En términos generales, el Meneítos estaba satisfecho de la adopción, aunque tal vez hubiese deseado que el muchacho fuese un poquito más inteligente y mucho menos arrogante. Esto último era comprensible, porque Escipión Nasica era arrogante. Alto y bien hecho, Metelo Escipión mostraba una altanería que compensaba su absoluta falta de guapura. Tenía ojos azul-gris y un pelo muy claro, por lo que no se parecía en nada a su padre adoptivo. Y si algunos de sus contemporáneos decían (como el joven Catón) que Metelo Escipión andaba como si estuviera sintiendo un mal olor, la mayoría coincidía en admitir que tenía motivos para arrugar la nariz. A los diez años había sido prometido en matrimonio a la hija de Mamerco y su primera esposa, una Claudia Pulcra, y, aunque los dos jóvenes regañaban mucho, él estaba tan enamorado de Emilia Lépida como ella de él.
—Una carta de Cneo Pompeyo Magnus desde Emporiae —dijo Metelo Pío a su hijo, alzándola pero sin intención alguna de leérsela.
El gesto de superioridad de Metelo Escipión creció y lanzó un bufido.
—Qué ofensa, padre —dijo.
—En cierto modo, sí, Quinto, hijo mío. Pero lo que dice me ha levantado mucho el ánimo. Este brillante prodigio militar considera a Sertorio un zopenco con el que no tiene ni para empezar.
—Ah, ya —comentó Metelo Escipión, sentándose—. Pompeyo cree que arrollará a Sertorio en una sola campaña, ¿no?
—¡No, no, hijo! En tres campañas.
Sertorio había pasado el invierno en su nueva capital de Osca con su más valioso legado, Lucio Hirtuleyo, otro buen legado, Cayo Herenio, y el relativamente recién llegado Marco Perpena Vento.
A la llegada de Perpena las cosas se habían enturbiado, porque él había dado por sentado que el regalo de veinte mil infantes y mil quinientos jinetes seguiría bajo su mando.
—No puedo permitirlo —había dicho Sertorio.
—¡Son mis tropas, Quinto Sertorio! —había exclamado Perpena, furioso—. ¡Es de mi incumbencia su cuidado y su empleo! ¡Siguen siendo mías!
—¿Por qué actúas igual que Cepio el cónsul antes de la batalla de Arausio? —inquirió Sertorio—. ¡Ni lo pienses, Vento! ¡En España sólo hay un comandante en jefe y un cónsul. Yo!
Pero no había quedado ahí la cosa. Perpena sostenía y perjuraba que Sertorio no tenía derecho a negarle igual categoría ni a quitarle el ejército.
Luego Sertorio lo planteó ante el Senado.
—Marco Perpena Vento quiere hacer la guerra a Roma en Hispania por su cuenta y con rango igual al mío. No quiere aceptar mis órdenes ni seguir mi estrategia. Yo os pido, padres conscriptos, que le comuniquéis que se subordine a mi o se marche de Hispania.
El Senado de Sertorio así se lo comunicó a Perpena, pero éste siguió en sus trece, y, convencido de que tenía de su parte el derecho y la tradición, apeló a su ejército en asamblea. Pero sus soldados le dijeron claramente que Sertorio tenía razón; servirían a las órdenes de Sertorio y no de él.
Así, finalmente Perpena había claudicado. A todos les pareció (incluido el propio Sertorio) que cedía con gentileza y sin rencor, pero bajo su plácida apariencia le reconcomía el sentimiento de haber sido ultrajado. Él estaba convencido de que, de acuerdo con las costumbres romanas, tenía el mismo rango que Sertorio; los dos habían sido pretores y ninguno de los dos cónsul.
Ignorando que Perpena seguía ofendido, Sertorio procedió el mismo invierno de la llegada de Pompeyo a trazar sus planes para la campaña del año próximo.
—Yo no conozco a Pompeyo —dijo Sertorio con toda naturalidad—, pero viendo su carrera no creo que sea difícil derrotarle. Si hubiese creído que Carbón era capaz de vencer a Sila, me habría quedado en Italia; tenía buenos hombres, como Carrinas, Censorino y Bruto Damasipo, pero en el momento en que huyó, que es cuando se habría visto lo que valía Pompeyo, dejó plantados a un estado mayor desmoralizado y a todo el ejército. Aun recordando las primeras batallas de Pompeyo, es evidente que no se ha enfrentado nunca a un general realmente capaz ni a un ejército con moral de victoria.
—¡Eso va a cambiar! —comentó Hirtuleyo sonriente.
—Ya lo creo. ¿Cómo le llaman? ¿El joven Carnicero? Bueno, no creo que yo le haga tal honor; le llamaré el jovencito. Está muy pagado de si mismo, es un inconsciente y no tiene respeto por las instituciones romanas. Si no, no habría venido con un imperium igual al de esa vieja de la Hispania Ulterior. Ha manipulado al Senado para que le conceda el mando sin tener derecho a ello, por muchas cláusulas especiales que haya añadido Sila a las leyes. Es mi obligación darle lo que se merece, que no es tanto como él cree.
—¿Tienes idea de lo que hará? —inquirió Herenio.
—Oh, lo lógico —contestó Sertorio—. Bajará por la costa para arrebatárnosla.
—¿Y la vieja? —preguntó Perpena, que utilizaba el despectivo mote que Sertorio aplicaba a Metelo Pío.
—Bueno, de momento su actuación no ha sido nada brillante, ¿no? Sin embargo, por si la llegada de Pompeyo le ha envalentonado, le mantendremos clavado en su provincia. Situaré a los lusitanos en masa en la frontera occidental y le obligaremos a desalojar el Betis y a establecerse en el Anas, ciento sesenta kilómetros más lejos de la costa, por si se le ocurre ir en ayuda de Pompeyo. Aunque no creo que piense hacerlo. La vieja es cauta y poco emprendedora. ¿Y por qué se va a esforzar, además, en ayudar a un jovencito que se las ha arreglado para que el Senado le conceda un imperium igual al suyo? La vieja es un rigorista, Perpena; cumplirá con su deber con Roma, independientemente de que le hayan dado a otro igual imperium, pero ni un ápice más. Cuando vea que los lusitanos invaden la otra orilla del Anas considerará que su deber es contenerlos.
La reunión concluyó, y Sertorio fue a dar de comer a su corza blanca, un animal mágico en virtud de su extraño color, que había asumido una singular importancia ante sus partidarios hispanos, que lo consideraban prueba de que Sertorio tenía poderes mágicos. No había perdido con los años el ascendiente sobre los animales salvajes y al volver la segunda vez a Hispania, era consciente de la fuerte impresión que causaba en los nativos cuando hacia un chasquido con los dedos y acudía un animal. La corza blanca, que no debía de tener madre, había venido a él dos años atrás en las montañas de la Hispania central, débil y recatada, y él, sin pensar en lo que hacía, se había arrodillado a abrazarla. Pero los hispanos habían murmurado asombrados ante la escena, y desde aquel día le miraban de forma distinta, porque estaban convencidos de que el animal era nada menos que una reencarnación de su diosa Diana, quien mostraba a Sertorio su especial favor para distinguirle de los demás mortales. ¡Y él sabía quién era el animal, puesto que había caído de rodillas ante él para adorarlo humildemente!
Desde entonces no se había separado de aquella corza que le seguía a todas partes como un can y no dejaba que se le acercase hombre ni mujer, sólo él. Y lo que era aún más extraordinario es que no crecía y seguía siendo una delicada cría de ojos de rubí que retozaba y hacía cabriolas junto a Sertorio para que la acariciara y besara, y dormía en una piel de oveja junto a su cama. Él la llevaba consigo hasta en las campañas; durante la batalla, la ataba a un palo en un sitio seguro, porque si la dejaba suelta ella trataba de llegar a él en medio del combate, y no quería correr el riesgo de perderla, ya que, en ese caso, los hispanos creerían que la diosa le había abandonado.
Lo cierto es que él mismo había comenzado a creer que la corza blanca era signo del favor celestial, y cada día estaba más convencido. Naturalmente, la llamaba Diana, y cuando hablaba con ella se consideraba su «papá».
—¡Diana, ha venido papá! —dijo.
Y Diana se llegó a él alegremente para que la besara. Sertorio se agachó y abrazó al tembloroso animalito, acercó sus labios al suave pelaje de su cabeza y le acarició rítmicamente una oreja. Siempre la sacaba de casa cuando tenía consejo con los legados, y debía de estar deprimida pensando que había ofendido a papá; por eso cuando acudía a él contrita, él aumentaba las caricias, musitándole palabras de afecto para que se animase a comer. Tal vez pensase más en Diana que en la esposa germana y en el hijo habido con ella, ya que ellos no tenían nada de divino. Más que a Diana, sólo quería a su madre, a quien hacía siete años que no veía.
La corza triscó contenta por entre las hierbas secas (pues en invierno en la nevada Osca no había pastos), y Sertorio se sentó en una piedra tratando de imaginarse los planes de Pompeyo. ¡Un jovencito! ¿Es que realmente pensaba Roma que un muchacho de Piceno podía derrotarle? Cuando se levantó estaba convencido de que Roma y el Senado habían sido burlados por el mañoso Filipo. Pues, naturalmente, Sertorio mantenía contacto con gente en Roma de cierta categoría, gente descontenta que durante el mandato del dictador urdía planes, y algunos le mantenían informado. Desde el nombramiento de Pompeyo los informes habían variado un poco de tono, y algunos personajes comenzaban a insinuar que si Quinto Sertorio derrotaba al nuevo adalid del Senado, Roma estaría dispuesta a recibirle como dictador.
Pero él también había pensado algo y, discretamente, llamó a Lucio Hirtuleyo a su presencia.
—Tenemos que asegurarnos completamente de que la vieja no sale de su provincia de la Hispania Ulterior —dijo—, pues podría ser que no bastasen los lusitanos para disuadirle. Quiero que tú con tu hermano llevéis el ejército a Laminio en primavera y os asentéis allí. Si la vieja decide ir en ayuda de Pompeyo, vosotros le detendréis. Y si intenta salir de su provincia por el Anas o el Betis, le cerráis el paso.
El ejército hispano lo componían cuarenta mil lusitanos y celtíberos de las tribus peninsulares a quienes Sertorio e Hirtuleyo habían adiestrado con gran esfuerzo y buenos resultados para combatir contra las legiones romanas. Sertorio contaba con otras fuerzas hispanas que conservaban su atavío indígena, y eran fantásticas para emboscadas y guerra de guerrillas, pero desde el principio sabía que si quería vencer a Roma en Hispania tenía que disponer de legiones romanas debidamente entrenadas, y, aunque se habían alistado muchos romanos e itálicos desde la derrota de Carbón, no eran suficientes. Por eso había formado Sertorio su ejército hispano.
—¿ Podrás arreglártelas sin nosotros frente a Pompeyo? —preguntó Hirtuleyo.
—Tengo de sobra con las tropas de Perpena.
—Pues no te preocupes de la vieja. Mi hermano y yo la mantendremos en su provincia.
—Y recuerda —dijo Metelo Pío a Cayo Memmio cuando éste se disponía a marchar hacia Cartago Nova— que tus tropas son más valiosas que tu pellejo. Si las cosas fueran mal, es decir, si a Pompeyo no le salieran como él cree, refúgiate con tus hombres en un sitio en que puedas resistir. Eres persona en quien confío, Memmio, y lamento que partas, pero cuida a la tropa.
Guapo de cara y solemne, el nuevo cuestor de Pompeyo, que además era cuñado suyo, partió con la legión a campo través hacia Levante por una región reputada de ser la más fértil del orbe, más que Campania, más que Egipto y más que la provincia de Asia. De veranos e inviernos equilibrados, ríos abundantes alimentados por nieves perpetuas y profundas tierras aluviales, la Hispania Ulterior era una despensa verde en primavera y principios de verano, y dorada en el abundante otoño; el ganado era gordo y prolífico, y en sus ríos abundaba la pesca.
Acompañaban a Cayo Memmio dos hombres que no eran romanos ni hispanos; un tío y un sobrino casi de la misma edad, y los dos por nombre Kinahu Hadasht Byblos. Eran de sangre fenicia y ciudadanos de la gran urbe portuaria de Gades, colonia fenicia fundada mil años atrás, que conservaba aún de forma manifiesta sus raíces y costumbres púnicas. La hegemonía cartaginesa les había sido llevadera, puesto que los cartagineses eran también de origen púnico; luego llegaron los romanos, que también se habían avenido con las gentes de Gades. Gades prosperaba y, paulatinamente, los nobles gaditanos habían comprendido que el destino de su ciudad quedaba inextricablemente unido al de Roma. Un pueblo civilizado del Mediterráneo era preferible al dominio de las tribus bárbaras del este y el centro de Hispania, y el principal temor de los gaditanos era que Roma acabase por no considerar digna de conservación a Hispania y la abandonase. Por esa razón, el tío y el sobrino, llamados Kinahu Hadasht Byblos, acompañaban a Cayo Memmio y a su legión para ayudarle en lo que pudieran. Memmio les había encargado complacido los abastecimientos de la tropa, y los empleaba de intérpretes e informadores. Como le costaba pronunciar correctamente su nombre púnico, y ellos hablaban latín y muy bien, aunque con un deje peculiar, el nuevo cuestor de Pompeyo les llamaba Balbus, nombre que denotaba un impedimento del habla, aunque no acababa de entender por qué ellos estaban encantados de que les aplicara un apodo latino.
—Cneo Pompeyo me ha dado orden de que vaya por Fraxinum y Eliócroca —dijo Memmio al Balbus mayor—. ¿Debemos realmente seguir ese camino?
—Creo que si, Cayo Memmio —contestó Balbus, cuya nariz aguileña y marcados pómulos denotaban su origen semítico, del mismo modo que sus grandes ojos negros—. Hay que seguir el Betis en casi todo su curso hasta el nacimiento, y luego cruzar los montes de Orospeda por la parte más estrecha de la vertiente. Pero si de Ad Fraxinum vamos hasta Basti, podemos tomar un camino que cruza hasta Eliócroca. A partir de allí podemos descender rápidamente hasta el Campus Spartarius, que es como los romanos llaman a las llanuras de los contestanos cerca de Cartago Nova. No merece la pena seguir otro camino.
—¿Encontraremos mucha resistencia?
—No hasta que crucemos Orospeda. Después, quién sabe.
—¿Son amigos o enemigos los contestanos?
Balbus hizo un extraño gesto de escepticismo.
—¿Puede uno confiar en las tribus hispanas? Los contestanos siempre han vivido cerca de la civilización, y eso es algo. Pero también el llamado Sertorio es un hombre civilizado, y los hispanos le admiran mucho.
—Pues bien; ya veremos —dijo Memmio, dispuesto a no preocuparse más hasta alcanzar Eliócroca.
Hasta que Cayo Mario había abierto las minas de las montañas entre el Betis y el Anas (llamada después sierra Mariana en memoria suya), las montañas de Orospeda eran la principal fuente de plomo y plata explotada por Roma; como consecuencia, en la vertiente sur de las mismas no había bosques, y ésa era la ruta de Memmio. Tenía que recorrer ochocientos kilómetros, pero como el terreno era difícil, Memmio había salido un poco antes que Pompeyo, a mediados de marzo, y a finales de abril, sin precipitarse, descendía de la cordillera de Orospeda hacia la pequeña ciudad de Eliócroca, a orillas del Tader. Ante él se extendía el Campus Spartarius.