Groucho y yo (40 page)

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Authors: Groucho Marx

BOOK: Groucho y yo
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No era un partido de béisbol normal y corriente. Se trataba de un encuentro a muerte entre dos equipos de muchachas y las jóvenes se mostraban bastante hábiles en el juego. Pero su destreza con el bate y el guante distaba mucho de ser el mayor atractivo.

Una belleza de pelo negro, colocada en la tercera base, constituía algo fuera de serie con su apretado jersey azul y sus blancos pantalones de béisbol. Yo había ido sólo a ver el partido, pero nunca me he hecho notar por mi reserva británica. Volviéndome hacia el corpulento desconocido que estaba sentado junto a mí, le dije:

—¿Sabe usted? Nunca había soñado con estar sentado en la tribuna de un campo de béisbol y desear meterme en la cama con el tercera base.

—¡Ah! ¿Sí? —gruñó el desconocido, empezando a levantarse de su asiento—. ¡Resulta que el tercera base es precisamente mi hermana!

Por entonces, yo me encontraba ya a mitad del pasillo.

—¡Voy a comprar unos cuantos cacahuetes! —grité por encima de mi hombro—. ¿Quiere usted también?

Nunca he llegado a oír su respuesta. De hecho, ni siquiera llegué a encontrar el puesto de cacahuetes. Espero que aquel individuo no esté aún sentado en la tribuna del campo aguardando a que le lleve su bolsa de cacahuetes.

* * *

No creas, sin embargo, que
siempre
meto la pata. A veces meto un lápiz. Al menos esto es lo que empleé para rellenar la declaración de aduanas, cuando regresé de un viaje por Europa hace algún tiempo. Tendría que haber utilizado una pluma... con tinta invisible.

Una de las preguntas era: «¿Cuál es su ocupación habitual?» Sin detenerme a meditar un poco sobre la importancia que podía tener aquella profunda cuestión, escribí: «Contrabandista.»

Cómo conseguí salir de las aduanas en menos de cinco horas constituirá siempre un misterio. No vayas a creer, sin embargo, que fue una tarde aburrida y monótona. ¿Has visto, querido lector, alguna vez cómo sometían las partes más remotas de tu anatomía a un examen de rayos X sin carácter terapéutico? ¿Has visto alguna vez cómo realizaban la misma operación con tu equipaje? ¿Te has quitado en alguna ocasión los zapatos y contemplado cómo un experto despega cuidadosamente las plantillas en una búsqueda sistemática de piedras preciosas ocultas?

Puedes vivir fácilmente todas estas experiencias. Baste con que vayas a Europa y que, a tu regreso, llenes tu declaración de aduanas con la misma sinceridad y la misma confianza que yo.

* * *

Pasemos ahora a las meteduras de pata más inocentes de estas sencillas confesiones. Estaba un día en el ascensor del edificio Thalberg, cuando entró también Greta Garbo. La actriz se hallaba entonces en la cumbre de su carrera, aclamada por todo el mundo como la mayor estrella cinematográfica del momento.

La señorita Garbo llevaba un sombrero de un tamaño aproximadamente igual al de una enorme tapa de alcantarilla. El resto de su cuerpo iba embutido en una americana y en unos pantalones de tipo masculino. Yo estaba de pie detrás de ella y, estando de buen humor, levanté con gentileza el ala posterior de su sombrero.

Pensando retrospectivamente en aquel incidente, me es posible observar que el resultado de levantar el ala posterior del sombrero de una mujer resulta inevitable: la parte delantera del sombrero se desliza sobre su rostro. En aquella época, sin embargo, no había investigado perfectamente este problema de física.

La señorita Garbo se volvió hacia mí llena de rabia, al tiempo que levantaba indignada el sombrero y mostraba las facciones clásicas que todavía hoy son admiradas por millones de personas.

—¿Cómo
se atreve
usted? —exclamó en tono gélido.

—¡Oh! Le pido perdón —repliqué—. Pensaba que era un sujeto que conocí en Kansas City.

No hubo ningún otro intercambio de palabras. Sin embargo, resulta algo bastante obvio para cualquier aficionado al cine que ésta es la auténtica explicación de por qué Greta Garbo nunca apareció en ninguna de las películas realizadas por los hermanos Marx.

* * *

El año pasado fui invitado a asistir a una fiesta de danza, de las que suelen celebrarse en mayo, en el jardín de la escuela de Melinda. Todas las chicas, de doce años de edad, tenían un aspecto gracioso, atractivo e inocente con sus vestidos rosas, azules y amarillos. Fue una fiesta muy alegre y todos los padres estaban allí para contemplar a sus pequeñas hijas danzando alegremente bajo el sol. Yo estaba muy orgulloso de Melinda y, como otro padre cualquiera, pensaba que
mi
hija era la más bonita.

Durante el baile, una de las encargadas del colegio vino hacia mí y me preguntó:

—¿Que le parece a usted? ¿Le gusta?

Me volví hacia ella y le dije:

—¿Se da usted cuenta, señora, de que dentro de doce años el cincuenta por ciento de estas niñas estarán viviendo de la pensión por alimentos de sus ex maridos?

Me miró con aire incrédulo. Mientras yo me perdía en la distancia, sus ojos me siguieron con la expresión de un pájaro que ve por primera vez una serpiente.

Podría citar muchos más ejemplos de esta impulsiva (o repulsiva) tendencia mía a meter la pata, pero creo que ya te has podido hacer una idea. Es posible que algún día aprenda a mantener bien cerrada la boca.

Capítulo XXVII

¿QUÉ PRECIO TIENE EL PAN MORENO?

A medida que tenía más éxito, la única cosa que continuamente me azuzaba era el miedo de quedar desvalido en la vejez. Ya sé que no es un miedo infrecuente, pero en mi caso el temor estaba tan profundamente arraigado dentro de mí que no pasaba día sin que me estremeciera con sólo pensar en ello.

Mis hermanos y yo habíamos sido grandes estrellas tanto en el escenario como en la pantalla y, en el transcurso de los años, probablemente habíamos ganado más dinero del que valíamos. No obstante, yo siempre era consciente del carácter fugaz de nuestra profesión y sabía que, a excepción de unos cuantos elegidos, los nombres más famosos aparecían y desaparecían rápidamente.

He sido pobre durante años y supongo que, si no has tenido nunca dinero, no resulta demasiado malo morir en la miseria. Con todo, si has vivido por todo lo alto durante unas cuantas décadas, la idea de pasar tus años de declive sin todas las cosas maravillosas que tenías cuando estabas en alza puede llenarte de horror. Ser un joven sin dinero no es una gran tragedia. La mayoría de nosotros hemos tenido esta experiencia. Sin embargo, cuando tus intereses se apartan del sexo y se inclinan a una visita mensual al consultorio de tu médico, una cuenta bancaria abundante y jugosa es una maravillosa coraza contra el padre Tiempo y contra la estructura depauperada que vas adquiriendo gradualmente.

Espero que esto no suene como si me dedicara a venerar el relicario de Fort Knox, excluyendo cualquier otro valor de la vida. No obstante, para aquellos que nunca han tenido uno, no encuentro palabras para explicarles lo agradable, tranquilizador y confortante que es el dinero. He visto demasiadas estrellas teatrales mantenidas por su sindicato o reducidas a trabajar como extras en unos estudios cinematográficos para poder burlarme alguna vez de una cuantiosa y excelente cuenta bancaria.

En 1936 estábamos rodando una película llamada
Un día en las carreras
y aquella mañana rodábamos una escena que representaba el vestíbulo de un espléndido sanatorio. Situadas en lugares estratégicos y simulando ser pacientes, había catorce mujeres de mediana edad. Entre dos tomas Sam Wood, el director, vino hacia mí y me dijo:

—Groucho, ¿ves a esas mujeres que hay allí? Bueno, hace diez años doce de las catorce eran estrellas y ganaban mil quinientos dólares a la semana y más. Ahora son extras y ganan diez dólares y medio. Da pena, ¿verdad?

Ante esta información me puse tan nervioso, que apenas pude representar la escena siguiente. No sé si en realidad dije: «Pero aquí estoy yo por la gracia de Dios.» Sin embargo, un equivalente de esto pasó sin duda por mi mente enfermiza. Cuando dieron las cinco y terminamos de trabajar por aquel día, fui corriendo a mi casa e incluso antes de saludar a mi familia llamé a mi agente de seguros.

—Supongamos que me quedara sin trabajo y que no pudiera conseguir ninguno —pregunté—, ¿cuánto dinero necesitaría cada semana para mantenerme a mí y a mi familia?

—Bueno —respondió—, necesitaría ciertamente un mínimo de ochenta dólares.

—¿Y qué cantidad tendría que pagar como cotización para obtener ochenta dólares a la semana? —pregunté.

El agente dijo:

—Si paga veinticinco mil dólares en efectivo y los deja fijos durante doce años, tendrá entonces ochenta dólares a la semana a lo largo de todo lo que le quede de vida. —Muy bien —le dije—, envíeme la póliza. Esta misma noche le enviaré un cheque por correo.

* * *

Me doy cuenta de que ochenta dólares a la semana no parecen actualmente un ingreso demasiado elevado, pero recuerda que esto ocurrió hace veinticuatro años y que una hogaza de pan moreno todavía podía comprarse por ocho centavos. Te ruego que no saques la impresión de que mi familia vivía únicamente de pan moreno. Teníamos muchas otras cosas. Incluso teníamos un piano. Se trata simplemente de que siempre calculo la situación financiera del país por el precio del pan moreno. Solía costar ocho centavos la hogaza. Ahora cuesta treinta y tres centavos. Si alguna vez llega a costar cincuenta, sigue mi consejo y huye a las montañas.

Tal como han ido las cosas, nunca he necesitado los ingresos de este seguro. No obstante, desde el punto de vista psicológico, constituyó una inversión maravillosa y realizó milagros en mí. Por citar sólo una cosa, contribuyó a aliviar mi insomnio y, cuando llevaba a cabo algún contrato, la mera idea de estos ochenta pavos asegurados bastaba para quitarme el temblor de la espina dorsal y sustituirlo por una actitud de firmeza. Nunca he dicho esto a nadie, pero en lo más profundo de mi ser siempre he sido un gallina.

A veces lamento mis largos años de éxito ya que, si me hubiera visto reducido a una pobreza relativa, habría tenido la alegría proporcionada por aquel seguro que siempre había imaginado anteriormente. Por desdicha, la buena suerte nunca me ha abandonado. Y ahora, en el ocaso de mi vida, no parece que exista la posibilidad de tener que recurrir a aquella muleta psicológica en la que he estado apoyándome durante todos estos años.

* * *

Gracias a la valentía y al denuedo que me proporcionaban mis ochenta pavos asegurados, he sido capaz de probar fortuna en otros campos del mundo del espectáculo. Por ejemplo, he abordado la radio un montón de veces. No me refiero a escucharla, sino a actuar en ella. Primero lo hice con Chico, para la Standard Oil de Nueva Jersey. Alguien les había hablado de dar un espectáculo distinto cada día de la semana. Nosotros fuimos uno de los cinco afortunados,

Chico y yo encarnábamos las figuras inmortales de dos abogados. El nombre de nuestra firma era Flywheel, Shyster y Flywheel. El nombre original era Beagle, Shyster y Beagle, pero cierto abogado se opuso al empleo de su nombre e informó a nuestro promotor que, si no quería verse envuelto en un sonado proceso judicial, era mejor que abandonásemos el nombre de Beagle rápidamente. Alegó que continuamente le llamaba gente desconocida y le preguntaba: «¿Es usted el señor Beagle?» Cuando él respondía: «Sí», el interlocutor decía al otro lado de la línea: «¿Cómo está su socio, Shyster?» En aquel momento el gracioso colgaba. La queja de Beagle consistía en que esto no solamente arruinaba su salud, sino también su negocio. De ahí el nombre de Flywheel, Shyster y Flywheel.

Creíamos que estábamos trabajando bien como abogados cómicos, pero un día unos cuantos países del Oriente Medio decidieron que querían una tajada mayor en los beneficios del petróleo o algo así. Cuando se produjo esta noticia, el precio de la gasolina subió dos centavos por galón, de manera que Chico y yo, con los otros cuatro grupos, fuimos gentilmente apartados de la emisión.

Tras esto, en rápida sucesión, fuimos contratados por la American Oil Company, de petróleo, y por la Kellogg's Cornflakes, de copos de maíz. Si alguna mañana estás hambriento, puedes probar esta combinación.

* * *

Habiendo fracasado rotundamente con Chico (aunque me apresuro a decir que no fue por culpa suya, ya que juntos hicimos unos cuantos números muy divertidos), decidí volar solo. Esto no pareció servir para nada, ya que proseguí dando tumbos. Mi último contrato fue con la empresa de cervezas Delaney. Creo todavía que lo que hice para ellos era un trabajo bastante bueno. Sin embargo, por desdicha, mi opinión no se reflejaba en las calificaciones oficiales. Queda abierta la cuestión de si estas calificaciones eran acertadas o no, pero en todo caso no parecían complacer en modo alguno al jefe de la compañía. Al cabo de un año me sustituyeron por otro cómico, cuyo nombre era Delaney. Lo que él realizó fue peor todavía en comparación con lo que yo había hecho.

Tuve el presentimiento de que los encargados de las cervezas Delaney iban a darme la tradicional patada, ya que únicamente dos semanas antes del
coup de gráce
recibí una elegante invitación para tomar parte en la celebración de su centenario. La fiesta era una auténtica gala y debo decir que aquella noche me mostré como una noble figura junto al presidente, cortando el pastel y sirviendo espléndidos trozos de la agradable repostería a los grandes y pequeños ejecutivos de la magnífica empresa de cervezas.

Una palabra de advertencia a todos los ejecutivos que ganen veinte mil dólares al año o más. ¡Id con cuidado! ¡Precaveos! Si durante vuestra asociación con una gran empresa recibís un día una invitación para asistir a una celebración importante en la que se conmemore un acontecimiento cualquiera, ¡empezad inmediatamente a buscar otro empleo! Si, además de esta invitación, os dicen confidencialmente que, por razón de vuestros numerosos años de fieles servicios, vosotros y el presidente de la empresa os encargaréis de partir y servir el pastel, ¡ocultaos! Empezad a mirar los anuncios de los periódicos destinados a las ofertas.

Ahora volvamos a mi caso y a aquella noche memorable.

Mientras iba cortando trozos de aquel pastel suculento, tuve el presentimiento de que me encontraba en una situación apurada. De pronto me sentí identificado con aquel espléndido pastel, al tiempo que el afilado cuchillo iba penetrando incansablemente en sus entrañas. Supe entonces que mis días estaban contados y que era únicamente cuestión de tiempo el hecho de que un cuchillo similar al que empleaba para cortar el pastel rebanara mi yugular profesional.

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