Favoritos de la fortuna (119 page)

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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

BOOK: Favoritos de la fortuna
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—Excavarán, pero con los demás. Hay que acabar el foso y el muro cuanto antes, lo cual quiere decir que hasta los más veteranos tendrán que empuñar la pala. Además, con el trabajo entrarán en calor.

—Yo lo organizaré —dijo César, sin esperar que diese su consentimiento.

Craso, desde luego, no aceptó.

—Me gustaría, pero no es posible. Lucio Quintio es mi primer legado y debe hacerlo él.

—Lástima. Está muy apegado al cargo y a la oratoria.

A pesar del apego al cargo y la oratoria, Lucio Quintio puso manos a la obra de encerrar a las huestes de Espartaco con todo entusiasmo. Afortunadamente, tuvo el acierto de dejarse guiar por los ingenieros, pues no era gratuito el desdén de César por su carencia de dotes como arquitecto de fortificaciones.

El foso de quince pies de ancho y quince de profundidad, unía los extremos de los dos barrancos y la tierra extraída fue acumulada contra una barrera de troncos, rematada por una empalizada y torres de observación. De un barranco a otro, muro, empalizada y torres de vigilancia cubrían una distancia de trece kilómetros y la obra estuvo hecha en una semana a pesar de que no cesaba de nevar. Detrás de la barrera se construyeron ocho campamentos, uno para cada legión, y así el general tendría tropas de sobra para atender los trece kilómetros de fortificaciones.

Espartaco advirtió la llegada de Craso nada más comenzar la obra —si es que no lo había sabido antes—, pero no pareció preocuparse. De pronto, había dedicado todas las energías de sus hombres a construir una enorme flota de balsas con intención, al parecer, de que las arrastrasen los barcos de pesca de Scyllaeum. A los romanos les parecía que cifraba sus esperanzas en una huida a través del estrecho, pensando en que la maniobra respondía a la convicción de que la huida por tierra les quedaba cortada. Llegó el día del masivo éxodo por mar, y los romanos que no estaban de servicio subieron al cercano monte Sila para ver mejor los preparativos en el puerto de Scyllaeum. Un desastre. Las balsas que permanecieron a flote no pudieron pasar la bocana y menos aún navegar por las aguas fuera del puerto. Los barcos de pesca no estaban hechos para arrastrar artefactos tan pesados y rígidos.

—En definitiva, no parece que se hayan ahogado muchos —dijo César a Craso, observando los acontecimientos desde el monte Sila.

—Probablemente, Espartaco lo habrá lamentado —comentó Craso en tono displicente—. Habrían sido menos bocas a alimentar.

—Yo creo que Espartaco quiere a sus gentes a la manera de un rey que se ha nombrado a sí mismo quiere a su pueblo —dijo César.

—Que se ha nombrado a sí mismo.

—A los reyes de nacimiento les importa poco su pueblo —añadió César, que había conocido uno de ellos, señalando la febril actividad allá abajo—. ¡YO te aseguro, Marco Craso, que ese hombre siente afecto hasta por el más ingrato de su horda! Si no fuera así, los habría abandonado a su suerte hace un año. Siento curiosidad por saber cómo es.

—Mandé que hicieran averiguaciones a partir de lo que informó Cayo Casio —dijo Craso, disponiéndose a descender de la atalaya—. Vamos, César; ya hemos visto lo suficiente. ¡Afecto…! Si es cierto, es que está loco.

—Ah, desde luego —dijo César, siguiéndole—. ¿Qué has averiguado?

—Casi todo menos su verdadero nombre. Tal vez nunca se sepa. Algún archivero idiota, pensando que en el Tabularium de Sila se guardarían también los archivos militares, no los puso a buen recaudo de las goteras y son indescifrables. Y Cosconio no recuerda nombres. En este momento estoy haciendo pesquisas entre sus tribunos.

—¡Que tengas suerte! Tampoco recordarán nombres.

Craso lanzó un gruñido, que tal vez fuese una seca carcajada.

—¿No sabes esa historia que corre por Roma de que es tracio?

—Todo el mundo sabe que es tracio. Tracio o galo, son las dos variedades —replicó César con una carcajada sonora—. De todos modos, tengo entendido que esa historia la difunden agentes del Senado.

Craso se detuvo, volvió a mirar a César de hito en hito, sorprendido.

—¡Ah, qué listo eres!

—Soy listo; es cierto.

—Bueno, ¿y no te parece acertado?

—Desde luego que sí —contestó César—. Ya hemos tenido bastantes renegados últimamente y sería una tontería añadir uno más a la lista que incluye luminarias militares como Cayo Mario, Lucio Cornelio Sila y Quinto Sertorio, ¿no crees? Mucho mejor que sea tracio.

Craso respondió con un verdadero gruñido.

—¡Me encantaría echarle la vista encima!

—Tal vez le veas cuando le demos batalla. Monta un vistoso caballo gris moteado enjaezado con cuero rojo remachado con tachuelas y medallones, que era de Varinio. Además, Varinio y Gelio le vieron de cerca y sabemos cómo es físicamente. Es un hombre fuerte, alto y rubio que llama la atención.

Durante un mes se entabló un porfiado duelo entre los rebeldes y los romanos. Espartaco tratando de abrir brecha en las fortificaciones de Craso y éste rechazándole. Los romanos supieron que en el campamento de los rebeldes tenían que escasear los alimentos cuando todas las tropas de Espartaco —César había calculado un total de setenta mil soldados— atacaron en masa a lo largo de los trece kilómetros de fortificaciones, tratando de dar con un punto débil, y creyeron haberlo encontrado en el centro de la barrera en donde el foso se había deshecho por efecto de un aguacero. Por allí lanzó Espartaco sin denuedo a sus hombres, pero resultó una trampa en la que perecieron doce mil. Los demás se retiraron.

Después de aquello, el tracio que no era tracio torturó a algunos prisioneros que conservaba de las legiones de los cónsules, esparciendo a sus hombres con tenazas y pinchos al rojo vivo por lugares desde los que pensaba llegarían al máximo de soldados romanos los gritos de las atrocidades que sufrían sus compañeros. Pero el horror de la diezma que había llevado a cabo Craso les impresionaba aún más que la compasión por aquellos pobres rajados y quemados, y soportaron la prueba tratando de no mirar y tapándose los oídos con lana. Desesperado, Espartaco sacó a su más prestigioso prisionero, el centurión primus pilus de la segunda legión de Gelio y le crucificó con clavos por muñecas y tobillos sin quebrarle las piernas para que tardara más en morir. Craso ordenó que los mejores arqueros acabaran con el centurión con una lluvia de flechas lanzadas desde lo alto de la barrera.

Al llegar marzo, Espartaco envió a su mujer Aluso a demandar condiciones de rendición. Craso la recibió en el puesto de mando en presencia de sus legados y los tribunos de los soldados.

—¿Por qué no ha venido Espartaco en persona? —inquirió.

Ella le dirigió una sonrisa despreciativa.

—Porque sin mi esposo, sus seguidores se dispersarían —contestó ella—. Y no se fía de ti ni en una tregua, Marco Craso.

—Ya veo que ahora es más listo que cuando dejó que los piratas le estafasen dos mil talentos.

Pero Aluso no era de las que picara en el anzuelo, y no contestó ni con la mirada. César pensó que su aspecto estaba deliberadamente pensado para impresionar a un comité de recepción civilizado, pues parecía el arquetipo de la barbarie. Su rubísimo pelo le caía alborotado sobre hombros y espalda, llevaba una especie de túnica negruzca de fieltro de mangas largas y debajo pantalones ajustados; y encima de la tela, en brazos y tobillos, brillantes cadenas de oro y pulseras; aparte de que de sus lóbulos pendía aún más oro y tenía cargados de anillos los dedos tintados con alheña. Rodeaban su cuello varias ristras de cráneos de pájaro y del cinturón de oro macizo pendían siniestros trofeos: una mano cortada, que aún conservaba varias uñas y trozos de piel, el cráneo de un niño y la columna vertebral con rabo de un perro o un gato. Completaba su atavío una piel de lobo, con las garras sobre el pecho y con la cabeza del animal —enseñando los dientes y con piedras preciosas a guisa de ojos— a modo de tocado.

Pese a toda aquella parafernalia, no dejaba de resultar atractiva para los silenciosos militares que la contemplaban, aunque ninguno la habría calificado de hermosa, pues su rostro, con aquellos ojos brillantes de loca, resultaba muy extraño.

No obstante, en Craso no logró causar la impresión buscada. Craso estaba a salvo de cualquier impresión que no fuese la del dinero. Así pues, la miró con sus apacibles ojos del mismo modo que lo habría hecho con cualquiera.

—Habla, mujer —dijo.

—He venido a pedirte condiciones para la rendición, Marco Craso. No nos quedan alimentos y las mujeres y niños se mueren de hambre para que los soldados tengan qué comer. Mi esposo no puede ver sufrir a esos desventurados y prefiere entregarse con su ejército. Dime tus condiciones y yo se las transmitiré. Y mañana volveré con la respuesta.

El general volvió la espalda y contestó por encima del hombro en un griego más puro:

—Di a tu esposo que no acepto rendición bajo condiciones. No hay rendición que valga. Él inició esto y ha de sufrir las consecuencias.

Ella contuvo un grito, ante lo inesperado de la respuesta.

—¡No puedo decirle eso! ¡ Debes aceptar la rendición!

—No —replicó Craso, sin dejar de darle la espalda y haciendo un brusco ademán—. Llévatela, Marco Munio, y acompáñala a través de nuestras lineas.

Transcurrió un buen rato hasta que César pudo hallarse con Craso a solas, pese a que ardía en deseos de comentar con él la entrevista.

—Magistral como la has tratado —dijo—. Ella estaba segura de que iba a impresionarte.

—¡Estúpida! Según mis informes, es la sacerdotisa de los bessi, aunque para mi que es su bruja. La mayoría de los romanos son supersticiosos —ya he advertido que tú también, César— pero yo no. Yo creo en lo que veo, y lo que he visto ha sido una mujer de escasa inteligencia que se ha ataviado según su concepto de una gorgona —dijo con una carcajada—. Recuerdo que me contaron que, siendo joven, Sila acudió a una fiesta disfrazado de Medusa, con una peluca de serpientes vivas, y sembró el pánico entre los asistentes. Pero tú sabes, igual que yo, que no fueron las serpientes las que causaron el pánico, sino el propio Sila. Si ella hubiese tenido esa cualidad, si que me habría atemorizado.

—Estoy de acuerdo. Pero tiene clarividencia.

—¡Mucha gente la tiene! Yo he conocido viejecitas con clarividencia tan vacilantes y desvalidas como corderos, abogados de elegante aspecto que no tenían en su cabeza más que leyes. De todos modos, ¿por qué crees que tiene clarividencia?

—Porque ha acudido a la entrevista más atemorizada de ti de lo que tú hubieses podido estarlo de ella.

Durante un mes el tiempo fue «estable», como habría dicho la madre de Quinto Sertorio: noches con temperatura bajo cero, días no tan fríos, cielo azul y nieve helada, pero después de los idus de marzo hubo una terrible nevada que comenzó como agua nieve y acabó con una incesante caída de gruesos copos. Espartaco aprovechó la oportunidad.

En el lugar en que el foso y la barrera se unían al barranco más próximo a Scyllaeum —y en donde las legiones más veteranas de Craso estaban acampadas —los cien mil rebeldes que quedaban con vida irrumpieron en una feroz embestida para cruzar el foso y salvar la barrera. Troncos, piedras, cadáveres de personas y animales y hasta objetos de rapiña de gran tamaño, fueron arrojados al foso y amontonados para forzar la empalizada. Cual sombras de los muertos, la enorme masa de gente cruzó en oleadas aquella rampa artificial y huyeron bajo la ventisca. Nadie se lo impidió; Craso había enviado recado a las legiones de no acudir a las armas y permanecer quietas en el campamento.

Desorganizados y a su albur, la huida deshizo la escasa estructura que la horda había mantenido sin esperanza alguna de recuperarla. Mientras los guerreros, mejor guiados y disciplinados, avanzaban esforzadamente hacia el norte por la vía Popilia con Espartaco, los niños, los ancianos y los que no combatían se perdieron en los bosques del monte Sila y entre la maraña de las ramas bajas, la maleza y las piedras casi todos perecieron de hambre y frío. Los que lograron sobrevivir hasta la llegada del buen tiempo, acabaron dando con sus huesos en poblaciones de Bruttia, en las que, al ser reconocidos, fueron ejecutados sin dilación.

Aquella porción de los rebeldes no tenía ningún interés para Marco Licinio Craso. Cuando la nevada amainó, levantó el campamento y tomó con sus ocho legiones por la vía Popilia tras los pasos de Espartaco. Avanzaba despacio como un buey, pues era metódico y pensaba como un general. No valía la pena perseguirles aprisa; el hambre, el frío y el destino incierto harían que los rebeldes aminorasen la marcha, abrumados por su propio número. Mejor que el convoy de pertrechos fuese en el centro de la columna de legiones que arriesgarse a perderlo. Tarde o temprano les darían alcance.

No obstante, sus exploradores desplegaban una intensa actividad y eran muy rápidos. Conforme se acercaba el fin de marzo, comunicaron a Craso que los rebeldes, al llegar al río Silarus, habían dividido sus fuerzas. Una fracción, al mando de Espartaco, continuaba por la vía Popilia hacia Campania, y la otra, al mando de Casto y Ganico, seguía en dirección este por el valle del curso medio del Silarus.

—¡Estupendo! —exclamó Craso—. Dejaremos de momento a Espartaco e iremos a por los dos samnitas.

Luego, los exploradores informaron que Casto y Ganico no habían ido muy lejos; se habían tropezado con la próspera ciudad de Volcei y estaban comiendo hasta saciarse por primera vez desde hacía dos meses. ¡No había prisa!

Cuando llegaron las cuatro legiones que precedían al convoy de pertrechos, Casto y Ganico estaban demasiado atareados dándose el festín para percatarse de su proximidad, y las tropas rebeldes se habían esparcido, sin molestarse en hacer campamento alguno, en las riberas de una charca que, en aquella época del año, tenía agua potable; un lugar que en otoño no debía ser tan bucólico. Detrás del lago había una montaña, y Craso comprendió inmediatamente lo que tenía que hacer, sin aguardar a las cuatro legiones que llegaban tras el convoy de pertrechos.

—Pomptino y Rufo, tomad doce cohortes y escondeos detrás de la montaña. Cuando estéis en posición, cargad cuesta abajo. Creo que desembocaréis en medio de ellos. Yo atacaré de frente en cuanto vea que llegáis y les aplastaremos como a un escarabajo.

El plan habría tenido que dar resultado. Lo habría dado de no haber sido por un capricho de la suerte que los exploradores no podían adivinar. La cuestión era que, al ver la abundancia de provisiones en Volcei, Casto y Ganico enviaron mensajeros a Espartaco para que diese media vuelta y compartiera el festín. Y Espartaco, efectivamente, volvió sobre sus pasos y apareció por el otro extremo del lago en el momento en que Craso lanzaba el ataque. Las tropas de Casto y Ganico se lanzaron contra los recién llegados y los rebeldes desaparecieron.

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