Tywin Lannister optó por ahorcarlo para darles una lección a los posibles ladrones. Podrick había compartido el jamón, y tal vez habría terminado compartiendo la cuerda, pero su apellido lo salvó. Ser Kevan Lannister se hizo cargo de él, y más adelante lo envió para que sirviera como escudero a su sobrino Tyrion.
Ser Cedric había enseñado a Podrick a cuidar de los caballos y a revisarles las herraduras en busca de piedras, y Ser Lorimer le había enseñado a robar, pero ninguno se molestó en entrenarlo con la espada. El Gnomo, al menos, lo había enviado con el maestro de armas de la Fortaleza Roja cuando llegaron a la corte. Por desgracia, Ser Aron Santagar fue una de las víctimas de los motines del pan, y ahí acabó el entrenamiento de Podrick.
Brienne fabricó dos espadas de madera con ramas caídas para hacerse una idea de la habilidad de Podrick, y comprobó con agrado que el chico era lento de habla, pero no de mano. Era valiente y observador, pero también estaba flaco, mal alimentado, muy falto de fuerzas. Si, como decía, había sobrevivido a la batalla del Aguasnegras, había sido porque nadie consideró que valiera la pena matarlo.
—Dices que eres escudero —le espetó—, pero he visto pajes de la mitad de tu edad que podrían hacerte pedazos. Si te quedas conmigo, te acostarás todas las noches con ampollas en las manos y moratones en los brazos, tan agarrotado y magullado que casi no podrás dormir. ¿Es eso lo que quieres?
—Sí —insistió el chico—. Eso quiero. Las ampollas y moratones. O sea, no, pero sí, ser. Mi señora.
Hasta entonces había cumplido su palabra, y Brienne, la suya. Podrick no se había quejado. Cada vez que le salía una ampolla en la mano de la espada sentía la necesidad de ir a mostrársela con orgullo. Y además cuidaba bien de los caballos.
«Sigue sin ser un escudero —se recordaba—, pero yo tampoco soy un caballero, por muchas veces que me llame
ser
.»
Se habría separado de él, pero el chico no tenía adónde ir. Además, aunque Podrick decía que no tenía ni idea de dónde estaba Sansa Stark, tal vez supiera más de lo que creía. Cualquier observación casual, cualquier dato apenas recordado, podía ser crucial para la misión de Brienne.
—¿Ser? ¿Mi señora? —Podrick señaló hacia delante—. Ahí hay un carro.
Brienne lo divisó; era una carreta de madera de dos ruedas, con los laterales altos. Un hombre y una mujer tiraban de él por el camino que llevaba a Poza de la Doncella.
«Parecen granjeros.»
—Ahora ve despacio —dijo al chico—. Puede que nos tomen por bandidos. No hables más que lo imprescindible y sé cortés.
—Sí, ser. Seré cortés. Mi señora.
Parecía casi contento ante la perspectiva de que lo confundieran con un bandido.
Los granjeros los observaron con desconfianza cuando se aproximaron al trote, pero cuando Brienne dejó bien claro que no pretendían hacerles daño alguno, les permitieron cabalgar junto a ellos.
—Antes teníamos un buey que tiraba del carro —le comentó el viejo mientras avanzaban por campos llenos de malas hierbas, charcos de lodo y árboles quemados y ennegrecidos—, pero los lobos se lo llevaron. —Tenía el rostro congestionado por el esfuerzo—. También se llevaron a nuestra hija e hicieron con ella lo que quisieron, pero volvió después de la batalla del Valle Oscuro. El buey no. Supongo que se lo comerían.
La mujer no tuvo nada que añadir. Era al menos veinte años más joven que el hombre, pero no dijo ni una palabra; se limitó a mirar a Brienne igual que habría mirado a un ternero de dos cabezas. No era la primera vez que la Doncella de Tarth era objeto de miradas como aquella. Lady Stark había sido bondadosa con ella, pero la mayoría de las mujeres eran tan crueles como los hombres. No habría sabido decir qué miradas le dolían más, si las de las jóvenes hermosas de lengua afilada y risa chillona o las de las damas de ojos gélidos que ocultaban su desprecio bajo una máscara de cortesía. Y a veces, las mujeres del pueblo llano eran incluso peores.
—La última vez que pasé por Poza de la Doncella, todo estaba en ruinas —comentó—. Las puertas estaban rotas y habían quemado media ciudad.
—La han reconstruido en parte. Ese Tarly es duro, pero es un señor más valiente que Mooton. Aún quedan bandidos en los bosques, aunque no tantos como antes. Tarly dio caza a los peores y les dio una buena lección con la espada, vaya que sí. —Giró la cabeza y escupió—. ¿No habéis visto bandidos por el camino?
—No. —«Al menos esta vez.»
Cuanto más se alejaban del Valle Oscuro, más desiertos encontraban los caminos. Los únicos viajeros a los que habían divisado corrían a esconderse en los bosques antes de que los alcanzaran, todos a excepción de un septón corpulento y barbudo con el que se cruzaron mientras iba hacia el sur, con unos cuarenta seguidores de pies llagados. Todas las posadas por las que pasaron habían sido saqueadas y abandonadas, o transformadas en campamentos militares. El día anterior se habían encontrado con una patrulla de Lord Randyll, cuyos miembros iban cargados de arcos y lanzas. Los jinetes los habían rodeado mientras el capitán interrogaba a Brienne, pero al final les habían permitido seguir su camino.
—Tened cuidado, mujer. Puede que los próximos hombres que os tropecéis no sean tan honrados como mis muchachos. El Perro ha cruzado el Tridente con un centenar de bandidos; se dice que violan a toda mujer que se cruzan y luego le cortan las tetas para llevárselas como trofeos.
Brienne se sintió en la obligación de transmitirles la advertencia al granjero y a su esposa. El hombre asintió mientras la escuchaba, pero cuando terminó volvió a escupir.
—Perros, lobos y leones, los Otros se los lleven a todos. Esos bandidos no se atreverán a acercarse demasiado a Poza de la Doncella, al menos mientras Lord Tarly gobierne allí.
Brienne había conocido a Lord Randyll Tarly mientras estuvo en el ejército del rey Renly. Aunque no le gustaba, tampoco podía olvidar que estaba en deuda con él.
«Si los dioses son bondadosos, pasaremos de Poza de la Doncella antes de que sepa que estoy ahí.»
—Cuando termine la guerra, Lord Mooton recuperará la ciudad —le dijo al granjero—. El Rey ha perdonado a su señoría.
—¿Que lo ha perdonado? —El viejo se echó a reír—. ¿Por qué? ¿Por quedarse sentado en su puto castillo? Envió a sus hombres a luchar en Aguasdulces, pero él no se movió. Los leones saquearon su ciudad; luego, los lobos; luego, los mercenarios, y su señoría siguió sentadito y a salvo detrás de sus murallas. Su hermano no habría hecho nunca nada semejante. Ser Myles era un valiente, pero ese tal Robert lo mató.
«Más fantasmas», pensó Brienne.
—Estoy buscando a mi hermana, una hermosa doncella de trece años. ¿La habéis visto, por casualidad?
—No he visto a ninguna doncella, ni hermosa ni fea.
«Igual que todos.» Pero tenía que seguir preguntando.
—La hija de Mooton es doncella —siguió el hombre—. Bueno, hasta el encamamiento. Los huevos estos son para la boda. Con el hijo de Tarly. Los cocineros necesitan huevos para las tartas.
—Claro.
«El hijo de Tarly. El pequeño Dickon se va a casar.» Trató de recordar cuántos años tenía. Ocho o diez, creía. Brienne había estado prometida a los siete años con un niño que le llevaba tres, el hijo pequeño de Lord Caron, un muchachito tímido con un lunar encima del labio. Sólo se habían visto en una ocasión, cuando se formalizó el compromiso. Murió dos años más tarde; se lo llevaron las mismas fiebres que a Lord Caron, a Lady Caron y a sus hijas. De haber vivido, se habrían casado un año después de su florecimiento, y toda su vida habría sido diferente. No estaría allí en aquel momento, con armadura de hombre y una espada al cinto, buscando a la hija de una mujer muerta. Probablemente estaría en Canto Nocturno, acunando a un hijo y dándole el pecho a otro. Aquel pensamiento no era nuevo para Brienne. Siempre la hacía sentirse un poco triste, pero la tristeza se mezclaba con cierto alivio.
El sol estaba oculto a medias tras un banco de nubes cuando salieron de entre los árboles ennegrecidos y se encontraron ante Poza de la Doncella, con las aguas profundas de la bahía más allá. Brienne advirtió enseguida que habían reconstruido y reforzado las puertas de la ciudad, y que de nuevo había hombres con ballestas en las murallas de piedra rosada. Sobre la torre de la entrada ondeaba el estandarte del rey Tommen, un león de oro y un venado de sinople sobre campo tronchado de púrpura y oro. En otros estandartes se veía el cazador de los Tarly, pero el salmón rojo de la Casa Mooton sólo ondeaba en el castillo, en la cima de la colina.
Ante el rastrillo se encontraron con una docena de alabarderos. Sus divisas indicaban que eran soldados del ejército de Lord Tarly, aunque ninguno llevaba la del señor. Brienne vio dos centauros, un rayo, un escarabajo azul y una flecha verde, pero no el cazador de Colina Cuerno. Su sargento llevaba en el pecho un pavo real con los otrora vivos colores de la cola desvaídos por el sol. Cuando los granjeros se adelantaron con el carro lanzó un silbido.
—¿Qué tenemos aquí? ¿Huevos? —Lanzó uno al aire, lo atrapó al vuelo y sonrió—. Nos los quedamos.
El viejo lanzó un chillido.
—Los huevos son para Lord Mooton. Para la tarta de boda y esas cosas.
—Pues que tus gallinas pongan más. Hace medio año que no como un huevo. Toma, que no he dicho que no te fuera a pagar.
Lanzó una bolsa de moneditas a los pies del anciano.
—No es suficiente —intervino la esposa del granjero—. Ni para empezar.
—Yo creo que sí —replicó el sargento—. Por los huevos y por ti también. Traedla aquí, muchachos. Es demasiado joven para ese vejestorio.
Dos guardias apoyaron las alabardas contra la muralla y arrastraron a la mujer, que se debatía. El granjero los miraba compungido, pero no se atrevía a moverse.
Brienne picó espuelas a su yegua y se adelantó.
—Soltadla.
Su voz hizo que los guardias titubearan un instante, lo suficiente para que la esposa del granjero se liberase.
—Esto no es asunto tuyo —replicó uno—. Cuidado con lo que dices, moza.
Brienne desenvainó la espada.
—¿Qué tenemos aquí? —intervino el sargento—. Acero desenvainado. Me parece que huele a bandido. ¿Sabes qué hace Lord Tarly con los bandidos?
Aún tenía en la mano el huevo que había cogido del carro. Cerró el puño, y la yema le resbaló entre los dedos.
—Sé qué hace Lord Randyll con los bandidos —replicó Brienne—. También sé qué hace con los violadores.
Albergaba la esperanza de que la palabra los acobardara, pero el sargento se limitó a lamerse el huevo de los dedos e hizo una seña a sus hombres para que se desplegaran. Brienne se encontró rodeada de puntas de acero.
—¿Qué ibas diciendo, moza? ¿Qué hace Lord Tarly con los...?
—... violadores —terminó una voz más grave—. Los castra o los envía al Muro. O las dos cosas. Y a los ladrones les corta los dedos.
Un joven de aspecto lánguido salió de la torre, con la espada al cinto. El jubón que llevaba bajo el acero había sido blanco, y todavía lo era en algunas zonas, bajo las manchas de hierba y sangre seca. Llevaba el blasón en el pecho: un ciervo marrón muerto, atado y colgado de una pértiga.
«Él.» Su voz era como un puñetazo en el estómago; su rostro, como un cuchillo que le clavaran en las entrañas.
—Ser Hyle... —dijo con tono seco.
—Más vale que la dejéis en paz, muchachos —advirtió Ser Hyle Hunt—. Es Brienne
la Bella
, la Doncella de Tarth, la que asesinó al rey Renly y a la mitad de su Guardia Arcoiris. Es tan dura como fea, y no hay ser humano más feo... Excepto quizá tú, Orinal, pero tu padre era el trasero de un uro, así que tienes excusa. En cambio, su padre es el Lucero de la Tarde de Tarth.
Los guardias se rieron, pero apartaron las alabardas.
—¿No deberíamos detenerla, ser? —preguntó el sargento—. Por el asesinato de Renly.
—¿Por qué? Renly era un rebelde. Como todos nosotros, cierto, pero ahora somos leales amigos de Tommen. —El caballero hizo una seña a los granjeros para que cruzaran la puerta—. El mayordomo de su señoría estará encantado de recibir esos huevos. Lo encontraréis en el mercado.
El anciano se llevó los nudillos a la frente.
—Gracias, mi señor. Sois un buen caballero, salta a la vista. Ven, esposa.
Volvieron a tirar del carro, que cruzó la puerta, traqueteante.
Brienne entró al trote tras ellos, seguida por Podrick.
«Un buen caballero», pensó con el ceño fruncido. Una vez dentro de la ciudad, tiró de las riendas. A su izquierda, frente a un callejón embarrado, se alzaban las ruinas de un establo. Enfrente, tres prostitutas medio desnudas cuchicheaban en el balcón de un burdel. Una de ellas se parecía a una vivandera que, en cierta ocasión, se había aproximado a Brienne para preguntarle si tenía un coño o una polla debajo de los calzones.
—Ese rocín debe de ser el caballo más feo que he visto en mi vida —comentó Ser Hyle señalando la montura de Podrick—. Me extraña que no lo montéis vos, mi señora. ¿No pensáis darme las gracias por mi ayuda?
Brienne se bajó de la yegua. Le sacaba una cabeza a Ser Hyle.
—Tengo intención de daros las gracias algún día en combate cuerpo a cuerpo, ser.
—¿Igual que se las disteis a Ronnet
el Rojo
?
Hunt se echó a reír. Tenía una risa hermosa, cantarina, aunque su rostro era vulgar: pelo castaño revuelto, ojos color avellana, una pequeña cicatriz en la oreja izquierda... En otro tiempo le había parecido un rostro honrado, antes de descubrir cómo era. Tenía una hendidura en la barbilla y la nariz torcida, pero su risa era hermosa y se dejaba oír a menudo.
—¿No tendríais que estar vigilando la puerta?
—Mi primo Alyn está cazando bandidos. —La miró con sarcasmo—. Sin duda volverá con la cabeza del Perro, fanfarroneando y cubierto de gloria. Y mientras, yo estoy condenado a vigilar esta puerta, gracias a vos. Espero que estéis satisfecha, Bella. ¿Qué andáis buscando?
—Un establo.
—Hay uno junto a la puerta oriental. Este lo quemaron.
«Eso ya lo veo», pensó Brienne.
—En cuanto a lo que habéis dicho antes... Yo estaba con el rey Renly cuando murió, pero lo mató una hechicería, ser. Lo juro por mi espada.
Puso una mano en la empuñadura, dispuesta a luchar si Hunt se atrevía a llamarla mentirosa a la cara.
—Sí, y el Caballero de las Flores fue el que se cargó a la Guardia Arcoiris. Tal vez en un día bueno habríais podido con Ser Emmon, que era un luchador impulsivo y se cansaba con facilidad, pero ¿con Royce? No. Ser Robar era el doble de hombre que vos con la espada... Un momento, no, que no sois un hombre. Y no se puede decir que él fuera el doble de mujer que vos. En fin, ¿qué trae a la Doncella a Poza de la Doncella?