Read Gran Sol Online

Authors: Ignacio Aldecoa

Tags: #Clásico, Drama, Relato

Gran Sol (17 page)

BOOK: Gran Sol
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Simón Orozco, sentado en el banquillo del puente, fuma y atiende a la radio. El patrón de pesca tiene el rostro sereno, Simón Orozco sabe cómo tiene el rostro, lo sabe como si tuviera un espejo delante. Lo siente en todo su cuerpo, cuando mueve la mano para llevarse el cigarrillo a los labios, cuando estira la pierna cansada de la flexión a la que le obliga el asiento bajo, cuando yergue la cabeza para mirar a Paulino Castro que ha entrado del bacalao de estribor y, antes de coger la rueda, se asoma un instante a babor y pregunta cualquier cosa sin importancia a Sas o a Artola.

Gato Rojo duerme con el instinto del peligro, como en los días de capa: recogido sobre el vientre, en una postura fetal. Macario Martín, sentado en la litera, habla.

—Un hombre al agua sería imposible que se salvase.

—Se han recogido en peores condiciones —afirma el contramaestre Afá.

—Hoy sería imposible: ni se le vería, ni se le oiría. Además, aunque el barco volviese por su rumbo siempre se desviaría algo, lo bastante para que…

—Se han recogido hombres con malos tiempos de invierno, con malos tiempos de irse los barcos a pique como si fueran de cartón.

—La niebla es otra cosa.

—Es cuestión de que el tipo que se cayera no perdiera la serenidad; acabarían recogiéndolo.

—Con una niebla como ésta, ni hablar. Asómate y verás.

Se incorporaron los dos. Macario Martín miró por el ojo de buey de los pies de su cama. El contramaestre le advirtió:

—Quita la cabeza, Macario —hizo una pausa y corroboró—: Sí, hay mucha niebla —se volvió a tumbar—. Así y todo se le podría recoger.

—Cadáver —dijo Macario Martín.

Juan Arenas saltó de la litera y se quitó la camiseta. Luego removió en su saco.

—¿Qué te pasa a ti? —preguntó Macario.

—La humedad. Me pongo ropa de invierno, la humedad se mete en los huesos y los va pudriendo. La niebla te roe los huesos.

Macario Martín se rió a carcajadas.

—La sífilis —dijo—; pero tú, de caprichos, nada. Tú la mujer y basta.

Arenas se estaba vistiendo la camiseta de felpa, mirando a la pared. Se dio la vuelta. Tenía las manos metidas en las mangas, el pecho desnudo y lampiño, blanco por el plexo solar. Una blancura triste y repugnante hasta la cintura del pantalón, donde le comenzaba un vello suave de color castaño.

—En media docena de mareas, el octavo —dijo Arenas.

—Tú no tienes medida —hablo Afá—; un pobre no puede tener muchos hijos, a no ser que los quiera alimentar con cabezas de pescado.

—Con raba como a las sardinas —dijo Macario.

Arenas terminó de ponerse la camiseta y, ayudándose con la palma de la mano, la fue metiendo por el pantalón. Se hurgó cumplidamente en el sexo.

—Déjalo quieto —dijo Macario, riéndose—, o vas a tener hijos hasta con nosotros.

Sonrió Juan Arenas. Afá entornó los párpados.

—Ahora es cuando da el sincio de las mujeres, Macario —afirmó Juan Arenas—. Lo peor es, antes de volver a casa, entrar en puerto. O entrar en puerto a media marea.

—Es como salir de nuevo de casa —intervino Afá—. Peor que salir de nuevo de casa.

Macario Martín bebió de la botella que tenía colgada de la barra de la litera.

—Es muchísimo peor. Y eso que en Bantry algunos se habrán puesto…

—Las mujeres de Bantry como si no existiesen —dijo Afá—. Y para ti, Macario, como si fuesen de otro mundo, porque la borrachera que te agarraste fue mayúscula. De dejarte en el dique para toda la vida. Menos mal que el patrón… Bueno, el patrón porque te distingue. Si hubiera sido otro, lo apea.

Macario Martín movió la mano derecha hacia la botella, pero no llegó a alcanzarla.

—No me hables de eso, José —pidió con amargura—. A veces me vuelvo imbécil y no sé llevar una broma. A veces se me suelta algo aquí dentro —dijo, golpeándose la frente con la palma de la mano derecha— y no sé lo que hago.

Juan Arenas se había tumbado en la litera; tenía los ojos cerrados. Con la imaginación recreaba la figura de su mujer Lucía Pedrosa. Lucía Pedrosa, la Gallega, en el recuerdo, hacía trece años. Borracheras y enfados. Él, bien borracho con los amigos del muelle o del barco, ella en las furias de la postergación, porque una mujer no quiere comprender que un hombre tenga sus camaradas. Hacía trece años que fueron novios y paseaban hasta el Cabo Chico los días buenos de franquía. Volvían al atardecer o de noche. Lucía Pedrosa se escapaba antes de llegar a su casa. Había que casarse. Los hijos. Ella ya no se preocupaba demasiado por las borracheras. El hombre podía tener sus camaradas, pero el dinero de la casa había que entregarlo puntualmente. Desde hacía trece años todo había crecido para él. Las preocupaciones, los raquerillos que llevaban su apellido, los pechos de Lucía, las nalgas de Lucía, la voz de Lucía, que era cada día más firme. Sentía una transformación del deseo en su cuerpo, casi como una hermandad con el cuerpo ausente de Lucía. Bien la había hartado: hijos, borracheras, poco dinero… Las mujeres de los pescadores estaban condenadas. Los hijos eran un fracaso. Soñar con que los hijos dejaran la mar era cerrar los cauces de la vida normal. Las hijas trabajarían en talleres de modistas, en peluquerías, donde fuera, pero volverían al andén del muelle a encontrar hombre, y volverían, y volverían ya casadas, y volverían, con los hijos, a esperar al hombre de Gran Sol, de Terranova, de los barcos de la bajura. Los hijos serían los hombres de Gran Sol, de Terranova, de los barcos de la bajura para otras mujeres. La mar para todos. No quedaba más que la mar para todos. Lucía ya no era un recuerdo, sino un deseo, tacto, voz, respiración…

—… porque cuando uno se casa, Macario, hay que amarrar chicotes— terminó Afá.

—Depende. No se va a estar uno toda la vida echando herrumbre, hay que navegar. Navegar todas las que se pueda, matarlas todas. Ya llegará el momento de amarrar chicotes, de agarrarse al puerto y esperar el desguace. Estaríamos buenos si no.

—Cada uno cuenta su marea y a su modo. Yo pienso como te digo.

—Eso no es pensar, José. Yo te podría contar a ti cosas…

—Tus cosas sólo sirven para ti.

Macario Martín se incorporó en su catre. Dirigió el índice de la mano izquierda hacia Afá.

—Conforme. Pero yo te puedo contar a ti cosas…

—Mira, Macario, tú tienes la izquierda a barlovento y la derecha a sotavento. Yo al revés.

—¿Y qué?

—¿Cómo que y qué? Que tú estás al revés que los demás, lo tienes que reconocer, por eso lo que digas no sirve más que para ti. Tú dices: «Me he casado tres veces y sé más de las mujeres que tú». Tonterías. Tú sabes lo que tienes que saber de las mujeres con las que te has. casado. Lo demás, inventos. Sabes eso como yo sé lo mío. De las otras no sabemos nada.

Macario Martín se estiró en la litera y silbó de burlas. Dijo después:

—¡Que te crees tú eso!

Juan Arenas había abierto los ojos y escuchaba. De pronto afirmó:

—Tú siempre quieres tener razón, Macario. Afá está en lo cierto.

La risa de Macario Martín sonaba como el tableteo de una carraca.

—Como tú quieras, almirante. Yo no sé nada —volvió a reírse—. Yo nunca tengo razón —repitió la risa—, sois vosotros los que estáis en lo cierto —hizo muecas—. Como queráis, no sé para qué discuto, no sé para qué pierdo el tiempo.

Macario Martín se dio la vuelta en la litera, cara a la estampa del guardacalor.

—De todo quieres saber más que nadie —estaba diciendo Afá—; si no se te da la razón…

Macario Martín barajaba en el recuerdo los nombres de las mujeres anteriores a Segunda Esteban. Regresaba de servir en la Armada, base Cartagena, año 1925. Treinta y un años menos. La rosa de los rumbos tenía un fuerte color azul. La mano izquierda estaba oficialmente a barlovento, sólo en la clandestinidad de los ranchos, en las tabernas, en los lupanares sotaventeaba. La instrucción necesitaba de la mano derecha. La mano izquierda estaba al vino, a las mujeres, a las peleas. Regresaba de servir en la Armada y tenía un puesto en la motora
Libertad
. Edurne Yranzo, de Vizcaya, nunca pudo decir que no. Estaba en un rincón de la memoria, callada, difusa, con los hijos Macario, Edurne y Agustín. No acertaba con su figura. Recordaba sus manos; que era rubia, no sabía el tono de su pelo, sólo rubia; con unos ojos mansos y apagados, dormidos en la contemplación de algo que nunca supo; que le llegaba por la nariz. ¿Y qué? No acertaba a reconstruir su imagen con unos datos tan imprecisos; tan imprecisos como los de una ficha. Edurne murió a los cinco años de matrimonio, poco después de la proclamación de la República. Luego mar, mucha mar. Pescador en Gran Sol, pescador en la bajura, por tiempo, pescador en el Trópico de Cáncer en as embarcaciones de Cádiz y en las de Canarias; vuelta a Gran Sol. Los rumbos cruzados iban desfigurando a Edurne hasta que sólo fue quedando de ella el nombre, las manos, el color rubio del pelo —¿qué tono de rubio?—, los ojos mansos, su altura, exactamente hasta la nariz… Y en 1936 no quedaba ya nada.

Otra vez la mar con los barcos neutrales, con los barcos enemigos, los cañones, los torpedos, los aviones, los mercantes armados. La retirada del ejército. El embarque en Bilbao de gentes que escapaban, el embarque en Santander con repetición de escenas, el embarque en Gijón, con los mismos cansancios, temores y rostros. Antes ya se había casado. Se había casado por miedo a la soledad, porque hay que tener un cabo en tierra para tirar de él cuando se está muy solo, para amarrar la chalupa un día. Carmen Bombín, mujer de quince días hasta el embarque de Santander. Mala suerte. Fue de noche; se pudo ahogar o pudo embarcar. No la había vuelto a ver. Había sido la noche peor de su vida.

Entre los rostros, los cansancios, los temores, había un rostro, un cansancio, un temor, que le pertenecían por entero. No la había vuelto a ver en su vida. No era demasiado joven, ni demasiado guapa. La recordaba perfectamente. Habló siete días antes de casarse con ella. Se casó, salió a la mar. Volvió. Quince días. En total quince días y allí estaba clara en su memoria. Allí estaba, eso era todo. Guerra.

Campos de concentración, trabajo en un arsenal. Marcha al frente y al regreso la antigua motora
Libertad
, ya
Virgen del Puerto
, esperándole hasta que encontrase puesto en las tripulaciones de altura. Cansancio de la bajura. Pesca de bahía, otra vez Gran Sol y otra guerra que no le importaba demasiado. Una guerra que era para él puro comercio con entradas en los puertos ingleses: Swansea, Cardiff…

Botas de aguas por merluzas y por bacalaos, coñac malo a libra la botella, medias, botellas de vino aguado, botellas hasta con sangre de bonito, por medias, por cosas de mujeres. A Segunda Esteban la conoció en la taberna Casablanca.

No podía decir más. Se casó por el amarre. Se notaba viejo. Segunda Esteban no importaba demasiado.

—… cuando se necesita viento no hay viento. Se llevaba la niebla para costa…

Gato Rojo se despertó con la hora de su guardia. Rugió en el desperezo.

Saltó de la litera y se puso los pantalones. Medio dormido, preguntó:

—Macario, ¿vas a dar malta esta mañana?

—En la_ cocina la tienes hace un par de horas.

Gato Rojo se fue arrastrando los pies por las pasaderas. Domingo Ventura pasó delante del quicio de la puerta del rancho camino del beque. Afá le llamó:

—¿Sigues con tus rehileras?

Domingo Ventura barbarizó y entró en el beque. Macario Martín, Afá y Arenas lo celebraron con carcajadas.

—Cuando salga me lo dejas a mí —pidió Macario—. A este fato me lo manejo muy bien.

—Ándate con ojo —avisó Afá—, tiene la intención de un marrajo. Que te diga Arenas de lo que se ha enterado.

Juan Arenas protestó:

—No se lo voy a ir diciendo a todo el barco. ¡Cómo eres, José! Te digo que no lo cuentes, y lo dices en cuanto tienes ocasión. No me vayáis a fastidiar a mí por la cofia de contarlo.

Macario Martín se había interesado demasiado en el asunto para que desaprovechase la debilidad de Afá.

—¿Qué le ha pasado a ése con Domingo?

—Que te lo cuente él.

Macario Martín se revolvió con las manos en la pelambre.

—Chivatazo de algo —dijo tanteando—, porque Domingo se chiva hasta de su padre con tal de apuntarse algún mérito.

—Peor —respondió Afá—. Mucho peor. Que te lo cuente Arenas que es el interesado. Urgió Macario Martín:

—Cuéntamelo, Arenas.

Juan Arenas movió la cabeza a un lado y a otro, negándose. Macario insistió. Juan Arenas saltó de la litera y cerró la puerta del rancho. Dijo en voz baja:

—Ése —señaló con el pulgar derecho a sus espaldas, hacia la puerta—, ese hijo de su madre le ha ido con cuentos al armador y al patrón de costa diciéndole que si yo bebía mucho en las guardias, que si estaba la mayoría de la marea borracho…

Sonrió Macario Martín.

—¿Y no es verdad, Juan?

Arenas alzó los brazos sobre su cabeza y empezó un balbuceo de palabras, entrecortado de barbaridades. La sonrisa de Macario Martín seguía fija en sus labios.

—El que sea verdad no quita para que Domingo opere como un…

El contramaestre intervino:

—No es para tomarlo a broma, Macario. Juan ha estado en un tris de que no lo dejasen en el muelle. Eso que ha hecho Ventura no es más que una canallada. A un hombre, con siete hijos, no se le puede hacer una cosa así.

—Desde luego —dijo Macario—, es una canallada de esa mierda de tío. En cuanto desembarquemos ya hablaré yo con el patrón de pesca a ver lo que se puede hacer.

—Ya está resuelto —afirmó Arenas—. Tuve que hacerle hablar a un pariente mío que conoce a los armadores. Le dijeron que no me preocupase. Me dio mala espina.

—¿Por qué?

—Porque no se quejaron ni dijeron nada.

Macario Martín largó su mano izquierda hacia la botella de vino. Bebió y pasó la botella a sus compañeros, en pago de la confidencia.

—A un hombre con siete hijos —dijo, ensimismado, Afá— no se le puede hacer eso. Somos una gentuza.

Macario Martín, sonriente, estaba pronto al chiste.

—¿Hablas por ti?

El contramaestre dio un golpe en el aire con la palma de la mano hacia delante e hizo ruido con la boca. Reclinó la cabeza en el saco de la ropa y fijó la mirada en el ojo de buey. Tras del ojo de buey la niebla hacía resaltar en el cristal los reguerillos de la condensación del vapor de la cámara. El contramaestre Afá pensaba en los hijos de Arenas. Luego pensó en los suyos. Tres chicos. Habían sido cuatro, pero uno murió ahogado en el malecón delante de los ojos de sus hermanos. Él estaba entonces de viaje. Cuando su mujer, Petra Ortiz, se le acercó en el muelle para abrazarle al regreso, se había dado cuenta. No era el abrazo de otras veces, el abrazo que él esperaba y con el que había estado soñando los dos días del viaje de vuelta, el abrazo que hacía decir a Macario: «Bien lo vais a pasar». Desde aquel abrazo Petra estaba distante, la sentía distante, como algo que existía, pero cuya posesión había perdido. Con la distancia se había roto el hilo que los enlazaba en el amor, en la vida, en el recuerdo. Ni en el amor, ni en la vida, ni en el recuerdo iban acompasadamente. Petra Ortiz era forastera en su recuerdo. Años de hambre en la bajura, años de la guerra, de la persecución y el descalabro. Solamente a veces brotaba no se sabía cómo ni por qué la palabra del cauce común. Ocurría muy de tarde en tarde y en seguida se perdía en lo cotidiano. Petra Ortiz era irrecuperable. O, ¿quién sabía si con los años…? José Afá no entendía el distanciamiento, no podía achacarlo a la muerte del hijo, no lograba explicarse la mutación de su mujer. Ya se había resignado. Sabía que su mujer decía que la cogería con más ganas cuando él regresase, pero cuando regresaba los dos se cogían sin ganas, casi cumpliendo un rito de saludo obligado. José Afá pensaba en sus hijos, en sus tres hijos, que él no quería que fueran a la mar, pero que tenían el futuro en la mar.

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