Groucho y yo (26 page)

Read Groucho y yo Online

Authors: Groucho Marx

BOOK: Groucho y yo
10.59Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Señor Marx, si hubiese usted resistido un poco más de tiempo, ¡habría podido conseguir los diez!

Aquella noche no estuve muy gracioso en escena.

Capítulo XVII

MIENTRAS TANTO, VUELTA AL RANCHO

Este capítulo está irrespetuosamente dedicado a aquellos lectores que no se quedan satisfechos con una autobiografía, a menos que su autor suelte de vez en cuando un puñado de datos personales. Además, mi entrometido editor me ha obligado a hacerlo. Insiste en que no puede catalogar el libro como una autobiografía, a menos que cuente algo acerca de mí mismo. Francamente, se me ocurren temas mucho más jugosos.

En la última mitad de los años veinte, pues, para aquel que pueda interesarle, mi sexo era el masculino, mi estatura de un metro setenta, mi cabello de color negro canoso, mis ojos grises, mi peso de setenta y tres kilos, desnudo (lo cual no sucedía demasiado a menudo), y vivía en una casa de diez habitantes en Great Neck, en Long Island, con una esposa y dos niños pequeños. El hijo se llamaba Arthur y la hija se llamaba Miriam, si es que realmente insistes en conocer detalles..

Este hijo apareció en escena hacia la época en que la enmienda dieciocho se convirtió en ley para toda la nación. No es algo de lo cual uno pueda enorgullecerse demasiado, pero durante los trece años de la prohibición creo que mi hijo Arthur ostentó la distinción de ser el contrabandista más joven de América.

Estábamos actuando en el teatro Orpheum de Vancouver y en aquellos tiempos mi familia venía conmigo durante la gira. El Canadá, siendo un país civilizado, nunca fue seducido por las falsas promesas de la prohibición. Casi todos los actores de variedades que actuaban en el Canadá se las apañaban de un modo o de otro para introducir unas cuantas botellas, al volver de su viaje, en el país de los hombres libres y en el hogar de los contrabandistas.

Entonces Arthur tenía tres meses. No sé si esto se estila hoy en día, pero en aquellos tiempos los bebés llevaban vestidos largos y vaporosos. Habíamos comprado dos botellas de whisky canadiense en Vancouver. Como era la costumbre, cuando volvías a entrar en los Estados Unidos, eras registrado por razón del contrabando. Mi esposa metió nuestras dos botellas ilegales entre los pliegues del vestido de Arthur. Cuando los actores de variedades entraron en las aduanas, los guardias registraron los baúles, las maletas, los decorados y otros lugares adecuados para esconder algo. No obstante, conseguimos engañarlos, porque nunca llegaron a sospechar que aquella figura de maternidad americana y su inocente chiquillo estuvieran metiendo en el país dos botellas de aguardiente.

La moraleja de esta historia es que, si intentas pasar algo ilegalmente de uno a otro país, has de procurar llevar contigo una madre y un bebé con un vestido largo y vaporoso.

* * *

La prohibición no solamente tuvo muchas consecuencias para mí, sino también para el resto de la nación. Estoy seguro de que muchas personas bien intencionadas que la votaron y la aprobaron lo hicieron porque estaban convencidas de que, al cabo de pocas semanas, todo el mundo estrellaría contra la pared las botellas que le sobrasen y aceptaría la enmienda.

Ésta no es una observación particularmente original, pero el mundo está lleno de personas que creen que pueden manipular la vida de los demás con el mero hecho de aprobar una ley. En América hay grupos numerosos que, si pudieran conseguirlo, prohibirían el uso de todo aquello que personalmente desaprueban: fumar, beber, bailar, ir al cine, comer salami italiano y, si fuera posible regularlo, incluso el amor.

Bueno, ahora sabemos el éxito que tuvo la enmienda dieciocho. No sólo no evitó que la gente bebiera, sino que contribuyó a crear las grandes bandas de malhechores que actualmente son casi tan poderosas como el gobierno.

Siempre habíamos tenido la cantidad normal de carteristas, falsificadores, atracadores de bancos, apaleadores de esposas y toda la clase de delincuentes menores. No obstante, ¿por qué habría que robar el bolso de una anciana o quitarle las monedas a un ciego que mendigaba, cuando era posible hacer millones fabricando licores falsificados? A pesar de la enmienda dieciocho y de la desaparición paulatina del whisky auténtico, la gente seguía estando sedienta y ávida de beber un trago de vez en cuando. Sin embargo el gobierno, con su sabiduría acostumbrada, en lugar de permitir a sus ciudadanos beber moderadamente como damas y caballeros, consiguió que el whisky que bebíamos estuviera hecho de madera que hacía dos semanas a lo sumo estaba aún en el bosque.

Millones de personas, abstemias de toda la vida, que nunca habían estado en un bar o en un cabaret y que eran indiferentes a los placeres de un combinado o de un martini, sintieron de repente ansias de probar el alcohol. Yo estaba entre aquellos millones. Jamás había bebido antes del 16 de enero de 1920. No se trataba de que lo desaprobara desde el punto de vista moral, sino de que no me gustaba el sabor de aquella materia. De hecho, sigue sin gustarme. Bebo de vez en cuando, en las fiestas, a fin de evitar que me atrapen sobrio. Pero con la llegada de la prohibición llegué a la conclusión de que, si el alcohol era ilegal, tenía que haber algo en él que yo nunca había descubierto.

El día en que se implantó la gran estupidez, empecé a dedicar una buena parte de mi tiempo a negociar con contrabandistas de camisas de seda el suministro de su aguado mejunje envasado en botellas de marcas caras. Me aseguraban que el material procedía «directamente del barco». Por el modo como me quemaba el gaznate cuando descendía, supongo qué procedía directamente del barco... raspado concretamente de los costados y luego embotellado.

* * *

En 1926 vivía en Great Neck y desde allí me desplazaba hasta el teatro. Aquello era Sodoma y Gomorra. Parecía la isla de Fuego o Hollywood. Cinco años después de que la enmienda Volstead se convirtiera en ley, un buen porcentaje de la gente que encontraba por Long Island empleaba la mayor parte de su tiempo en emborracharse. Yo seguí siendo un bebedor moderado, no porque tuviera afán de obedecer la ley, sino porque tenía miedo de que, si bebía demasiado de aquel mejunje que se nos ofrecía, muriera antes de la hora señalada para mí. Asistía a fiestas en las que, hacia las dos de la madrugada o incluso antes, los invitados estaban ya completamente borrachos. ¡Oh! Ya sé que hoy día (o incluso mañana) puedes emborracharte exactamente del mismo modo y que, si eres un bebedor empedernido, puedes despertarte al día siguiente con una resaca de tamaño natural. Pero, por lo menos, bebes whisky y el whisky auténtico no mata, a menos que seas un cerdo.

A pesar de que actualmente el hecho de beber aguardiente es legal, da la impresión de que América se avergüence todavía de ello. No puedes anunciarlo en la televisión, ni siquiera en los programas de última hora que no se emiten hasta después de la medianoche. En los anuncios de las revistas, por ejemplo, no va nadie y dice: «Si quieres beber a base de bien, hermano, y emborracharte a gusto, un trago de Vieja Serpiente es lo que necesitas.» No, trazan cautelosamente un círculo en torno a la verdad, como un hombre encerrado en una pequeña habitación con un gato salvaje herido.

Si anuncian whisky, la publicidad mostrará a un viejo coronel sentado en un tocón de árbol a las puertas de una pequeña destilería. Su vestido es impecable y un
Stetson
de color crema cubre su cabeza. Con su mano derecha sostiene un vaso de licor añejo y, con acento de Kentucky puro, te exhorta de la manera siguiente: «Escúchame, amigo, ésta es una pequeña y antigua destilería. No produce mucho licor. Pero, ¡por Júpiter!, lo que destila equivale a siete años de continua degustación. Mira, amigo, ésta es una pequeña y antigua destilería.»

A veces el anuncio consiste en tres hombres montados en un caballo blanco, brindando alegremente con unos martinis con vodka. Personalmente, me resulta bastante difícil sostenerme encima de un caballo sin la responsabilidad adicional de mover en el aire un martini con vodka. Por lo demás, no me parece que el lomo de un caballo sea el lugar más cómodo para emborracharse. ¿Por qué no se van a un bar esos tres chiflados, si lo que quieren es pescar una cogorza? Sin duda, resultaría menos conspicuo.

Detesto admitirlo, pero pocos de nosotros pueden resistir el poder y la presión que ejerce la fuerte publicidad moderna. Este anuncio concreto me ha sugestionado hasta tal punto, que ahora no siento deseos de tomarme un martini con vodka a menos de ir sentado con otros dos hombres en el lomo de un caballo blanco. Otra cosa que siempre me ha intrigado con respecto a este anuncio es lo siguiente: ¿quién es el propietario del animal? ¿Y cuál es su sexo, si es que lo tiene? ¿Es propiedad de la agencia publicitaria? ¿O se trata simplemente de un caballo blanco perdido que, paseando un día por el campo y sin nada mejor que hacer, se metió deliberadamente debajo de esos tres borrachos que estaban sentados en un árbol, degustando sus martinis con vodka? ¿Es cada uno de esos tres hombres propietario de una parte del caballo? Y si es así, ¿qué parte corresponde a cada uno? ¿O se trata de un caballo poseído en cooperativa, de forma que los tres hombres lo poseen conjuntamente todo entero? Supongamos que uno de ellos quiere cabalgar solo. ¿Qué ocurre con los otros dos? ¿Vuelven al árbol? ¿0 se quedan simplemente suspendidos en el aire hasta que su compañero regresa con el penco?

Algún día, algún sabio amable responderá a estas cuestiones tan vitales para nosotros. Mientras tanto, sólo podemos hacer conjeturas.

* * *

No voy a mencionar ningún nombre, pero algunos de mis mejores y más distinguidos amigos murieron antes de la hora señalada gracias a la prohibición. El cúmulo de daños causados a la nación por los aguafiestas que fueron responsables de esta ley nunca podrá calcularse. La prohibición creó a Al Capone, a Dutch Schultz y a centenares de otros «pequeños césares».

Bueno, basta ya de filosofía social. Volviendo a Great Neck, muchos de los que no podían permitirse el lujo de pagar los precios astronómicos que cobraban los contrabandistas decidieron fabricarse sus propios mejunjes. Tenía un amigo (ya fallecido) que solía mezclar jugo de naranja con granadina y luego, como estimulante adicional, echaba en la mezcla diez o quince gotas de gasolina etílica. Un día mi padre vino a verme a casa. Cuando le ofrecí una copa, meneó la cabeza.

—Groucho —dijo—, ¿por qué bebes esa ginebra putrefacta? ¿Por qué no bebes vino?

—Mira, papi —respondí—, el vino que puedes conseguir hoy en día es exactamente tan malo como el licor. Es lo mismo que beber alcohol puro. Mi padre sonrió.

—Oye, Groucho, ya sabes que provengo de Francia. No de París ni de Marsella, sino de una región vinícola. Puedo hacerte un vino tan bueno como cualquiera de los vinos auténticos que podías conseguir aquí antes de la prohibición.

—¿Cómo vas a hacer vino?.—pregunté—. Ya sabes que la temporada de la uva ha terminado.

—No empleo uva —respondió.

—¿Puedes hacer vino sin uva? ¡Este sí que es un buen truco, si es que puedes hacerlo!

—La uva ya ha pasado de moda —declaró—. Yo empleo pasas y malta. Consígueme tres docenas de botellas de vino y de tapones, y en tres semanas te haré un vino con un
bouquet
de tanta clase, que no serás capaz de mantener a tus amigos lejos de casa.

El rostro de papi se iluminó.

—Quizá pongamos un negocio juntos. El vino Marx, hecho con pasas, malta y una fórmula secreta. ¡Tendremos tiendas en todo el mundo!

Esta última frase me sonaba de un modo muy familiar.

—Papi —dije—, puedes tener tiendas en todo el mundo, pero no puedes tenerlas en los Estados Unidos.

—¡Qué absurdo! —replicó—. No pueden impedirte que hagas un poco de vino. ¿Va contra la ley? ¡Es absurdo! Cualquier cosa que hagas en tu propia casa constituye únicamente un negocio privado. Y si intentan meterse con nosotros —añadió—, denunciaré al gobierno por cada centavo que me hayan hecho perder.

Me miró con aire de astucia y dijo finalmente:

—Ya sabes que ahora puedes hacer una cosa así gracias a una ley que ha sido aprobada recientemente. Se llama la ley Mann.

* * *

A la mañana siguiente, papi se dirigió con aire alegre hacia la bodega, arrastrando dos metros y medio de tubería de goma, un gran surtido de tapones, botellas, pasas, malta y un enorme saco.

—Papi —pregunté—, ¿qué hay en el saco?

—Groucho —respondió—, aunque eres mi propio hijo, no puedo decírtelo. Es mi secreto.

Luego, tocando el saco de un modo significativo, añadió:

—Aquí está el material que constituye el truco. Todo el mundo que se dedica a hacer vino no emplea más que pasas y malta. Pero, sin este material —tocando de nuevo el saco—, lo único que consiguen es agua sucia. Espera. Importadores y exportadores del vino Marx. ¡Nos haremos millonarios!

Hacia las cinco de la tarde, la cocción misteriosa estaba terminada y todas las botellas, bien tapadas, quedaron pulcramente alineadas contra la pared. Mi padre parecía muy cansado cuando subió de la bodega.

—Groucho —preguntó—, ¿sabes que tienes ratas ahí abajo?

—Por supuesto —repliqué—. ¿Dónde quieres que las tenga? ¿En la sala de estar?

—¿Por qué no intentas deshacerte de ellas? —prosiguió diciendo, completamente ajeno al hecho de que acababa de soltar un chiste de mal gusto.

—Ya he intentado deshacerme de ellas, pero ha sido un trabajo inútil. Ya sabes, papi, que nuestra casa está precisamente junto a una esquina, a pocos metros de una cloaca. Evidentemente, las ratas vienen de la cloaca y se meten en nuestra bodega por algún paso subterráneo. He hecho venir a todos los exterminadores que hay en Long Island. Han puesto trampas y han esparcido veneno por todas partes. No creo que pueda intentarse otra cosa. Sin embargo, todo lo que se ha hecho ha sido completamente inútil.

—¿Sabes? —dijo—. Mientras estaba llenando las botellas, una rata ha saltado encima de mis rodillas.

—Sí, papi, ya lo sé. Es una de las mejores saltarinas que tenemos ahí abajo. He estado pensando seriamente en hacerla participar el año próximo en los juegos olímpicos.

Siempre que tenía que bajar a la bodega para abastecer de combustible la caldera de la calefacción, me armaba con un palo de béisbol. En cierta ocasión maté cuatro ratas en un solo día. Llegué a ser un experto en esta materia. Se trataba de ellas o de mí y, dado que había pagado por la casa y no por las ratas, me parecía simplemente justo el hecho de que mis intereses prevalecieran sobre los suyos.

Other books

Spyforce Revealed by Deborah Abela
By the Tail by Marie Harte
A Lady in Name by Elizabeth Bailey
Sandstorm by James Rollins
The Secrets She Kept by Brenda Novak
THE DARKEST ANGEL by Gena Showalter
In the Dead of Night by Castillo, Linda
A.I. Apocalypse by William Hertling