»Eso explica claramente el reto a que se enfrentaba el Consejo, un reto que nunca superarían, pero tenían que intentarlo.
»Su intención al procesar a Adán era plantear una nueva amenaza a la gente. Querían inventar pruebas para presentar a Adán como parte de una conspiración mayor. Querían inquietar al pueblo, hacerle creer que la peste había mutado hacia una forma más virulenta, y que esa brecha que se había detectado no era la primera. Querían insinuar que los Intrusos ya se encontraban entre ellos, y que tramaban una invasión a gran escala.
»Es decir, querían devolver a la gente al nivel de preocupación e inseguridad que había sostenido el establecimiento de la República. "El cambio implica deterioro", la segunda máxima. El perfil de Adán lo convertía en el candidato perfecto. Había causado problemas en el pasado; se sabía que era un solitario, que no tenía amigos y que era rebelde. Los líderes cometieron un error de perspectiva. Dieron por hecho que porque Adán representaba todo aquello que ellos temían, la gente también lo temería. No tuvieron en cuenta su encanto. No previeron que la gente lo convertiría en un héroe.
»Las sesiones del juicio se emitieron en todas las comunas. La gente se obsesionó con el juicio, tal como esperaba el Consejo, pero su opinión pronto discrepó del guión oficial.
»Adán no parecía un traidor. Era un joven atractivo, con una sonrisa desarmante. Declaró ante el tribunal que cuando vio a la chica en un bote a la deriva hacia la línea de explosivos, vio a las hermanas que nunca conocería, a las amantes que no podía ver en público. Dijo que se dejó llevar por el corazón, que tuvo que hacer lo que creyó que estaba bien, que el bien común sólo podía encontrarse buscando en el interior. Y añadió que una noche, en la cárcel, soñó que la Gran Valla Marina se derrumbaba.
»Así pues, el juicio fue un desastre para el Consejo. Habían previsto que concluyera con una ejecución pública, pero la segunda semana ya comprendieron que esa decisión sólo provocaría disturbios. El Consejo estaba firmando su propia sentencia de muerte cuando apareció el filósofo William.
»Si les parece bien, considero que ahora es importante retroceder un poco en el tiempo. Aunque
Evolución Tres
había fracasado de plano y, oficialmente, la investigación sobre Inteligencia Artificial había terminado, el programa seguía desarrollándose en secreto.
»Muchos personajes influyentes todavía creían que la República sólo podría salvarse mediante un nuevo tipo de robot, un robot suficientemente avanzado para poder confiarle las tareas de los Obreros y los Soldados. Razonaban que los únicos que tenían motivos para rebelarse eran los escalafones más bajos, y que por tanto una sociedad estable sería aquella donde no hubiera seres humanos en los niveles inferiores. Aristóteles, pese a no ser una exponente destacada de esa opinión, al menos estaba abierta a ese razonamiento.
»Antes de explicar dónde encajaban las investigaciones del filósofo William, permítanme mencionar brevemente algunos aspectos técnicos. Durante las primeras etapas de su desarrollo, al menos hasta finales del siglo xx, la industria de la Inteligencia Artificial se había enfrentado a un déficit de imaginación. Como los investigadores daban por hecho, erróneamente, que sus primeros ordenadores eran buenos modelos para la imitación del cerebro, perseveraron en sus intentos de programar máquinas pensantes. No fue hasta la segunda década de este siglo cuando científicos y artistas empezaron a trabajar juntos y a comprender la naturaleza de lo que ahora llamamos complejidad emergente. "No podemos programar una máquina para que piense —era el eslogan de la empresa pionera de
Artfink,
en la que William aprendió su oficio—, pero podemos programar una máquina para que se programe mediante el pensamiento."
»Todavía había que dar un gran salto para empezar a desarrollar prototipos capaces de trabajar, y los primeros intentos fueron rudimentarios, en su mayoría fallidos. Sin embargo, el filósofo William, que era un genio en su campo, había perseverado. En el momento del juicio de Adán, estaba seguro de haber producido un nuevo tipo de
Artfink
capaz de desarrollar una genuina inteligencia interactiva.
»El problema de William era que, como ocurre con los niños, ese desarrollo requería una amplia interacción humana. El
Artfink
necesitaba un compañero a quien observar, con quien hablar y de quien aprender. William llevaba más de cuatro años educando en secreto a su nuevo prototipo, y los resultados obtenidos habían superado todas las expectativas.
»Con todo, el Filósofo temía que el avance de su prototipo, al que llamó Arte (y a partir de ahora le seguiré la broma), pudiera estancarse. Explicó sus temores en la siguiente entrada de su diario: "Aunque he creado a Arte, no lo entiendo. Este es el resultado correcto y adecuado de mi proceso de investigación. El desarrollo de Arte me ha proporcionado sorpresas diarias, pero últimamente he comprobado que el ritmo de sorpresas ha disminuido. Que su comportamiento haya entrado en un patrón predecible no es en sí mismo alarmante; al fin y al cabo, es lo que desearíamos de cualquier niño en proceso de desarrollo. Pero mi preocupación consiste en que hemos llegado al período de estancamiento demasiado deprisa. Quizá escriba esto con la parcialidad de un padre excesivamente orgulloso, pero estoy seguro de que mi invento es capaz de conseguir mucho más. A mi modo de ver, el problema es que yo, que soy quien creó el programa, también tengo que dar forma a su desarrollo. Si Arte ya no me sorprende, sin duda se debe a que yo ya no lo sorprendo. Es crucial que reciba una influencia externa antes de que se cierren sus mecanismos de complementación y adecuación; si eso sucediera, le ocurriría lo mismo que a un niño privado de estímulos, cuya curiosidad acaba atrofiándose. Desgraciadamente, después del incidente de la guardería, no resultará fácil encontrar a un voluntario suficientemente ágil para este proceso."
»Entonces William vio el juicio de Adán retransmitido en directo y se le ocurrió la solución perfecta. Habló con el Consejo y le propuso que, cuando llegara el momento de dictar sentencia, le ofrecieran un trato a Adán. No sería ejecutado ni encarcelado en condiciones normales, sino que le ofrecerían la oportunidad de reparar el daño causado realizando una contribución excepcional a la sociedad: se convertiría en el compañero a tiempo completo de Arte, en un entorno seguro y controlado.
»La medida sería presentada como un gesto de indulgencia ante los defensores de Adán, además de un reconocimiento de sus extraordinarias cualidades. Ante sus detractores, como un período de prisión con cualquier otro nombre, exagerando el riesgo inherente.
»Está claro que, al plantear esa propuesta, William no mostraba una preocupación especial por el futuro de la República. Lo movía únicamente su deseo de ver cómo su criatura desarrollaba todo su potencial antes de que a él, por entonces ya un anciano, lo alcanzara la muerte.
«Resultaba obvio que Adán era un individuo inteligente y provocador, exactamente el tipo de estímulo que Arte necesitaba, y mejor aún: no estaba en posición de negarse. Del mismo modo, el Consejo, al considerar la propuesta del Filósofo, no dedicó mucho tiempo a valorar las posibles consecuencias para el programa de Inteligencia Artificial. Su único criterio para tomar la decisión fue: la escalera que nos ofrecen, ¿nos permite salir del agujero en que nos encontramos?
Examinador. ¿Y
qué le pareció a Adán la propuesta?
Anaximandro:
Creo que sus palabras exactas fueron: «Prefiero eso a morir.»
De pronto, el Examinador Jefe se enderezó y se volvió hacia el colega de su izquierda, y luego al de su derecha. Asintió con la cabeza.
Examinador.
Ha terminado tu segunda hora. Propongo otro descanso.
La puerta corredera se abrió, y esta vez Anax salió de mejor humor. Entre contarles la historia a los Examinadores y contársela a Pericles en una de sus interminables sesiones de preparación no había mucha diferencia.
No había nadie en la sala de espera y se quedó allí sola con sus pensamientos, que se dirigieron hacia su querido tutor y el día que se conocieron.
Anax tenía un sitio favorito, una colina que se alzaba en las afueras de la ciudad. Paseaba hasta allí a menudo, después de las clases. La mayoría de las veces iba sola. No era una solitaria, pero a sus amigos no les gustaba caminar. «Os perdéis una puesta de sol fabulosa», les decía ella en un mensaje, pero la respuesta siempre era la misma: «¿Y qué? Descárgatela.» Era el insulto de moda en esa época.
Fue durante esos últimos años escolares cuando Anax empezó a percatarse de que no era como los demás. No entendía la calculada despreocupación que apareció un buen día y se extendió entre sus compañeros de clase como la peste. Era como si ella se hubiera perdido toda una etapa de desarrollo.
Intentó explicárselo a su mejor amiga, Tales.
—Creo que me pasa algo raro.
—¿Qué quieres decir?
—No sé, creo que no soy como vosotros. Todavía me gusta lo que estudiamos. No entiendo las cosas de que habláis. Los chismes. Me gustaba como era antes. Echo de menos los juegos.
—No te preocupes. Lo que pasa es que estás tardando un poco más en madurar —le dijo Tales, como si tuviera la certeza de que su amiga pronto lo superaría. Anax no estaba tan segura.
Así que ese verano, todas las tardes después de clase, en lugar de volver a toda prisa a su apartamento para conectarse a algún chat virtual —lo que para ella tenía el mismo atractivo que ver pasar una tormenta eléctrica—, se iba a la colina. No lo hacía sólo por las puestas de sol, aunque éstas eran cada vez más espectaculares a medida que los días se alargaban y se extendía la neblina procedente del norte. También lo hacía por la brisa que soplaba del mar, por la sensación de estar de pie en el límite del mundo, y asimismo por el paisaje. Desde la cresta de la colina se veía el agua plateada y centelleante, y destacados contra el agua, oscuros, los contornos oxidados de los enormes pilones que antaño sostenían la Gran Valla Marina. Hacia el oeste, las ruinas de la Ciudad Vieja, cubierta de maleza y desmoronándose, reclamada por la tierra. Era un paisaje bonito, pensaba Anax, aunque nunca había oído a nadie describirlo así.
En el último curso animaban a los mejores candidatos a especializarse. Anax era una buena estudiante, aunque no la mejor de su clase. Su especialidad, «la Leyenda de Adán», no era muy original. Era una historia que todos los alumnos conocían desde la enseñanza primaria. Nadie se sentía atraído por ese tema como Anax. Ella sabía que ésa era la verdadera razón por la que le gustaba aquella colina. La vista del océano, la vista que él había vigilado desde su torre. La ciudad muerta, el lugar al que él volvía todas las noches para comer, discutir, seducir. Los restos de la Gran Valla Marina, la valla de Adán. Todos los días Anax estudiaba minuciosamente los detalles de su vida en la escuela, y luego subía a la cresta de la colina y seguía pensando en él.
Nunca se había encontrado con nadie allí arriba. El camino era estrecho y estaba mal señalizado. Escaneó al desconocido desde lejos, intranquila. Llegado el caso, podía pedir ayuda mediante el comunicador, pero tardarían demasiado en llegar. Eran tiempos apacibles, pese a lo cual todavía circulaban historias y se fomentaba la prudencia.
El la escaneó también y, aparentemente satisfecho, centró su atención en la puesta de sol. Así fue como vio por primera vez a Pericles: con la cara al viento, que le alborotaba el largo y enredado pelo, iluminado por la extraña luz verdosa de un cielo que se apagaba.
Ella habló primero.
—Me llamo Anax.
—Eso decía el escáner.
—Sólo pretendía ser educada. Y tú ¿te llamas Pericles?
—Así es.
—¿Qué haces aquí, Pericles?
—Contemplar la puesta de sol.
—Nunca te había visto por aquí.
—Ni yo a ti.
—Vengo todos los días.
—Yo no. Supongo que por eso nunca nos hemos encontrado.
Eso era típico de sus conversaciones. Hablar era un juego para él, y cuando empezabas a jugar se volvía adictivo. Pericles no hablaba de las tonterías que interesaban a los amigos de Anax. Escogía las palabras cuidadosamente, por su sonido o por la forma de las ideas que incorporaban. Al menos así era como él lo describía.
Era cinco años mayor que Anax, y atractivo. Juntos contemplaron cómo la tierra le daba la espalda al sol, y luego él la acompañó hasta la Ciudad Nueva. Cuando llegaron al final del camino, Anax ya sabía que quería verlo de nuevo. Era un descaro insólito en ella, pero no pudo contenerse. Oyó sus propias palabras y sintió una oleada de alivio al ver que la sonrisa de él se ensanchaba.
—¿Subirás mañana?
—Si subes tú —contestó él.
—Ya te he dicho que vengo todos los días.
—Entonces nos vemos allí.
Anax no envió ningún mensaje a sus amigos para contarles lo ocurrido. De hecho, no mencionó el encuentro a nadie. Era una sensación demasiado nueva para ella, demasiado extraña y demasiado frágil. Si la dejaba salir al mundo, seguro que se haría añicos.
Pericles subió a la cresta de la colina al día siguiente, y al siguiente. Anax le habló de sus estudios, de Adán, de todo lo que veían desde allí que podía relacionarse con él. Entonces fue cuando Pericles le dijo que era tutor de la Academia. Anax se sintió como una idiota y se disculpó por aburrirlo hablando de cosas de las que él debía de saber mucho más que ella. Cortés, Pericles replicó que sus conocimientos y su entusiasmo eran sorprendentes. Ella no lo creyó, sabía que sólo lo decía por educación, pero aun así sintió una gran ternura. Pericles le aconsejó que solicitara el ingreso en la Academia. Y añadió que él estaba dispuesto a ser su tutor.
Anax pensó que era una broma. Sólo los mejores de los mejores podían solicitar el ingreso en la Academia, y de los que terminaban los tres años de enseñanza, menos de un uno por ciento era admitido. Ella no era de esa clase de estudiantes.
—No estés tan segura —le dijo Pericles.
—Aunque fuera lo bastante buena, y no lo soy, no podría pagar la matrícula.
—Yo podría buscarte un patrocinador.
—No, de verdad. No lo digas ni en broma. Te estás burlando de mí, ¿verdad? Eres cruel. No deberías ser tan cruel.
—No —repuso él con aquella hermosa y serena voz que la acompañaría los próximos tres años de su vida—. No estoy bromeando. Yo jamás haría eso.