—Su madre era consciente de que sólo lo utilizarían como una herramienta si la verdad salía a la luz. Imagina la utilidad de un chiquillo capaz de percibir las reacciones que provoca con sus palabras, o que sabe lo que hace alguien en la habitación de al lado. Puedes suponer para qué serviría siendo hijo de un rey. Su madre estaba segura de que no se relacionaría con los demás ni haría amistades, porque nadie confiaría en él; nadie querría tener nada que ver con él. Piénsalo, Katsa. Piensa en lo que sería algo así. —Ella echaba chispas, y la expresión de Raffin se suavizó—. Pero qué cosas se me ocurre decir. Pues claro que lo sabes, tú no necesitas imaginarlo.
No, claro que no, porque ésa era su realidad diaria. Ella no había podido permitirse el lujo de ocultar su gracia.
—No podemos reprocharle que no nos lo contara antes —añadió Raffin—. Para ser sincero, me conmueve que nos lo haya confesado siquiera. A mí me lo explicó nada más marcharte tú al oeste. Tiene algunas ideas sobre el secuestro, Kat.
Como sin duda las tendría también sobre un montón de cosas que no le correspondía saber. Un mentalista nunca está falto de ideas.
—¿Y cuáles son?
—¿Por qué no le permites que te las explique él?
—La compañía de un mentalista no es algo de lo que esté deseosa.
—Se marcha mañana, Kat.
—¿A qué te refieres con que se marcha?
—Se va de la corte para siempre. Se dirige hacia Meridia y después, tal vez, a Monmar. No ha planeado el viaje con detalle.
Katsa se anegó en lágrimas, incapaz de contener el raudal extraño que brotaba imparable. Se contemplaba con fijeza las manos, y una lágrima le cayó en la palma.
—Creo que lo mandaré llamar para que te lo explique —insinuó Raffin, que bajó de la cama, se le acercó y la besó en la frente—. Querida Katsa —murmuró.
Dicho esto, abandonó la habitación. La joven se quedó observando el dibujo del suelo de mármol y se preguntó cómo podía sentirse tan desolada. No recordaba haber llorado en toda su vida; nunca lo había hecho, hasta que ese lenita estúpido apareció en la corte y le mintió, y ahora anunciaba que se marchaba.
* * *
Po se detuvo nada más cruzar la puerta, como si no estuviera seguro de si debía acercarse más o guardar las distancias. Ella tampoco sabía muy bien lo que quería, aunque lo prioritario era mantener la calma, no mirarlo ni tener pensamientos que él pudiera robarle. Se levantó de la cama y entró en el comedor; se aproximó a la ventana y contempló el exterior. No había nadie en el patio, y el sol, que se estaba poniendo, lo bañaba con su luz dorada. Entonces oyó cómo el lenita también entraba en el comedor.
—Perdóname, Katsa, te lo suplico. Perdóname.
Bueno, pues eso tenía una respuesta sencilla: no lo perdonaba.
Los árboles del jardín aún estaban verdes y algunos capullos todavía florecían, pero muy pronto las hojas se marchitarían y caerían, y entonces los jardineros retirarían las hojas del suelo de mármol con los grandes rastrillos, y se las llevarían en carretillas. Katsa ignoraba a dónde las llevaban, aunque suponía que las transportaban hasta los huertos o los campos. Muy trabajadores, los jardineros.
No lo perdonaba. Notó cómo se acercaba un poco más.
—¿Cómo... ? ¿Cómo te enteraste? —preguntó Po—. Bueno, si quieres decírmelo. —¿Y por qué no utilizas tu gracia para hallar la respuesta a esa pregunta? —replicó ella apoyando la frente en el cristal.
—Es posible que lo hiciera si estuvieras pensando en ello específicamente. Pero no es así, y no puedo meterme en tu mente y recabar cualquier información que desee. Como tampoco puedo impedir que mi gracia me revele cosas que no quiero saber. —Ella siguió callada—. Katsa, lo único que sé ahora es que estás enfadada, furiosa de pies a cabeza. Y que te he hecho daño y no me perdonas, ni confías en mí. Es todo lo que sé en este momento. Y mi gracia sólo confirma lo que veo con mis propios ojos. Ella resopló y le habló al cristal:
—Giddon me dijo que no se fiaba de ti. Y cuando me lo dijo, lo hizo con las mismas palabras que utilizaste tú, las mismas exactamente. Y... —Gesticuló con la mano—. Había otros indicios, claro, pero las palabras de Giddon lo evidenciaron.
Po se había acercado más. Seguramente, estaría apoyado en la mesa, con las manos en los bolsillos y los ojos clavados en la espalda de ella. Katsa continuó observando el exterior: dos damas, de bracete, cruzaban el patio en ese momento; ambas llevaban el cabello recogido muy alto y los rizos se les mecían arriba y abajo al caminar.
—No he sido cuidadoso contigo, Katsa. Me refiero a ocultarte este asunto; por el contrario, a veces he sido más bien descuidado. —Se calló un momento, y cuando reemprendió la conversación, lo hizo en voz baja, casi como si hablara consigo mismo—. Y era porque quería que lo supieras.
Eso no lo absolvía. Le había robado sus pensamientos sin advertírselo y aunque tuviera la intención de confesárselo, no lo disculpaba en absoluto.
—No podía decírtelo, Katsa. No podía. La joven giró sobre sus talones para encarársele.
—¡Basta! ¡Deja de hacerlo ya! ¡Deja de contestar a mis pensamientos!
—¡No voy a ocultártelo, Katsa! ¡No te lo ocultaré nunca más!
No estaba recostado en la mesa, con las manos en los bolsillos, sino erguido y con los puños apretados. El rostro... No quería mirárselo. Se volvió de nuevo de cara a la ventana.
—No te lo ocultaré nunca más, Katsa —repitió—. Por favor, déjame que te lo explique. No es tan malo como crees.
—Para ti es fácil decirlo. A ti no te han arrebatado tus pensamientos.
—Casi todos los tuyos te pertenecen, porque mi gracia tan sólo me muestra tu postura en cuanto a mí, nada más. Cuando estás físicamente cerca, sé lo que haces y percibo cualquier pensamiento, sentimiento o reacción que tienes respecto a mí. Yo... Supongo que es una especie de instinto de conservación —dijo, poco convencido—. Sea como fuere, es la razón de que pueda luchar contigo, puesto que noto el movimiento de tu cuerpo sin verlo. Y, lo que es más, siento la energía de tus intenciones hacia mí y me doy cuenta de cada movimiento que intentas hacer contra mí, antes de que lo ejecutes.
A Katsa le faltó el aliento ante tan extraordinaria declaración, y se preguntó con vaguedad si era eso lo que sentían hacia ella sus víctimas cuando les asestaba una patada en el pecho.
—Sé cuándo alguien quiere hacerme daño y cómo lo hará —añadió Po—, o si una persona me mira con afecto y confía en mí, o si a una persona no le caigo bien, o cuándo alguien intenta engañarme.
—Como me has engañado tú a mí al no confiarme que eres un mentalista.
—Sí, eso es cierto —continuó él con tenacidad—. Pero todo lo que me has contado de tus pugnas con Randa tuve que oírlo de tus labios para enterarme; igual que todo cuanto me has explicado sobre Raffin o sobre Giddon. Cuando nos encontramos en el patio del castillo de Murgon, ¿te acuerdas?, yo no sabía por qué estabas allí. No podía adentrarme en tu mente y descubrir que estabas tratando de rescatar a mi abuelo de las mazmorras de Murgon. Ni siquiera estaba seguro de que mi abuelo se encontrara allí retenido, porque no me había acercado lo bastante a él para percibir su presencia física; tampoco había hablado con Murgon, y por lo tanto, aún no había descubierto sus mentiras. Por otra parte, desconocía que habías atacado a todos los guardias del castillo. Lo único que sabía con seguridad era que ignorabas quién era yo y que dudabas si fiarte de mí, pero no querías matarme porque era lenita; posiblemente, por algún motivo relacionado con otro lenita, aunque desconocía quién era y en qué o cómo influía en tus acciones. Y también me decía a mí mismo que tú... No sé cómo explicarlo, pero intuía que eras de fiar, era todo cuanto sabía, y en esas certezas me basé para decidirme a confiar en ti.
—Debe de ser muy conveniente saber si otra persona es digna de tu confianza —comentó con acritud Katsa—. No estaríamos aquí en este momento si yo hubiera tenido esa capacidad.
—Lo siento. No tengo palabras para expresar lo mucho que lo lamento. Y tú no te imaginas cuánto detestaba no poder contártelo. Ha sido como tener clavada una espina desde que nos hicimos amigos.
—No somos amigos —susurró, como si le hablara al cristal de la ventana.
—Pues si no eres mi amiga, carezco de amigos.
—Los amigos no te mienten.
—Los amigos intentan comprenderte —repuso él—. ¿Cómo habría llegado a trabar amistad contigo sin mentir? ¿Sabes lo que he arriesgado al deciros la verdad a ti y a Raffin? ¿Habrías actuado de forma distinta, Katsa, si tú poseyeras mi gracia y fuera tu secreto? ¿Te habrías encerrado en un agujero para no agobiar a nadie con tu ofensiva amistad? Tendré amigos, Katsa; tendré una vida a pesar de llevar encima esta carga.
Ronca, estrangulada la voz, tuvo que hacer una breve pausa. Katsa se resistió a la congoja del hombre, y luchó para evitar que la afectara, pero se sorprendió al advertir que oprimía el marco de la ventana con todas sus fuerzas.
—Me dejarías sin amigos, Katsa —añadió en un susurro Po—. Me dejarías a merced de mi gracia, que controlaría todos los aspectos de mi vida y me privaría de la felicidad.
Se negaba a escuchar esas palabras que apelaban a su compasión, a su comprensión. Ella, que había hecho daño a tanta gente con su gracia y, a causa de ésta, había sido humillada y denigrada. Ella, que todavía se debatía para controlar su don, en vez de que sucediera a la inversa. Ella, que, como él, nunca deseó el poder que le otorgaba.
—Cierto, nunca quise este poder —corroboró Po—. Si estuviera en mi mano, lo eliminaría para siempre por ti.
Ira, la ira de nuevo, porque ni siquiera le era permitido compadecerse sin que él lo supiera. Era demencial. Lo absurdo, la locura de aquella situación escapaba a su comprensión. ¿Cómo se relacionaba la madre de Po, o su abuelo, o cualquiera con él? Katsa respiró hondo e intentó reconsiderar el asunto, paso a paso.
—¿Esperas que crea que tu destreza en la lucha no es una gracia? —planteó sin apartar los ojos del patio, cada vez más oscuro.
—Soy un luchador innato excepcional; todos mis hermanos lo son. La familia real es famosa en Lenidia por su destreza en la lucha con las manos. Pero mi gracia es una ventaja enorme en un combate, porque preveo los movimientos que el adversario va a hacer contra mí. Esa facultad, combinada con mi percepción de la proximidad de un cuerpo, incluso sin verlo, facilita que se comprenda que nadie me haya ganado, excepto tú.
Katsa reflexionó sobre ello y llegó a la conclusión de que no se lo creía. Así que replicó:
—Eres demasiado competente. Tienes que poseer también un don para la lucha; de otro modo no podrías pelear conmigo tan bien si no lo tuvieras.
—Katsa, piénsalo. Tú eres una luchadora cinco veces mejor que yo. Cuando peleamos, te refrenas. Y no me digas que no, porque sé que es cierto. Sin embargo, yo no me contengo ni pizca. Y estás capacitada para hacer conmigo lo que te plazca, mientras que yo no consigo dañarte.
—Me duele cuando me das...
—Te duele un instante y, además, si te golpeo es porque lo has permitido, o porque estás tan ocupada retorciéndome el brazo, hasta descoyuntármelo, que no te importa si te doy un puñetazo en el estómago. ¿Cuánto crees que tardarías en matarme o en romperme todos los huesos si decidieras hacerlo?
¿Si lo quisiera de verdad? Tenía razón. Si su propósito fuera herirlo, romperle un brazo o el cuello, no tardaría mucho en lograrlo.
—Cuando luchamos, has de esforzarte al máximo para ganar sin hacerme daño —añadió Po—. Que casi siempre lo consigas es prueba de tu habilidad fuera de lo normal. En cambio, te repito que yo jamás te he hecho daño, y créeme que lo he intentado.
—Es una tapadera —exclamó Katsa—. Tu destreza en la lucha es sólo una tapadera.
—Sí, es cierto. Mi madre lo aprovechó en el momento en que fue evidente que compartía la destreza de mis hermanos y mi gracia incrementaba esa habilidad.
—¿Por qué no previste, entonces, que iba a golpearte en el patio del castillo de Murgon?
—Lo previ, pero fue en el último segundo y no reaccioné con suficiente presteza. Hasta que me diste aquel golpe, no fui consciente de tu rapidez; no había visto nada igual en toda mi vida.
La argamasa chascó en el marco de la ventana. Katsa retiró un trozo pequeño y le dio vueltas entre los dedos.
—¿Tu gracia comete errores o nunca te equivocas?
Él suspiró, aunque casi sonó como una risa, y replicó:
—No siempre es exacta y no cesa de cambiar continuamente, porque todavía se está desarrollando. Sin embargo, mi percepción de la situación física en bastante fiable; siempre y cuando no me halle en medio de una gran multitud, sé dónde está una persona y qué hace. En cuanto a lo que alguien siente por mí... Cada vez que he pensado que alguien me mentía, o que intentaba atacarme, he acertado. Pero hay ocasiones en las que no estoy seguro del todo; los sentimientos de otras personas pueden ser muy... complicados y difíciles de entender.
A Katsa no se le había ocurrido que una persona pudiera ser difícil de entender, sobre todo para un mentalista.
—Ahora mi seguridad es mayor que tiempo atrás —continuó Po—. Pero no ocurría así cuando era un chiquillo. Esas tremendas oleadas de energía, sentimientos y pensamientos se estrellaban contra mí, y casi siempre tenía la impresión de estar ahogándome en ellas. Además, me está costando mucho aprender a distinguir entre pensamientos importantes y los que no lo son, es decir, entre pensamientos fugaces y aquellos que contienen alguna intención relevante. No obstante, he mejorado bastante, pero mi gracia todavía me proporciona cosas con las que no sé qué hacer.
Estas consideraciones le parecieron a Katsa ridículas y completamente absurdas. Y ella que pensaba que su gracia era ingrata, agobiante... En comparación con la de Po, resultaba bastante sencilla.
—A veces cuesta mucho manejar mi gracia —dijo él.
Katsa se giró un poco de lado, un instante nada más, y preguntó:
—¿Has dicho eso porque lo he pensado yo?
—No, no. Lo he dicho porque pienso que es así.
—Es que yo lo he pensado también. —Se volvió de nuevo hacia la ventana—. O algo parecido.
—Bueno, supongo que es una sensación que entiendes.
Ella suspiró otra vez. Había cosas en este asunto que sí comprendía, aun en contra de su voluntad.
—¿A qué distancia tienes que estar de una persona para que tu gracia la perciba?