Authors: Groucho Marx
Le di cinco dólares y fui corriendo a la habitación de Harpo. Inmediatamente le informé acerca de esta mina de oro en potencia con que me había tropezado en el ascensor. Harpo acababa de desayunar y aún iba en batín.
—Hay la oficina de un corredor de bolsa en el vestíbulo de este hotel —dijo—. Voy a vestirme y bajaremos a comprar estas acciones antes de que corra la noticia.
—Harpo —le contesté—, ¿estás loco? ¡Si esperamos hasta que te hayas vestido, es posible que estas acciones hayan subido ya diez enteros!
De esta manera, yo vestido con mi ropa de calle y Harpo con su batín, bajamos apresuradamente al vestíbulo, entramos en la oficina del corredor de bolsa y rápidamente adquirimos acciones de la United Corporation por valor de ciento sesenta mil dólares, con un margen del veinticinco por ciento.
Para los pocos que tuvieron la suerte de no arruinarse en 1929 y que no saben nada de Wall Street, me permito explicarles lo que significa un margen del veinticinco por ciento. Por ejemplo, si comprabas acciones por valor de ochenta mil dólares, únicamente tenías que pagar en efectivo veinte mil. El resto lo quedabas a deber al corredor. Era igual que robar dinero.
Un miércoles por la tarde, en Broadway, Chico encontró a un chivato de Wall Street, quien le sopló:
—Chico, acabo de venir de Wall Street y allí todo el mundo habla del cobre Anaconda. Se vende a ciento treinta y ocho dólares la acción y se rumorea que llegará a los quinientos. ¡Cómpralas antes de que sea demasiado tarde! Es algo que corre como la pólvora, más que un caballo desbridado.
Chico, que entendía mucho de caballos, corrió en seguida hacia el teatro con la noticia de esta magnífica oportunidad. Era una función de tarde e hicimos que el telón se levantara treinta minutos más tarde hasta que, finalmente, nuestro corredor nos aseguró que habíamos tenido la suerte de conseguir seiscientas acciones. ¡Estábamos entusiasmados! Cada uno de nosotros, Chico, Harpo y yo, éramos propietarios de doscientas acciones que sin duda eran un filón de oro. Incluso el corredor nos felicitó, diciendo:
—No sucede a menudo que alguien entre pisando tan fuerte en una empresa como la Anaconda.
* * *
La bolsa siguió subiendo sin parar. Cuando estábamos en gira, Max Gordon, el productor de teatro, acostumbraba a ponerme una conferencia telefónica cada mañana desde Nueva York, únicamente para informarme de las cotizaciones de la bolsa y de sus predicciones diarias. Sus previsiones nunca variaban. Siempre eran: «Arriba, arriba, arriba.» Hasta entonces jamás había pensado que fuera posible hacerse rico sin trabajar.
Una mañana me llamó Max y me dijo que comprara unas acciones llamadas Auburn. Se trataba de una empresa de automóviles, ahora ya difunta.
—Groucho —dijo—, es una gran oportunidad. Pegarán más saltos que un canguro. Cómpralas ahora, antes de que sea demasiado tarde.
Tras pensar un poco, añadió:
—¿Por qué no dejas
Cocoteros
y olvidas esos miserables dos mil dólares que ganas a la semana? Son calderilla. Tal como manejas tus finanzas, afirmaría que puedes ganar más dinero en una hora, sentado en la oficina de un corredor de bolsa, que el que puedes ganar trabajando en ocho representaciones a la semana en Broadway.
—Max —le respondí—, sin duda tu consejo es magnífico. Pero al fin y al cabo tengo ciertas obligaciones con Kaufman, Ryskind, Irving Berlin y con mi productor, Sam Harris.
Lo que en aquel momento no sabía era que Kaufman, Ryskind, Berlin y Harris compraban también con margen y que, finalmente, iban a ser cepillados por sus asesores financieros. (¡Aquello sí que era tomarles el pelo!) No obstante, por consejo de Max, llamé inmediatamente a mi corredor y le di instrucciones para que me comprara quinientas acciones de la empresa Auburn Motor.
Al cabo de pocas semanas, me encontraba paseando por los terrenos de un club de campo con el señor Gordon. Unos habanos largos y caros colgaban de nuestros labios. Todo iba bien en el mundo y aparecía el cielo en los ojos de Max. (También aparecían unos cuantos signos típicos del dólar.) Precisamente el día anterior, las acciones de la Auburn habían pegado un salto de treinta y ocho enteros. Me volví hacia mi compañero de golf y le dije: —Max, ¿cuánto tiempo va a durar esto? Max replicó, empleando una frase de Al Jolson: —¡Aún no has visto nada, hermano! La cosa más sorprendente con respecto a la bolsa del año 1929 era que nadie vendía una sola acción. El público no hacía otra cosa que comprar. Un día pregunté más bien con timidez a mi corredor en Great Neck acerca de este fenómeno de la especulación.
—No sé demasiado de Wall Street —empecé diciendo en tono de excusa—. Pero, ¿qué es lo que hace que estas acciones sigan subiendo? ¿No tendría que existir cierta relación entre las ganancias de una empresa, sus dividendos y el precio de venta de sus acciones?
Miró por encima de mi cabeza a una nueva víctima que acababa de entrar en su despacho y me dijo:
—Señor Marx, tiene mucho que aprender todavía sobre las acciones de la bolsa. Lo que usted no sabe acerca de los valores llenaría un libro.
—Oiga, buen hombre —repliqué—, he venido aquí en busca de consejo. Si usted no sabe hablar de un modo racional y civilizado, encargaré mis negocios a cualquier otro. Ahora, pues, ¿qué estaba usted diciendo?
Adecuadamente castigado y totalmente sumiso, el hombre respondió:
—Señor Marx, es posible que usted no se dé cuenta, pero este mercado ha dejado de ser un mercado nacional. Actualmente somos un mercado mundial. Recibimos órdenes de compra de todos los países de Europa, de América del Sur e incluso de Oriente. Esta misma mañana hemos recibido una orden de la India para comprar mil acciones de la fábrica de tuberías Crane.
Más bien cansado, pregunté:
—¿Cree usted que es una buena compra?
—No hay nada mejor —replicó—. Si alguna cosa necesitamos todos son tuberías.
(Se me ocurrieron unas cuantas cosas más, pero no estaba seguro de que estuvieran en las listas de cotizaciones.)
—Esto es ridículo —dije yo—. Tengo varios amigos indios en Dakota del Sur que no usan tuberías.
Me reí con ganas para celebrar mi ocurrencia, pero él no se rió, de manera que proseguí diciendo:
—¿Ha dicho usted que le han enviado órdenes desde la India para comprar acciones de tuberías Crane? ¡Hum! Si en la lejana India se interesan por las tuberías, es que saben que se cuece algo. Apunte para mí doscientas acciones. No, ponga trescientas.
Mientras la bolsa seguía subiendo como la espuma, empecé a estar cada vez más nervioso. El poco juicio que tenía me indicaba que vendiera. Sin embargo, igual que todos los demás pazguatos, era avaricioso. Lamentaba desprenderme de cualquier acción, ya que estaba seguro de que su valor se doblaría al cabo de pocos meses.
Actualmente, leo con frecuencia en los periódicos notas referentes a espectadores que se quejan de haber pagado hasta cien dólares por dos entradas para ver
My Fair Lady.
(Personalmente, creo que los vale.) Bueno, pues, en cierta ocasión pagué treinta y ocho mil dólares por ver actuar a Eddie Cantor en el Palace.
Todos sabemos que Eddie es un cómico excelente. Incluso él mismo llega a reconocerlo. Tenía un número maravilloso. Cantaba «Maggie», «Ahora es el momento de enamorarse» y «Si conocieras a Susie». Hacía morir de risa al público con sus chistes característicos y terminaba cantando «Whoopee». Como se dice vulgarmente, era «el no va más». Poseía ese algo magnético que hace que una gran estrella sé destaque del montón de actores vulgares.
Cantor era vecino mío en Great Neck. Siendo un viejo amigo suyo, al terminar su número fui a verlo entre bastidores. Eddie tiene el don de persuadir con sus palabras y, antes de que pudiera yo decirle lo mucho que me había gustado su representación, me metió en su camerino, cerró rápidamente la puerta, echó una mirada a la habitación vacía para ver si había alguien escuchando y dijo:
—¡Groucho, te amo!
No había nada de particular en aquel saludo. Así es como la gente dedicada al espectáculo habla entre sí. Existe una ley en el teatro que no está escrita en ninguna parte por la que, cuando dos personas se encuentran (actor y actriz, actriz y actriz, actor y actor o cualquiera de las otras variaciones o desviaciones del sexo), han de evitar a todo trance los saludos rutinarios que emplea la gente normal. En lugar de esto, han de lanzarse mutuamente expresiones de ternura que, en otros campos de la sociedad, están reservadas normalmente para el dormitorio.
—Dulzura —prosiguió diciendo Cantor—, ¿te ha gustado mi número?
Miré en torno mío, creyendo que podía haber alguna muchacha a mi espalda. Por desgracia no había ninguna y me di cuenta de que se estaba dirigiendo a mí.
—Eddie, querido —repliqué con auténtico entusiasmo—, ¡has estado soberbio!
Estaba a punto de lanzarle unos cuantos piropos más, cuando me miró afectuosamente con sus ojos grandes y brillantes, puso sus manos en mis hombros y dijo:
—Adorable muchacho, ¿tienes algunas Goldman-Sachs?
—Corazón, cariño —respondí (a este juego pueden jugar dos)—, no sólo no tengo ninguna, sino que nunca he oído hablar de esta empresa. ¿Qué es la Goldman-Sachs? ¿Es una fábrica de paquetes de harina?
Me agarró por ambas solapas y me atrajo hacia sí. Por un momento creí que iba a besarme.
—¡No me digas que nunca has oído hablar de la Goldman-Sachs! —dijo con aire incrédulo—. ¡Es la inversión más sensacional y la empresa de mayor envergadura que hay en todo el mercado!
Luego miró su reloj y dijo:
—¡Hum! Es demasiado tarde por hoy. La bolsa ya está cerrada. Pero, nene, la primera cosa que has de hacer mañana es coger tu sombrero, ir corriendo a la oficina de tu corredor y comprar doscientas acciones de la Goldman-Sachs. Creo que hoy han cerrado a 156... y ¡a 156 es un
robo!
Luego Eddie me dio una palmada en la mejilla, yo le di otra a la suya y nos separamos.
¡Muchacho! ¡Qué contento estaba yo de haber ido a ver a Cantor entre bastidores! ¡Imagínate! Si no llego a ir aquella tarde al teatro Palace, nunca habría tenido aquel soplo. A la mañana siguiente, antes de desayunar, me presenté en la oficina de mi corredor en el preciso momento en que se abría la bolsa. Solté el veinticinco por ciento de treinta y ocho mil dólares y me convertí en el afortunado propietario de doscientas acciones de la Goldman-Sachs, la empresa de mayor envergadura que existía en América.
* * *
Desde entonces empecé a pasarme las mañanas sentado en la oficina de un corredor de bolsa, contemplando una gran tabla llena de signos que no comprendía. Si no llegaba temprano, ni siquiera podía entrar. Muchas oficinas de bolsa tenían más público que muchos teatros de Broadway.
Daba la impresión de que casi todo el mundo que yo conocía estuviera metido en la bolsa. La mayor parte de las conversaciones se limitaban a comentar a cuánto había ascendido un valor determinado la semana anterior o a explicar que unas acciones concretas iban a multiplicar por tres su valor. El fontanero, el hombre del hielo, el carnicero, el panadero, todos ellos con el afán de hacerse ricos, tiraban sus míseros salarios —y, en muchos casos, los ahorros de toda su vida— en Wall Street. De vez en cuando la bolsa flaqueaba, pero en seguida se libraba de la resistencia que oponían las personas dotadas de prudencia y de sentido común, para reanudar su marcha siempre ascendente.
De tanto en tanto, algún profeta de las finanzas publicaba un artículo sombrío advirtiendo al público que los precios no guardaban ninguna proporción con sus valores reales y recordando que lo que sube debe bajar alguna vez. Sin embargo, apenas nadie prestaba atención a aquellos conservadores imbéciles y a sus estúpidas palabras de precaución. Incluso Barney Baruch, el Sócrates de Central Park y el mago financiero de toda América, soltó una palabra de advertencia. No recuerdo exactamente la frase que dijo, pero vino a afirmar algo así: «Cuando la bolsa se convierte en noticia de primera página, es el momento de retirarse.»
Yo no presencié la fiebre del oro del 49. Me refiero al año 1849. Pero me imagino que aquella fiebre fue muy parecida a la que dominaba ahora a toda la nación. El presidente Hoover se había ido a pescar y el resto del gobierno federal parecía completamente ajeno a lo que estaba sucediendo. No estoy seguro de que hubiesen podido solucionar algo de meter allí sus narices, pero en todo caso la bolsa se deslizó alegremente hacia su perdición.
Un día determinado, la bolsa empezó a vacilar. Algunos de los clientes más nerviosos fueron dominados por el pánico y comenzaron a descargarse. Esto sucedió hace casi treinta años y ya no recuerdo las diversas fases de la catástrofe que se cernía sobre nosotros. Sin embargo, así como al principio del auge todo el mundo quería comprar, al cundir el pánico todo el mundo empezó a descargarse. Al comienzo las ventas se hicieron con orden, pero pronto el miedo se impuso sobre el juicio y todo el mundo empezó a lanzar al ruedo sus acciones, un ruedo en el que por entonces ya no había toros, sino osos de los cuales todo el mundo intentaba salvarse.
Luego fueron los corredores de bolsa quienes fueron dominados por el pánico y empezaron a reclamar a gritos sus márgenes adicionales. Esto constituyó una broma de cuidado por parte de los corredores de bolsa, ya que la mayor parte de los accionistas se habían quedado sin dinero y los corredores empezaron a vender acciones por cualquier cantidad que les dieran. Yo fui uno de los perjudicados. Por desdicha, aún tenía dinero en el banco. Para evitar que vendieran mis acciones, empecé a firmar cheques de modo febril a fin de reemplazar los márgenes que se derretían rápidamente. Luego, un martes espectacular, Wall Street arrojó la toalla y quebró. Lo de la toalla fue un gesto muy apropiado, ya que en aquella época toda la nación estaba llorando.
* * *
Algunos de los que yo conocía perdieron millones. Yo fui más afortunado. Únicamente perdí doscientos cuarenta mil dólares (o bien ciento veinte semanas de trabajo a dos mil dólares cada una). Habría perdido más, pero éste era todo el dinero que tenía. El día del hundimiento final mi amigo, en otro tiempo asesor financiero y astuto negociante, Max Gordon, me telefoneó desde Nueva York. En cinco palabras soltó una frase que, con el tiempo, creo que ha de compararse con ventaja con cualquiera de las citas más memorables que constan en la historia americana. Me refiero a frases tan imperecederas como «No abandonéis el barco», «No disparéis hasta que veáis el blanco de sus ojos», «Dadme la libertad o la muerte» y «No tengo más que una vida para dar a la patria.» Estas palabras se hunden en la insignificancia, si se comparan con la notable cita de Max. Nunca fue un individuo de muchas palabras, pero en aquel momento incluso ignoró el tradicional «Hola». Lo único que dijo fue: «¡Marx, el baile ha terminado!» Antes de que yo pudiera responder, la comunicación telefónica se había cortado.