-Bienvenido a casa, Davor. Un resplandeciente hilo en medio de la oscuridad te trae de vuelta al hogar.
Luego habían bebido sachen y habían comido carne junto a las fogatas, entre caras amigas, incluida la de Liane.
-¿ Cuántas veces voy a tener que bailar en tu honor la muerte de un urgach? -le había preguntado ella con los ojos brillantes y retadores; luego lo había besado con suavidad en la mejilla antes de alejarse precipitadamente.
Tabor también se había reunido con ellos poco después; le hubiera gustado abrazar al muchacho, pero había algo en su cara que se lo impedía. Se lo impedía a todos, incluso a su padre. Entonces Ivor le había hecho un gesto para que se reuniera con él junto a un pequeño fuego, a un extremo de la habitación.
Había allí otras siete personas, a las que poco después se añadió Diarmuid, un poco despeinado y con un vaso en la mano. Dave todavía no estaba seguro de sus sentimientos hacia el príncipe; había recibido mejor impresión de Aileron, el hermano mayor que era ahora el soberano rey. Diarmuid, para el gusto de Dave, parecía demasiado afable; aunque, en verdad, no había habido suavidad ninguna en la forma como había dirigido la expedición y en como se había impuesto a los dalreis al ordenar aquella muerte. Ivor, se dio cuenta Dave, no había sacado a colación aquel asunto.
Y Diarmuid, pese a lo que había bebido, mostraba su autoridad mientras de forma concisa expresaba el deseo del soberano rey y del primer mago de que Gereint, el chamán, fuera con él a Paras Derval. Allí, en unión de los magos, buscarían el origen de aquel invierno que poco a poco los oprimía entre sus malévolas garras.
-En verdad es algo malévolo -añadió el príncipe con voz apacible desde el lugar que ocupaba frente al ciego Gereint-. Los líos alfar han confirmado lo que todos habíamos adivinado. Me gustaría emprender mañana la marcha, si así le conviene al chamán y a todos vosotros.
Ivor hizo un gesto de asentimiento ante la cortés solicitud expresada. Pero nadie dijo palabra; todos esperaban que lo hiciera Gereint.
Dave todavía no se había recuperado de la inquietud que sentía en presencia de aquel arrugado anciano cuyas cuencas vacías parecían, paradójicamente, sondear las almas de los hombres y los abismos del tiempo. Cernan, dios de los seres salvajes, le había hablado a Gereint -Dave lo recordaba- y había llamado a Tabor a su ayuno, para encontrar el animal que todos habían visto en los cielos. Este pensamiento lo llevó a recordar a Ceinwen y el estanque del bosquecillo de Faelin. Y ésa era su propia y tenebrosa senda.
Dejó de pensar en ello al oír la voz de Gereint:
-También vamos a necesitar a la vidente.
-Todavía no ha llegado -dijo Diarmuid.
Todos miraron a Dave.
-Estaba buscando a alguien -dijo-. Por eso nos mandó a nosotros primero.
-¿A quién estaba buscando? -preguntó un hombre llamado Tulger que se sentaba junto a Ivor.
Un extraño sentimiento de discreción llevó a Dave a murmurar:
-Eso debe decíroslo ella, no yo.
Vio cómo Ivor inclinaba la cabeza en señal de aprobación.
Gereint esbozó una leve sonrisa.
-Muy cierto -dijo el chamán-. Pero yo ya lo sé y a estas horas ya deben de haber llegado. En realidad estaban en Paras Derval antes de que vosotros llegarais aquí.
Ese tipo de cosas eran las que desconcertaban a Dave frente a Gereint.
Diarmuid en cambio no parecía impresionado.
-Es muy probable que estén con Loren –murmuró sonriendo como si se tratara de una broma, aunque Dave no captó la gracia-. ¿Vendrás entonces con nosotros? -continuó diciendo el príncipe dirigiéndose al chamán.
-No hasta Paras Derval -contestó con voz calma Gereint-. Mis viejos huesos ya no están para esos trotes.
-Bueno, seguramente… -empezó a decir Diarmuid.
-Me reuniré con vosotros -siguió diciendo Gereint ignorando la interrupción- en Gwen Ystrat. Mañana emprenderé el viaje hacia el Templo de Morvran. Todos vosotros deberéis ir allí.
Esta vez Diarmuid lo miró desconcertado.
-¿Por qué? -preguntó.
-¿Qué dirección han tomado los lobos? –preguntó el chamán volviéndose imperturbable hacia donde se encontraba Torc.
-Hacia el sur -contestó el moreno dalrei, y se hizo un silencio general.
Desde la fogata más alejada se oyó un estallido de risas. Dave miró involuntariamente hacia allí y vio, con un repentino estremecimiento, que Liane estaba sentada junto a Kevin, y que ambos se susurraban cosas al oído. Su vista se nubló. ¡Maldito fuera aquel chulo perseguidor de faldas! ¿Por qué el astuto e inconsciente Kevin Laine tenía siempre que estropearlo todo? Invadido por la furia, Dave sacó fuerzas de flaqueza para
concentrar de nuevo su atención en la reunión.
-Todos vosotros deberéis ir allí -repetía Gereint-. Gwen Ystrat es el lugar más apropiado para lo que debemos hacer.
Diarmuid clavó los ojos en el ciego chamán durante un buen rato. Luego dijo:
-De acuerdo. Le mandaré recado a mi hermano. ¿Hay algo más?
-Sólo una cosa -dijo Levon-. Dave, tú tienes el cuerno.
El cuerno de Pendaran, que encerraba la nota que era el genuino sonido de la Luz.
-Así es -contestó Dave. Y, en efecto, el cuerno pendía de su costado.
-Bien -dijo Levon-. Así pues, si la vidente está en Paras Derval, yo quiero formar parte de la expedición de regreso. Hay algo que me gustaría intentar antes de ir a Gwen Ystrat.
Ivor se estremeció al oírlo y se volvió hacia su hijo mayor.
-Es una temeridad -dijo muy despacio-. Lo sabes perfectamente.
-No lo sé -replicó Levon-. Sólo sé que nos dieron el Cuerno de Owein. ¿Por qué no usarlo entonces?
Sus palabras eran lo bastante razonables como para acallar a su padre. Aunque, en verdad, no eran del todo ciertas.
-¿De qué estáis hablando? -preguntó el príncipe.
-De Owein -contestó Levon, y su rostro estaba resplandeciente-. Quiero despertar a los Durmientes y liberar a la Caza Salvaje.
Sus palabras sorprendieron a todos, pero sólo por un momento.
-¡Valiente diversión! -dijo Diarmuid, pero Dave vio un destello en sus ojos que era una auténtica réplica al que había en los de Levon.
Sólo Gereint fue capaz de reír, con un sonido profundo e inquietante.
-¡Valiente diversión! -repetía el chamán riéndose para sus adentros mientras no dejaba de balancearse hacia atrás y hacia adelante.
Y en ese preciso momento se dieron cuenta de que Tabor se había desmayado.
Por la mañana se había recuperado y había salido, pálido y alegre, a despedirlos. Dave hubiera preferido quedarse entre los dalreis, pero lo necesitaban por el asunto del cuerno, según parecía; además Levon y Torc tomaban parte de la expedición. Pronto estarían todos en Gwen Ystrat. Morvran era el lugar que Gereint había elegido.
Todavía seguía pensando en la risa de Gereint mientras se dirigían hacia el sur para alcanzar la carretera de Paras Derval en el punto en que bordeaba por el oeste el lago Leinan. Levon le había dicho que en circunstancias atmosféricas normales, habrían atajado por los pastizales del norte de Brennin, pero era imposible hacerlo con el hielo y la nieve de aquella anormal estación.
Kevin cabalgaba inusualmente ensimismado, con dos de los hombres de Diarmuid, uno de los cuales era aquel sobre quien había saltado la noche anterior de un modo tan estúpido. Dave ya no quería saber nada de él. Si la gente quería llamar a eso celos, que lo llamaran. Él no iba a perder tiempo en explicaciones. No estaba dispuesto a confesar a nadie que él mismo había tenido que renunciar a la muchacha en el bosque, ante la verde Ceinwen. No estaba dispuesto a contar lo que la diosa le había contestado.
«Ella es para Torc», había dicho él.
«¿Es que acaso tiene otra posibilidad de elección?», le había contestado Ceinwen, y se había echado a reír antes de desaparecer.
Este asunto sólo le concernía a él.
Por el momento, sin embargo, iba cambiando impresiones con los dos hombres a quienes consideraba sus hermanos desde la ceremonia ritual en el Bosque de Pendaran. Por fin la conversación versó sobre el momento en que, en los fangosos campos en torno a Stonehenge, Kevin había tenido que explicar a los guardas en francés y en un inglés chapurreado por qué él y Jennifer se estaban acariciando en un lugar prohibido. Había sido una representación realmente magistral que había acabado en el momento en que los cuatro se habían sentido invadidos por una repentina sensación de poder que los había empujado a la fría y oscura travesía entre los mundos.
-La primera batalla es siempre la peor -dijo Carde, mientras acercaba su caballo al de Kevin para que nadie pudiera oírlo.
Sus palabras tenían toda la intención de ser alentadoras, y Kevin esbozó un gesto de asentimiento, pero no era una persona inclinada a engañarse a sí mismo y sabía perfectamente que la conmoción de la batalla, aunque innegable, no era en realidad el problema esencial.
Tampoco lo era la envidia hacia Dave Martyniuk, aunque con honestidad debía admitir que ese sentimiento explicaba en gran parte su estado de ánimo actual, cuando ya todo había acabado, tras la electrizante aparición en el cielo de aquella resplandeciente y alada criatura. Dave se había portado de un modo magnífico; había estado casi aterrador. Blandiendo la enorme hacha que Matt Soren había conseguido para él en la armería de Paras Derval, se había lanzado a la lucha adelantándose incluso a Diarmuid y sembrando una tremenda mortandad entre los lobos mientras gritaba con toda las fuerzas de sus pulmones. El hombretón se había enfrentado también cuerpo a cuerpo con una de aquellas monstruosas fieras, armadas de colmillos, que llamaban urgachs. Y también la había matado; esquivando traicioneros golpes de espada, había lanzado un golpe de revés con el hacha que le había cortado la cabeza y derribado de su gigantesco corcel. Luego también había matado a aquella bestia de seis patas.
¿Y Kevin? El inteligente y astuto Kevin Laine se había limitado todo el tiempo a iluminarle el camino con la antorcha. También a él le habían dado una espada para luchar, pero ¿qué sabía él de luchas con lobos a lomos de un caballo? Mantener el equilibrio sobre el brioso corcel ya era reto suficiente en el enloquecedor infierno de la lucha. Por eso, cuando se hubo dado cuenta de su inutilidad, se tragó el orgullo, enfundó la espada y cogió una antorcha para proporcionarle a Dave luz suficiente para la escabechina. Tampoco había sido demasiado hábil en esta labor y por dos veces había estado a punto de sucumbir él mismo bajo los hachazos de Dave.
Sin embargo, habían acabado ganando la primera batalla de la guerra, y algo magnífico había aparecido en el cielo. Kevin se había quedado boquiabierto ante el esplendoroso espectáculo del alado unicornio y había tratado por todos los medios de animarse para compartir aquel glorioso momento.
Con todo, parecía que había alguien más que tampoco se sentía demasiado feliz; había entablado una discusión. El y Carde acercaron sus caballos a un corrillo de hombres que se había formado en torno a un fornido y moreno jinete y Torc, el amigo de Dave, a quien Kevin recordaba haber conocido los últimos días que habían pasado en Paras Derval.
-Si vuelves a hacerlo -decía con tono amenazador el hombre moreno-, te haré pedazos y te empalaré en plena Llanura con miel en los ojos para atraer a los algen.
Torc, impasible sobre su oscuro caballo gris, no se dignaba responder, y las fanfarronas amenazas del otro resonaban fatuamente en el silencio. Dave sonreía entre dientes, montado a caballo entre Torc y Levon, el otro jinete a quien Kevin también recordaba.
Y fue Levon quien habló con una voz tranquila imbuida de impresionante autoridad:
-Ya es suficiente, Doraid. Y óyeme bien: recibiste una orden en plena batalla, y escogiste precisamente ese momento para discutir cuestiones de estrategia. Si Torc no hubiera hecho lo que yo te había ordenado a ti, los lobos habrían logrado desbandar el flanco de la bandada. ¿Prefieres dar explicaciones de tu comportamiento aquí y ahora, o después, ante el aven y el jefe de tu tribu?
Doraid se dirigió a él lleno de furia:
-¿Desde cuándo la tercera tribu da órdenes a la séptima?
-No se trata de eso -replicó Levon sin perder la serenidad-. Pero yo tengo el mando de este destacamento, y tú estabas presente cuando me fue encomendado.
-¡Oh, sí! -se burló Doraid-. Tú eres el precioso hijo del aven. Hay que obedecerle y…
-¡Un momento! -interrumpió con brusquedad una familiar y bien modulada voz-. ¿He entendido bien lo que ha sucedido? -siguió diciendo Diarmuid mientras se colocaba en el centro del corrillo-. ¿Este hombre ha desobedecido una orden expresa? ¿Y encima se queja? -Su voz tenía un tono ácido.
-Así es -Torc hablaba por primera vez-. Y encima se queja. Has entendido la situación perfectamente, príncipe.
Kevin tuvo un súbito pantallazo de algo que ya había visto antes: un albergue allá en el sur, un granjero que exclamó: «¡Que Mornir os guarde, príncipe!». Y luego algo más.
-¡Kell! -dijo Diarmuid.
-¡No! -gritó Kevin y se lanzó desde el caballo.
Derribó a su amigo, el fornido lugarteniente de Diarmuid, y ambos cayeron pesadamente sobre la nieve entre las patas de los caballos de los dalreis.
Pero había llegado medio segundo tarde. Otro hombre yacía sobre la nieve, no muy lejos; era Doraid, con la flecha de Kell clavada profundamente en su pecho.
-¡Por todos los infiernos! -dijo Kevin, sintiéndose enfermo-. ¡ Por todos los sangrientos infiernos!
Ni siquiera se tranquilizó al oír junto a él una risa sofocada.
-¡Magnifico! -dijo Kell con suavidad, que no parecía en absoluto desconcertado-. Casi me rompes la nariz.
-¡Dios! Kell, lo siento.
-No importa -dijo riendo de nuevo-. De hecho, lo estaba esperando. Recuerdo muy bien que no te agrada la justicia de Diarmuid.
Nadie parecía reparar en ellos. La violenta pirueta había sido completamente inútil. Desde donde estaban, Kevin vio que dos hombres se encaraban en medio de un círculo de antorchas.
-Ya habían muerto suficientes dalreis esta noche para aumentar ahora el número de muertos -dijo Levon sin alterarse.
La voz de Diarmuid sonó fría:
-Habrá suficientes muertos en esta guerra para que podamos arriesgarnos a disculpar acciones como la de este hombre.
-De todos modos, no era un asunto que te incumbiera a ti, sino al aven.