Groucho y yo (39 page)

Read Groucho y yo Online

Authors: Groucho Marx

BOOK: Groucho y yo
2.43Mb size Format: txt, pdf, ePub

Luego dijo:

—Amigo.

Pero en seguida volvió a dormirse.

Aquella noche había ido muchas veces al lago, pero ésta era la primera vez que lo hacía llevando un vaso. Estremeciéndome dentro de mis calzoncillos, tragué rápidamente la pócima y me arrastré de nuevo hasta nuestro
igloo.

* * *

En el preciso momento en que cerraba los ojos, Uf sacudió nuestros sacos de dormir y nos anunció: —Hombres, aprisa. Peces morder ahora. Pálido y aturdido, me puse rápidamente la ropa. Nuestro amigo indio empezó a preparar el desayuno y, cuando vi que vertía en la sartén la misma pasta amarillenta y divisé las salchichas esperando su turno, decidí que nunca más volvería a probar aquellos manjares, sino que cenaría algo ligero, como por ejemplo moscas de ciervo y creosota.

Ahora bien, supongo que recordarás, querido lector, que mi compañero de tienda me había administrado aquella noche una dosis abundante de sales. Espero que esto no suene de un modo demasiado grosero, pero la madre naturaleza es una trabajadora infatigable.

Como no quería parecer vulgar, pregunté a Uf dónde estaba el excusado o el retrete. El indio me miró con aire de asombro.

—¿Con quién ha de excusarse? —preguntó—. ¿Ahora quiere ir a retratarse?

—No, no me ha entendido —respondí, levantándome de un salto y moviéndome con impaciencia—. Quiero decir que adónde va un hombre cuando ha de
ir.

Uf indicó el cielo, al tiempo que una sonrisa beatífica aparecía en sus labios.

—Hombre blanco ir al mismo lugar que indio. Allí praderas felices para cazar eternamente. Allí no hay que excusarse ya de nada.

—Por el momento —precisé—, no es el sitio mis práctico. Se trata de un largo viaje y, si le he de ser sincero, no estoy en condiciones de esperar durante tanto tiempo.

No puede aguardar a oír su respuesta, porque era más tarde de lo que yo mismo creía. Fui corriendo hacia el bosque y ocupé mi lugar, maldiciendo a Delaney, al indio y a toda la desgraciada expedición. En aquel instante alguien me tocó en el hombro. Se trataba de una advertencia peculiar. No podía ver con demasiada claridad porque, en mi prisa por entrar en contacto con la naturaleza, había olvidado mis gafas en la tienda. Volvieron a tocarme en el hombro. Aquellas manos parecían extrañas. Decidí que debían de llevar guantes. Si no era así, se trataba ciertamente de los dedos más peludos que habían existido desde el hombre de Neanderthal.

Cualquiera que me conozca estará de acuerdo conmigo en que siempre estoy dispuesto a hacer nuevas amistades.

Por esto, cuando volvieron a tocarme en el hombro, me volví para corresponder al saludo. Al hacerlo, me di cuenta de repente de que aquel personaje estaba completamente cubierto de pelo. Entonces me abstuve de saludarlo y eché a correr con todas mis fuerzas.

Resulta muy difícil correr con los pantalones a media asta. Además, iba con los pies desnudos. Llegué a mi tienda con una cabeza de ventaja sobre el oso y me precipité, lanzándome de cabeza, sobre el único agujero que pude ver: el de mi saco de dormir. Decidí que, si planeaba engullirme para desayunar, tendría que empezar a hacerlo por los pies. Eran la parte menos importante.

La bestia metió su peluda cabeza dentro de la tienda y nunca he llegado a saber si fue por mi causa o por razón de la creosota, pero lanzó un resoplido, dio media vuelta y se dirigió rápidamente hacia el lago. Por su bien, espero que no estuviera tan enfermo como yo.

* * *

Bueno, eso es todo respecto a la saga de las grandes praderas. Ahora sé por qué anteriormente nadie había pescado nunca en aquel lago. En él no había ningún pez. Mis amigos estuvieron pescando constantemente durante tres días, mientras yo jugaba a la canasta con Toro Sentado. Mis compañeros no pescaron ni un solo pez y, para colmo, ¡Uf me ganó ochenta y tres dólares! En el camino de regreso a través del pantano, el indio confesó que en otro tiempo había sido
croupier
en Las Vegas.

Nuestro débil compañero se desmayó únicamente una vez más. Fue cuando volvimos a encontrarnos sanos y salvos en Los Ángeles y Delaney le entregó la nota de lo que le correspondía pagar por la excursión y por el alquiler del «Buick».

Capítulo XXVI

METEDURAS DE PATA

Hace años, cuando un cómico salía a escena para ejecutar un monólogo, podía apostarse tranquilamente cualquier cosa que empezaría con el viejo tópico: «Me ha ocurrido algo muy divertido cuando venía hacia el teatro». Esta fue en otro tiempo una forma bastante efectiva de comenzar un monólogo. Sin embargo, de hecho dudo de que pudiera ocurrirle algo divertido a ningún cómico dedicado a monólogos en su camino hacia el teatro. (En su camino de vuelta al hotel... Bueno, esto ya es algo muy distinto.)

Lo que el cómico intentaba hacer con su monólogo era realizar un número sin demasiada preparación y lo que hago yo ahora es meterme en un tema que, a lo largo de los años, me ha causado toda suerte de problemas y apuros. Supongo que podría llamarse un impulso nervioso, un reflejo automático o tal vez simplemente una perversidad básica. No obstante, sea lo que sea, me ha causado muchos momentos desagradables. Quizá un psicoanalista lo describiría como una afección de metedura de pata. Aduciré sólo unos cuantos ejemplos para demostrarte lo fácil que es meterte en un lío, tanto hablando como escribiendo, una vez has caído en el hábito.

No soy un individuo de carácter particularmente gregario. Si me inclino por algo, supongo que es más bien por el lado misantrópico. He intentado ser un buen y alegre miembro de un club. Sin embargo, al cabo de un mes o algo así, me duele la boca de tanto mostrar los dientes con una falsa sonrisa. La pseudoamistad, el laxo apretón de manos y el extrafuerte apretón de manos (ambos deberían ser abolidos por el departamento de salud pública) no se han hecho para mí. Esto vale también para la palmada en la espalda y el abrazo efusivo, a los que has de someterte en general por parte de los campeones americanos de la pesadez, de quienes huyes instantáneamente si no te atrapan en el recinto de un club.

Hace algunos años, tras considerables presiones, accedí a entrar en una relevante organización teatral. Por una extraña coincidencia, se llamaba Club Delaney. Creía que allí, entre aquellas sagradas paredes de Tespis, nos sentaríamos a pasar las veladas con una copa de Napoleón y nuestras pipas bien cargadas para discutir sobre Chaucer, Charles Lamb, Ruskin, Voltaire, Booth, los Barrymore, Duse, Shakespeare, Bernhardt y sobre las demás figuras legendarias correspondientes al teatro y a la literatura. La primera noche que fui al club, encontré a treinta y dos individuos jugando con cartas marcadas, a cinco miembros lanzando unos dados lastrados sobre una alfombra sospechosamente sucia y a otros cuatro miembros metidos en sendas cabinas telefónicas y hablando con mujeres que eran esposas de otros miembros.

Al cabo de unas cuantas noches, el club celebró un banquete. No recuerdo con claridad cuál fue el motivo. Creo que era para homenajear a uno de los miembros que había conseguido escapar felizmente de la policía durante un año. Las mesas eran largas y estrechas y, a menos que llegaras hacia las tres de la tarde, no había modo de controlar cuáles iban a ser tus compañeros en el banquete. Aquella noche determinada me senté junto a un barbero que me había lastimado muchas veces, tanto con la navaja como desde el punto de vista social. En cierto momento paseó lentamente la vista por el comedor y luego se volvió hacia mí, para decirme:

—Groucho, ciertamente están admitiendo una serie de nuevos miembros que dan asco.

Preferí ignorar esta observación e intenté hablar con él acerca de Chaucer, Ruskin y Shakespeare. Sin embargo, el hombre se sentía impulsado a denunciar las máquinas de afeitar eléctricas, considerándolas como un golpe mortal para el arte de la barbería, de manera que me callé y me dediqué a seguir bebiendo. A la mañana siguiente envié al club una nota en la que decía:

Les ruego que acepten mi dimisión.

NO QUIERO PERTENECER A NINGÚN CLUB QUE ME ACEPTE COMO MIEMBRO.

* * *

Antes de que la revista
Confidential
tuviera problemas con las autoridades de Correos, con la policía y con Hollywood, por no mencionarlos a la inversa, publicó dos artículos sobre mí. No eran especialmente malignos, pero he de admitir que me molestó el simple hecho de ver mi nombre inscrito en aquel libelo infecto.

En el primer artículo me acusaban de que me gustaran las chicas jóvenes. Sería el último en negar esto. El segundo artículo decía que mi espectáculo televisivo era algo perverso. Esto era un absurdo y ni siquiera valía la pena negarlo. No obstante, agotada mi paciencia; escribí una carta al director en la que decía: «Caballero, si sigue escribiendo artículos desagradables sobre mí, me veré obligado a cancelar mi suscripción».

* * *

El año pasado fui a Europa. Como ya había estado allí antes, recordaba lo horrorosos que eran los cigarros en el continente, especialmente en Italia. De esta manera, con mi botella de agua caliente, la guía Baedeker, el botiquín, la codeína, el pasaporte y dos libras de café instantáneo, metí en mi equipaje un centenar de cigarros.

Estaba instalado en el hotel Hassler de Roma y acababa de pulirme una cena magnífica. Encendiendo uno de mis costosos cigarros, decidí ir a dar un agradable paseo por Vía Sixtina. Al llegar a una esquina, alguien tropezó conmigo y mi lujoso cigarro cayó sobre la acera. Habiéndome costado ochenta y cinco centavos y siendo fundamentalmente un tacaño, me agaché para recuperarlo.

Al inclinarme para recogerlo, murmuré indignado:

—¡Oh! ¡Que se vaya al infierno!

Luego me llevé de nuevo el cigarro a la boca y me volví para ver quién era el torpe que había tropezado conmigo. Palidecí al ver a dos sacerdotes con todos sus atavíos, que me estaban mirando fijamente. Me quedé perplejo. Allí estaba yo, visitante de un país extranjero, profanando una ciudad santa y maldiciendo como un infiel. Para empeorar las cosas, sabía que me habían oído mandarlos «al infierno».

En aquel momento uno de ellos me indicó que me acercase. Avancé hacia donde estaban, plenamente convencido de que iban a reprocharme mi falta de respeto y vulgaridad. Pero me di cuenta de que lo merecía y me dispuse a aceptar una reprimenda. Cuando me aproximé a ellos, uno de los sacerdotes metió la mano en el bolsillo de su sotana, sacó dos puros, me los entregó y me dijo:

—Señor Marx, acaba usted de decir la palabra mágica.

Me sorprendió su excelente inglés y me sorprendí más todavía cuando, hablando con ellos, descubrí que procedían de Cleveland, Ohio. Entonces me dijeron que habían venido a Roma para asistir a una reunión religiosa y que estando en su casa, en Estados Unidos, siempre escuchaban mi programa por la radio. Dicho sea de paso, los cigarros eran de primera categoría. Estoy seguro de que los habían traído consigo desde Cleveland.

* * *

Hace unos cuantos años fui invitado a visitar México en una gira de buena voluntad. Dado que todo el viaje había de ser «al buen tuntún» y que yo he sido siempre uno de los discípulos más aventajados en libertad de movimientos, acepté inmediatamente.

Se celebraba un festival cinematográfico para homenajear a las actrices y a los actores más famosos de todo el mundo. Al primer día de nuestra estancia en la ciudad de México fuimos acorralados en una amplia sala de reuniones, donde un representante del gobierno nos explicó con detalles interminables en qué lugares iban a llevarse a cabo y en qué consistirían nuestras actividades a lo largo de toda la semana. Hablaba rápidamente en español, pero por suerte hacía una pausa cada pocos minutos para permitir que su ayudante tradujera sus observaciones al francés, al alemán, al portugués y al inglés.

En cierto momento dijo:

—Tengo el gran honor de informarles que mañana, a las cuatro de la tarde, están todos ustedes invitados a visitar al presidente en su palacio.

Levanté una mano. El intérprete se fijó en mí y me dijo:

—Sí, ¿qué desea usted, señor Marx?

Dije yo:

—¿Qué seguridad puedo tener de que mañana a las cuatro de la tarde siga siendo presidente?

Desde aquel momento, por cierta razón extraña, ninguno de los que componían el numeroso grupo habló más conmigo. Ni los que procedían de Hollywood, ni los que venían de América Latina, ni los visitantes europeos, consideraron prudente mostrarse en mi compañía. Una observación desdichada y, de la noche a la mañana, me había convertido en un paria despreciable en una país extranjero. Al sur de la frontera, era yo el equivalente de la fiebre tifoidea.

Durante aquella semana, cada noche hubo un banquete en honor de una u otra cosa. No obstante, sin importar cuál fuera el motivo, yo siempre me encontraba sentado en una pequeña mesa individual en el rincón más alejado del comedor, lejos, muy lejos del bullicio alocado. Todo el mundo bebía vino con la comida. Sin embargo, lo mejor que yo pude conseguir fue agua mineral y tamales.

Sin duda mi observación fue inoportuna y supongo que más bien grosera, pero mi profecía resultó ser bastante acertada. Al cabo de dos días de mi
faux pas
, encontraron a uno de los colaboradores del presidente tendido boca abajo en su cama, con un enorme cuchillo clavado en su espalda. Parece que había estado demasiado atento con la esposa de uno de sus amigos. Podría haberle ocurrido lo mismo al presidente de México. Creo que su nombre era Delaney, Alemán o algo por el estilo.

* * *

Una noche los estudios Paramount me invitaron a presenciar la proyección de
Sansón y Dalila
, interpretada por Hedy Lamarr y Víctor Mature. Al término de la película, uno de los jefes del estudio vino hacia mí y me preguntó si me había gustado.

—Bueno —empecé diciendo—, no tiene más que un pequeño defecto que...

El hombre se crispó inmediatamente.

—¡Un defecto! ¿A qué se refiere usted?

Dije:

—Ninguna película puede captar mi interés, cuando el busto del protagonista es más voluminoso que el de la protagonista.

Pasaron muchos años antes de que la Paramount me invitara a presenciar otra proyección.

* * *

Hasta aquí, ninguno de los sarcasmos fuera de lugar que he citado en este capítulo me ha reportado la paliza que con tanta razón me he merecido. De hecho, nadie me ha vapuleado todavía por hablar más de la cuenta. Pero te aseguro que estuve espantosamente cerca de ello una tarde en un campo de béisbol.

Other books

Cold Feet by Jay Northcote
Emprise by Michael P. Kube-McDowell
The Big One-Oh by Dean Pitchford
The Frost Fair by Elizabeth Mansfield
Outbid by the Boss by Stephanie Browning
The Arena: The Awakening (1) by James Robert Scott