Authors: Groucho Marx
Nada de todo esto está dicho con rencor. El promotor era un patrón agradable y simpático. Sin embargo, por desdicha también era un hombre práctico de negocios. Era él quien ponía el dinero y, sin duda alguna, tenía derecho a comprar lo que deseara. Mi desgracia consistía en que yo no era ya lo que él deseaba.
El párrafo anterior no altera en modo alguno el hecho de que mi consejo a todos los ejecutivos sea bueno y profundo. No permitáis nunca que el presidente o el jefe de personal de una gran (o pequeña) empresa os invite a cortar el pastel de aniversario. Antes de la fiesta, si os llega la noticia de que habéis sido distinguidos con este honor, eliminad al intermediario. Me refiero al pastel. De hecho, no vayáis siquiera a la fiesta. Limitaos a permanecer en casa y... ¡cortaos el cuello!
* * *
El hecho de obtener un fracaso anual en la radio no contribuía demasiado a animarme. Oía atentamente todos los espectáculos que se emitían y no tenía la impresión de que fueran mucho mejores que los míos. No se trataba de dinero (recuerda que aún tenía un seguro de ochenta dólares a la semana). Se trataba únicamente de orgullo y de un deseo de conquistar un medio que durante años me había rechazado con éxito.
¡Oh! Realicé una serie de actuaciones fugaces, pero no es exactamente lo mismo. En el caso de que seas un minero que trabaja en unas minas de carbón de Pennsylvania y de que no estés familiarizado con este término, te diré que una actuación fugaz es una invitación por parte de una agencia de publicidad (con la aprobación del promotor, por supuesto) para que durante cuatro o cinco minutos se alterne convulsivamente tu actuación con la de la figura principal del espectáculo. Una vez has realizado tu pequeña intervención, eres retirado rápidamente de escena para conceder a la estrella el resto de la media hora en la que demuestra su talento. Al término de la emisión, te permiten salir con el resto de los comparsas y tomar parte en el coro que canta aquello de «No hay un mundo igual al mundo del espectáculo». Es algo inevitable. Hay unas cuantas emisiones que ponen fin a su espacio radiofónico con un himno religioso. Supongo que estas plegarias cantadas sirven para meter el temor de Dios en el interior del promotor. No obstante, si la emisión se realiza durante una fiesta patriótica, pongamos por ejemplo en el aniversario de Washington o de Lincoln, es muy posible que termine con el canto titulado «Dios bendiga a América.»
Por Navidad, al menos quince programas distintos ofrecen quince versiones distintas de la obra de Charles Dickens
Canción de Navidad.
También puedes contar con una docena de detestables niños cantando la última novedad en villancicos. Hace unos cuantos años, el éxito fue la gran balada «Todo lo que deseo por Navidad son mis dos dientes frontales.» Como hombre que ama a los niños, quiero declarar públicamente, aquí y ahora, que proferí un juramento silencioso, aunque solemne, de que, si aquellos cantantes precoces llegaban a conseguir alguna vez los dos dientes incisivos por los que constantemente clamaban, me sentiría muy feliz haciéndoselos tragar de una patada.
* * *
Hablando de niños, como parece que estamos haciendo, la televisión está fuertemente poblada por lo que vagamente se denomina como «comedias de situación familiar». Algunas de ellas están espléndidamente escritas y consiguen calificaciones casi tan elevadas como las películas del Oeste. Sin embargo, en la mayoría de los casos, los escritores hacen que los niños hablen como si tuvieran las ideas de una persona de cuarenta años. Estos chicos profieren agudezas que serían dignas de George S. Kaufman, Sid Perelman, Mark Twain o George Bernard Shaw. Como ya sabes, he tenido tres hijos. No obstante, puedo asegurarte que este tipo de diálogo agudo nunca se ha oído en las inmediaciones de mi casa. Durante un período de treinta y cinco años, únicamente puedo recordar dos ocurrencias jocosas por parte de mis tres hijos, lo cual difícilmente constituye un récord memorable. Cuando mi hijo Arthur tenía diez años, quiso una escopeta de balines. Dando pruebas de ser un padre severo, le dije que no podía tener ninguna.
—¿Para qué la quieres? —pregunté.
—Para salir al patio posterior y disparar sobre las botellas que ponga sobre la cerca —respondió.
—¡Magnífico! —dije—. Supón que fallas, das en el ojo de un niño y lo dejas ciego para toda la vida. ¿Que pasará entonces?
—Tendré mucho cuidado —insistió—. Sólo dispararé sobre las botellas.
—Lo siento, Arthur, pero resulta demasiado peligroso —repliqué.
Como todos los niños, siguió suplicando e insistiendo hasta que al fin, exasperado, le dije:
—Mira, hijo, mientras sea yo quien mande en esta casa, ¡no tendrás ninguna escopeta!
Mirándome fijamente a los ojos, me dijo:
—Papá, si llego a tener una escopeta, ¡no mandarás más en esta casa!
La otra frase inmortal provino de mi hija pequeña, Melinda. Iba entonces a un parvulario. Cada mañana se marchaba de casa a las ocho y regresaba a las tres de la tarde. Siendo un fanático de las «relaciones» y terriblemente curioso acerca de sus actividades, preguntaba cada día a Melinda, cuando regresaba, lo que había hecho en la escuela. Ella se encogía siempre de hombros y decía:
—Nada, papaíto.
Adoptando de nuevo la actitud de padre pomposo, le dije:
—Mira, Melinda, cada día pasas siete horas en el parvulario. ¿Qué haces allí?
—¡Oh, papaíto! —respondió con impaciencia—. Todo lo que hacemos es dibujar e ir al retrete.
Dicho sea de paso, ésta es la descripción más acertada que se haya dado nunca de un parvulario.
Tengo la teoría de que la mayor parte de los escritores de la televisión no están en contacto con muchos niños. También es posible que sean los niños los que eviten el contacto con los escritores de la televisión. En todo caso, parece ciertamente que viven en dos mundos distintos.
Pero volvamos a mi mundo un poco más maduro. Corría el año 1947 y todavía no aparecían señales de mutuo entendimiento entre la radio y yo. Entonces una de esas coincidencias imprevisibles metió su largo brazo en mi vida y blandió un micrófono ante mi rostro.
APUESTA MI VIDA
Un hombre muy amable, que por cierta razón curiosa creía que estaba en deuda conmigo (no, no era Delaney), se dedicaba a producir un espectáculo para la Walgreen Drug Company. Sólo realizaban este espectáculo una vez al año y no parecía importarles cuánto dinero se gastaban. El resultado era que cada año este amigo mío me contrataba con un espléndido sueldo para hacer un número de cinco minutos con un compañero de profesión. En aquel espectáculo concreto, mi compañero resultó ser Bob Hope. Los dos empezamos a juguetear con el diálogo, improvisando e ignorando en general el guión. Dicho sea de paso, Bob se las pinta solo en este terreno.
Ahora pareceré un auténtico chulo, pero la verdad es que el resultado fue desternillante. Cuando salí del escenario, un hombre corpulento y de aspecto dudoso se me acercó y me preguntó si me interesaría realizar un concurso radiofónico.
—¿Un concurso radiofónico? —repetí más bien con aire altivo—. Dispense, caballero, pero, ¿vive usted en un árbol?
Dijo:
—No, pero tengo muchas ramas.
Aguardé a que cesaran sus carcajadas histéricas y entonces proseguí diciendo:
—Bueno, caballero —había estado yo bebiendo toda la mañana un reconfortante licor sureño y sus chispeantes efectos se introducían en mi diálogo—, permítame que le diga algo. Un concurso radiofónico es la forma más baja de vida animal. ¿No sabe usted que en este mismo instante hay en el aire cincuenta de ellos, estafando al público de las maneras más diversas?
El hombre agachó la cabeza, avergonzado. Más tarde me enteré de que tres de aquellos espectáculos eran suyos.
Acababa de realizar una brillante actuación de cinco minutos con uno de los mejores cómicos del país y ante mí se encontraba aquel individuo de aspecto más bien ordinario, ofreciéndome una oportunidad de oro para desaparecer para siempre del mundo del espectáculo. Lleno de cólera, me dirigí con aire altivo hacia mi camerino, situado en el sótano, junto a las calderas de la calefacción general.
Aquel hombre era un tipo tenaz y, por lo visto, inmune a los insultos. A pesar de ser voluminoso y torpe, corrió escaleras abajo y llegó antes que yo al sótano.
—Señor Marx, no era mi intención ofenderle —profirió en tono de disculpa, al tiempo que me ofrecía un cigarro barato que arrojé al suelo rápidamente—. Me doy cuenta de que «concurso radiofónico» es una frase desagradable, pero yo no deseo que usted realice otro de estos concursos. ¿No lo ve, Groucho? La parte del concurso no sería más que un artificio para que usted pudiera entablar conversación con una serie de personas raras e interrogarlas acerca de sus vidas y de sus amores. ¿Sabe usted? Lo he visto improvisar con Bob Hope y esto es exactamente lo que yo desearía para mi espectáculo, Groucho.
Entonces aquel individuo tomó dos pellizcos de rapé y empezó a estornudar con tanta fuerza, que todo el polvo acumulado en el camerino empezó a esparcirse por el aire, ocultándome por suerte a medias, aunque sólo por un instante, de aquel hombre funesto. Al cabo de diez minutos, cuando toda la porquería se hubo asentado de nuevo, lo miré con recelo y le pregunté:
—Caballero, ¿tiene usted un promotor?
—Grou —replicó (encontré casi insoportable su creciente familiaridad; sin embargo, habiendo sido educado con esmero, permití que aquel viejo calzonazos prosiguiera hablando)—, no se preocupe por esto. Déjeme este asunto en mis manos y le predigo que dentro de un año el espectáculo será un éxito sensacional.
* * *
A pesar de su apariencia dudosa, resultó ser un profeta de visión muy acertada. Primero actuamos en la radio y, además del éxito comercial que obtuvimos, impresionamos a los críticos en un grado suficiente como para ganar el premio Peabody, uno de los pocos galardones que se conceden en el mundo del espectáculo. Al año siguiente pasamos a la televisión. De esto hace once años y, a menos que el promotor vea una noche mi espectáculo, estoy dispuesto a mostrarme en público hasta caerme hecho trizas. (Cuando esto suceda, envía por favor cualquier clase de pegamento a la National Broadcasting Company, a nombre de Groucho Marx.)
El éxito del espectáculo demuestra lo que yo he mantenido siempre. El talento no basta. Hay que tener suerte. Creo que, si pudiera escoger, elegiría la suerte. Fui afortunado al conocer a aquel caballero misterioso cuyo nombre, dicho sea de paso, no es Delaney, sino John Guedel, y que en realidad no merece ninguno de los términos denigrantes con que he hablado de él. También tuve suerte de tomar parte en el tipo de espectáculo que parecía encajar perfectamente con mi talento, prescindiendo de si es grande o pequeño.
Algunos de nuestros concursantes han llegado a triunfar también en el mundo del espectáculo. La mayor parte de ellos, sin embargo, han desaparecido en el limbo. Hemos tenido científicos, músicos, cantantes, acróbatas, un ascensorista que cantó tres canciones en sánscrito, una señora que regentaba un hotel para gatos, una viuda italiana a la que mantuvimos deliberadamente en programa durante tres semanas con la esperanza de que pudiera encontrar marido y una mujer que nadó hasta la isla Catalina y que volvió sin parar. Hemos tenido almirantes, generales, comandantes, estadistas y pordioseros. (Los pordioseros fueron muy interesantes.) Hemos tenido brillantes muchachos universitarios, que estaban muy lejos de ser los típicos «gamberros». He aquí unos cuantos de los más destacados interlocutores que aparecieron en el espectáculo.
Anna Badovinac. Nació y se educó en la ciudad de Badovinac, en Yugoslavia. La mayor parte de la gente que vive en esta ciudad se apellida Badovinac. Se casó con Pete Badovinac, quien la abandonó y se vino a América. Ella vino también, buscándolo. Nunca lo encontró. Sin embargo, hizo amistad con Jim Badovinac y se casó con él. El hombre murió. Apareció en «Apueste su vida» en busca de otro Badovinac.
Estuvo también en el programa el príncipe Monolulú, que él mismo se calificaba como príncipe de Etiopía. En realidad, Monny es un famoso corredor de apuestas de Londres. Era una espléndida figura masculina, de un metro ochenta y cinco de alto. Causó una gran impresión al aparecer con un tocado de plumas de avestruz, un collar de dientes de león, unos pantalones de color púrpura, rojo, azul y plateado, con la estrella de David grabada en el dorso.
Tuvimos a Aly Wassil, embajador oficioso del Pakistán en los Estados Unidos, un inteligente y agudo estudiante de la universidad de California que estaba dando un ciclo de conferencias. Su turbante provocó numerosos comentarios. Contó que una mujer que había asistido a una de sus conferencias en Beverly Hills le preguntó qué guardaba bajo su turbante.
—Una cobra —respondió. —¿Y no le preocupa? —deseó saber la mujer.
La réplica de Aly fue:
—No, no me preocupa en absoluto. Mire usted, está asegurada.
Tuvimos también al señor y a la señora Story, de Bakersfield, padre y madre (o caballero y dama, que en aquella época creo que estaba embarazada) de veintitrés hijos. También tuvimos en el programa a
todos
los hijos. Estuvieron en el programa Joe Louis, el general Bradley,
Liberace y Fifi Dorsey. Luego aparecieron la «mujer con cabeza de cordero», del circo, y el hombre más fuerte del mundo (tres de ellos reclamaban serlo, pero por desgracia no pudimos reunirlos a todos). Charles Goren, el experto en bridge, constituyó un gran éxito, igual que John Charles Thomas. Tuvimos también a Rex, el caballo más inteligente del mundo, que ha estado casado tres veces, y a una señora con setenta y ocho gatos (los setenta y ocho gatos aparecieron también en el programa).
* * *
Billy Pearson, el presentador de concursos que ha llegado a ser tan famoso, empezó su carrera intelectual en nuestro espectáculo. Estuvo una señora que habló de los «pájaros carpinteros en sus cocoteros», como también un hombre que
caminó
treinta kilómetros de océano sobre unos zapatos flotadores que había construido (tuvo que ser rescatado a unos quince metros de donde empezó a andar). Aparecieron en el programa dos auténticos vagabundos, reclutados directamente de la calle. Uno de ellos recogió una vez quinientos dólares, atrapó una borrachera de cinco días y fue expulsado de la asociación de «alcohólicos anónimos».
Pedro González-González fue la cosa más grande que hemos tenido. Era un cómico mexicano, bajo y moreno, con aire provocativo y con una gran dosis de talento. Estuvo muy divertido y, al término del programa, le dije: