Groucho y yo (23 page)

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Authors: Groucho Marx

BOOK: Groucho y yo
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El viejo
massa
lograba realmente causarte sensación. Si alguna vez eras introducido a su augusta presencia, el escenario estaba perfectamente preparado. En su despacho privado la alfombra era gruesa y apagaba todos los ruidos. Su mesa tenía veinticinco metros de largo, o por lo menos así lo parecía, y encima no había nada, fuera de un jarrón caro que contenía una sola rosa. El único asiento que había en la estancia era el ocupado por el amo. El pobre actor, temblando de miedo, permanecía de pie ante él, basculando sobre sus pies igual que un colegial que acabara de ser atrapado robando la comida del maestro. En aquel ambiente, el actor escuchaba con humildad mientras Albee le informaba sobre cuál sería su salario en la próxima temporada.

Menciono únicamente a Albee porque era el ejemplo típico de su ralea. Esta actitud con respecto al actor se reflejaba a todo lo largo de la cadena teatral, hasta llegar a todos los teatros de variedades e incluso a los locales más insignificantes de los pueblos más apartados.

Unos pocos actores, más valientes que los demás, desafiaban al amo y le decían que, si no les pagaba lo que ellos pensaban que valían, se pondrían a trabajar para la oposición, la cadena Loew. Esto requería un valor considerable porque sabían que, si llegaban a actuar alguna vez para Marcus Loew, serían incluidos en la lista negra y nunca más podrían volver a actuar en ninguno de los teatros de Albee. Varios grupos artísticos fueron eliminados del mundo del espectáculo por la Gestapo de Albee o, como él prefería llamarla, la oficina general de contratación.

Cuando los hermanos Warner descubrieron que los actores podían hablar en la pantalla, no se necesitó una bola de cristal para presagiar que las variedades tocaban a su fin. Supongo que, aunque los amos hubieran tratado a los actores como seres humanos, las variedades habrían desaparecido igualmente. No obstante, podrían haber durado más tiempo. Por lo demás, mientras hubieran subsistido, habrían sido más agradables para los depredados intérpretes.

* * *

Como estrellas de Broadway, habíamos recorrido un largo camino desde los tiempos en que éramos niños y vivíamos en Nueva York. Aquella época había sido maravillosa o, por lo menos, así nos lo parecía desde nuestro punto de vista retrospectivo. Habíamos sido pobres y ni criadas ni niñeras nos habían molestado. Mi madre hacía el trabajo de la casa y nosotros nos íbamos a la calle para jugar allí hasta que teníamos hambre. Si uno de nosotros era atropellado, no era más que mala suerte. No se podía esperar que una mujer cuidara de la casa y al mismo tiempo mantuviera sus ojos fijos en cinco muchachos.

Tal como te he explicado anteriormente, solíamos jugar al gato y al ratón, a canicas, a ladrones y policías, al salto de la rana y a todos los demás juegos que se jugaban en las otras calles. Supongo que esto ocurre en cualquier barrio, pero en nuestra calle había un muchacho llamado Leonard Dobbin que superaba en todo a los demás chicos. Su superioridad no se limitaba únicamente a los juegos de orden físico. También era el mejor en los juegos de palabras y en todos los restantes pasatiempos de orden intelectual que practican los muchachos. Además de todo esto, su aspecto era muy bueno y conquistaba a la mayor parte de las chicas que merecían conquistarse.

Leonard siempre había dicho que, cuando se graduara en la escuela superior, iría a la universidad para estudiar derecho. Todos estábamos convencidos de que, con sus grandes dotes, era inevitable que algún día se sentara en uno de los tribunales más altos de la nación.

No volví a verlo hasta al cabo de veinte años, cuando estábamos actuando en
Cocoteros.
Una noche, mientras estaba yo en mi camerino quitándome el bigote postizo y el resto del maquillaje, uno de los conserjes me entregó una tarjeta de negocios. En ella se leía: «Leonard Dobbin, procurador en leyes».

Hice pasar a Leonard. Habíamos convivido siendo muchachos y todas estas cosas, de manera que me alegré de verlo. Tenía aspecto de lo que era: un joven abogado.

—He estado en primera fila esta noche, Julius, y te he visto trabajar —dijo Leonard.

En el mundo del espectáculo, una aparición como ésta va seguida normalmente por «Has estado maravilloso», «Me lo lo he pasado en grande» o bien «Tanto tú como tus hermanos me habéis hecho reír de verdad». Incluso si hubiera dicho: «El espectáculo ha sido espantoso y tú has estado horrible», no me habría importado demasiado, pero él se limitaba a estar de pie allí, mirándome más bien con un aire de compasión.

Yo estaba acalorado y cansado, como la mayoría de los actores cuando el telón cae por última vez, y su actitud me molestaba. No pude resistir mucho tiempo y finalmente le pregunté:

—Bueno, Leonard, ¿te ha gustado el espectáculo?

Chascó su lengua unas cuantas veces y siguió mirándome. En realidad, no me miraba
a
mí, sino que miraba a
través de
mí. Dado que seguía sin responder, no vi que hubiera demasiadas posibilidades de éxito siguiendo aquella táctica. Decidí seguir otro modo de aproximación.

—Bueno, ¿de qué manera te está tratando el mundo? —pregunté—. ¿Qué estás haciendo actualmente?

—¿No has leído mi tarjeta? —dijo con aire inquisitivo—. Soy abogado.

Luego, enderezándose hasta donde le permitía toda su estatura, añadió:

—Soy el socio más joven de una empresa. Ahora gano cien dólares a la semana, pero me han indicado que el año próximo ganaré ciento veinticinco.

En aquella época yo ganaba dos mil dólares a la semana, pero no se lo dije. Estaba decidido a sacarle alguna clase de opinión acerca del espectáculo.

—Leonard —insistí—, ¿no te ha hecho reír nuestro espectáculo?

Al fin se dignó decirme:

—El hecho es, Julius, que me he reído mucho. Todo resulta más bien humorístico en conjunto. Pero esto no es lo importante.

Ligeramente enojado, repliqué:

—¡Para mí sí que es importante! Este es mi modo de ganarme la vida.

Podría haber añadido: «Y, además, magníficamente bien», pero era demasiado bien educado.

—Julius —dijo gravemente—, voy a hablarte con franqueza. Convivimos juntos de muchachos y siempre te he tenido en gran estima. Por eso voy ahora a decirte algo que quizá te va a pesar. Te he estado observando esta noche. Tienes ya treinta y cinco años y no haces más que tonterías en el escenario. Te vi en las variedades cuando tenías veinte y entonces no me preocupó demasiado. Pero cuando veo a un individuo de tu edad saltando por encima de los muebles, bailando como un loco y diciendo frases irrespetuosas a las mujeres que trabajan en el espectáculo, siento un gran pesar. Tienes una mente despejada. ¿Por qué no te dedicas a algo que sea útil? No eres muy mayor. Todavía podrías ser un hombre de negocios, un médico o quizás... incluso abogado. ¿No sería mejor esto que montar un espectáculo para miles de personas que son desconocidas?

—Leonard —le dije—, no puedo explicarte lo que estas palabras que acabas de decirme han representado para mí. Tan pronto como acabe la temporada teatral, voy a seguir tu consejo: dejar el teatro y buscar un empleo. ¡Cien dólares a la semana sería algo magnífico para mí!

—Bueno —hizo una pausa con aire reflexivo—, ya comprenderás que no se puede empezar ganando cien dólares a la semana. Es mucho dinero, Julius. Sin embargo, creo que tienes talento y detesto ver cómo lo desperdicias por este camino. Piensa en todo esto.

—Estoy muy contento de habernos vuelto a ver aquí esta noche —dije yo—. Esta pequeña conversación que hemos tenido ha sido para mí una inspiración.

Luego le estreché la mano con fuerza y se marchó.

* * *

Pasaron dos años antes de volver a encontrarnos. Representábamos entonces
Animales locos.
Yo ganaba tres mil dólares a la semana y acabábamos de firmar un contrato con la Paramount para hacer cinco películas por un millón y medio. Con el contrato cinematográfico y el salario que percibía por
Animales locos
, ganaba cerca de seis mil dólares a la semana.
Animales locos
constituía un éxito todavía mayor que
Cocoteros.
Las entradas eran más caras y las recaudaciones más cuantiosas. Hacia el cuarto mes de representación, se presentó nuestro amigo el señor Dobbin. El conserje me entregó de nuevo su tarjeta. Esta vez las letras estaban impresas con caracteres dorados.

Al entrar en mi camerino, intercambiamos los saludos normales y yo permanecí sentado, esperando otra vez algunas frases halagadoras. Tendría que haberlo conocido mejor.

—Bueno, Leonard —empecé diciendo—, ¿te ha gustado el espectáculo?

(Había decidido ir al grano en esta ocasión.)

Me miró con aire apesadumbrado.

—Julius, me has decepcionado. Cuando nos separamos hace dos años, me quedé bajo la impresión de que ibas a seguir mi consejo y de que abandonarías el mundo del espectáculo, pero esta noche he estado observándote en primera fila y sigues haciendo todavía las mismas cosas estúpidas y ridículas que hacías antes.

—Bueno, pero, ¿no son divertidas? —pregunté—. ¿No has oído cómo el público se desternillaba de risa?

—Sí, lo he oído —admitió—. E incluso yo me he reído en una o dos ocasiones durante el espectáculo. Pero ahora tienes treinta y siete años. ¿No te molesta a tu edad actuar como si fueras un mentecato y aparecer ante el público haciendo el estúpido?

Aquello empezaba a sonar como un disco rayado. —Leonard —dije—, olvidemos esto. Entonces abordé su tema preferido. —¿Cómo te van las cosas ahora?

—Tengo noticias para ti —alardeó—. No he conseguido los veinticinco dólares de aumento que esperaba. En lugar de esto, ¡he obtenido un aumento de
cincuenta
dólares! Y —prosiguió diciendo— no pasará mucho tiempo antes de que gane doscientos dólares a la semana. ¡Imagínate! ¡A mi edad, ganar doscientos a la semana!

Siendo un hombre amable y cortés, no tuve corazón para mencionar los seis mil que yo ganaba a la semana. Me limité a seguir sentado allí y a dejar que se explayara. Exceptuando unas cuantas frases todavía más ampulosas, me soltó el mismo sermón de dos años atrás. Cuando acabó de soltar su discurso, le dije: —Leonard, ¡me has convencido! Esta es mi despedida del teatro. Un individuo que a tu edad puede ganar ciento cincuenta dólares a la semana hace que me dé cuenta de lo estúpido que es mi camino. Eres un brillante ejemplo de la joven América en marcha y
Animales locos
será mi canto de cisne en el teatro.

* * *

No volví a ver a Leonard hasta al cabo de diez años. En aquella época, nuestras películas se proyectaban en todo el mundo, tenía dinero en tres bancos distintos y poseía un abrigo de vicuña y dos Cadillacs.

Era el domingo de Pascua en la Quinta Avenida. Leonard Dobbin llevaba un sombrero flexible, un traje oscuro y ajustado y un bastón. Iba acompañado además por una mujer de aspecto sumamente gusarapiento y dos mocosos de cara triste y desdichada. Nos saludamos. Luego, con su tacto acostumbrado, empezó de nuevo su sermón.

—Me has decepcionado por completo, Julius. Me dijiste que ibas a abandonar la escena.

Sonreí cortésmente.

—Lo hice, Leonard. Ahora trabajo en el cine.

—Bueno —replicó encogiéndose de hombros—, supongo que serás siempre un payaso. Realmente, es una vergüenza. Podrías haber sido una persona respetable. Habrías sido un buen abogado.

No valía la pena seguir hablando de ello, de manera que le dije:

—¿Y cómo te van a ti las cosas, Leonard?

Su rostro se iluminó como si hubiera puesto en funcionamiento una máquina tragaperras. .

—No vas a crerlo, Julius, pero me han hecho uno de los socios principales de la empresa. El año pasado, incluyendo las comisiones, ¡gané nada menos que dieciocho mil dólares!

No quise echarle a perder su paseo pascual diciéndole que, entre mi sueldo en el cine y mi salario en el teatro, yo también ganaba cerca de dieciocho mil. La única diferencia estaba en que yo ganaba esta suma cincuenta y dos veces al año. Me limité a despedirme de aquel pichón bobalicón y engreído, de su vulgar familia y de sus consejos, para seguir paseando por la avenida.

Estoy seguro de que hasta el día de hoy sigue estando convencido de que mi vida ha sido un absoluto fracaso y la suya un gran éxito.

Capítulo XV

DE CÓMO FUI PROTAGONISTA DE LAS LOCURAS DE 1929

Muy pronto un negocio más candente que el negocio del espectáculo atrajo mi atención, como también la atención del país. Se trataba de una cosa insignificante llamada mercado de valores. Me enteré de ello por primera vez hacia el año 1926. Constituyó una sorpresa agradable descubrir que yo era un negociante muy astuto. Por lo menos así lo parecía, porque todo lo que compraba aumentaba de valor. No tenía asesor financiero. ¿Quién lo necesitaba? Podías cerrar los ojos, poner el dedo en cualquier punto del enorme tablero y la acción que acababas de comprar empezaba a subir. Nunca retiré los beneficios. Parecía absurdo vender una acción a treinta, cuando sabías que durante el año su valor se doblaría o se triplicaría.

Mi salario en
Cocoteros
era aproximadamente de dos mil dólares a la semana, pero esto resultaba calderilla en comparación con la pasta que teóricamente ganaba en Wall Street. Has de saber que disfrutaba trabajando en el espectáculo, pero ponía muy poco interés en el salario. Recibía soplos de todo el mundo sobre la bolsa. Resulta difícil de creerlo actualmente, pero incidentes como el que sigue eran normales en aquellos tiempos.

En Boston, subí a un ascensor del hotel Copley Plaza. El ascensorista me reconoció y me dijo:

—¿Sabe usted, señor Marx? Hace sólo un instante han estado aquí dos individuos. Eran gente de postín. Vestían americanas cruzadas y llevaban claveles en los ojales. Hablaban de la bolsa y créame que daban la impresión de saber lo que decían. No pensaban que yo estaba escuchando su conversación, pero cuando trabajo en el ascensor siempre estoy con el oído atento. ¡No voy a pasarme toda la vida manejando una de estas cajas! En todo caso —prosiguió diciendo—, he oído que uno de los individuos decía al otro: «Pon todo el dinero que tengas en efectivo en United Corporation.»

—¿Cuál es el nombre de estas acciones? —pregunté yo.

El hombre me miró de forma burlona.

—¿Qué le ocurre a usted, amigo? ¿No le funcionan bien los oídos? Ya se lo he
dicho.
El hombre ha hablado de la United Corporation.

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