general de los emperadores y en un conocido círculo repitieron aprobativamente su conversación con el conde Tolstói, mariscal de la corte. «A usted el emperador le escucha. Dígale que perderemos la batalla», decían que Kutúzov lo había dicho como con la intención de asegurarse por anticipado que no le iban a reprochar nada y cargar en caso de fracaso toda la culpa sobre otras espaldas. Pero el fracaso no se podía y no era necesario preverlo y por eso aprobaban la respuesta del conde Tolstói: «Ah, mi querido general, yo estoy ocupado con el arroz y las pulardas. Ocúpese usted de los asuntos de guerra».
A
las diez de la noche Weirother acudió con sus planos al cuartel de Kutúzov, donde se había convocado no un simple consejo de guerra, sino una reunión donde se iban a dar las órdenes finales para el día siguiente. Se había convocado al cuartel general a todos los jefes de columna y todos habían asistido a excepción del príncipe Bagratión, que estaba de mal humor y se había negado a asistir con el pretexto de que su destacamento se encontraba muy alejado. Él rezongaba que los salchicheros estaban todos equivocados y decía que iban a perder la batalla.
Kutúzov ocupaba un castillo palaciego no muy grande cerca de Ostralitz. En la gran sala que se había convertido en el despacho del comandante en jefe estaban reunidos los miembros del consejo de guerra y bebían té, cuando llegó Rostov, el ordenanza de Bagratión con la noticia de que el príncipe no iba a acudir.
—Si no va a venir el príncipe Bagratión, podemos empezar —dijo Weirother levantándose apresuradamente de su sitio y acercándose a la mesa sobre la que estaba extendido un enorme mapa de los alrededores de Brünn y Austerlitz.
Kutúzov, con la guerrera desabrochada de la que, como liberándose, emergía del cuello levantado su grueso cuello, estaba sentado en una butaca volteriana colocando simétricamente sus rollizas y ajadas manos en los brazos de la misma y se encontraba prácticamente dormido cuando entró el príncipe Andréi. Abrió con esfuerzo su único ojo y con la boca ensalivada musitó:
—Sí, sí, por favor, es ya tarde. —Asintió con la cabeza, la dejó caer y cerró de nuevo el ojo.
Si en un primer momento los miembros del Consejo pensaron que Kutúzov fingía dormir, los ruidos que hacía con la nariz durante la lectura que siguió a esto, demostraban que en ese momento para el comandante en jefe la cuestión estribaba en algo mucho más importante que en demostrar su desprecio hacia las disposiciones o hacia cualquier otra cosa: la cuestión para él estribaba en una incontenible necesidad de satisfacer una necesidad humana, el sueño. Estaba verdaderamente dormido. Weirother con los movimientos del hombre que está demasiado ocupado para perder ni un minuto comenzó a leer con tono brusco, alto y monótono la disposición de la futura batalla, que tenía como título que él también leyó: «Disposición de ataque a las posiciones enemigas tras Kobelnitz y Sokolnitz, el 20 de noviembre de 1805».
La disposición era muy compleja y difícil. En la singular disposición se leía: «Dado que el enemigo apoya su flanco izquierdo en unas montañas cubiertas de bosques y el flanco derecho se extiende a lo largo de Kobelnitz y Sokolnitz, cerca de los pantanos que se encuentran allí, y sin embargo nosotros rebasamos con nuestro flanco izquierdo su derecho, nos resultará más cómodo atacar este último flanco enemigo especialmente si ocupamos las aldeas de Sokolnitz y Kobelnitz, que nos situará en la posibilidad de atacar el flanco del enemigo y perseguirlo en la llanura entre Szlapanitz y el bosque de Turace y evitar el desfiladero entre Szlapanitz y Belowitz, que cubre el frente enemigo. Para este fin resulta imprescindible... La primera columna marcha... la segunda columna marcha... la tercera columna marcha», etcétera. Era abundante en la incontable cantidad de nombres propios, los que, a veces parando la lectura, el general Weirother concretaba solo cuando consideraba que era necesario mostrar el lugar en el plano, que se encontraba allí. Los generales parecían escuchar de mala gana pero con avidez la complicada disposición. El alto y rubio general Buchsgevden estaba de pie, con la espalda apoyada en la pared, y tenía los ojos inexpresivamente fijos en el resplandor de las velas, parecía que no escuchaba e incluso no quería que los demás pensaran que estaba escuchando. Justo en frente de Weirother, con sus brillantes y grandes ojos fijos en él con pose marcial, apoyando las manos con los codos doblados en la rodillas, se sentaba el rubicundo Milodarowicz con los hombros y los bigotes levantados. Callaba con obstinación, mirando al rostro de Weirother y apartando solamente la mirada de él cuando el jefe del Estado Mayor austríaco callaba. En estos momentos Milodarowicz miraba significativamente a otros generales. Pero el significado de esas significativas miradas era incomprensible. Si estaba él de acuerdo o no, si se encontraba satisfecho o disgustado con el contenido de la disposición era algo que no se podía deducir. El que se encontraba más cercano a Weirother era el conde Langeron y con una fina sonrisa en su rostro de francés meridional, que no le abandonó durante toda la lectura, miraba sus delicados dedos que daban vueltas a una dorada tabaquera con un retrato. En medio de una de las pausas más largas detuvo el movimiento giratorio de la tabaquera, levantó la cabeza y con una desagradable cortesía en las comisuras de los finos labios interrumpió a Weirother y quiso objetar algo, pero el general austríaco, sin interrumpir la lectura, meneó las manos con enojo como diciendo: después, después me dirá lo que piensa, ahora limítese a mirar al mapa y a escuchar. Langeron levantó los ojos con una expresión perpleja, intercambió una mirada con Milodarowicz como pidiendo una explicación, pero encontrándose con la significativa mirada de Milodarowicz que nada significaba, bajó los ojos tristemente y de nuevo se puso a dar vueltas a la tabaquera.