Festín de cuervos (82 page)

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Authors: George R.R. Martin

Tags: #Fantástico

BOOK: Festín de cuervos
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—Nos ha llegado información de que hay bandidos más allá del Tridente. Ser Harwyn ha ido a encargarse de ellos con cinco caballeros y veinte arqueros.

—¿Y Lord Lancel?

—Está rezando. Su Señoría ha ordenado que no lo molestemos nunca durante sus oraciones.

«Ser Bonifer y él se llevarían bien.»

—De acuerdo. —Ya tendría tiempo más tarde de hablar con su primo—. Llevadme a mis aposentos, y que me preparen un baño.

—Si a mi señor le parece bien, os hemos alojado en el Torreón del Labrador. Os indicaré el camino.

—Ya sé por dónde es.

Jaime conocía aquel castillo. Cersei y él habían estado allí como invitados en dos ocasiones: una vez con Robert, de camino a Invernalia, y otra vez cuando regresaban a Desembarco del Rey. Como castillo era muy pequeño, pero más grande que una posada, y a lo largo del río había caza abundante. A Robert Baratheon nunca le había importado abusar de la hospitalidad de sus vasallos.

El torreón estaba casi como lo recordaba.

—No hay nada en las paredes —observó Jaime mientras el maestre y él recorrían una galería.

—Lord Lancel quiere colgar tapices algún día —dijo Ottomore—. Escenas piadosas y devotas.

«Piadosas y devotas.» Tuvo que contenerse para no soltar una carcajada. Las paredes también habían estado desnudas durante su primera visita. Tyrion se había fijado en los cuadrados de piedra más oscura, allí donde en otros tiempos colgaban los tapices. Ser Raymun los había retirado, pero no había podido eliminar las marcas. Más tarde, el Gnomo le dio un puñado de venados a un sirviente de Darry a cambio de la llave de la cripta donde estaban escondidos los tapices. Se los mostró sonriente a Jaime a la luz de una vela: retratos tejidos de todos los reyes Targaryen, desde el primer Aegon hasta el segundo Aenys.

—Si se lo digo a Robert, puede que me nombre a mí señor de Darry —dijo el enano entre risitas.

El maestre Ottomore llevó a Jaime a la parte superior del torreón.

—Espero que os encontréis cómodo aquí, mi señor. Hay una letrina, para cuando sintáis la llamada de la naturaleza. Vuestra ventana da al bosque de dioses. El dormitorio está junto al de la señora, separado por la celda de un sirviente.

—Estas eran las habitaciones de Lord Darry.

—Sí, mi señor.

—Mi primo es demasiado amable. No era mi intención echar a Lancel de su propio dormitorio.

—Lord Lancel duerme en el septo.

«¿Duerme con la Madre y la Doncella, teniendo una esposa cálida al otro lado de la puerta?» Jaime no sabía si reír o llorar. «A lo mejor reza por que se le ponga dura la polla. —En Desembarco del Rey se rumoreaba que las heridas habían dejado impotente a Lancel—. Pero debería tener el sentido común de intentarlo.» El dominio de su primo en sus nuevas tierras no sería firme hasta que engendrara un hijo con su esposa medio Darry. Jaime empezaba a lamentar el impulso que lo había llevado allí. Le dio las gracias a Ottomore, le recordó lo del baño y le pidió a Peck que lo acompañara a la puerta.

El dormitorio del señor había cambiado desde su última visita, y no para mejor. El suelo estaba cubierto de juncos mohosos, en lugar de la hermosa alfombra myriense que recordaba, y todos los muebles eran nuevos y rudimentarios. La cama de Raymun Darry era suficientemente grande para que durmieran seis personas, con cortinajes de terciopelo y postes de roble tallados en forma de hojas y enredaderas; la de Lancel era un catre de paja mal repartida, situado bajo la ventana para que la primera luz del día lo despertara sin remedio. Sin duda, la otra cama había ardido, o la habían destrozado o robado, pero aun así...

Cuando llegó la bañera, Lew
el Pequeño
le quitó las botas a Jaime y lo ayudó a quitarse también la mano de oro. Peck y Garrett acarrearon agua, y Pia le buscó ropa limpia para que asistiera a la cena. La chica lo miró con timidez mientras desdoblaba el jubón. Jaime era incómodamente consciente de las curvas de sus caderas y sus pechos bajo el vestido de lana basta. No pudo evitar recordar las cosas que le había susurrado Pia en Harrenhal la noche en que Qyburn la envió a su cama.

«A veces, cuando estoy con un hombre, cierro los ojos para imaginarme que a quien tengo encima es a vos», había dicho.

Se alegró de que el agua de la bañera fuera suficiente para ocultar su erección. En medio del vapor recordó otro baño, el que había compartido con Brienne. Estaba febril y débil por la pérdida de sangre, y el calor lo mareó tanto que acabó diciendo cosas que habría debido callar. En aquella ocasión no tenía excusa.

«Recuerda tus votos. Pia es más apropiada para la cama de Tyrion que para la tuya.»

—Tráeme jabón y un cepillo de cerdas duras —le dijo a Peck—. Pia, ya te puedes retirar.

—Sí, mi señor. Gracias, mi señor. —Se tapaba la boca al hablar, para ocultar los dientes rotos.

—¿La deseas? —le preguntó Jaime a Peck cuando salió la chica. El escudero se puso rojo como una remolacha—. Si ella te acepta, tómala. Te enseñará unas cuantas cosas que te resultarán útiles en tu noche de bodas, seguro, y no es probable que te dé un bastardo. —Pia se había abierto de piernas para la mitad del ejército de su padre y nunca se había quedado embarazada; probablemente fuera estéril—. Pero si te acuestas con ella, sé bueno.

—¿Bueno, mi señor? ¿Cómo...? ¿Cómo se...?

—Palabras cariñosas. Caricias suaves. No te vas a casar con ella, pero mientras estéis en la cama, debes tratarla como si fuera tu esposa.

El chico asintió.

—Mi señor... ¿Adónde la llevo? Nunca hay un lugar donde... Donde...

—¿Donde estar a solas? —Jaime sonrió—. La cena durará varias horas. Esta paja está llena de bultos, pero te bastará.

Peck abrió los ojos como platos.

—¿En la cama de mi señor?

—Si Pia sabe lo que hace, tú también te sentirás como un señor cuando termines.

«Y más vale que alguien aproveche ese patético colchón de paja.»

Aquella noche, cuando bajó al banquete, Jaime Lannister lucía un jubón de terciopelo rojo con bordados de hilo de oro, y una cadena dorada cuajada de diamantes negros. Se había puesto también la mano de oro, tan bruñida que resplandecía. No era el lugar adecuado para vestir las prendas blancas. El deber lo aguardaba en Aguasdulces; lo que lo había llevado allí era una necesidad más sombría.

El salón principal de Darry sólo tenía de principal el nombre. Estaba abarrotado de pared a pared de mesas montadas en caballetes, y las vigas del techo estaban ennegrecidas por el humo. A Jaime le habían asignado un asiento en el estrado, a la derecha de la silla vacía de Lancel.

—¿No cenará mi primo con nosotros? —preguntó mientras tomaba asiento.

—Mi señor prefiere ayunar —respondió Lady Amerei, la esposa de Lancel—. Está contrito de dolor por la muerte del pobre Septón Supremo.

Era una muchacha robusta, de piernas largas y pechos turgentes, de unos dieciocho años; parecía saludable y atractiva, aunque el rostro anguloso y de mentón huidizo le recordaba el de su difunto y nada llorado primo Cleos, que en su opinión siempre había tenido pinta de comadreja.

«¿Ayunando? Es aún más idiota de lo que me temía.» Su primo debería concentrarse en poner un pequeño heredero con cara de comadreja en la barriga de la viuda, y no en matarse de hambre. ¿Qué pensaría Ser Kevan del reciente fervor de su hijo? ¿Sería ese el motivo de su repentina partida?

Ante los cuencos de judías con panceta, Lady Amerei habló a Jaime de su primer esposo, de cómo lo había matado Ser Gregor Clegane cuando todavía luchaban en el bando de Robb Stark.

—Le supliqué que no fuera, pero mi Pate era tan valiente... Me juró que sería él quien matara a ese monstruo. Quería labrarse la fama, hacerse un nombre.

«Lo mismo que queremos todos.»

—Cuando era escudero me decía que yo sería quien matara al Caballero Sonriente.

—¿El Caballero Sonriente? —preguntó desconcertada.

«La Montaña de mi infancia. La mitad de corpulento, pero el doble de loco.»

—Un bandido que murió hace mucho. Nadie que deba preocuparos, mi señora.

A Amerei le temblaban los labios. Las lágrimas le brotaron de los ojos marrones.

—Por favor, disculpad a mi hija —dijo una mujer de más edad. Lady Amerei había llegado a Darry con una docena de miembros de la familia Frey: una hermana, un tío, un tío segundo, varios primos... Y su madre, Darry de soltera—. Aún llora la muerte de su padre.

—Lo mataron los bandidos —sollozó Lady Amerei—. Sólo había ido a pagar el rescate de Petyr
Espinilla
. Les llevó el oro que pedían, pero aun así lo colgaron.

—Lo ahorcaron, Ami. Que tu padre no era un tapiz. —Lady Mariya se volvió hacia Jaime—. Tengo entendido que lo conocisteis, ser.

—Servimos juntos como escuderos en Crakehall. —No iba a llegar hasta el punto de decir que habían sido amigos. Cuando llegó Jaime, Merrett Frey era el matón del castillo: se dedicaba a intimidar a los chicos más jóvenes. «Luego trató de intimidarme a mí»—. Era... muy fuerte. —Fue la única alabanza que se le ocurrió. Merrett había sido lento, torpe e idiota, pero sí, fuerte.

—Luchasteis juntos contra la Hermandad del Bosque Real —Lady Amerei sorbió por la nariz—. Mi padre me contaba muchas anécdotas.

«Querrás decir que se jactaba y mentía.»

—Así fue.

Las principales aportaciones de Frey a la lucha habían consistido en permitir que una vivandera le pegara la viruela y dejarse capturar por la Gacela Blanca. La reina de los bandidos le había grabado su blasón a fuego en las nalgas antes de pedir un rescate y devolvérselo a Sumner Crakehall. Merrett no pudo sentarse en quince días, aunque Jaime dudaba que el hierro al rojo fuera la mitad de desagradable que las pullas que le hicieron aguantar los otros escuderos cuando volvió.

«Los niños son las criaturas más crueles del mundo.» Pasó la mano dorada en torno a la copa de vino y la alzó.

—Brindo por Merrett —dijo. Le costaba menos beber en su honor que hablar de él.

Tras el brindis, Lady Amerei dejó de llorar, y la conversación de la mesa se centró en los lobos, los de cuatro patas. Según Ser Danwell Frey había más que nunca, más incluso de los que recordaba su abuelo.

—No tienen ningún miedo al hombre. Una manada atacó nuestra caravana de provisiones cuando bajábamos de Los Gemelos. Los arqueros tuvieron que matar a una docena antes de que los demás huyeran.

Ser Addam Marbrand reconoció que su columna se había enfrentado a problemas parecidos en el camino desde Desembarco del Rey.

Jaime se concentró en la comida que tenía delante: arrancaba pedazos de pan con la mano izquierda y cogía la copa de vino con la derecha. Observó como Addam Marbrand encandilaba a la chica que tenía al lado y como Steffon Swift recreaba la batalla por Desembarco del Rey con trozos de pan, nueces y zanahorias. Ser Kennos sentó en el regazo a una criada y le pidió que le acariciara el cuerno, mientras Ser Dermont deleitaba a unos cuantos escuderos con historias de caballería en la selva. Más allá, en la misma mesa, Hugo Vance había cerrado los ojos.

«Estará meditando sobre los misterios de la vida —pensó Jaime—. O echando una cabezadita entre plato y plato».

Se volvió hacia Lady Mariya.

—Esos bandidos que mataron a vuestro marido, ¿eran de la banda de Lord Beric?

—Eso pensamos en un primer momento. —Lady Mariya tenía el pelo salpicado de canas, pero seguía siendo atractiva—. Los asesinos se dispersaron tras salir de Piedrasviejas. Lord Vypren siguió a un grupo hasta Buenmercado, pero allí le perdió la pista. Walder
el Negro
llevó cazadores y sabuesos a Pantano de la Bruja en busca de los demás. Los campesinos negaron haberlos visto, pero cuando el interrogatorio se hizo más enérgico, cantaron otra canción. Hablaron de un hombre tuerto, de otro que vestía una capa amarilla... y de una mujer que también lleva capa, con la capucha siempre calada.

—¿Una mujer? —Lo normal habría sido que la Gacela Blanca hubiera servido de escarmiento a Merrett en cuestión de bandidas—. En la Hermandad del Bosque Real también había una mujer.

—He oído hablar de ella. —«Y cómo no —parecía dar a entender su tono—, si dejó su marca en mi marido»—. Dicen que la Gacela Blanca era joven y hermosa. Esa mujer encapuchada no es lo uno ni lo otro. Los campesinos nos dijeron que tiene el rostro destrozado, lleno de cicatrices, y que sus ojos son espantosos. También dicen que está al mando de los bandidos.

—¿Al mando? —A Jaime le costaba creerlo—. Beric Dondarrion y el sacerdote rojo...

—A ellos no los vieron. —Lady Mariya parecía segura.

—Dondarrion está muerto —dijo el Jabalí—. La Montaña le clavó un cuchillo en el ojo; algunos de nuestros hombres lo presenciaron.

—Esa es una de las versiones que corren —aportó Addam Marbrand—. Según otras, no hay nada que pueda matar a Lord Beric.

—Ser Harwyn dice que todas son mentira. —Lady Amerei se enredó una trenza en torno a un dedo—. Me ha prometido la cabeza de Lord Beric. Es muy galante. —Empezaba a sonrojarse por debajo de las lágrimas.

Jaime pensó en la cabeza que había regalado a Pia. Casi le parecía oír la risita de su hermano pequeño. «¿Qué ha sido de la costumbre de regalar flores a las mujeres?», habría preguntado Tyrion. También habría dado con unos cuantos adjetivos con los que calificar a Harwyn Plumm, pero
galante
no se habría encontrado entre ellos. Los hermanos Plumm eran tipos rechonchos y corpulentos, de cuello grueso y rostro enrojecido, jaraneros y procaces, siempre dispuestos a reír, a pelear y a perdonar. Harwyn eran otro tipo de Plumm: de ojos duros, taciturno y rencoroso, y cuando tenía la maza en la mano, mortífero. Un hombre ideal para ponerlo al mando de una guarnición, pero no para amarlo.

«Aunque quizá...» Jaime miró a Lady Amerei.

Los criados estaban sirviendo el plato principal, lucio con costra de hierbas y frutos secos picados. La esposa de Lancel lo cató, dio su aprobación y ordenó que sirvieran la primera porción a Jaime. Cuando le pusieron el pescado delante, se inclinó para salvar el espacio que su marido había dejado vacío y le tocó la mano dorada.

—Vos podríais matar a Lord Beric, Ser Jaime. Matasteis al Caballero de la Sonrisa. Os lo suplico, mi señor, quedaos y ayudadnos con Lord Beric y con el Perro. —Los dedos níveos acariciaron los dorados.

«¿Acaso cree que lo noto?»

—Fue la Espada del Amanecer quien mató al Caballero Sonriente, mi señora. Ser Arthur Dayne, mucho mejor caballero que yo. —Jaime apartó los dedos dorados y se volvió una vez más hacia Lady Mariya—. ¿Hasta dónde rastreó Walder
el Negro
a esa mujer encapuchada y a sus hombres?

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