Groucho y yo

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Authors: Groucho Marx

BOOK: Groucho y yo
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Groucho y su yo, fundidos aquí en uno solo, escribieron, como era inevitable suponer, un libro que solo puede describirse como …, bueno, indescriptible. También será inevitable, si el lector siente la curiosidad de saber a ciencia cierta quiénes y cómo son Groucho y el yo-de- Groucho, que lea estas memorias peculiares, porque nosotros tan solo podremos adelantarle aquí que, aunque uno y otro sean de naturaleza profundamente similar, también son, paradójicamente, muy distintos. Mientras Groucho, ese entrometido, criticón e insolente mujeriego, dinamita la sociedad, siembra el desconcierto por doquier y no comprende cómo alguien puede pertenecer a un club del que él sea socio, el yo-de-Groucho no piensa sino en medrar en esa misma sociedad y se arrima a cualquiera con tal de que le introduzca en el club más selecto. Pero lo cierto es que los dos gozan por igual del don privilegiado de hacernos morir de risa …

Groucho Marx

Groucho y yo

ePUB v1.3

Rov
12.09.12

Título original:
Groucho and me

Título: Groucho y yo

Traducción de Xavier Ortega

Barcelona: Tusquets, 1998

Año Primera Edición, 1959

ISBN 978-84-7223-875-6

ISBN 84-7223-875-X

Versión en ePub: Abril 2012

revisión: Septiembre 2012

Capítulo primero

¿POR QUÉ HAS DE ESCRIBIR, CUANDO PUEDES TELEGRAFIAR TUS PULLAS?

La molestia que supone escribir un libro sobre ti mismo es que no puedes andar haciéndote el estúpido. Si escribes sobre cualquier otra persona, puedes estirar la verdad desde aquí hasta Finlandia. Si escribes sobre ti mismo, la más pequeña desviación te hace advertir en seguida que puede haber honor entre los ladrones, pero que

no eres más que un cochino mentiroso.

A pesar de que en general ya es cosa sabida, creo que más o menos es el momento de anunciar que nací en una edad muy temprana. Antes de que pudiera lamentarlo, ya tenía cuatro años y medio. Ahora que estamos tratando de la edad, dejémoslo a un lado. No tiene importancia saber cuántos años tengo. Lo que es importante, sin embargo, es saber si habrá suficientes personas que compren este libro para justificar el consumo de los remanentes de mi vitalidad, en rápido declive, que me ha costado escribirlo.

La edad no es un tema particularmente interesante. Cualquiera puede hacerse viejo. Todo lo que se requiere es vivir durante bastante tiempo. Siempre me divierto cuando los periódicos divulgan el retrato de un hombre que ha logrado vivir hasta los cien años. Por lo común se trata de un individuo un tanto escacharrado que invariablemente parece más cercano a los doscientos años que al siglo. No basta que el periódico divulgue una fotografía de esa destartalada cáscara vacía. El anciano oráculo tiene que proclamar entonces el secreto de su longevidad.

—He vivido más tiempo que todos mis amigos —grazna—, porque nunca he usado un colchón. Siempre he dormido en el suelo. Cada mañana he tomado hígado crudo de pavo para desayunar y he bebido treinta y dos vasos de agua al día.

¡Qué cantidad tan desmesurada! ¡Treinta y dos vasos de agua al día! Esta clase de hombres es la responsable de la sequía que hay en América. Se han gastado fortunas en el árido Oeste intentando convertir el agua de mar en algo que pueda ser engullido sin que peligre la salud y ese viejo ganso, en lugar de beber ocho vasos de agua al día como lo hacemos todos los demás, ha de tragarse treinta y dos al día, es decir, el agua suficiente para que puedan seguir viviendo cuatro personas normales.

* * *

Sigo sin poder comprender por qué permití que los editores me hablaran de llevar a cabo este trabajo. Entremos en cualquier librería y echemos una ojeada al montón de libros que se publican corrientemente y que esperan ser vendidos. La mayoría de ellos están escritos por profesionales que escriben bien y que tienen algo que decir. No obstante, dentro de un año la mayor parte de esos libros estarán a la venta a mitad de precio. Si por un milagro éste llegara a ser un éxito, el departamento de impuestos se llevaría la mayor parte del dinero. Sin embargo, no creo que en este caso exista demasiado peligro de una cosa así. ¿Por qué tendría que comprar alguien los pensamientos y las opiniones de Groucho Marx? No tengo puntos de vista que valgan un maldito comino ni conocimientos que puedan por lo menos ayudar a alguien.

Los grandes éxitos son los libros de cocina, los volúmenes teológicos, los libros basados en «cómo hacer...» y los que tratan sobre la guerra civil. Su lema es: «Mantén una guerra civil en tu cabeza.» Títulos parecidos a
Como ser feliz a pesar de ser un desgraciado, Guisa el camino que te lleva hasta el corazón de tu marido
y
Por qué el general Lee pegó un mamporro al duque de Gettysburg
venden millones de ejemplares. ¿Cómo puedo competir con ellos?

No tengo ni idea de cocinar. En aquellas frecuentes ocasiones en que mi cocinera provisional sale hecha una furia gritando: «¡Ya sabe usted lo que puede hacer con su cocina!», únicamente el hecho de que tengo un buen surtido de carne en conserva que me sobró de mi última excursión a Winnipeg me ha salvado de morir de hambre. ¡Oh! Tengo algunos amigos que saben atarse alrededor de su cintura un delantal de cocina adornado con frases chistosas y, en dos sacudidas de rabo de cordero (o cuarenta minutos en el reloj), te arrean un manjar que haría retorcerse a Savarin en su bullabesa. Pero el hecho de cocinar no es precisamente mi plato favorito. Si hubiera intentado escribir un libro de cocina, se habrían vendido aproximadamente tres ejemplares.

A pesar de todo, estuve acariciando la idea de hacer un libro de cocina. Las recetas iban a ser las de costumbre: cómo hacer una tostada, café instantáneo, corazones de lechuga y bombones. Pero, como atracción secundaria y sin recargo en el precio, mi idea era poner un huevo frito en la cubierta. Creo que un montón de gente que odia la literatura pero que aprecia los huevos fritos lo hubiera comprado, si el precio hubiese sido justo. A primera vista, esto parece una idea descabellada, pero un montón de cosas que al principio parecían bobadas se convirtieron luego en contribuciones sustanciales al bienestar de la humanidad.

Tomemos, por ejemplo, las ratoneras. Los ratones no han sido cazados siempre con trampas. Hace sólo unos cuantos siglos, si un hombre intentaba cazar un ratón (y había muchos hombres que lo hacían), tenía que arrastrarse por el suelo hasta el agujero que había en el rincón de la cocina con un trozo de queso atenazado entre sus dientes. Dicho sea de paso, de aquí es de donde viene la expresión «mantén cerrada tu trampa» (empleada comúnmente por la esposa en el momento preciso en que va a marcharse).

* * *

Actualmente hay muchas cosas que se venden gracias a la televisión que son extremadamente chabacanas. La gente compra estos productos porque son anunciados con obstinada insistencia y con más de un
soupçon
de engaño. Esto, por supuesto, no se aplica a los promotores legítimos, sino principalmente a los charlatanes locales que no se detienen ante nada.

Para comercializar este libro de un modo inteligente, quizá debería regalar no sólo el huevo frito antes mencionado, sino que como atracción secundaria (sin recargo en el precio) debería regalar también con todos y cada uno de los libros cien libras de semilla de maíz. Observa que no se trata de noventa libras ni de ochenta libras, sino de cien libras. ¿De dónde voy a conseguir el maíz? Me he anticipado ya a esta pregunta. Voy a conseguirlo del grajero. Durante años el público americano ha tenido que soportar que el agricultor se lo restregara por las narices y, a cambio, no hemos recibido más que un fuerte impuesto para proteger la agricultura y mantener la estabilidad de los precios.

La razón de que el agricultor se salga tanto con la suya es que, cuando un ciudadano piensa en el agricultor, se imagina a un individuo alto, seco, con una hebra de heno entre sus escasos dientes, que subsiste a base de hojas de remolacha, leche desnatada y quijadas de cerdo y que vive con su mula en un caserón destartalado a cincuenta millas de ninguna parte. Pero, ¿qué sentido tiene que pretenda describirlo? Erskine Caldwell ya ha gastado un montón de folios para hacerlo hábilmente en
God's Little Acre.

Esta clase de agricultor pudo haber existido hace años, pero actualmente el campesino es el ciudadano mejor protegido por toda la economía. Como ciudadano, puedo asegurar que no existe ningún amor malogrado entre el hombre urbano y el campesino (a menos que el campesino tenga una hija).

Cada año el gobierno se enfrenta con el mismo problema: cómo emplear el excedente de maíz. Lo ha intentado todo: almacenarlo en acorazados, meterlo en silos (con la esperanza de que las ratas y las ardillas acabaran con buena parte de él) e incluso ha intentado regalarlo a los fabricantes de licores falsificados. Pero el negocio de falsificar licores ya no es lo de antes. Los fabricantes de licores falsificados ahora quieren patatas, porque el público americano se ha inclinado por el vodka. Bueno, pues, el problema del gobierno puede solucionarse muy fácilmente. Basta que me regale a mí el maíz, del que mi libro está tan penosamente necesitado.

La eterna solicitud del gobierno por el campo ha acabado por asquear al resto de la nación. ¿Por qué no hacen algo por el editor de libros y por el autor? ¿Por qué no acaban con los críticos literarios que con tres frases agudas pueden hundir la venta de cualquier libro? ¿Has oído alguna vez que saliera un crítico agrícola y que dijera: «El maíz del granjero Snodgrass no puede compararse con su cosecha del año pasado», o bien: «Otra cosecha como la de este año y tendrá que dedicarse a cavar hoyos para construir las alcantarillas del asilo del lugar»?

Advierte que los editores de América no tienen ningún enchufe en Washington que mire por sus intereses. Tienen un excedente de libros que querrían hundir bajo tierra, pero ni siquiera tienen dinero para comprar el hoyo donde sepultarlos.

El público está bastante hastiado de los campesinos. Dejando aparte la cantidad de agricultores que hundimos, esos campesinos falaces se las arreglan para sacar más dinero del gobierno que todos los demás grupos de presión juntos. Ya va siendo hora que los agricultores americanos hagan algo por el pueblo. En este sentido, si los editores que me han metido en esta faena tienen algo en el coco y no se dedican a recorrer Madison Avenue empalmando martinis con vodka, deberían estar luchando, presionar tanto al gobierno como a los agricultores. Si mis editores tuvieran éxito en la empresa de conseguir gratis la semilla de maíz, este libro podría convertirse fácilmente en «el libro del año». Piensa concretamente en lo que conseguirías con tus cochinos cuatro pavos: un huevo frito, un saco de maíz y la sabiduría conjunta de Groucho Marx. Todo por cuatro miserables dólares. Y recuerda: este libro no tendría que venderse precisamente en las librerías. Podría venderse en supermercados, en restaurantes, en tiendas de artículos para jardinería y en autocines. Hoy en día las cosas han de comercializarse. No se puede escribir un libro y esperar a que el público salga corriendo de compras, a menos que se trate de un clásico. Yo podría escribir un clásico, si quisiera. Pero prefiero escribir para la gente sencilla. Si ando por la calle, no me importa un comino que la gente me señale con el dedo y diga: «Míralo. ¡Ha escrito nada menos que un clásico!» No, prefiero que digan con admiración: «¡Qué escritor tan despreciable! Pero, ¿quién de los que actualmente se dedican a escribir regala un huevo frito y un saco de maíz con cada ejemplar de su libro?»

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