Aquello era bien cierto. Las caras en torno a la mesa de la pequeña cámara de oficiales del
Phlegethon
estaban hinchadas y con ojeras de fatiga. Keppel, el pulcro oficial naval de hacía una semana, parecía ahora un espantapájaros con sus mejillas sin afeitar y su pelo alborotado, la chaqueta de su uniforme rota y desgarrada y las charreteras quemadas. Charlie Johnson, con el brazo en cabestrillo manchado de sangre, daba cabezadas como un títere; incluso Stuart, normalmente un tipo muy animado, estaba sentado allí exhausto, con la cabeza entre las manos y su revólver a medio limpiar en la mesa ante él. (Todavía puedo verlo, con la pequeña baqueta de latón sobresaliendo del cañón, y una gran mariposa nocturna negra posada en el punto de mira, frotándose las antenas.) Sólo Brooke estaba tan ofensivamente jovial como siempre, recién afeitado y alerta, aunque tenía los ojos completamente rojos. Nos miró a todos uno a uno y yo adiviné que estaba pensando que no podríamos seguirle durante mucho tiempo más.
—Sin embargo —dijo, sonriendo astutamente—, no ha sido tan terrible después de todo, ¿verdad? Calculo que hemos gastado la energía de tres días todos los que estamos aquí... y yo la de cuatro. Os diré lo que vamos a hacer. —Apoyó los codos en la mesa—. Vaya dar una fiesta mañana por la noche... Todos vestidos de gala, por supuesto, antes de la que va a ser nuestra última lucha contra esos forajidos...
—
¡Bismillah!
Me gustaría creer eso —dijo Paitingi.
—Bueno, la última de
esta
expedición, de todos modos —exclamó Brooke—. Tiene que serlo... o los echamos o acaban con nosotros... pero
eso
no va a ocurrir, no después de la zurra que les hemos dado. Tengo una docena de botellas de champán allá abajo, y las abriremos para brindar por nuestro éxito, ¿eh?
—¿No sería mejor guardarlas para después? —dijo Keppel, pero entonces Stuart levantó la cabeza y la sacudió, sonriendo con desgana.
—Quizá no todos estemos aquí. De este modo, estamos seguros de compartirlo de antemano, es lo que dijiste la noche antes de que atacáramos a los Lingas con el viejo
Royalist
, ¿no es verdad, J. B.? ¿Recuerdas?, los diecinueve, hace cinco años. «No se puede beber después de la muerte.» Pues bueno... no quedamos muchos de los diecinueve.
—Sin embargo, tenemos muchos nuevos compañeros —dijo Brooke rápidamente—, y van a cantar ahora, como hicimos nosotros en aquella ocasión, y hemos seguido haciendo desde entonces —le dio un empujón a la cabeza de Charlie Johnson que no paraba de subir y bajar—. ¡Despierta, Charlie! ¡Hay que cantar si quieres tu cena de mañana! ¡Vamos o te meteré una esponja mojada por la espalda! ¡Canta, chico, canta! ¡George te dirigirá!
Johnson parpadeó, pero Brooke empezó a cantar
Salud para el rey, y paz duradera
dando golpes en la mesa, y Charlie empezó, graznando, con las palabras:
Bebamos ahora que tenemos aliento
que no se puede beber una vez muerto
Y siguió solo hasta el final, con los ojos saltones como un búho, mientras Brooke golpeaba la mesa y gritaba: «Buen chico, Charlie, dales una buena». Los otros parecían avergonzados, pero Brooke se dirigió a Keppel, alentándole para que cantase. Keppel no quería al principio, y se quedó allí sentado con un aspecto fastidiado y avergonzado, pero Brooke siguió insistiendo, lleno de entusiasmo, y ¿qué otra cosa podía hacer el pobre tipo? Así que cantó
Las damas españolas
—cantaba bien, debo decirlo, con voz de bajo— y para entonces hasta el más cansado de nosotros estaba sonriendo y uniéndose al coro, Brooke dando ánimos, marcando el compás y mirándonos como un halcón. Él mismo cantó
La Aretusa
, e incluso persuadió a Paitingi, que nos cantó un salmo, ante lo cual Charlie rió histéricamente, pero Keppel se unió a él como un trueno, y entonces Brooke me miró, me hizo un gesto y me encontré cantando:
Bebe, cachorro, bebe
, y ellos golpearon con los pies y siguieron el compás hasta hacer temblar la cabina.
Era una situación vergonzosa... tan forzada y falsa que resultaba desagradable, aquel alegre lunático animando a sus hombres y haciéndoles cantar; todo el mundo odiaba aquello. Pero cantaban, como habrán observado, y yo con ellos, y al final Brooke saltó y gritó:
—¡Bueno, no está tan mal! Ya tenemos un buen coro. Los barcos exploradores irán delante mañana a las cinco de la mañana en punto, y luego irá la chalupa del
Dido
, los dos cúters, la falúa, el
Jolly Bachelor
, luego los barcos pequeños. La cena a las siete, en punto. ¡Buenas noches, caballeros!
Salió y nos dejó mirándonos boquiabiertos como tontos unos a otros. Entonces Keppel meneó la cabeza, sonrió, suspiró, y nos dispersamos, sintiéndonos bastante estúpidos, diría yo. Yo me preguntaba por qué aguantaban a Brooke y sus bufonadas de colegial, absolutamente patéticas. ¿Por qué le seguían la corriente? Porque de eso se trataba. No era miedo, ni amor, ni siquiera respeto; sospecho que ellos sentían que de algún modo habría sido una mezquindad desengañarle, así que le consentían todas las locuras, ya fuera cargar contra un prao pirata con un esquife o cantar salmodias cuando deberían estar curándose las heridas o arrastrándose a algún lugar para sumergirse en un sueño reparador. Sí, ellos le seguían la corriente... sólo Dios sabe por qué. Aunque, por muy loco y peligroso que fuera, debo decir que era difícil negarle algo, cualquier cosa.
Aquella misma noche, más tarde, yo lo hice, aunque admito que no en su propia cara. Yo estaba acurrucado bajo la escalerilla del
Jolly Bachelor
cuando los piratas llegaron deslizándose sigilosamente en la niebla en sampanes y trataron de tomarnos por sorpresa. Estaban en el puente asesinando a nuestros vigías antes de que nos diéramos cuenta, y si no hubiera sido porque la cubierta estaba sembrada de tachuelas para que se pincharan los pies desnudos, habría sido el fin del barco y de todo el mundo a bordo incluyéndome a mí. Pero en cambio hubo una condenada trifulca en la oscuridad, Brooke chilló para que todo el mundo se levantara... y yo me hundí aún más, intentando cubrirme y sujetando con fuerza mi pistola, hasta que los piratas fueron eliminados, y entonces me escabullí rápidamente y salí tropezando aquí y allá, lanzando miradas feroces y fingiendo que había estado allí todo el tiempo. Hice un poco de trabajo pesado ayudando a tirar piratas muertos por la borda, y luego nos quedamos despiertos hasta que llegó la luz del día, pero no nos volvieron a molestar.
Al día siguiente empezó a llover con ganas y subimos por el Skrang bajo una perfecta lámina de agua que reducía la visibilidad casi del todo y formaba agujeros en el río como fuego graneado. Todo el día nos movimos lentamente en la oscuridad, y el río se fue estrechando hasta quedar reducido a doscientos metros de ancho, y no vimos ni un maldito enemigo. Me senté en el barco explorador de Paitingi, empapado, reducido al grado más bajo de la desesperación, achicando agua constantemente hasta que todo mi cuerpo gritaba de dolor. Al anochecer estaba desfallecido, y entonces anclamos, y maldita sea mi estampa si no tuvimos que afeitarnos y lavarnos y sacar trajes limpios para la fiesta de Brooke en el
Jolly Bachelor
. Recordando aquello, no puedo imaginar por qué lo soporté. No intento comprender tampoco las mentes de los demás. Todos ellos se vistieron lo mejor que pudieron, empapados de humedad, y yo no podía llevarles la contraria, ¿verdad? Nos reunimos en la cabina del
Jolly Bachelor
, chorreando, y allí estaba la mesa puesta para la cena, con plata, cristalería y todo, Brooke con su frac azul con botones de latón, dándonos la bienvenida como un maldito gobernador general, tomando vino con Keppel, señalándonos nuestros asientos y frunciendo el ceño porque la sopa de tortuga estaba fría.
«No puedo creer que esto esté ocurriendo de verdad —pensaba yo—; todo es una terrible pesadilla, y Stuart no está sentado frente a mí con su levita negra y su corbata de cordón atada con un nudo de fantasía, y no es champán real lo que estoy bebiendo a la luz de unos humeantes candiles, todo el mundo reunido en torno a la mesa en la pequeña cabina, y no están escuchando sin respirar mientras yo les cuento lo de coger a Alfred Mynn con la pierna delante en Lord’s. No hay piratas, realmente, y no estamos brindando a kilómetros de distancia de cualquier apestosa bahía de Borneo, mientras fuera resuenan los truenos y caen chuzos de punta por la escalera, y Brooke pasa unos cigarros mientras el asistente malayo pone el oporto en la mesa.» No podía creer que en torno a nosotros hubiera una flota de sampanes y barcos espía, cargados con dayaks y casacas azules y otros salvajes surtidos, y que al día siguiente estaríamos reviviendo el horror de Patusan de nuevo. Era todo demasiado extraño, confuso e irreal, y aunque debí de haber liquidado por mi cuenta una botella de buen champán y unas copas de oporto, me levanté de aquella mesa tan sobrio como cuando me senté.
Sin embargo, fue bastante real, la mañana de aquel último día espantoso en el río Skrang. El tiempo se había despejado milagrosamente antes de amanecer, y la estrecha franja de agua marrón y aceitosa que había frente a nosotros brillaba a la luz del sol entre sus verdes muros de vegetación. Hacía un calor infernal, y por una vez la selva, comparativamente, estaba silenciosa, pero había una excitación en la flota que se podía notar batiendo en olas a través del aire bochornoso y sofocante; no era sólo el hecho de que Brooke hubiera predicho que ésa podía ser la última batalla, creo que también nos dábamos cuenta de que si no llegábamos a alguna conclusión con los piratas que se escondían en algún lugar ante nosotros, nuestra expedición se detendría por puro agotamiento, y no podríamos hacer nada salvo volver de nuevo río abajo. Esto alimentaba una especie de salvaje desesperación en los demás. Stuart ardía de impaciencia mientras se dejaba caer junto a mí en el barco explorador de Paitingi, sacando su pistola y metiéndola en su cinturón y luego haciendo lo mismo una y otra vez. Incluso Paitingi, en la proa, estaba tenso como cuerda de violín, contestando bruscamente a los Lingas y retorciéndose la roja barba. Mi propio estado pueden imaginárselo ustedes mismos.
Nuestro héroe, por supuesto, estaba como siempre en plena forma. Estaba situado en la proa del
Jolly Bachelor
mientras nuestro barco explorador se alejaba a toda vela, con el sombrero de paja en la cabeza, dando órdenes y bromeando hasta ponerte enfermo.
—Están ahí, amigo —le gritaba a Paitingi—. Está bien, no puedes olerlos, pero yo sí. Nos encontraremos con ellos por la tarde, probablemente antes. Así que mantén una buena vigilancia, y no te alejes a más de un tiro de pistola del segundo barco, ¿me oyes?
—¡Ajá! —dijo Paitingi—. No me gusta esto, J. B. Está muy tranquilo. Supón que ellos están en los laterales... dispersos y escondidos.
—El
Sulu Queen
no puede esconderse —replicó Brooke—. Tiene que mantenerse en la corriente principal, y el río pierde profundidad enseguida. Es nuestra presa, piénsalo, tómala y cortaremos la cabeza de la serpiente. Toma un mango —le tiró el fruto a Paitingi—. No pienses en los laterales; en cuanto veas el bergantín, pon una luz azul y mantén tu posición. Nosotros haremos el resto.
Paitingi murmuró algo acerca de emboscadas en el agua, y Brooke rió y le dijo que dejara de graznar.
—¿Recuerdas al primer tipo contra el que luchaste? —gritó—. Bueno, ¿qué es un montón de piratas comparado con él? Ve, viejo amigo... y buena suerte.
Saludó con la mano mientras pasábamos los remos adentrándonos en la corriente y hacia el primer recodo, con los otros barcos alineados en nuestra estela y la chalupa del
Dido
y el
Jolly Bachelor
conduciendo a las embarcaciones más pesadas detrás. Le pregunté a Stuart qué había querido decir Brooke con eso del primer tipo contra el que había luchado Paitingi, y él se rió.
—Era Napoleón. ¿No lo sabía? Paitingi estaba con el ejército turco en la batalla de las Pirámides.
[45]
¿Verdad, viejo?
—¡Ajá! —gruñó Paitingi—. Y fuimos bien derrotados, para mi desgracia. Pero te digo una cosa, Stuart, me sentía mejor aquel día que ahora —se agitó en la proa, apoyándose en los cañones para mirar río arriba—. Hay algo raro, lo noto. Escucha.
Aguzamos los oídos por encima del silbido de los remos, pero excepto los gritos de los pájaros en la selva y el zumbido de las nubes de insectos en la costa, no se oía nada. El río estaba vacío, y por lo que parecía, la selva que lo rodeaba también.
—No oigo nada extraño —dijo Stuart.
—Precisamente por eso —replicó Paitingi—. No se oyen gongs de guerra... y sin embargo hemos venido oyéndolos cada día durante toda la semana pasada. ¿Qué pasa ahora?
—No sé. Pero, ¿no será buena señal?
—Pregúntamelo esta noche —respondió Paitingi—. Espero poder contestarte entonces.
Su intranquilidad se me contagió como la peste, porque yo sabía que él tenía mejor olfato que ningún otro guerrero que haya conocido nunca, y cuando un tipo así empieza a impacientarse, hay que tener cuidado. Tuve vívidos recuerdos del sargento Hudson olisqueando el peligro en el yermo del camino de Jallalabad. Por Dios, tuvo razón, a pesar de todas las señales, y allí estaba Paitingi con la misma historia, inclinando la cabeza, frunciendo el ceño, poniéndose de pie de vez en cuando para escrutar el verde impenetrable, mirando al cielo, tirándose de las patillas... Aquello acababa con mis nervios, y con los de Stuart también, aunque no había ni una señal de peligro mientras nos deslizábamos lentamente corriente arriba por el río silencioso bajo la brillante luz del sol, kilómetro tras kilómetro, por recodos y tramos rectos, y siempre la misma corriente marrón igualmente vacía en toda la distancia que abarcaba la vista. El aire estaba tranquilo; el ruido de un cocodrilo al deslizarse con su pesado chapoteo en un banco de arena nos hizo dar un salto, buscando nuestras pistolas; luego un pájaro lanzó un graznido en la otra orilla, y volvimos a empezar, un sudor frío en aquella humeante soledad... No conozco ningún lugar donde uno se sienta tan desnudo y expuesto como en un desierto río de la selva, con aquella vasta y hostil extensión de vegetación todo alrededor. Como Lord’s, pero sin pabellón hacia el que correr.
Paitingi aguantó aquello durante un par de horas y luego perdió la paciencia. Había estado usando el catalejo para examinar las bocas de las pequeñas ensenadas laterales que pasábamos de vez en cuando, oscuros, silenciosos túneles en la vegetación; entonces miró ceñudamente al segundo barco explorador, a cien metros detrás de nosotros, y gritó una orden a los remeros para que aceleraran el ritmo. El barco salió disparado hacia adelante, temblando debajo de nosotros; Stuart miró hacia atrás ansiosamente al espacio que se iba agrandando.