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Authors: Ignacio Aldecoa

Tags: #Clásico, Drama, Relato

Gran Sol (18 page)

BOOK: Gran Sol
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De las máquinas llegó la voz de Gato Rojo, por encima de los ruidos del motor, flotando sobre la monotonía. Afá dejó de mirar el ojo de buey y saltó de la litera. Salió a las pasaderas y se asomó a las máquinas.

—¿Qué pasa, Carmelo?

—El patrón, que subáis.

—¿Que subamos, quiénes?

—Los dos, Macario y tú.

Afá volvió al rancho y se calzó las botas de aguas.

—Anda, Macario, vamos para arriba.

—Ya estás eligiendo mal.

—No elijo, te eligen. Es el patrón… Macario Martín tomó la orden con calma. Bebió de su botella y se la pasó a su amigo Afá.

—Luego la llenas de tu garrafa.

—Vaya…

—A ti te sobra vino.

—Bueno, hombre, bueno.

Manuel Espina protestó cuando Macario apoyó los pies en la barra de su litera.

—Salta directo al suelo. No me pases tus asquerosos pinreles por las narices.

Macario Martín mostraba amabilidad y confianza. Se sentó en la litera golpeando con el puño en el cuello de Espina.

—Deja sitio, pejín, deja que me siente. Vete más allá. Anda, hombre, anda.

Manuel Espina y Juan Arenas, cuando Afá y Macario dejaron el rancho, entretuvieron la parla en el comentario del tiempo. Después callaron. Juan Arenas prosiguió la lectura abandonada de una novela del Oeste. Manuel Espina cruzó las manos bajo la cabeza, se acomodó en la litera y silbó tenuemente una melodía popular. Arenas cerró el libro, colocando el dedo índice entre las páginas de la lectura interrumpida, sujetándolo con el pulgar en la cubierta y los tres dedos restantes en la sobrecubierta.

Adoptó una actitud expectante. Sonrió. Luego dijo:

—¿A que sé en qué estás pensando?

—¿En qué? —dijo, distraídamente, Espina.

—En mujeres. ¿A que sí? —su voz tenía un escalofrío erótico.

—No.

—No lo niegues.

—No, ¿por qué tenía que negarlo?

Juan Arenas se apoyó en el codo del brazo izquierdo y se incorporó a medias. Frunció el entrecejo.

—¡Qué sé yo!

—Pues no pensaba en nada. Estaba descansando.

—Creí… Ocurre siempre que se deja un puerto.

—Ya.

—¿A ti no te ocurre?

—Sí… claro, como a los demás.

Juan Arenas se frotó el pecho con las palmas de las manos, estiró los músculos, tensó el cuello y forzó a un alargamiento de máscara las comisuras de los labios. Después se relajó y dijo:

—Quisiera estar con mi mujer.

—Como no venga nadando…

Juan Arenas no había oído, en su ensoñación, más que el rumor de las palabras.

—Me gustaría que mi mujer estuviese aquí —dijo.

—Pues a mí no me gustaría que estuviese la mía. A mí me gustaría estar donde está ella.

Juan Arenas fijó la mirada en el techo del guardacalor, bajó la mirada hasta la puerta, vio pasar a Domingo Ventura, oyó su voz indicando algo a Gato Rojo.

Juan Arenas sonrió tristemente.

—¡Qué cosas se le pasan a uno por la cabeza…! —Manuel Espina callaba—.

Pero sí que me gustaría que estuviese aquí —guardó silencio; continuó—: Sí que me gustaría.

Manuel Espina se sentó en la litera, saltó al suelo.

—A mí también me gustaría que estuviese aquí… para un rato.

En las cajas de debajo de las literas, Manuel Espina buscó un trozo de pan.

Mordisqueó la corteza. Se tumbó en el catre. Jugueteó con los pies descalzos en la rejilla de la barra de la litera.

—Este pan —dijo— es casi como el del Seminario.

—¿No comíais bien?

—¡Bah…! Pasable.

—¿Estuviste mucho tiempo?

—Cinco años. Los de mi tiempo son curas hace… —calculó—, hará casi cuatro años.

—¿Por qué te saliste?

—No me gustaba.

—¿Mujeres?

—No, no pensaba en las mujeres. Era un chiquillo. No pensaba más que en comer y en jugar. No quería estudiar. Nunca he servido para estudiar.

Juan Arenas insistió:

—¿No pensabas en mujeres? Yo, desde chico, cuando íbamos al dique a bañarnos…

—Hasta que fui al servicio no estuve con una mujer.

La risa de Juan Arenas era compasiva y acaso un punto menospreciativa.

—Yo, a los dieciocho años —dijo Arenas y apiñó los dedos de la mano derecha—, así. En los bailes, en la playa, donde fuera, siempre sacaba un plan.

Hasta con veraneantas que parecía que vivían a cien millas de uno. Las llevaba al contra-muelle. Bueno, qué quieres que te diga.

Le entró un murriazo de recuerdos.

—Había una que venía todos los años con su familia, que luego se casó, según me enteré…

Manuel Espina no escuchaba a su compañero. Pensaba en su mujer, Luisa Santonja. Desde que se había casado con ella tenía bastante. Cuando volviera a casa se bañaría en la cocina, se vestiría el traje nuevo, llevarían al chiquillo donde los abuelos y entrarían en la ciudad. «¿Dónde vamos?» «Vamos al cine.»

«En el Victoria dan una de las que te gustan.» Iría al cine con su mujer. Si había suerte y en el Victoria daban una película policíaca le gustaría que a la salida lloviese un poco, que el viento del norte moviese las ramas de los árboles, que el bar donde entraran a tomarse un café estuviese casi vacío. Le gustaba volver a casa con su mujer cogida del brazo por las calles solitarias hasta el barrio de pescadores. Esa noche dormiría el hijo en casa de los abuelos y ellos…

Los mejores sueños los rompía el primer motorista con su orden de trabajo. Domingo Ventura entró en el rancho y advirtió:

—La maquinilla de los carretes dice Gato Rojo que tiene algo en el eje.

Bajad a ayudarle. Yo voy en seguida. Desmontáis el cubridor del eje y me avisáis; no toquéis nada hasta que yo lo vea.

Juan Arenas dejó la novela abierta encima de la litera.

—Vamos, Manolo.

Se oía una poderosa sirena a babor. Simón Orozco salió al espardel.

Escrutó en la densidad de la niebla. Paulino Castro llegó silenciosamente hasta él.

—Barco grande —dijo—, de la línea de América.

—Está muy cerca —respondió Simón Orozco.

Roncaba la sirena del barco grande, ululaba la del
Aril
. Los dos patronos estaban silenciosos. Simón Orozco deshizo el silencio:

—Tira un poco a estribor.

Paulino Castro avanzó unos pasos hacia el bacalao del puente.

—Tira a estribor, Afá.

Simón Orozco tenía fija la mirada en la niebla.

—Está pasando. No se le va a ver, pero sentiremos el surco.

Paulino Castro creyó ver la sombra del barco grande en la niebla.

—Está ahí.

—No.

La sirena del barco grande sonaba a popa.

—Ya ha pasado —dijo Orozco—. Ahora llegará la marejadilla.

El
Aril
se balanceó en las olas de la estela del barco grande.

—Muchas toneladas —afirmó Paulino Castro.

—Sí, unos cuantos miles de toneladas.

Dejó el espardel Paulino Castro y volvió al puente. La humedad de la niebla había hecho resbaladiza la cubierta del espardel. Simón Orozco se asió a la baranda y miró hacia el cielo. La niebla tenía un suave tono limón. Frotándose las manos entró Simón Orozco en el cuarto de derrota, salió haciendo un cigarrillo y se sentó en el banco junto a la radio.

—¿Hasta cuándo durará esto? —preguntó el contramaestre, que estaba al timón.

A las doce lo sabremos, nos lo dirá la radio. Creo que van a cambiar los tiempos —contestó el patrón de pesca.

—Mañana, si hay suerte, se podrá echar el arte.

La niebla hacía íntimo y deseable el interior del puente. Paulino Castro conversaba con Simón Orozco. Macario, en el bacalao de estribor, protestó:

—José, sal ya, que me estoy calando hasta el alma.

—Acabo de coger la rueda.

Se oyó refunfuñar a Macario. Paulino Castro dijo a Simón Orozco:

—¿Tú vas a Pasajes o a Elanchove?

—A Pasajes.

—Haremos el viaje juntos.

Afá preguntó confianzudamente, sin volver la cabeza, mirando hacia la proa invisible:

—Señor Simón, ¿no tenía usted la mujer en Elanchove?

—Ya se habrá vuelto a casa. El chico tiene que trabajar, la chica tiene que ir a la escuela.

Simón Orozco se levantó del banquillo y entró en el cuarto de derrota. En la cabecera del catre tenía clavada con chinchetas una fotografía de su mujer y sus hijos. Era una fotografía de fotógrafo de verano. De fotógrafo a salto de feria, a cacha partida de trotar calles; de hombre que cumple más con la sonrisa que con la mercancía; de caballero amigote de limpiabotas, de floristas con celestineo al dorso, de piropín a putillas haciendo el estiaje. Una fotografía de sorpresa en las barandas de La Concha, un domingo por la tarde. A Simón Orozco le gustaba la fotografía porque su mujer tenía una cara extraña que le hacía sonreír tiernamente.

Simón Orozco había colocado aquella pequeña fotografía en lugar de otra en la que su mujer estaba con delantal, el hijo con mono de trabajo y la hija con las carpetas de la escuela bajo el brazo. Era una fotografía más grande, del fotógrafo de Herrera, que llevaba la máquina montada en un trípode, que exponía sus obras de arte a los lados del cajón mágico, que era conocido de toda la vida. Una fotografía en Pasajes, en el atardecer de cualquier día de sol, ya llegadas las sardineras: colgadas de las perchas las redes, formando un oscuro oleaje; tendidas cubriendo los norays, las redes como una enorme cuera de animal de imaginación; amontonadas, con las ristras de bolas de flote, como ojos, las redes, hitos cefalópodos haciendo calle al andén del muelle. Y allí su mujer y sus hijos. Tras su mujer y sus hijos sonreía un pescador, sentado en el suelo, inclinado en la faena de mallar. ¿Sonreía o no sonreía?

Simón Orozco se acercó al catre y el humo del cigarrillo llegó hasta la fotografía, la veló al instante, se dispersó. Paulino Castro avisó:

—Llaman del
Uro
.

En el rancho de proa de los dos Quiroga —el de la hembra que salió un zorrón, el que la zorreó de cuñado— envidaban a las mujeres, chica el habla, largo el gesto, pronto el farol. Era como un mus de aburrimiento, mano a mano, pasando las cuarenta cartas. Mucho descarte, mucha escama, todo sabido. Sabida la fanfarria, sabida la verdad.

—Sí que estamos haciendo marea —dijo Sas. Juan Ugalde cosía un roto de su camisa; se pinchó con la aguja.

—Casuén

Sas seguía con sus quejas.

—… vamos a echar buen pelo. Ganábamos más a los panchos del muelle…

Venancio Artola encorchaba un cordel nuevo. Apretaba con los dedos pulgar e índice los rizos que se formaban. Proseguía parsimoniosa y diestramente.

—Hay mareas para reventar —dijo Sas.

Venancio Artola levantó la cabeza.

—No hay que apurarse, Joaquín, ya tendremos trabajo hasta cansarnos, ya lo verás.

—Sí… —movió Sas la cabeza dubitativamente; cambió el tema—. ¿Qué te costó? —señaló con la mano la bola del cordel—. ¿Dónde lo compraste? ¿Es bueno?

Venancio Artola montó el labio inferior sobre el superior, se le aniñó la cara.

—Ya se verá… Cuarenta duros… No los he pagado todavía, cuando cobre…

Las manos de Artola apretaron fuertemente la bola de cordel. Joaquín Sas contempló las manos de Artola. Juan Ugalde dejó la aguja atravesada. Los hermanos Quiroga hicieron casi un bisbiseo su conversación.

La esperanza de la paga abría los espacios de la ensoñación. Joaquín Sas pareció llegar de una lejanía y sus palabras empezaron a formar volúmenes reales, creaciones de deseos, marineras descargas del aburrimiento del rancho.

—Cuando yo cobre —dijo Sas—, me vuelo del muelle dos días. Les voy a meter un buen mordisco a las perras…

A rachas, sin contar con los que esperan de la paga, el marinero gasta su dinero en puerto. Es la descarga. En los primeros días de la marea siguiente, en las cotidianas soledades en compañía, nace el arrepentimiento. En otra marea vuelve la racha.

—… solo, no quiero a nadie. Me largo a darle aire a los cuartos… Por la calle de Cajal sabe el contramaestre un sitio…

Ni Juan Ugalde cosía, ni Venancio Artola devanaba; esperaban. Joaquín Sas principió una prolija enumeración de lo que iba a hacer. Los hermanos Quiroga habían dejado de conversar. Joaquín Sas cargaba las palabras de un frenesí que las arrebataba hacia la acción que describía.

—… hasta que los bolsillos me queden bien arranchados…

La desaparición de la paga en la orgía imaginativa acabó con la expectación de Venancio Artola. Juan Ugalde volvió a coser. Parsimoniosamente devanaba Artola y hablaba con una suavidad temerosa, puritana, correctiva.

—¿Y la mujer, Joaquín? No debes gastar lo que no puedes. Aguántate, como los demás. A la familia, el que tiene familia, lo tiene que dar todo…

Recuperaba Sas su gallardía cínica, tras la inmersión en los deseos. Volvía al juego de los ocios del rancho, habilitando abismos de perversión para la ingenuidad de los oyentes, pero perdidos los elementales impulsos que le habían hecho relatar la quema de la paga en una habitación —cuarenta y ocho horas sin salir de la habitación— de la calle de Cajal.

—¡Que mi mujer se arregle como pueda! ¿Acaso sé yo lo que hace cuando estoy en la mar? Si ella se divierte yo tengo derecho a divertirme. Si ella no cuenta conmigo yo no cuento con ella. Estaría gordo que todavía me dejase fregotear los cuernos.

Venancio Artola entraba en los juegos de Joaquín Sas por indignación formularia.

—Yo conocí a uno que decía lo mismo que tú y no era verdad que su mujer le engañara. Cuando se enteró su mujer, le engañó, porque dijo que daba lo mismo si el marido lo decía…

La risa de Joaquín Sas era desbaratada en su sarcasmo.

—Una parábola, ¿eh? Tienes que aprender mucho, Artola; tienes que echar un buen mechón de canas y vivir un poco más.

Venancio Artola se encogió de hombros.

—Yo pienso así, como te he dicho —dijo. Fingió terror Joaquín Sas.

Abalanzó las manos.

—No comiences, por favor. Lo que tú pienses me importa un pijo.

Venancio Artola devanó rápidamente. Juan Ugalde terminó de coser, miró a Sas, habló:

—Él piensa así. Él se va a casar.

Sas abrió los brazos.

—Eso lo sabemos todos —llamó a los Quiroga—. ¿Sabéis que Artola se va a casar? —los Quiroga nada dijeron, nada hicieron; Sas gesticuló—: Pues ya sabéis que Artola se va a casar —miró a Ugalde con calma—. ¿Y qué, me lo quieres decir?

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