-¿Qué haremos?
Jaelle se estremecio.
-Esta noche, no mucho. ¿Es que no lo sientes?
Al oír la pregunta, Kim cayó de pronto en la cuenta.
-Creí que eran las consecuencias de mi estado -murmuró.
La sacerdotisa agitó la cabeza.
-Maidaladan. Nos invade más tarde que a los hombres, y es más una sensación de intranquilidad que de deseo, creo, pero al fin y al cabo casi se ha puesto el sol; ha llegado el solsticio de verano.
Kim la miró.
-¿Vas a salir?
Jaelle se levantó con brusquedad y se dirigió hacia el muro más alejado. Kim creyó que la había ofendido, pero al cabo de un momento la esbelta sacerdotisa se volvió hacia ella.
-Perdona -dijo sorprendiéndola por segunda vez-. Una vieja respuesta. Iré al banquete y luego regresaré. Las sacerdotisas de gris deben salir a la calle esta noche y reunirse con los hombres que deseen. Pero las mormae vestidas de rojo nunca lo hacen, aunque es una costumbre, no una ley. -Dudó un momento-. A la suma sacerdotisa vestida de blanco no le está permitido tomar parte en el Maidaladan o estar con un hombre, sea el tiempo que sea.
-¿Por alguna razón en especial? -preguntó Kim.
-Tú deberías saberlo -contestó Jaelle en tono terminante.
Y al sondear en su interior, en su segunda alma, Kim lo supo.
-Ya comprendo -dijo con calma-. ¿Es difícil?
Por un momento Jaelle no contestó. Luego dijo:
-De una acólita vestida de marrón pasé a vestir el color rojo, y luego el blanco.
-Nunca el gris -dijo Kim acordándose de algo-. Tampoco Ysanne. -Vio que Jaelle se ponía rígida, y agregó-: ¿La odias mucho? ¿Porque se fue con Raederth?
No esperaba ninguna respuesta, pero era un extrano atardecer y Jaelle le contestó:
-Antes la odiaba, pero ahora todo ha cambiado. Quizá todo mi odio se ha concentrado en el norte.
Se hizo un largo silencio, que Jaelle rompió con torpeza:
-Quisiera decirte…, hiciste algo verdaderamente grande anoche, suceda lo que suceda después.
Por un instante, Kim dudó; luego dijo:
-Me ayudaron. Sólo voy a decirtelo a ti, a Loren y a Aileron, creo, porque no estoy segura de lo que sucederá y tengo ñue proceder con cautela.
-¿Qué clase de ayuda? -dijo Jaelle.
-Los paraikos -contestó Kim-. Los gigantes viven todavía y están cercados en Khath Meigol.
Jaelle se sentó, sobresaltada.
-¡Dana, Madre de todos nosotros! -susurró-. ¿Qué vamos a hacer?
Kim sacudió la cabeza.
-No lo sé. Ya hablaremos, pero creo que no esta noche. Como tú has dicho, no creo que nada importante suceda esta noche.
Jaelle torció el gesto.
-¡Tener que decir semejante cosa a las sacerdotisas de gris que han estado esperando un año para esta noche!
Kim sonrió.
-Me imagino, pero tú sabes bien lo que quiero decir. También tenemos que hablar de Darien.
-Pwyll está ahora con él -dijo Jaelle.
-Ya lo sé. Adivino que así tenía que ser, pero me gustaría que estuviera con nosotros aquí.
Jaelle se levantó de nuevo.
-Tengo que dejarte porque está a punto de empezar. Me alegro de que ya estés mejor.
-Gracias -dijo Kim-, por todo. Quizá vaya a ver a Gereint y a las fuentes, sólo para saludarlos. ¿Dónde están?
Jaelle se ruborizó.
-Los instalamos en unos catres en mi habitación. Pensamos que allí estarían tranquilos; no todas las sacerdotisas salen si hay hombres en el templo.
A pesar de todo Kim sonrió.
-Jaelle -dijo-, te has llevado a dormir a tu habitación a los tres únicos hombres inofensivos de Gwen Ystrat.
Por primera vez oyó la risa de la suma sacerdotisa. Cuando se hubo quedado sola, pese a sus buenas intenciones, se durmió otra vez. Ni visiones, ni poderes en movimiento; sólo un sueño profundo y reparador para alguien que había sobrecargado su alma y sabia que tendría que hacerlo aún mas.
Las campanillas la despertaron. Oyó el roce de las vestiduras en el vestíbulo, los pasos apresurados de las mujeres, sus murmullos y sus risas sofocadas. Luego todo quedó de nuevo en silencio.
Permaneció acostada, pero completamente despierta, con su mente entretenida en múltiples pensamientos. Por fin, también en ella hizo su efecto el Maidaladan; sus pensamientos retrocedieron a un incidente sucedido la víspera, y, tras sopesarlo mientras aún permanecía acostada, se levantó, se lavó la cara y se puso una larga túnica sin nada debajo.
Atravesó el vestíbulo y se detuvo a escuchar junto a una puerta en la que aún alumbraba una débil luz. Era el solsticio de verano y estaban en Gwen Ystrat. Llamó a la puerta y cuando le abrieron entró en la habitación.
-No es una noche apropiada para estar solo –le dijo mirándolo.
-¿Estás segura? -preguntó él con cierta tensión.
-Si -contestó ella sonriendo-. ¿O quizá preferirías ir en busca de una acólita?
Él no respondió; simplemente avanzó hacia ella. Kim levantó la cabeza para poder besarlo. Sintió que él le desabrochaba el vestido y, al tiempo que la túnica caía al suelo, los fuertes brazos de Loren Manto de Plata la cogieron en alto y la condujeron hasta el lecho, en aquella noche del solsticio de verano.
Por fin, pensaba Sharra, empezaba a entender su comportamiento por la forma en que constantemente buscaba divertirse. Ella misma, hacia un año, había sido un simple objeto de diversión, que le había costado a él una cuchillada y casi la vida. Desde su puesto en la cabecera de la mesa del banquete observó con una media sonrisa cómo Diarmuid se levantaba y le llevaba los humeantes testículos del jabalí a aquel hombre que había sido atacado por la fiera. Imitando los gestos de los criados puso ante Kevin la bandeja.
Se acordaba de aquel hombre: había saltado como ella desde la galería de los músicos hacía un año, pero con intenciones totalmente diferentes. Era apuesto, tan atractivo como el propio Diarmuid, aunque de ojos castaños. A Sharra le parecieron unos ojos tristes. Y no era la única mujer en notarlo.
Tristes o no, Kevin hizo un comentario que suscitó carcajadas a su alrededor. Diarmuid, todavía riendo, regresó al lugar que ocupaba entre su padre y la suma sacerdotisa, en el extremo opuesto de Aileron. Por un momento la miró, pero ella desvió la mirada con gesto indiferente. No habían intercambiado palabra alguna desde aquel dorado atardecer en el que él había mostrado a todos su superioridad sin esfuerzo alguno. Pero esa noche era el Maidaladan y ella estaba segura de que se le acercaría.
A medida que transcurría el banquete, que consistía en la carne del jabalí y de los eltors que los dalreis habían traído de la llanura, el ambiente se iba caldeando más y más. Sentía curiosidad, no temor, y experimentaba en su interior un inquietante desasosiego. Cuando sonaron las campanillas, comprendió que las sacerdotisas debían estar saliendo del templo. Ella debería estar ya en el templo, de acuerdo con las órdenes de su padre. Arturo Pendragon e Ivor, el aven de los dalreis, que habían estado charlando animadamente durante toda la velada a su lado, se habían retirado ya al templo. O por lo menos así lo suponía ella.
Había, pues, sitios vacíos a su lado en el salón cada vez más animado. Se dio cuenta de que Shalhassan comenzaba a rebullir en su asiento con impaciencia. No era propio del carácter del señor de Cathal. De repente se preguntó si su padre estaría sintiendo el mismo inquietante deseo que era evidente que se iba apoderando de todos los hombres que estaban en el salón. Así debía de ser y tuvo que reprimir una sonrisa, pues era difícil imaginar a Shalhassan dejándose llevar por las pasiones.
Y en ese jnstante, sorprendiéndola muy a pesar suyo, vio que Diarmuid estaba junto a ella. No se sentó. Todos debían de estar observándolos. Se apoyó en el respaldo de la silla que poco antes había ocupado Arturo y le dijo con un tono exquisitamente amable algo que la desconcertó por completo. Poco después, haciendo un educado gesto con la cabeza, se alejó y, tras cruzar el largo salón sin dejar de sonreír y bromear, salió de la habitación.
Ella era hija de su padre, y ni siquiera el propio Shalhassan, que la estaba mirando con ojos inquisitivos, pudo leer en su rostro la más mínima señal de desconcierto.
Ella había esperado que se le acercara esa noche y que le hiciera proposiciones. Había pensado que se limitaría a murmurar, como en efecto acababa de hacer, un nos veremos. Encajaba peifectamente en el estilo, en su descarada despreocupación.
Lo que en absoluto encajaba -y lo que la había desconcertado- era que había pronunciado esas palabras en tono interrogativo, como una súplica, y se había quedado mirándola en espera de una respuesta. Ella no tenía ni idea de lo que le habían respondido sus ojos; tampoco estaba segura -y eso era lo peor- de lo que deseaba contestarle.
Poco después su padre se levantó y, un poco más allá, Bashraí lo imitó. La guardia de honor, excelentemente disciplinada, escoltó al supremo señor y a la princesa de Cathal hasta el templo. En la puerta, Shalhassan les dio las buenas noches con un elegante gesto, aunque sin sonreír.
Ella no contaba aquí con servidores; Jaelle había asignado a su servicio a una de las sacerdotisas. Cuando entró en la habitación, Sharra vio, a la luz de la luna que se filtraba a través de las cortinas de la ventana, que la mujer le había dispuesto el lecho. La sacerdotisa llevaba un manto con capucha para abrigarse del frío de la calle. Sharra adivinó el porqué.
-¿Tocarán pronto las campanillas? -le preguntó.
-Muy pronto, señora -susurró la mujer.
En su voz distinguió un tono tenso que la inquietó. Se sentó en una silla jugueteando con el colgante que llevaba en el cuello. Con rápidos y casi impacientes movimientos la sacerdotisa acabó de prepararle el lecho.
-¿Desea algo más, señora? Porque si no… Disculpe, pero… pero sólo es esta noche… -dijo con voz temblorosa.
-No -le contestó Sharra con amabilidad-. Todo está muy bien. Sólo… abre la ventana antes de marcharte.
-¿La ventana? -repitió consternada la sacerdotisa-. ¡Oh, señora, no! No os resultará agradable. Debéis entenderlo, es una noche salvaje y de todos es sabido que los hombres del pueblo…
Le dirigió a la mujer una mirada cortante. Pero era difícil dominar a una sacerdotisa de Dana en Gwen Ystrat.
-No creo que ningún hombre del pueblo se atreva a aventurarse hasta aquí -dijo-. Estoy acostumbrada a dormir con la ventana abierta incluso en invierno.
Deliberadamente le dio la espalda y comenzó a quitarse las joyas. Sus manos no temblaban, pero sentía que su corazón se aceleraba por las consecuencias de lo que acababa de hacer.
Si él se echaba a reír cuando entrara o se reía de ella, gritaría; lo tenía bien decidido. Y que él cargara luego con las consecuencias. Oyó el ruido de la ventana al abrirse y un aire helado penetró en la habitación.
Luego oyó el sonido de las campanillas y a sus espaldas la sacerdotisa dejó escapar un confuso suspiro.
-Muchas gracias -dijo Sharra al tiempo que dejaba el collar sobre la mesa-. Supongo que ésa es tu señal.
-En realidad lo era la ventana -dijo Diarmuid.
Sin acabar de darse la vuelta ella desenvainó su puñal.
Él se había quitado la capucha y la miraba con toda tranquilidad.
-Recuérdame que algún día te cuente que en otra ocasión hice algo parecido. Es una historia divertida. ¿Has notado -añadió por decir algo- qué altas son las sacerdotisas? Fue una suerte…
-¿Acaso estás tratando de ganarte mi odio? –le lanzó ella como si sus palabras fueran cuchillos.
Él repuso con toda tranquilidad:
-En modo alguno. Ningún hombre por si mismo puede acercarse a esta habitación, y decidí no confiar en nadie. No tenía otro modo de llegar hasta aquí sin ayuda.
-¿Qué te hizo suponer que podías venir? ¡Cuánta presunción…!
-Sharra, deja ese tono. Yo no supuse nada. Si tú no me hubieras ordenado que abriera la ventana, me habría marchado cuando sonaron las campanillas.
-Yo… -empezó a decir ella. Luego se detuvo: no había nada que decir.
-¿Quieres hacer algo por mí?
Avanzó hacia ella. Sin pensarlo, ella levantó el puñal y, al verlo, él sonrió por primera vez.
-De eso se trata -dijo-. Puedes hacerme una herida. Por razones obvias no ofrecí mi sangre al entrar, y no quiero estar aquí en el Maidaladan sin haber cumplido los ritos. Si Dana puede serme propicia esta noche, merece el sacrificio. Junto a ti hay una jofaina.
Y, subiéndose las mangas de la túnica y de la camisa azul que llevaba debajo, extendió hacia ella la muñeca.
-No soy una sacerdotisa -dijo ella.
-Creo que esta noche todas las mujeres lo sois. Hazlo por mí, Sharra.
De este modo, y por segunda vez, su puñal lo hirió, mientras ella sostenía su muñeca y le hacía un corte en el dorso. Brotó la sangre y ella la recogió en la jofaina. Sin decir palabra, él le tendió un pañuelo de Seresh que llevaba en el bolsillo. Ella dejó la jofaina y el cuchillo y le vendó la herida con el pañuelo.
-Es la segunda vez -dijo él haciéndose eco de los pensamientos de ella-. ¿Habrá una tercera?
-Siempre te pones a tiro.
Él se alejó hacia la ventana. La habitación daba al este y la luna brillaba. Observó que el terreno trazaba un largo declive desde los lisos muros del templo. Tenía los puños apretados sobre el alféizar de la ventana y miraba hacia el exterior. Ella se sentó en una silla junto al lecho. Cuando él rompió a hablar lo hizo con calma, pero en su voz ya no había ligereza alguna.
-Debo ser aceptado tal como soy, Sharra. Nunca seré capaz de actuar por cálculo mesurado -dijo él mirándola-. De otro modo, ahora sería el soberano rey y Aileron estaría muerto. Tú lo viste con tus propios ojos.
Si, ella lo había visto. Él así lo había elegido; ninguno de los que aquel día estaban en el Gran Salón podía olvidarlo. Permaneció callada con las manos en el regazo.
-Cuando saltaste desde la galería -siguió diciendo él- pensé que estaba viendo el ataque mortal de un ave de presa. Luego, cuando me arrojaste agua mientras escalaba el muro, pensé que estaba viendo a una mujer que sabía comportarse. Lo mismo vi hace cinco días en Paras Derval. Sharra, no he venido aquí para acostarme contigo.
Ella soltó una risita de incredulidad.
Él se había vuelto para mirarla. La luz de la luna se reflejaba en su rostro.