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Authors: Ignacio Aldecoa

Tags: #Clásico, Drama, Relato

Gran Sol (22 page)

BOOK: Gran Sol
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El copo estaba pegado al casco del
Uro
. Un hombre saltó al copo flotante y con un bichero intentó despegarlo.

—¡Dios! —dijo rabiosamente Orozco—, no se les ocurren más que idioteces. Que den marcha atrás o se les cuela el copo debajo.

El
Uro
, en cuanto el hombre del copo saltó a la cubierta, hizo marcha atrás y se despegó del copo. Ya tenían preparado el salabardo. A poco comenzaron a salabardear. Simón Orozco respiró profundamente.

—Ya era hora.

Las conversaciones volvieron tras la expectación de los momentos pasados a tener un tono de alegría. Gato Rojo estaba en el espardel hablando con Domingo Ventura.

—Con media docena de redadas así se llenan los barcos. Con cuatro días que tengamos suerte, para el sur.

Gato Rojo calló pensando en el sur, pensando en la llegada, con día claro, a la vista de los perfiles costeños cantábricos. Las discusiones de siempre entre los tripulantes: «Es el Médico, es la roca de la Virgen, tras ese monte está el pueblo…»; o «esa roca no es el Médico, esa roca es la de Pata Vieja y en seguida tendremos la torre del faro, me apuesto lo que…». El sur era para Gato Rojo seis redadas de suerte, el sur era para Simón Orozco la entrada con los barcos llenos en el puerto de marca más alta para la merluza.

Acabaron de salabardear en el
Uro
. La cubierta blanqueaba de merluza y pescadilla, manchada por el verdiam
Aril
lento color de los bacalaos.

—Han sacado mucho bacalao —dijo Afá—. Han tenido un pico de suerte. A ver nosotros lo que hacemos.

Los barcos se fueron juntando para el segundo lance. A medida que se acercaban se asombraban los marineros de la importancia de la pesca.

—Salen doscientas cajas —dijo Afá.

—Salen más —afirmó Macario.

Tras el segundo lance, comenzó el trabajo en la cubierta del
Uro
.

—Les lleva preparar todo esto hasta la sacada de la noche —dijo Afá.

Macario Martín movió la cabeza afirmativamente. Afá se volvió hacia el patrón de pesca, asomado a una ventana del puente.

—¿Quién sacará esta tarde, señor Simón?

—Ellos.

—Tienen mucho trabajo ya.

—Mejor, José, cuanto más trabajo, mejor. Mañana sacaremos nosotros.

Arrastraban los barcos hacia el norte. El patrón de costa comunicaba la situación comprobante al
Uro
.

—Estamos en el cincuenta y cuatro, veinte, latitud, once, cincuenta y dos, longitud. ¿Hay diferencia de tu observación?

Macario Martín entró en el rancho, frotándose las manos.

—Como esto siga así —dijo—, mañana se nos prepara buena.

Los pájaros de la mar aureolaban el
Uro
.

X

L
AS nubes, negras, grandes, procesionales, llegaban de sus nidos tormentosos del extremo noratlántico. El azul celeste recortaba sus quebradas periferias escandinavas. Parecía cuarteado el cielo. La luz hería los ojos y borraba en gris los colores y los agitados relieves de la mar. Un plácido viento noreste fundía espumas y alas, cuando los pájaros picaban sobre la pesca paleada a las aguas.

A mediodía había sacado el
Aril
. Los barcos arrastraban en el segundo lance. En la cubierta del
Aril
, incapaz para la redada, trabajaban los tripulantes en una superficie de pescado que bordeaba y a veces se derramaba por las amuras. En la punta de proa paleaban los hermanos Quiroga. Afá ocupaba su puesto habitual junto al palo. Macario echaba bacalaos a sus espaldas para trabajo de los engrasadores que carneaban sobre unos cajones. Sas, Artola y Ugalde trabajaban en hilera pegados a los carretes. Desde el puente contemplaba Paulino Castro, sin oficio en la pesca. Simón Orozco llevaba el barco al rumbo y atendía al arrastre iniciado. Domingo Ventura tascaba boquilla en el espardel, oculto a los marineros de proa, visto cínicamente por los engrasadores que hacían faena debajo de él.

Las bocas feroces y dolorosas de las merluzas, los cuerpos sumergidos en los cuerpos, amenazaban desde la muerte. Los lenguados, recorte de suelo, tembloroso límite de arena de fondo —ojos nublados, tacto graso, horizontalidad de espina— eran pura sumisión desde la muerte. Los bacalaos y las barruendas de senatoriales testas, solidificadas gelatinas, habían muerto plácidamente. Los peces menores de la redada —pintarrojas, rapes, besuguillos, cucos, carnavales, payasos, rayas, escualos… manchaban de colores la plata blanca, la plata negra, la plata negriverde de los pescados de gran marea y el cáñamo de los pescados planos.

El viento noreste amainó hasta la caricia; se absorbió en sus honduras nórdicas. Los trabajadores de proa sintieron suceder al viento el bochorno. Azul y nubes; ovas, tripas, hígados, sangre, vientres abiertos; los cuerpos someros de la apretada superficie de pescados estaban secos de sus humores naturales.

Hacía calor. José Afá se desprendió del chaquetón del traje de aguas. Al rato se quitó la camisa. Macario Martín sentía que gotas de sudor se le deslizaban por medio del pecho. En los codos de Gato Rojo se secaba la sangre de los bacalaos.

La tarde se afoscaba. La tarde se resumía en la gran redada, en las cajas de pescado, en las cajas de cocochas y de ovas, en la caja de los hígados, en el montón de los desperdicios, que un agua cálida arrastraba por la cubierta hasta los imbornales cegados. El agua se encharcaba en la cubierta, junto a la cocina, en babor y estribor, hasta la curvatura de la popa. Gato Rojo con la escobilla de afretar la cubierta empujaba desperdicios hasta las puertas de trancanil, empujaba éstas con el pie y dejaba que el agua se los llevase. Los pájaros de la mar rozaban casi las amuras en los garabatos de sus vuelos, en pos de todo lo que se echaba del barco; pájaros de hambre sin hartura.

A media tarde hubo ronda de vino. A media tarde emergieron los hombres del trabajo, de sus caldas de sudor y pescado, de la soñarrera de cansancio, luces y reflejos. Se miraron a las caras, como desconocidos, enmascarados de fatiga.

Ninguno habló. La pausa del trago fue una pausa mecánica, en la que los pescadores se fueron pasando la botella como un relevo; relevo en el que recobraban sus normales armonías faciales cuando bebían.

Reanudaron el trabajo. Bajaron a la nevera Afá y Macario Martín. El cambio de labor les animó. Los hermanos Quiroga descolgaban las cajas. Afá cubría el pescado con el hielo que picaba Macario. Afá estaba en su quehacer desnudo de medio cuerpo. La bombilla rompía su luz en los cristales de la picadura, rielaba su luz por la gran masa de hielo. La pesada luminosidad de la tarde caía aplomada por la escotilla. Las cajas que Afá iba cubriendo de hielo, libraban en el pantoque húmedo, am
Aril
lento, un rectángulo. En su torno aumentaba la breve, geométrica, cordillera glaciar de los derrames del relleno.

En máquinas ya estaba en la guardia Manuel Espina. Al entrar de refresco en el trabajo de cubierta Juan Arenas, cantiñeaba su flamenco barato hasta que le mandaron callar. Preguntó sorprendido:

—¿Es que uno no puede cantar?

Joaquín Sas, sin verle, desde los carretes, le respondió en un tono aburrido.

—No, no puedes.

Arenas hizo un movimiento de hombros y se aplicó a separar bien la espina, sin dejar filete, del bacalao que carneaba. Gato Rojo había hincado su cuchillo en el cajón y apilaba bacalao para el friego y la salazón.

—Sale mucho bacalao, nos vamos a llevar unos buenos lotes —dijo Gato Rojo.

—Ventura, en el catre. No debía entrar en el reparto.

La cabeza de Gato Rojo hizo un movimiento de resignación.

—Díselo.

—¿Yo? Estoy de malas y quieres ponerme a peores. No, eso se lo tiene que decir el contramaestre…, pero no se atreverá.

—O decírselo al señor Simón.

—El señor Simón no quiere saber nada de esto.

La cabeza de Gato Rojo tenía en la tarde morada un peso de oro viejo, una consistencia mineral, cuando el cuero se irguió y el engrasador quedó un momento mirando la mar.

—En este asunto del bacalao, Ventura siempre se escabulle.

—¿En qué no se escabulle?

Juan Arenas, al cortar la cabeza del bacalao y abrirlo en canal, dejó dos escotes en los lados de las agallas. Desde la unión de los dos arcos, pasó el cuchillo hasta la cola, rápida, hábilmente. Abrió el bacalao como un cuaderno grande. Lo lanzó a su espalda y escuchó el chapoteo de su caída, seguida de su avance resbalando por el declive de la cubierta hasta la charcada de agua y sangre.

—Si es verdad lo de la pareja y el bou, habrá que buscarse otro asiento…

Juan Arenas cogió un bacalao y lo dejó sobre el cajón. Introdujo la punta del cuchillo en la fosa anal y tiró hacia la cabeza. Rajó, arrancó las entrañas y las echó a la mar. Rodó la cabeza de un tajo atinado; Gato Rojo la empujó con el pie hacia la amura.

—Es el viaje en que más ganas de volver tengo…

El pantalón de aguas de Juan Arenas estaba mal cuidado, endurecido. Le formaba aristas desde la cintura hasta las corvas. Juan Arenas, trabajando el bacalao, tenía aire de payaso a medio vestir, con el pantalón de aguas y la camiseta sin mangas.

—¿Tú tienes tabaco ahí?

Juan Arenas se chupó una espinada, escupió; se apretó el dedo y salió una bolita de sangre negra, como un ojo de cangrejo. Gato Rojo desatrancó los imbornales y sobre la mar se vertieron cinco chorros de aguas sucias, turbias de sangre y vísceras.

—Voy al rancho por una botella.

Gato Rojo tiró de un congrio, lo volteó sobre la cabeza y lo golpeó contra la cubierta. La boca del animal se entreabría peleadora y agónica. Joaquín Sas apartó una molva pequeña y siguió trabajando. Comería molva, si había un rato libre, y si no, de la marmita de Macario. Pero la molva… hacía mucho tiempo que no la comía. A veces salían de las redes cuatro o cinco arrobas, a veces en toda una marea ni aparecían. Sabía mejor que la manteca, entre el sabor de la merluza y el del bacalao. La prepararía en salsa verde, suponiendo que Macario hubiera traído perejil…

—Toma un trago, que no te vean.

Juan Arenas tenía los ojos brillantes y ganas de cantar, muchas ganas de cantar. Comenzó a tararear cortando bacalao. Gato Rojo bebió de trago largo.

Colgó la botella de la pestaña del cierre del portillo de la cocina. Se apoyó en la amura y calculó en voz alta:

—Si la marea sigue con suerte llegamos al medio millón. Si llegamos al medio millón vamos a salir con bastantes perras. Descuentas las ciento treinta y cinco mil de los barcos. Los por cientos de los patrones y de los motoristas, en total unas cincuenta y cinco mil —guardó silencio—. Nuestro por ciento, unas mil para cada uno de nosotros, échale el sueldo, échale las cocochas y las huevas, desembarca cajas y estás en las dos mil y pico bien. Dos mil doscientas, por ejemplo. Bueno, ya es dinero, ya está bien. Tienes que quitar la libra de Bantry.

Dos mil cien. Y si le aumentas dos o tres merluzas de la cena, si el señor Simón está de buenas. Y si le aumentas el lote del bacalao. Dos mil seiscientas. Dos mil seiscientas es buena marea, es para alegrarse —volvió a guardar silencio—. Se necesita un poco de suerte, que salga la pesca como desde Bantry. Se necesita que rondemos el medio millón.

—Te dejas el bonito del regreso, si hay suerte.

—No lo cuento; lo del bonito es una mentira. Hablamos constantemente de que vamos a sacar y sacamos cada cinco mareas. El bonito no lo cuento. Si lo contase podíamos acercarnos a las tres mil. Son muchas pesetas. Nunca se llega a tres mil pesetas. Nuestras mareas son de mil quinientas, deja que ésta sea de mil pesetas más y vamos muy bien.

Juan Arenas canturreaba, moviendo los labios exageradamente, haciendo muecas. Juan Arenas se quejó del primer motorista.

—Ya podía salir a echarnos una mano. Al pasar lo he visto tirado en su catre, despatarrado.

Gato Rojo colgó de la barra agarradera del guardacalor el congrio limpio.

Gato Rojo, con la mirada en la popa, cortado el cielo por la boza de cadena, siguió la estela hasta la lejanía de las manchas de las parejas del arrastre. Partía rumbo un mercante de la línea de América, navegando hacia el suroeste.

—Se han olido las redadas —dijo Gato Rojo.

—El patrón habrá avisado a los barcos cercanos de la misma clave.

Si pescamos todos bajará el precio de la merluza.

—No te preocupes. Todos no pescarán. Mañana verás cómo está la mar, pero ya será difícil un buen copo. Pescarán para cumplir, nada más. Los buenos copos se los lleva, como en todo, el que primero llega.

Gato Rojo se puso al trabajo de carnear bacalao. Le corría el sudor por el cogote. Una pintarroja se retorcía en las aguas de la cubierta cegados de nuevo los imbornales. Pequeños gallos machacados sobrenadaban en las aguas.

—Limpia tú ahora —dijo Gato Rojo.

Domingo Ventura estaba en su catre largando humo por las narices, viéndolo adensarse en la cama de su camarote. Paulino Castro sesteaba intranquilo de sudorcillo, de malestar de estómago, de pesadilla de tarde caliginosa. Simón Orozco, asido a las cabillas de la rueda, mancornaba el timón, sostenía el rumbo, llevaba el arrastre.

Simón Orozco se asomó a una de las ventanas del puente, observó el trabajo. Macario Martín se alzó a pulso a la cubierta. Habló con Venancio Artola.

—Baja tú a picar un rato, que voy a preparar la marmita.

Se oyó la voz rotunda de Simón Orozco:

—Déjate ahora de preparar marmitas, Macario, hay que acabar esto antes de que saquemos. Vuelve a la nevera o limpia pescado. No estamos para andar perdiendo el tiempo en la cocina.

—Es que ya se echa la hora, señor Simón —dijo Macario.

—Haz lo que te he dicho.

—Pero es que…

Simón Orozco repitió:

—Haz lo que te he dicho.

El patrón de pesca desapareció de la ventana. Macario Martín estuvo unos instantes mirando hacia el puente, desafiante; luego, murmurando, bajó a la nevera. El contramaestre escuchó los complicados insultos de Macario, las barbaridades barrocas de Macario, sin alterar su ritmo de trabajo, sin que se le alterase un rasgo de la cara. Macario Martín se adentró en la nevera y golpeó rabiosamente con el pico en la masa de hielo.

—Así, así —dijo Afá con calma.

—Tú también… No me… Me voy a tener que…

—Así, así, que todavía hay mucha faena y se nos va a echar la red de la noche y entonces vas a tener ocasión de cansarte y de querer escaparte para la cocina.

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