Festín de cuervos (79 page)

Read Festín de cuervos Online

Authors: George R.R. Martin

Tags: #Fantástico

BOOK: Festín de cuervos
4.17Mb size Format: txt, pdf, ePub

El viento era refrescante, y él se moría de sed. Siempre quería vino después de una batalla. Dejó a Nute al mando y bajó a los niveles inferiores. La mujer de piel oscura estaba en su abarrotado camarote de proa, húmeda y dispuesta. Tal vez la batalla le hubiera calentado la sangre a ella también. La poseyó dos veces, en rápida sucesión. Cuando acabaron, ella tenía sangre en los pechos, los muslos y el vientre. Era de Victarion, del corte de la palma de la mano. La mujer de piel oscura se lo lavó con vinagre hervido.

—Hay que reconocer que su plan era bueno —le dijo Victarion mientras estaba de rodillas junto a él—. Volvemos a tener abierto el Mander, como antaño.

Era un río de aguas lentas, ancho y pausado, con traicioneros bancos de arena y troncos sumergidos. Pocos barcos de mar se atrevían a subir más allá de Altojardín, pero los barcoluengos, con su escaso calado, podían llegar incluso a Puenteamargo. En los viejos tiempos, los hijos del hierro habían navegado por el camino del río para saquear a todo lo largo del Mander y sus afluentes... hasta que los reyes de la mano verde armaron a los pueblos de pescadores de las cuatro pequeñas islas de la desembocadura del Mander para convertirlos en sus escudos.

Habían pasado dos mil años, pero los barbagrises seguían montando guardia en las atalayas de las costas rocosas. En cuanto avistaran los barcoluengos, los viejos prenderían los faros, y la alerta saltaría de colina en colina, de isla en isla. «¡Alerta! ¡Enemigos! ¡Saqueadores! ¡Saqueadores!» Cuando los pescadores vieran el fuego en los altozanos, dejarían las redes y los arados para coger las espadas y las hachas. Sus señores bajarían de los castillos con sus soldados y caballeros. Los cuernos de guerra resonarían por encima de las aguas, desde el Escudo Verde, el Escudo Gris, el Escudo de Roble y el Escudo del Sur; los barcoluengos saldrían a hurtadillas de sus madrigueras de piedra cubierta de musgo a lo largo de las orillas, y los remos hendirían las aguas de los estrechos para cerrar el Mander y perseguir a los saqueadores río arriba hasta acabar con ellos.

Euron había enviado Mander arriba a Torwold
Dientenegro
y al Remero Rojo, con una docena de barcoluengos veloces, de manera que los señores de las islas Escudo fueran tras ellos. Cuando llegó con el grueso de la flota, apenas quedaba un puñado de hombres para defender las islas. Los hijos del hierro se habían acercado con la marea vespertina, para que el fulgor del sol poniente los ocultara de los barbagrises de las torres hasta que no se pudiera hacer nada. Tenían viento de popa, como durante todo el trayecto desde Viejo Wyk. En la flota se rumoreaba que los magos de Euron tenían mucho que ver con aquello, que Ojo de Cuervo apaciguaba al Dios de la Tormenta con sacrificios de sangre. ¿Cómo si no se habría aventurado a navegar tan lejos hacia el oeste, en vez de seguir la línea de la costa, como era habitual?

Los hijos del hierro llevaron sus barcoluengos hasta las costas pedregosas e invadieron el ocaso violáceo con el acero centelleando en las manos. Las hogueras de alerta ya estaban encendidas, pero quedaban pocos hombres para empuñar las armas. El Escudo Gris, el Escudo Verde y el Escudo del Sur cayeron antes de que saliera el sol. El Escudo de Roble resistió medio día más. Y cuando los hombres de los Cuatro Escudos dejaron de perseguir a Torwold y al Remero Rojo, y volvieron río abajo, se encontraron con la Flota de Hierro que los aguardaba en la desembocadura del Mander.

—Todo ha salido como dijo Euron —le dijo Victarion a la mujer de piel oscura mientras ella le vendaba la mano con tiras de lino—. Sus magos se habrán encargado de eso. —Llevaba tres a bordo del
Silencio
, según le había comentado en susurros Quellon Humble. Aunque eran hombres extraños y terribles, Ojo de Cuervo había conseguido esclavizarlos—. Pero sigue necesitándome para las batallas —insistió Victarion—. Los magos ayudan, pero las guerras se ganan con sangre y acero. —El vinagre hacía que la herida le doliera más que nunca. Empujó a un lado a la mujer y, con el ceño fruncido, cerró el puño—. Tráeme vino.

Bebió en la oscuridad, sin dejar de pensar en su hermano.

«Si no asesto el golpe con mi propia mano, ¿sigo siendo asesino de mi sangre?» Victarion no temía a ningún hombre, pero la maldición del Dios Ahogado hacía que se parase a pensar. «Si es otro quien lo mata por orden mía, ¿seguiré teniendo las manos manchadas con su sangre?» Aeron
Pelomojado
conocería la respuesta, pero había vuelto a las Islas del Hierro, ya que todavía confiaba en alzar a los hijos del hierro contra su rey recién coronado. «Nute
el Barbero
puede afeitar a cualquiera con el hacha arrojadiza a veinte pasos de distancia. Y ninguno de los mestizos de Euron podría hacer nada contra Wulfe
Una Oreja
o Andrik
el Taciturno
. Cualquiera de ellos se podría encargar.» Pero lo que podía hacer un hombre y lo que quería hacer eran cosas muy diferentes.

—Las blasfemias de Euron harán que caiga sobre nosotros la ira del Dios Ahogado —había profetizado Aeron en Viejo Wyk—. Tenemos que detenerlo, hermano. Todavía corre por nuestras venas la sangre de Balon, ¿verdad?

—Igual que por las suyas —le había respondido Victarion—. Me gusta tan poco como a ti, pero Euron es el rey. Tu asamblea lo eligió a él, ¡tú mismo le pusiste la corona de madera de deriva!

—Yo le puse la corona en la cabeza —replicó el sacerdote mientras las algas le goteaban en el pelo—, y de buena gana se la quitaré y te la pondré a ti. Eres el único que tiene suficiente fuerza para plantarle cara.

—El Dios Ahogado lo encumbró —protestó Victarion—. Que sea el Dios Ahogado quien lo derribe.

Aeron le dirigió una mirada siniestra, una mirada capaz de envenenar pozos y dejar estériles a las mujeres.

—No fue el Dios quien habló. Se sabe que Euron lleva en su barco rojo a magos y hechiceros malignos. Nos lanzaron un hechizo para que no pudiéramos oír el mar. Los capitanes y los reyes estaban ebrios de tanta cháchara sobre dragones.

—Ebrios y muertos de miedo de ese cuerno. Ya oíste su sonido. Pero no importa; Euron es nuestro rey.

—No es mi rey —replicó el sacerdote—. El Dios Ahogado ayuda a los hombres osados, no a los que se esconden bajo la cubierta cuando arrecia la tormenta. Si no haces nada para echar a Ojo de Cuervo del Trono de Piedramar, tendré que encargarme yo mismo.

—¿Cómo? No tienes barcos ni espadas.

—Tengo mi voz —replicó el sacerdote—, y el Dios está conmigo. Mía es la fuerza del mar, una fuerza contra la que Ojo de Cuervo no puede nada. Las olas rompen contra la montaña, sí, pero siguen llegando, unas tras otra, y al final, donde se alzaba la montaña no quedan más que guijarros. Y en poco tiempo, hasta los guijarros se ven arrastrados para yacer eternamente bajo el mar.

—¿Guijarros? —gruñó Victarion—. Si crees que vas a derribar a Ojo de Cuervo hablando de olas y guijarros, es que estás loco.

—Los hijos del hierro serán las olas —dijo Pelomojado—. No los grandes señores, sino la gente sencilla, los que aran la tierra y los que pescan en el mar. Los capitanes y reyes eligieron a Euron, pero el pueblo acabará con él. Iré a Gran Wyk, a Harlaw, a Monteorca, al mismísimo Pyke. Mis palabras se escucharán en cada ciudad, en cada aldea. ¡Un hombre sin dios no puede sentarse en el Trono de Piedramar!

Sacudió la cabeza desgreñada y volvió a desaparecer en la noche. Al día siguiente, cuando salió el sol, Aeron Greyjoy ya no estaba en Viejo Wyk. Ni siquiera sus hombres ahogados sabían adonde había ido. Se decía que, cuando se enteró, Ojo de Cuervo se echó a reír.

Pero aunque el sacerdote había desaparecido, sus temibles amenazas pendían en el aire. Victarion tampoco podía quitarse de la cabeza las palabras de Baelor Blacktyde.

«Balon estaba loco; Aeron, más loco todavía, y Euron es el más loco de todos.» El joven señor había intentado volver a su hogar tras la asamblea, negándose a aceptar a Euron como señor, pero la Flota de Hierro había cerrado la bahía; Victarion Greyjoy tenía demasiado arraigado el hábito de la obediencia, y Euron llevaba la corona de madera de deriva. Tomaron el
Vuelo Nocturno
y le entregaron al Rey a Lord Blacktyde encadenado. Los mudos y los mestizos de Euron lo habían cortado en siete trozos, para alimentar a los siete dioses de las tierras verdes, a los que adoraba.

Como recompensa por sus leales servicios, el rey recién coronado le entregó a Victarion la mujer de piel oscura, sacada de algún barco de esclavos con rumbo a Lys.

—No quiero tus sobras —le dijo a su hermano con desprecio, pero cuando Ojo de Cuervo le replicó que mataría a la mujer si no se quedaba con ella, se ablandó. Le habían arrancado la lengua, pero por lo demás no había sufrido daños, y era hermosa, con una piel marrón como la teca aceitada. Pero a veces, al mirarla, recordaba a la primera mujer que le había entregado su hermano para hacer de él un hombre.

Victarion intentó utilizar otra vez a la mujer de piel oscura, pero no fue capaz.

—Tráeme otro pellejo de vino y lárgate —ordenó. Cuando volvió con un pellejo de tinto agrio, el capitán se lo llevó a cubierta, donde podía respirar el aire marino fresco. Se bebió la mitad y derramó el resto en el mar para todos los hombres que habían muerto.

El
Victoria de Hierro
se quedó durante horas ante la desembocadura del Mander. Mientras la mayor parte de la Flota de Hierro se ponía en marcha hacia el Escudo de Roble, Victarion se quedó con el
Dolor
, el
Lord Dragón
, el
Viento de Hierro
y el
Veneno de Doncella
como retaguardia. Recogieron del mar a los supervivientes y observaron como se hundía lentamente el
Mano Dura
, arrastrado por los restos del barco al que había embestido. Cuando desapareció bajo las aguas, Victarion ya tenía las cifras que solicitara: había perdido seis barcos y capturado treinta y ocho.

—Está bien —le dijo a Nute—. A los remos. Volvemos a Aldea de Lord Hewett.

Los remeros volvieron a su labor para poner rumbo hacia el Escudo de Roble, y el capitán del hierro bajó otra vez a su camarote.

—Podría matarlo —le dijo a la mujer de piel oscura—. Pero matar a un rey es un pecado espantoso, y matar a un hermano es peor todavía. —Frunció el ceño—. Asha tendría que haberme dado su apoyo. —¿Cómo pudo pensar que se ganaría a los capitanes y a los reyes con sus piñas y nabos? «La sangre de Balon corre por sus venas, pero sigue siendo una mujer. —Se había marchado después de la asamblea. La noche en que le pusieron a Euron la corona de madera de deriva, se esfumó con su tripulación. Una parte de él se alegraba—. Si tiene aunque sea medio cerebro, se casará con algún señor norteño y vivirá con él en su castillo, lejos del mar y de Euron
Ojo de Cuervo

—Aldea de Lord Hewett, Lord Capitán —avisó un tripulante.

Victarion se levantó. El vino le había embotado el dolor de la mano. Tal vez le pidiera al maestre de Hewett que le echara un vistazo, si no estaba muerto. Cuando rodearon un cabo volvió a subir a cubierta. El castillo de Lord Hewett se alzaba por encima del puerto. En cierto modo le recordó a Puerto Noble, aunque aquella ciudad era el doble de grande. Había una veintena de barcoluengos en las aguas cercanas, todos con el kraken dorado ondulando en las velas. También los había a centenares varados en los bajíos y en los amarraderos que bordeaban el puerto. Junto a un atracadero de piedra había tres cocas grandes y una docena de cocas pequeñas, cargando los frutos del saqueo y otras provisiones. Victarion dio orden de que el
Victoria de Hierro
echara anclas.

—Preparad un bote.

A medida que se acercaban, la ciudad parecía extrañamente tranquila. La mayoría de las tiendas y casas había sufrido los efectos del saqueo, como denotaban las puertas derribadas y los postigos rotos, pero lo único incendiado había sido el septo. Las calles estaban plagadas de cadáveres, cada uno con su pequeña bandada de cuervos carroñeros. Un grupo de supervivientes se movía entre ellos con gesto hosco, espantando a las aves negras y tirando a los muertos a un carromato para llevarlos a enterrar. La sola idea le resultaba repugnante. Ningún verdadero hijo del mar querría pudrirse bajo tierra. ¿Cómo iba a encontrar las estancias acuosas del Dios Ahogado para celebrar un banquete eterno?

Una de las naves que vieron al pasar era el
Silencio
. El mascarón de proa de hierro captó la atención de Victarion: era una doncella sin boca, con el cabello agitado por el viento y un brazo extendido. Sus ojos de madreperla parecían seguirlos.

«Tenía boca, como cualquier otra mujer, hasta que se la cosió el Ojo de Cuervo.»

Cuando se acercaron a la orilla se fijó en una hilera de mujeres y niños, de pie en la cubierta de una de las cocas grandes. Varios tenían las manos atadas a la espalda, y todos llevaban una soga de cáñamo al cuello.

—¿Quiénes son? —les preguntó a los hombres que lo ayudaron a amarrar el bote.

—Viudas y huérfanos. Los van a vender como esclavos.

—¿Esclavos? —protestó Victarion—. Tendrían que ser siervos, o esposas de sal.

En las Islas del Hierro no había esclavos, sólo siervos, que estaban obligados a trabajar, pero no eran ninguna propiedad. Sus hijos nacían libres, siempre que los entregasen al Dios Ahogado. Y los siervos nunca se compraban ni se vendían. Si alguien quería un siervo, tenía que pagar el precio del hierro.

—Es por decreto del rey —dijo el hombre.

—El fuerte siempre ha cogido lo que ha querido del débil —comentó Nute
el Barbero
—. Esclavos o siervos, ¿qué más da? Sus hombres no supieron defenderlos, así que ahora son nuestros y podemos hacer con ellos lo que queramos.

«Esas no son las Antiguas Costumbres», habría querido decirle, pero no había tiempo. La noticia de la victoria lo había precedido, y los hombres se congregaban en torno a él para felicitarlo. Se dejó adular hasta que uno empezó a alabar la osadía de Euron.

—Hace falta una gran valentía para navegar hasta perder de vista la costa, para que en estas islas no supiera nadie que nos acercábamos —gruñó—. Pero claro, cruzar medio mundo en busca de dragones... Eso es otra cosa.

En vez de quedarse a esperar respuesta, se abrió camino entre los congregados y se dirigió a zancadas hacía la fortaleza.

El castillo de Lord Hewett era pequeño pero fuerte, con muros gruesos y puertas de roble claveteadas que recordaban el blasón de su Casa, un escudo de roble con clavos de hierro sobre un campo azul y blanco de burelas ondadas. Pero, en aquellos momentos, en las torres de tejado verde ondeaba el kraken de la Casa Greyjoy, y las grandes puertas estaban quemadas y rotas. Los hijos del hierro patrullaban las almenas con hachas y lanzas, junto con varios mestizos de Euron.

Other books

The Baby Agenda by Janice Kay Johnson
Hanged for a Sheep by Frances Lockridge
This Love's Not for Sale by Ella Dominguez
Native Affairs by Doreen Owens Malek
Simply Scandalous by Kate Pearce
1919 by John Dos Passos
Time for Eternity by Susan Squires