Favoritos de la fortuna (86 page)

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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

BOOK: Favoritos de la fortuna
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—No, gracias.

—Ya veo que no has traído a tu esposa, Décimo Junio. ¿Se encuentra bien?

—No tengo esposa.

—¡Oh!

Tras su rostro hermético e impenetrable los pensamientos acudían en avalancha. ¡Gustaba a aquel hombre! ¡No había la menor duda: le gustaba! Y hacía años, por lo visto. Y era un hombre honorable. Sabiendo que estaba casada, no había osado cultivar su amistad ni la de su esposo, y ahora que era viuda quería ser el primero y sin rivales. Era de muy buena cuna, sí, pero ¿y fortuna? Era el hijo mayor, ya que tenía el mismo nombre de Décimo; si, Décimo era el nombre del primogénito de los Junio Silanos. Tendría unos treinta años; edad adecuada. ¿Sería rico? Había que averiguarlo.

—¿Estás en el Senado, Décimo Junio?

—Entraré este año. Soy cuestor urbano.

¡ Estupendo! Al menos estaba en el censo senatorial.

—¿Dónde están tus tierras, Décimo Junio?

—Oh, aquí y allá. Mis principales propiedades están en Campania: veinte mil iugera frente al Volturnus, entre Telesia y Capua. Pero tengo fincas ribereñas en el Tíber, una buena finca en el golfo de Tarentum, una villa en Cumas y otra en Larinum —contestó él de buen grado, dispuesto a impresionarla.

Servilia se reclinó imperceptiblemente en la silla y lanzó un discretísimo suspiro. Era rico. Muy rico.

—¿Cómo está tu hijito? — preguntó él.

El niño: su auténtica obsesión; algo que no podía ocultar y que le asomaba a los ojos e inundaba su rostro con una pasión que contrastaba con sus enigmáticos rasgos.

—Echa de menos a su padre, pero creo que comprende —respondió.

Décimo Junio Silano se puso en pie.

—Tengo que irme, Servilia. ¿Puedo volver a verte?

Sus suaves párpados de pobladas pestañas negras velaron sus ojos, y sus mejillas se arrebolaron ligeramente, al tiempo que una sonrisa elevaba las comisuras de sus labios.

—Te lo ruego, Décimo Junio. Será un verdadero placer —contestó.

¡A fastidiarse, Porcia Liciniana!, dijo para sus adentros, pletórica, mientras despedía al visitante a la puerta de la casa. ¡He encontrado marido, y eso que no hace un mes que soy viuda! ¡Ay, cuando se lo diga a tío Mamerco!

En una carta, escrita un mes después de la muerte de Marco Junio Bruto, Lucio Marcio Filipo decía a Cneo Pompeyo Magnus:

Es cierto que estamos en la segunda parte del año, pero hay que tener en cuenta que las cosas van bastante bien. Esperaba haber podido retener permanentemente en Roma a Mamerco, pero al llegar noticia de que habían muerto Bruto y Lépido, dijo que su papel como príncipe del Senado no le obligaba a seguir en Roma y pidió a la Cámara permiso para preparar la guerra contra Sertorio. Nuestras cabras senatoriales no tardaron en convertirse en borregos y concedieron a Mamerco las cuatro legiones de Catulo que seguían movilizadas en Capua en espera de licenciamiento. Me apresuro a decirte que Catulo está muy satisfecho de su campaña contra Lépido; se ha ganado (inmerecidamente) una imponente fama militar sin tener que salir del campo de Marte, y ha instado al Senado a que conceda a Mamerco la gobernación de la Hispania Citerior y el mando de la campaña contra Sertorio.

Es posible que Mamerco sea el hombre que precisa Hispania. Por consiguiente, tengo que hacer lo que sea para que no llegue allí. Voy a procurarte una misión especial en Hispania antes de que Lúculo pueda regresar de África. Afortunadamente, creo que dispongo del instrumento adecuado para frustrar las ambiciones de Mamerco. Es —un hombre, naturalmente— uno de los veinte cuestores de este año, un tal Cayo Elio Estaeno. ¡En el sorteo le tocó nada menos que el ejército del cónsul! En otras palabras, está en Capua al servicio de Catulo desde que asumió el cargo, y luego servirá a las órdenes de Mamerco.

¡Es realmente difícil encontrar un villano de más confianza, mi querido Magnus! Más que Cayo Verres, que, después de condenar a destierro al joven Dolabela testificando en contra de él en el proceso en que hizo de abogado acusador el joven Escauro, ahora se pasea por Roma prometido a Cecilia Metela, ¡figúrate! La hija de Metelo Caprario y hermana de esos tres jóvenes arribistas que son, ¡ay!, lo mejor que los Cecilios Metelos han dado al mundo en esta generación. Qué denigrante.

Bien, mi querido Magnus, he entrado en contacto con este villano y me he asegurado sus servicios. No hemos hablado de cantidades concretas, pero no será barato. Sin embargo, hará lo que haya que hacer, de eso estoy seguro. Su plan consiste en fomentar un motín entre las tropas en cuanto Mamerco lleve en Capua el tiempo suficiente para que parezca que es el responsable. Le indiqué que esas tropas son veteranos de Sila y que no creía que se volviesen contra el yerno de su querido dictador, pero Estaeno se rió de mis reparos. Mis recelos se disiparon al oírle reír con tantas ganas y confianza. Además, hay que decir que pueden esperarse grandes cosas de una persona que ha arreglado su propia adopción por los Elios y hace que la gente le llame Paetus en vez de Estaeno. Causa buena impresión a todos, pero sobre todo a los de clase baja, a quienes les entusiasma y enfebrece con su estilo oratorio.

Esto era lo que había hasta que encontré a Estaeno para frustrar el mando de Mamerco; pero desde entonces he cambiado de táctica y presiono para que lo tome, y cada vez que le veo le pregunto por qué sigue en Roma en vez de irse a Capua para adiestrar a sus tropas. Creo que podemos estar seguros de que, a más tardar en septiembre, Mamerco tendrá que vérselas con un motín. En cuanto tenga noticia de ello, comenzaré a reclamar al Senado que recurra a la cláusula del mando especial.

Afortunadamente, las cosas van de mal en peor en Hispania y eso facilitará mi tarea. Así que ten paciencia y sé optimista, mi querido Magnus. Llegará el día, este mismo año, en que cruces los Alpes antes de que las nieves lo impidan.

El motín que estalló a poco de comenzar el mes de sextilis fue perfectamente planeado por Cayo Elio Estaeno, pues no fue cruento ni violento, y surgió con tal espontaneidad que su víctima, Mamerco, no quiso aplicar castigo a la tropa. Una delegación fue a decirle con total firmeza que las legiones no querían ir a Hispania al mando de ningún general que no fuese Cneo Pompeyo Magnus, porque creían que sólo él podía derrotar a Quinto Sertorio.

—Y quizá tengan razón —dijo Mamerco con toda sinceridad al Senado cuando acudió a Roma a informar—. Confieso que no se lo reprocho. Han sido muy respetuosos. Los veteranos con su experiencia tienen buen olfato, y no puede alegarse que no me conocen. Si ellos creen que soy incapaz de vencer a Quinto Sertorio, yo mismo debo dudarlo. Si creen que Cneo Pompeyo es el único capaz de hacerlo, habrá que pensar si no será cierto.

Aquellas palabras sinceras y tranquilas causaron tal impresión en los senadores, que no se produjeron arrebatos de indignación ni hubo lugar a debate. Así, Filipo pudo intervenir más fácilmente.

—Padres conscriptos —comenzó diciendo en tono afectuoso—, ha llegado la hora de que hagamos inventario de la situación en Hispania sin apasionamientos ni prejuicios. ¡Cuán sedante y enaltecedora experiencia ha sido para mí escuchar a nuestro muy querido e inteligente segundo cónsul, nuestro príncipe del Senado, Mamerco Emilio Lépido Liviano! Yo voy a continuar en el mismo tono mesurado y reflexivo.

Dio una vuelta sobre sí mismo, mirando a todos los rostros a que alcanzaba desde su posición en la primera fila de la izquierda.

—Los primeros éxitos de Quinto Sertorio después de regresar a Hispania para unirse a los lusitanos hace tres años y medio son comprensibles. Hombres como Lucio Fufidio no supieron contenerle y le presentaron batalla precipitadamente. Cuando nuestro pontífice máximo, Quinto Cecilio Metelo Pío, llegó para gobernar la Hispania Ulterior, y su colega Marco Domicio Calvino llegó para gobernar la Hispania Citerior, sabíamos que Quinto Sertorio iba a ser difícil de derrotar. Fue entonces, en aquella primera campaña de verano, cuando el legado de Sertorio, Lucio Hirtuleyo, atacó a las seis legiones de Calvino con tan solo cuatro mil hombres y le infligió una derrota. Calvino murió en el campo de batalla, igual que la mayoría de sus hombres. A continuación, Sertorio fue a combatir a Pío, pero prefirió atacar a su estimable legado Thorio, muriendo Thorio en el campo de batalla y quedando sus tres legiones malparadas. Nuestro querido Pío se vio obligado a retirarse a sus cuarteles de invierno en Olisipo del Tajo, perseguido por Sertorio.

»Al año siguiente —es decir, el año pasado— no hubo grandes batallas. ¡Pero tampoco grandes éxitos! Pío pasó el tiempo tratando de librarse de las garras de Sertorio, mientras que Hirtuleyo recorría la Hispania central y afianzaba la influencia de Sertorio entre las tribus celtibéricas. Ya se había ganado Sertorio a los lusitanos, y en ese momento casi toda Hispania estaba a punto de ponerse de su parte, salvo las tierras entre el río Betis y las montañas de Orospeda, en donde Pío había concentrado sus fuerzas para atraerle.

»Pero el gobernador del pasado año de la Galia Transalpina, Lucio Manlio, pensó que podía asestar un golpe a Sertorio y cruzó los Pirineos con cuatro legiones. Hirtuleyo le presentó batalla en el río Iberus, causándole tan aplastante derrota que Lucio Manlio hubo de retirarse sin dilación a su provincia, en la que no tardó en ver ¡que corría peligro!, pues Hirtuleyo le persiguió y le derrotó por segunda vez.

»Este año tampoco nos ha sido favorable, padres conscriptos. La Hispania Citerior aún no tiene gobernador, y en la Ulterior gobierna con una prórroga Pío, que no ha cruzado el Betis ni ha avanzado al norte de Orospeda. Sin encontrar resistencia, Quinto Sertorio cruzó el paso de Consabura de la Hispania Citerior y ha fijado su capital en Osca, pues ha tenido la audacia de organizar la ocupación de las provincias de Roma según el modelo romano. Tiene una capital y un Senado… incluso una escuela en la que pretende que los hijos de los caudillos bárbaros aprendan latín y griego para que ocupen debidamente los cargos de magistrados en esa Hispania que quiere suya. Sus magistrados ostentan títulos romanos, su senado consta de trescientos miembros. Y ahora se le ha unido Marco Perpena Vento con las tropas de Lépido que lograron escapar de Cerdeña.

Nada de lo que exponía era nuevo ni desconocido, pero nadie lo había dicho en unas frases sucintas y desapasionadas. Se oyó un suspiro general y los senadores permanecieron en sus sillas abatidos.

—¡Padres conscriptos, tenemos que enviar un gobernador a la Hispania Citerior! Lo intentamos, pero Lépido impidió la marcha de Quinto Lutacio, y un motín ha impedido la marcha de nuestro príncipe del Senado. Me resulta evidente que el gobernador ha de ser un hombre de singular calidad. Sus obligaciones serán, en primer lugar, hacer la guerra y después gobernar. De hecho, su obligación casi exclusiva será hacer la guerra. De las catorce legiones que fueron con Pío y Calvino hace dos años y medio, puede que queden siete, todas ellas con Pío en la Hispania Ulterior. La Hispania Citerior está guarnecida… por Quinto Sertorio. No hay nadie en esa provincia que le haga frente.

»El que enviemos a la Hispania Citerior deberá ir con un ejército… no podemos quitarle tropas a Pío. Y el núcleo de ese ejército lo tenemos en Capua: cuatro buenas legiones integradas por veteranos de Sila, que se han negado a marchar a Hispania si no es al mando de Cneo Pompeyo Magnus, que no es senador pero sí caballero.

Filipo hizo una larga pausa, inmóvil, para que sus últimas palabras causaran efecto, y cuando reanudó el discurso lo hizo con voz más apremiante, más práctica.

—Entonces, queridos colegas, tenemos una sugerencia, gentilmente expresada por el ejército de Capua: Cneo Pompeyo Magnus. No obstante, la ley de Lucio Cornelio Sila estipula que tenga prioridad de mando alguien del Senado dispuesto a recibirlo, y que esté militarmente calificado para ejercerlo. Quiero ver si existe tal hombre en esta Cámara.

Se volvió hacia el estrado curul y miró al primer cónsul.

—Décimo Junio Bruto, ¿quieres el mando?

—No, Lucio Marcio, no lo quiero. Soy demasiado mayor y poco hábil.

—¿Mamerco?

—No, Lucio Marcio. Mi ejército está descontento.

—¿Pretor urbano?

—Aunque mi magistratura me permitiese dejar Roma más de diez días, no lo querría —contestó Cneo Aufidio Orestes.

—¿Pretor de extráhjeros?

—No, Lucio Marcio, no lo quiero —contestó Marco Aurelio Cotta.

Y tras él, otros seis pretores lo rehusaron.

Filipo se volvió a las primeras filas y comenzó a preguntar a los consulares.

—¿Marco Tulio Decula?

—No.

—¿Quinto Lutacio Catulo?

—No.

Y así uno tras otro.

Filipo se hizo a si mismo la pregunta y contestó:

—¡No, no lo quiero! Soy demasiado viejo, demasiado gordo… y militarmente inepto.

Luego miró a uno y otro lado de la Cámara y preguntó:

—¿Hay alguien que se considere capaz de tomar el mando? ¿Qué dices tú, Cayo Escribonio Curio?

A Curio le hubiera encantado decir si, pero le habían comprado y contestó:

—No.

Había un senador muy joven que a duras penas permanecía sentado, apoyado en las manos y mordiéndose la lengua para callar, porque sabía que Filipo jamás aprobaría su nombramiento. Cayo Julio César no quería llamar la atención sobre su persona hasta no tener alguna posibilidad de victoria.

—Entonces —añadió Filipo— volvemos al mando especial y a Cneo Pompeyo Magnus. Vosotros mismos habéis oído cómo me he descalificado. Ahora bien, puede que entre los senadores y promagistrados que se encuentren en el extranjero haya alguno adecuado. ¡Pero no hay tiempo que perder! ¡Hay que hacer frente a la situación ahora mismo o perderemos las dos provincias de Hispania! ¡Y para mí está bien claro que el único hombre disponible y adecuado es Cneo Pompeyo Magnus! No es senador, sino caballero; pero está en el ejército desde los dieciséis años, y desde los veinte ha mandado sus propias legiones una batalla tras otra. Nuestro llorado Lucio Cornelio Sila le prefirió a otros. ¡Y con justicia! El joven Pompeyo Magnus tiene experiencia, talento, buenas tropas de soldados veteranos, y le anima el mejor interés por Roma.

»Disponemos del instrumento constitucional para nombrar a este joven gobernador de la Hispania Citerior con imperium proconsular y autorizarle a mandar las legiones que creamos necesario, prescindiendo de su condición de caballero. Sin embargo, yo solicitaría que no se le otorgue ese mando especial de modo que parezca que ya ha servido como cónsul. Que no se le califique de pro consule sino de pro consulibus; no cónsul tras un año en el cargo, sino en nombre de los cónsules del año. Así será consciente en todo momento de la naturaleza de su encargo especial.

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