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Authors: Ignacio Aldecoa

Tags: #Clásico, Drama, Relato

Gran Sol (26 page)

BOOK: Gran Sol
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—A los muertos hay que hacerles el ataúd —dijo Gato Rojo—, es como tiene que ser.

Manuel Espina estaba sentado en la escalerilla de las máquinas, con la cabeza cogida entre las manos, entreteniéndose en la contemplación del breve oleaje, producido por los balanceos del barco, en un cubo de gasoil. Manuel Espina estaba ausente de las preocupaciones de los ranchos y el puente; cumplía su guardia sin faena, sus cuatro horas junto al motor, esperando que el tubo acústico lo despertara al trabajo. Manuel Espina movía el cuerpo al compás de las arfadas del
Aril
; vacío de pensamientos, con la mirada prendida en el oleaje del cubo como un contemplador de las aguas del muelle que descubre reflejos, que calcula impulsos, que mide la mancha de humedad en cemento. Como un contemplador de las aguas del muelle, dejaba correr el tiempo en la hipnosis del líquido, percibiendo el sonido monótono, midiendo la salpicadura, atento al embate.

Junto a la rueda del timón que gobernaba el contramaestre Afá, el patrón de costa hablaba de la mar y de los años pasados. Afá a veces afirmaba con la cabeza, otras aclaraba un supuesto de Paulino Castro con su particular punto de vista.

—El marinero montañés es buen marinero en los mercantes y en la bajura.

El marinero gallego es un buen marinero siempre. El marinero montañés no quiere aprender el oficio; cada vez que tiene que hacer algo lo inventa. El marinero gallego se sabe el oficio desde grumete. A vosotros no os gusta que os enseñen. A mí me han enseñado a chicotazos; y a callar. Allí no había quien le dijese que no al patrón o quien protestase. A un chiquillo de barco que protestase lo corrían de popa a proa todos los de la tripulación, y si no cambiaba lo dejaba el patrón en el muelle para que se dedicase a otra cosa.

—Tiene usted razón, los montañeses nos negamos a aprender, nos furia que nos enseñen. Ahí tiene usted al
Matao
, ése ha dado peores contestaciones en su vida a más patrones que ningún marinero del Cantábrico. Ha hecho lo que le ha dado la gana. Así le ha lucido a él porque el
Matao
, si hubiera sido formal y hubiese hecho caso, igual estaba ahora de patrón de pesca en una pareja. Ahí lo tiene usted. Si mañana lo echan a puerto no tiene dónde caerse muerto. Creía que siempre iba a ser joven. Pero los montañeses…

Paulino Castro miró a la rueda del timón.

—Átala, José, no es necesario que estés cogido a ella.

El contramaestre obedeció. Apoyó después las dos manos en las cabillas y siguió contemplando el mar de proa. Paulino Castro entró en el cuarto de derrota. Siseó desde la trampilla. Domingo Ventura levantó la cabeza e hizo un ademán con la mano. Venancio Artola se subió a la mesa del rancho. Habló en voz baja con el patrón de costa:

—Se está acabando. Respira muy mal y hay veces que parece que ha dejado de respirar.

Domingo le ha levantado los párpados y no ve.

—Apártate.

Paulino Castro se descolgó al rancho. Gato Rojo bajó a su guardia. Macario Martín avanzó por las pasaderas hasta la cocina.

Juan Ugalde se apartó para dejar sitio al patrón de costa. Paulino Castro se acuclilló junto a la litera de Simón Orozco. Venancio Artola estaba apoyado en la mesa del rancho esperando que a la voz milagrosa, al milagroso contacto, del patrón de costa, Simón Orozco abriera los ojos y pronunciara alguna palabra.

Desde la puerta Macario Martín observaba; poco a poco, con miedo de hacer ruido, de molestar al yacente, de importunar a Paulino Castro que tomaba entre sus dedos el débil pulso de Orozco, se acercó a Venancio Artola. Macario hizo un gesto interrogante con la cabeza. Venancio frunció los labios como contestación.

Paulino Castro volvió el rostro hacia Domingo Ventura.

—Casi no se le coge el pulso, apenas un débil picoteo muy espaciado.

—En cualquier momento…

Paulino Castro se puso de pie. Domingo Ventura lo imitó.

—Debe tener un gran derrame interior, prácticamente está muerto —dijo el patrón de costa—. Se ha acabado Orozco.

Macario Martín se fue retirando hacia la puerta.

—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Domingo Ventura…

—Esperar.

—Si la capa continúa…

—Ya se verá.

Simón Orozco hizo un movimiento seguido de una ronca inspiración.

Macario Martín se volvió de la puerta. Todos guardaron silencio, contemplándolo.

¿Ha comunicado con la costa, patrón? —preguntó Macario Martín.

—Es imposible. Lo hemos intentado durante la noche y hasta hace un rato.

No se oyen más que ruidos. A los del
Uro
casi no les entendemos.

Paulino Castro subió a la mesa del rancho.

—Avisadme.

Domingo Ventura movió la cabeza. Paulino Castro se alzó a pulso por la trampilla. Macario Martín desapareció por la puerta de la cocina. Domingo Ventura miró alternativamente a Ugalde y Artola, se encogió de hombros y dijo:

—Ya es inútil todo. Ahora a esperar. En el puente Paulino Castro comunicaba con el
Uro
.

—… Está agonizando, agonizando… Veremos de avanzar con un poco más de máquina, vosotros haced lo mismo…

Macario Martín se quedó un largo rato en la cocina, mirando la mar por un ojo de buey. Luego caminó despacio hacia el rancho de popa. Cuando entró Joaquín Sas, le preguntó:

—¿Cómo va?

—Ya está en el fondo.

Joaquín Sas agachó la cabeza. Los hermanos Quiroga se miraron fijamente.

Manuel Espina se asió fuertemente de la barra de su litera. Juan Arenas se rascó los brazos. Macario Martín escupió furiosamente en el suelo y pasó su bota por el salivazo. No se oía más que los ruidos de la mar. El silbido del tubo acústico rompió el silencio funeral del barco. Poco después el run del motor acompañaba a los hombres.

A mediodía murió Simón Orozco, cuando los partes de la BBC se oían en el puente como un moscardoneo sin sentido. A mediodía el motor calló. A mediodía el viento norte aumentó su violencia y la lluvia era un muro inabarcable y sonoro. A mediodía el
Aril
hacía capa a la espera.

Macario Martín se tumbó en su litera. Acababa de llegar del rancho de proa. Pidió vino al contramaestre y bebió largamente.

—Al patrón hay que subirlo a su litera —dijo, pasándose la mano izquierda por los labios—. Hay que subirlo, porque en el rancho no parece bien que esté.

—¿Lo ha dicho el costa?

—El costa no ha dicho nada. Hay que subirlo. No debe estar en el rancho.

El contramaestre consultó con la mirada a Gato Rojo. Dijo el engrasador:

—No sé. Habrá que preguntárselo al costa.

Macario Martín saltó al suelo.

—Siempre estuvo en el puente —dijo—. Debe estar cerca de sus cosas.

Cuando haya que sacarlo, debe salir del puente.

El contramaestre tomó un trago de vino.

—¿No será mejor dejarlo donde está?

Macario Martín agitó las manos.

—Tiene que estar en el puente, tiene que estar en el puente.

Macario Martín estaba desazonado. Salió del rancho y caminó hasta la cocina. Desde la entrada al rancho de los marineros miró al patrón de pesca, yerto, con los brazos caídos a lo largo del cuerpo, sujetado por correas. Venancio Artola y Juan Ugalde estaban apoyados en la mesa.

—¿Dónde está Sas? —preguntó Macario Martín.

—Todos los gallegos están en el puente.

Macario Martín subió a la mesa y desapareció por la trampilla. Paulino Castro comunicaba con el
Uro
. Celso y Juan Quiroga estaban junto al timón.

Joaquín Sas observaba la mar desde los ventanillos de estribor. Cuando Paulino Castro acabó de hablar con el
Uro
, Macario le preguntó:

—Patrón, ¿vamos a dejar al señor Simón en el rancho o lo vamos a subir a su litera? Deberíamos subirlo.

Paulino Castro dijo lentamente:

—¿Para qué quieres que lo subamos? Lo mejor es dejarlo donde está. Esto no puede durar mucho.

Macario Martín cerró su puño izquierdo y apretó la mano derecha contra él.

—El patrón… Bueno, seguramente tiene usted razón… es que yo creí que lo mejor era subirlo… Bueno, tal vez es mejor dejarlo en el rancho…

Macario Martín entró en el cuarto de derrota, miró a la litera de Simón Orozco, después bajó por la trampilla. Paulino Castro hizo un gesto de incomprensión para Macario Martín.

—¿Por qué querrá éste que lo subamos? Ya tenemos bastante encima para… ¿por qué querrá éste…?

Paulino Castro estuvo unos momentos pensando, luego miró hacia la mar por encima de la cabeza de Joaquín Sas y comenzó a hablar en gallego. Los hermanos Quiroga atendían lo que decía el patrón. Sonó la llamada de la radio.


Uro
a
Aril
,
Uro
a
Aril
… comunicamos con tierra a través del Escoli a unas cuarenta millas al sur… De tierra a Igueldo…

La voz se hizo confusa y fue sucedida de ruidos. Joaquín Sas dijo a Paulino Castro:

—¿Quién duerme en el rancho?

—No te preocupes que esta noche no dormiremos en ningún sitio.

Macario Martín estaba en la cocina del barco. Contemplaba encima de la mesa la cazuelilla en la que solía subir la comida a Simón Orozco. Decidió guardarla en el armario.

En el rancho de popa José Afá maldecía la marea.

—Estábamos haciendo nevera, por primera vez en este año. Éste iba a ser un viaje de los que se cuentan. Ahora sí que será un viaje de los que se cuentan, pero por mala cosa. Este viaje tiene algo. Ya empezó mal con el asunto de las Loberas, después la red enganchada en la hélice, ahora la muerte del señor Simón. Es el viaje de las desgracias. Nunca hemos tenido en esta pareja un viaje tan de proa a popa malo. Y no ha acabado.

Gato Rojo respiraba profundamente, echado en la litera, sujetándose con la mano izquierda a la barra y apoyando codo contra la estampa del guardacalor.

—Si esta capa dura vamos a freímos todos bien; siempre que no ocurra algo peor y se suelte la red de proa o nos…

—Toma, bebe.

José Afá tendió la botella a Gato Rojo, que bebió un trago.

—Pásasela a Manolo.

Macario Martín estaba en la puerta. Habló:

—Dice el costa que es mejor no moverlo.

—Claro —respondió Afá.

—Creo que debiera estar en su litera.

—Pásale la botella a Macario —dijo Afá a Manuel Espina.

Manuel Espina dejó la botella entre las manos de Macario Martín.

—Bebe —dijo Afá.

Mecánicamente bebió un corto sorbo Macario Martín.

—Trae —dijo Afá.

Macario Martín se apoyó en la barra de la litera de Manuel Espina y subió a la suya. José Afá preguntó:

—¿A cuántas millas estaremos de costa?

—Parece que hemos derivado hacia el sureste —dijo Gato Rojo—. ¡Quién sabe si mañana estamos a vista de la costa!

José Afá colgó la botella de la litera.

—Quien quiera vino ahí lo tiene. Macario Martín tenía los brazos cruzados bajo su cabeza.

—Pienso —dijo— que debiéramos subir al patrón a su litera.

José Afá lo miró detenidamente. Descolgó la botella y se la ofreció.

—Bebe un trago, Macario.

—No, ahora no.

José Afá bebió largamente, colgó la botella y se puso a mirar entre sus pies.

Gato Rojo se volvió hacia la estampa del guardacalor. Manuel Espina saltó de la litera y dijo:

—Voy a ver a Ventura.

Al salir del rancho cerró la puerta.

XIII

«S
IMÓN Orozco. El viento sigue aumentando. Fuertes lluvias y mucha mar.

Damos avante para el E durante una hora, buscando el faro de Bull. Hacemos capa. Sin otra novedad, la damos fin.»

El cuerpo de Simón Orozco estaba cubierto con una manta. Los tripulantes habían abandonado el rancho de proa. En el puente, Paulino Castro se acompañaba de los dos Quiroga. Domingo Ventura y el contramaestre hablaban en la cámara del primero. Sas, Artola, Ugalde, Macario Martín, descansaban en el rancho de popa. En máquinas los tres engrasadores construían un ataúd.

Gato Rojo, de rodillas en las chapas, clavaba las tablas de las cajas de pescado que le pasaba Juan Arenas. Arenas las aserraba por las señales de Gato Rojo, con mucha dificultad porque estaban húmedas. Manuel Espina preparaba pintura negra en un cacharro; pintura de la que se empleaba para el casco del barco.

En el puente, Paulino Castro había dejado de hablar en gallego con los hermanos Quiroga. Calculaban la llegada a Bantry. Habían decidido llevar al patrón de pesca a Bantry.

—En seis horas embicábamos la bahía —dijo el patrón de costa—. Con que calmara la mar durante seis horas, tomábamos puerto.

Juan Quiroga acariciaba las cabillas de la rueda, contemplaba la oscilante rosa de los vientos. Celso Quiroga preguntaba a Paulino Castro:

—Patrón, ¿el señor Orozco estuvo muchos años en los barcos yanquis?

—Nunca me lo dijo.

Juan Quiroga dejó de contemplar la rosa de los vientos. Habló:

—Uno tira para aquí y se equivoca. Uno cree que es más cómodo y mejor.

Luego pasa el tiempo y se equivoca. El señor Simón podía haber hecho dinero por allí.

—Puede —comentó Paulino Castro.

—A uno le debiera dejar la vida que se le pasara el bravío de la mar. ¡Qué va! Uno se va avante con los pies muy juntos y con toda la pringue del barco y con la broma en los huesos como un madero.

Paulino Castro sonrió. Pensaba que a él no le esperaba la muerte en la mar.

—No para todos es así. Hay que saber retirarse a tiempo.

—Usted podrá —dijo Juan. Quiroga—. Nosotros hasta que nos desguacen en el muelle. ¡Y contentos!

—No, hombre; se pueden hacer otras cosas.

—Usted —en la voz de Juan Quiroga había un punto de rabia—. Usted gana lo suyo que es bastante. Nosotros, ¡qué fortuna! Uno acaba donde empieza.

¡Y contento!

Celso Quiroga mostraba su desilusión por los tiempos que se vivían.

—Ya no es posible enrolarse en los barcos yanquis. Se ha pasado la guerra, ya no quieren gente. Tienen bastante, pero esta guerra que se pasó era una buena ocasión.

Paulino Castro fumaba expeliendo el humo suavemente.

—No se gana tanto de patrón. Yo he podido ahorrar algo por lo de mi mujer, si no…

—Yo no tengo ni deudas —dijo Juan Quiroga—, yo estoy peor que los que deben, porque no puedo hacer ni deudas.

—¿Cuánto cobrará un marinero en los mercantes yanquis? —preguntó Celso Quiroga.

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