-Así pues, ¿oísteis el consejo de Kim?
«¡No ataques, él está esperando en Starkadh!», había exclamado Kimberly mientras iniciaban la travesía.
Jaelle dudó.
-Yo lo oí, en efecto.
-¿Y nadie más?
-Yo estaba golpeando el avarlith por ella.
-Lo recuerdo. Fue algo inesperado.
Ella hizo un gesto de impaciencia.
-Entonces, ¿te hicieron caso? -continuó él.
-Tras muchos esfuerzos -dijo muy sucintamente.
Paul, sin embargo, podía adivinar lo que había sucedido, puesto que conocía la desconfianza que debieron de sentir todos los hombres reunidos aquella mañana en el Gran Salón hacia la suma sacerdotisa.
-¿Y qué ocurre ahora? -fue todo lo que él dijo.
-Esperamos que llegue la primavera. Aileron delibera con todo aquel que quiere hablar con él, pero todos esperamos la primavera. ¿Dónde está la vidente? -su voz tenía un tono de urgencia.
-También está esperando. Un sueño.
-¿Por qué has venido aquí? -preguntó ella.
Con una débil sonrisa y con toda seriedad, se lo contó todo: la Flecha de Mornir a la sacerdotisa de la Madre. Todo. En voz muy baja le dijo el nombre del niño, y en voz más baja aún el nombre del padre.
Ella no hizo el más mínimo movimiento mientras él estuvo hablando; ni un solo gesto reveló su emoción. Paul tuvo que reconocer su valor. Luego ella preguntó de nuevo, pero con voz diferente:
-¿Por qué has venido aquí?
-Porque la pasada primavera tú recibiste a Jennifer como huésped -contestó él.
Ella no esperaba semejante respuesta, y su rostro lo evidenció. En cierto modo era un triunfo para él, pero el momento era demasiado solemne como para llevar la cuenta de insignificantes tantos en el juego del poder.
-Loren hubiera desconfiado mucho de esta insensatez -continuó él para dulcificar el aguijón-, pero creo que tú sabrás arreglártelas. Te necesitamos.
-¿Confías en mí en este asunto?
Ahora fue él quien hizo un gesto de impaciencia.
-¡Oh, Jaelle!, no exageres tu propia malevolencia. No estás satisfecha con el equilibrio de poderes que hay ahora aquí; cualquier tonto puede darse cuenta. Pero sólo un grandísimo imbécil confundiría esa insatisfacción con la deslealtad en esta guerra. Tú sirves a la diosa que nos envió aquella luna, Jaelle. Yo soy el menos apropiado de los hombres para olvidarlo.
Ella parecía muy joven en aquellos momentos. Bajo la túnica blanca se escondía una mujer, una persona, y no sólo un símbolo; él había cometido el error de tratar de decírselo una vez, en aquella misma habitación, mientras fuera caía la lluvia.
-¿Qué necesitas? -preguntó.
El tono de su voz era crispado.
-Que vigiles al niño. Y en el más profundo secreto, que es otra de las razones por las que he acudido a ti.
-Tendré que decírselo a las mormae de Gwen Ystrat.
-Me lo figuraba.
Se levantó y comenzó a recorrer la habitación a grandes zancadas mientras hablaba.
-¿Esa es la costumbre, según deduzco, entre las mormae?
-Así es; es la costumbre en. cualquier tipo de sacerdocio, pero el secreto permanecerá guardado en el círculo interior.
-Muy bien -dijo él y se detuvo muy cerca de ella-. Pero entonces tienes que solucionar un problema.
-¿Cuál?
-¡Este! -Y apartándola abrió una puerta interior, sorprendió a la fisgona y la empujó con violencia dentro de la habitación de manera que cayó sobre la alfombra.
-¡Leila! -exclamó Jaelle.
La muchacha se ajustó la túnica gris y se puso en pie. Había un destello de temor en sus ojos, pero sólo un destello, Paul lo vio perfectamente; su cabeza se erguía con orgullo mientras los miraba.
-Merecerías la muerte por lo que has hecho. –El tono de Jaelle era glacial.
-¿Es que vamos a discutirlo delante de un hombre? -dijo Leila con dureza.
Jaelle pareció dudar, pero sólo por un instante.
-Así es -replicó, y Paul se sorprendió por el cambio de tono de su. voz, ahora amable-. Leila, no debes darme lecciones; no soy Shiel ni Marline. Hace sólo diez días que vistes de gris y deberías comprender cuál es tu puesto.
La reprimenda era demasiado suave, según creía Paul.
-¡Al infierno con todo eso! -dijo él-. ¿Qué es lo que estaba haciendo? ¿Qué es lo que ha oído?
-Lo he oído todo -respondió Leila.
-Lo creo -dijo Jaelle con sorprendente tranquilidad-. Dime por qué lo has hecho.
-Por Finn -dijo Leila-. Me enteré de que venía por Finn.
-¡Ah! -dijo Jaelle despacio.
Avanzó hacia la niña y poco después sus dedos rozaron su mejilla en una perturbadora caricia.
-Ya lo entiendo -dijo.
-Pues yo estoy totalmente perdido -dijo Paul.
Las dos lo miraron.
-No deberías estarlo -dijo Jaelle, que volvía a ser la misma de siempre-. ¿No te habló Jennifer del ta’kiena?
-Si, pero…
-¿Y no te dijo por qué quiso tener el niño en casa de Vae?, ¿en la casa de la madre de Finn?
Todo encajaba; miró a la delgada y rubia Leila y preguntó:
-¿Es ella?
Le respondió la propia niña:
-Yo llamé a Finn al Camino. Por tres veces, y luego por cuarta vez. Estoy conectada mentalmente con él hasta que se vaya.
Se hizo el silencio.
-Muy bien, Leila -dijo Jaelle-. Ahora déjanos solos. Ya has hecho lo que tenias que hacer. No digas nunca ni una palabra.
-No creo que pueda -dijo Leila con una débil vocecilla-. Por Finn. A veces siento un océano en mi interior. Creo que me ahogaría si tratara de hacerlo.
Se dio la vuelta y abandonó la habitación; cerró con cuidado la puerta tras ella.
Al mirar a la sacerdotisa, a la luz de las velas, Paul se dio cuenta de que hasta entonces jamás había visto piedad en sus ojos.
-¿No vas a tomar ninguna medida? -murmuró él. Jaelle asintió con la cabeza, sin dejar de mirar la puerta por la que había salido la muchacha.
-Hubiera matado a cualquier otra que hubiera hecho lo mismo, créeme.
-Pero ¿no a ella?
-No, a ella no.
-¿Por qué?
Ella lo miró.
-Deja que conserve este secreto -dijo con voz suave-. Hay misterios que es mejor no conocer, Pwyll. Incluso para ti.
Era la primera vez que lo llamaba por su nombre. Sus ojos se encontraron y esta vez fue Paul quien desvió la mirada. Podía hacer frente a sus pullas, pero aquella mirada en sus ojos evocaba un poder más antiguo e insondable que el que él había experimentado en el Arbol.
Paul carraspeó y dijo:
-Nos marcharemos por la mañana.
-Lo sé -dijo Jaelle-. Ordenaré de inmediato que vayan a buscarla.
-Si hubiera podido hacerlo por mí mismo –dijo Paul-, jamás te lo habría pedido. Sé que se agota el avarlirh, la raíz de la tierra.
Ella sacudió la cabeza; las velas hicieron brillar sus cabellos.
-Ya hiciste bastante al conseguir traerla por ti mismo. Sólo el Tejedor sabe cómo lo lograste.
-Bueno, yo desde luego no lo sé -admitió él con humildad.
Permanecieron un rato callados. Todo era calma en el santuario, en la habitación.
-Darien -dijo ella.
Él suspiró.
-Lo sé. ¿Tienes miedo?
-Si -contestó-. ¿Y tú?
-Mucho.
Se miraron a través del espacio alfombrado que los separaba, una distancia demasiado grande, imposible de salvar.
-Sería mejor que nos pusiéramos manos a la obra -dijo él por fin.
Ella levantó la mano y tiró de un cordón que tenía a su lado. En algún lugar sonó una campana. Cuando acudieron a su llamada, dio rápidas y terminantes órdenes; y pareció que había transcurrido poco tiempo cuando las sacerdotisas regresaron trayendo consigo a Jennifer.
Luego todo sucedió deprisa. Entraron en la sala abovedada y le vendaron los ojos a Paul. Ella derramó su propia sangre, lo cual sorprendió a algunas; luego se encaró hacia el este, hacia Gwen Ystrat, para encontrarse primero con Audiart y luego con las otras. Todas fueron puestas al corriente y mostraron su aprobación; viajaron, todas juntas, alcanzaron Dun Maura y sintieron que la raíz de la tierra fluía a través de ellas.
-¡Adiós! -oyó que él le decía, mientras en su interior la raíz de la tierra se transformaba en una corriente como de luna que atravesaba su cuerpo, tal como siempre había ocurrido, desde su misma infancia. Encauzó esa corriente, dio gracias y luego hizo girar el avarlith para enviarlos de vuelta a casa.
Más tarde, era tal su cansancio que sólo pudo dormir.
En la casa, junto al césped donde el ta’kiena había sido cantado, Vae sostenía en sus brazos a su nuevo hijo. Las sacerdotisas de túnica gris le habían traído leche, pañales y le habían prometido más cosas. Finn había improvisado con presteza una cuna para Darien.
Había dejado que Finn sostuviera a su hermano en brazos durante un rato, y su corazón se había henchido de emoción al ver cómo brillaban los ojos de su hijo. A lo mejor, pensaba, eso lo retendría en casa; quizás aquel ser pavoroso era lo suficientemente poderoso para contrarrestar la llamada que Finn había oído. A lo mejor.
Y le asaltó otro pensamiento: cualquiera que fuese su padre, y ella maldecía su nombre, un niño aprendía el amor de las personas que lo amaban, y ellos podrían proporcionarle todo el amor que necesitara; ella, Finn, y también Shahar cuando regresara a casa. Cómo podría alguien no amar a una criatura tan tranquila y hermosa, con unos ojos tan azules; tan azules como los centinelas de piedra de Ginserat, pensó, y luego recordó que los centinelas se habían roto en pedazos.
El invierno se estaba acercando. La nieve que había caído durante la noche había cuajado y los árboles sin hojas estaban adornados de blanco encaje. Toronto se despertó aquella mañana cubierta con un manto blanco y eso que sólo era noviembre.
Atajando a través de la plaza de Nathan Philips, frente a las dos curvas gemelas del Ayuntamiento, Dave Martyniuk caminaba con el mayor cuidado posible, lamentando no haberse puesto las botas. Al llegar a la puerta del restaurante del otro lado de la plaza, vio con sorpresa que los otros tres ya lo estaban esperando.
-¡Dave! -dijo Kevin Laine con mirada de lince-. ¡Un traje nuevo! ¿Desde cuándo?
-¡Hola a todos! -saludó Dave-. Lo compré la semana pasada. No puedo llevar siempre las habituales chaquetas de pana, ¿verdad?
-Desde luego -dijo Kevin sonriendo. Acababa de terminar en una firma de abogados las prácticas obligatorias que Dave acababa de empezar, y estaba cursando los seis meses igualmente aburridos pero menos formales que le permitirían ingresar en el Cuerpo de Abogados.
-Si encima se trata de todo un traje de tres piezas -continuó diciendo-, la imagen que tengo de ti saltará rota en pedazos.
Sin decir palabra, Dave se desabrochó la americana y dejó ver un flamante chaleco.
-¡Que los ángeles y los arcángeles nos protejan! -exclamó Kevin, santiguándose con la mano izquierda mientras con la otra hacía el gesto contra el mal de ojo.
Paul Schafer se echó a reír.
-Realmente -continuó Kevin-, es un traje muy elegante; ¿por qué no te lo compraste de tu talla?
-¡Kevin, déjalo en paz! -dijo Kim Ford-. Es un traje muy bonito, Dave, y te cae perfectamente. Por eso Kevin se siente miserable y celoso.
-No es cierto -protestó Kevin-. Sólo quiero meterme un poco con mi colega. Si no puedo tomarle el pelo a Dave, ¿a quién se lo tomaré?
-Muy bien -dijo Dave-. Soy muy resistente. Podré aguantarlo.
En aquellos momentos se estaba acordando de la cara de Kevin en una habitación del hotel Park Plaza, la primavera pasada. De la cara y de la voz categórica, sonora y tensa con la que había hablado mientras contemplaba el cuerpo torturado de la mujer que yacía en el suelo:
«Me vengaré de esto aunque se trate de un dios y la venganza signifique mi muerte»
Había que tener paciencia, pensó Dave, con una persona que había hecho semejante juramento, aunque su comportamiento fuera la mayoría de las veces molesto. Había que tener paciencia porque aquella noche, y en otras ocasiones también, Kevin había expresado con palabras la rabia muda de su propio corazón.
-Está bien -dijo Kim con voz suave, y Dave sabía que sus palabras eran respuesta a su pensamiento y no sólo a su desenfadada contestación.
De no haber sido quien era, habría sido inquietante, con los cabellos blancos, el verde brazalete en la muñeca y en el dedo el anillo que los había traído de regreso a casa.
-Vámonos -añadió Kim-. Tenemos muchas cosas que discutir.
Paul Schafer, el Dos Veces Nacido, se había dado la vuelta y los conducía al interior del restaurante.
¿Cuántos matices, estaba pensando Kevin, puede tener la impotencia? Recordaba sus sentimientos un año atrás, cuando veía a Paul cada vez más encerrado en sí mismo en los meses que siguieron a la muerte de Rachel Kincaid. Habían sido malos tiempos. Pero Paul se había salvado; había ido tan lejos en sólo tres noches en el Arbol del Verano, allá en Fionavar, que en la mayoría de las circunstancias estaba fuera del alcance de la comprensión de cualquiera. Pero estaba curado, y Kevin pensaba que su curación era una especie de regalo de Fionavar, una especie de recompensa por lo que Jennifer había sufrido en manos del dios llamado Rakoth Maugrim, el Desenmarañador. Aunque recompensa no era la palabra más acertada; no podía haber compensación alguna ni en este ni en otro mundo; sólo una esperanza de desquite, una llama tan débil, a pesar de lo que él había jurado, que apenas ardía. ¿Qué significaba cualquiera de ellos ante un dios? Nada; ni Kim con sus visiones, ni Paul, ni Dave, que tanto había cambiado
entre los dalreis, en la Llanura, y que había encontrado un cuerno en el Bosque de Pendaran.
¿Y quién era él, Kevin Laine, para pronunciar un juramento de venganza? Todo parecía patético y ridículo; sobre todo allí, en el comedor del Mackenzie King, ante un filete de lenguado, en medio del sonido de los cubiertos y de las conversaciones de abogados y corteses camareros.
-¿Bien? -preguntó Paul en un tono que al instante convirtió en irrelevante todo lo que los rodeaba. Estaba mirando a Kim-. ¿Has visto algo?
-¡Basta! -dijo Kim- Deja de atosigarme. Si sucede algo, te lo diré de inmediato. ¿Quieres que te lo haga constar por escrito?
-Calma, Kim -dijo Kevin-. Debes comprender qué ignorantes nos sentimos. Tú eres nuestro vínculo.