Favoritos de la fortuna (42 page)

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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

BOOK: Favoritos de la fortuna
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—Lucio Cornelio, mi hijo se muere…

—¡Más alto, Aurelia! ¡Habla para las filas de atrás de la cavea!

—¡Lucio Cornelio, mi hijo se muere! ¡ He acudido con mis amigos a suplicar tu perdón!

—¿Tus amigos? ¿Todos ésos son amigos tuyos? —inquirió él, sobreactuando con un exagerado gesto de sorpresa.

—Todos son amigos míos. Han venido conmigo para suplicarte que permitas que mi hijo regrese a casa antes de que muera —añadió Aurelia, vocalizando minuciosamente como si actuara en el teatro y representara su papel. Si quería una tragedia griega, ¡tragedia griega tendría! Extendió hacia él los brazos, y los tules rosados dejaron al descubierto su piel marfileña—. ¡Lucio Cornelio, mi hijo no tiene más que dieciocho años! ¡Y es mi único hijo! —le temblaba la voz, pero le iba saliendo bien; sí, le salía bien a juzgar por la expresión de él—. Tú conoces a mi hijo. ¡Un dios! ¡Un dios romano! ¡Un descendiente de Venus digno de ella! ¡Y valeroso! ¿No ha tenido el valor de desafiarte a ti, el hombre más poderoso del mundo? ¿Y ha mostrado temor alguno? ¡Ni mucho menos!

—¡Ah, qué maravilla! —exclamó Sila—. ¡No conocía yo este don tuyo, Aurelia! ¡No lo malogres; sigue, sigue!

—¡Lucio Cornelio, te lo suplico, perdona a mi hijo! —exclamó ella, arreglándoselas para volverse ligeramente en el estrecho escabel y extender los brazos hacia Fonteia, con la esperanza de que la majestuosa sacerdotisa entendiera sus cuitas—. ¡ Pido a Fonteia, vestal mayor de Roma, que suplique por la vida de mi hijo!

Afortunadamente, en aquel momento los demás comenzaban a salir de la estupefacción y estaban dispuestos a intervenir en aquel juego. Fonteia alzó las manos hacia Sila y adoptó un gesto de pena que no había vuelto a usar desde los cuatro años.

—¡Perdónale, Lucio Cornelio! —exclamó—. ¡ Perdónale!

—¡Perdónale! —musitó Fabia.

—¡Perdónale! —gritó Licinia.

Tras estas súplicas, Julia Estrabón, de diecisiete años, superó a todos rompiendo a llorar.

—¡Lucio Cornelio, hazlo por Roma, perdónale por Roma! —bramó Cayo Cotta con la estentórea voz senatorial que su padre había hecho famosa—. ¡Te ruego que le salves, por Roma!

—¡Por Roma, Lucio Cornelio! —gritó Marco Cotta.

—¡Por Roma, Lucio Cornelio! —vociferó Lucio Cotta.

Faltaba Mamerco, quien añadió con voz quejumbrosa:

—¡Perdónale!

Se hizo un silencio y ambas partes se quedaron mirándose.

Sila permanecía erguido en el sillón, con la pierna derecha adelantada y la izquierda hacia atrás, en la tradicional postura de los prohombres romanos, y barbilla baja y ceño fruncido. Aguardando.

—¡No! —exclamó de pronto.

Y vuelta a empezar.

—¡No! —volvió a gritar.

Sintiéndose agotada y exprimida como un paño que se retuerce al lavarlo, Aurelia suplicó por la vida de su hijo por tercera vez con voz lastimera y manos temblorosas. Julia Estrabón aullaba como una posesa y Licinia la miraba como dispuesta a secundarla. Y el coro de suplicantes volvió a alzar sus voces, rematadas por un tercer balido de Mamerco.

Volvió a hacerse el silencio y Sila permaneció impasible durante un largo rato, en aquella postura que debió de considerar jupiterina, ceñudo, regio y todopoderoso. Finalmente, se puso en pie y se acercó al borde de su estrado púrpura, donde se mantuvo quieto y con el ceño fruncido, mostrando una impresionante dignidad.

Luego lanzó un suspiro, que se habría oído sin dificultad en las filas traseras de un teatro, cerró los puños y, alzándolos hacia las doradas estrellas de la decoración del techo, exclamó:

—¡De acuerdo, concedido! ¡ Le perdonaré! ¡ Pero os advierto que en ese joven veo muchas Manos!

Tras lo cual, saltó como una cabrita al suelo y recorrió a saltitos el borde del estanque.

—¡Ah, es lo que necesitaba! ¡ Maravilloso, maravilloso! ¡ No me divertía tanto desde que me acostaba con mi madrastra y mi querida juntas! ¡Ser dictador es un aburrimiento! ¡No tengo tiempo ni para ir al teatro! Pero esto ha sido mejor que ninguna comedia, y yo he sido el protagonista! Habéis actuado muy bien; menos tú, Mamerco, con tu praetexta y esos extraños vagidos. ¡Muy tieso, hombre, muy tieso! ¡Tienes que meterte en el papel!

Se llegó a Aurelia y la ayudó a bajar del escabel de oro (macizo) y la abrazó entusiasmado.

—¡Has estado sensacional! ¡Sensacional, querida! Parecías Ifigenia en Aulis.

—Me he sentido como una verdulera en una farsa.

Se había olvidado de los lictores, que seguían hieráticos y con cara de palo a ambos lados del sillón egipcio. ¡Ya nada podría sorprenderles!

—¡Hale, vamos al comedor y lo celebraremos! —dijo el dictador, instándolos a que le precedieran, pasando el brazo por los hombros de la aterrorizada Julia Estrabón—. No llores, tonta, que no pasa nada. ¡Ha sido una broma! —añadió, poniendo los ojos en blanco en dirección a Mamerco y dando a la joven un empujoncito en la espalda—. Anda, Mamerco, saca el pañuelo y dáselo, que se limpie. ¡Aurelia, de verdad que has estado magnífica, magnífica! —exclamó, pasándole el brazo por los hombros—. ¿Sabes lo que te digo? Que deberías vestir siempre de rosa.

Con las rodillas todavía temblándole, Aurelia frunció el ceño y dijo con voz estrangulada:

—Yo no veo en él a ningún Mario. Deberías haber dicho que ves en él muchos Silas. Hubiera sido más exacto; porque no se parece en nada a Mario y, sin embargo, muchas veces es igual a ti.

Dalmática y Cornelia Sila aguardaban afuera, estupefactas. No les había sorprendido la entrada de los lictores, pero no daban crédito a sus ojos cuando vieron que traían el estrado, el paño púrpura, el trono egipcio y el escabel de oro. Ahora, todos hacían corrillos riéndose, menos Julia Estrabón, que seguía llorando; y Sila continuaba con el brazo sobre los hombros de una sonriente Aurelia.

—¡Hay que celebrarlo! —gritó Sila, saltando delante de su esposa, cogiéndole el rostro entre las manos y besándola—. ¡Vamos a celebrarlo y voy a emborracharme de lo lindo!

Aurelia tardó un buen rato en darse cuenta de que ninguno de los actores de aquella increíble representación habían encontrado degradante la inesperada reacción de Sila, ni ella había desmerecido como persona ante sus ojos. Al contrario, el efecto había sido todo lo contrario: ¿cómo no temer a un hombre que se complacía en semejante farsa?

Ninguno de los presentes contó la historia, ni dijo nada de lo sucedido en reuniones o cenas. Y no por temor a perder la vida, sino porque pensaron que nadie en Roma hubiera podido creérselo.

Cuando César llegó a casa recibió en su persona las últimas consecuencias de la actuación de su madre: Sila envió a su médico personal, Lucio Tucio, para que viera al enfermo.

—Francamente —dijo Aurelia a Lucio Decumio—, yo a Sila no le veo nada bien, así que no creo que este Lucio Tucio sea una lumbrera.

—Es un físico romano, y eso hace mucho —replicó Lucio Decumio—. Los griegos no me merecen confianza.

—Los físicos griegos son muy buenos.

—En el aspecto teórico, sí, porque tratan a los enfermos con ideas nuevas y no con remedios tradicionales. Pero los remedios tradicionales son los mejores. Yo tomo todos los días arañas grises machacadas y adormidera en polvo.

—Bien, desde luego, Lucio Decumio, éste, romano sí que es.

En aquel momento salía el físico de Sila del cuarto de César, e interrumpieron el diálogo. Tucio era un hombre pequeño, regordete y de aspecto muy limpio; había sido cirujano jefe de los ejércitos de Sila, y era él quien le había enviado a Edepso al contraer aquella enfermedad en Grecia.

—Creo que la curandera de Nersae tenía razón, y que lo que vuestro hijo ha padecido han sido unas fiebres palúdicas asintomáticas —dijo animado—. Ha tenido suerte, porque pocos se salvan.

—Entonces, ¿se recuperará? —inquirió Aurelia angustiada.

—Oh, sí. Ya ha superado la crisis, pero la enfermedad le ha debilitado la sangre; por eso está pálido y tan débil.

—¿Qué hemos de hacer? —inquirió Lucio Decumio, agresivo.

—Los que pierden mucha sangre a causa de una herida, muestran una sintomatología muy parecida a la de César —añadió Tucio, impasible—. En esos casos, al sobrevivir, van mejorando poco a poco por sí mismos. Pero contribuye a la mejoría alimentarles a diario con un hígado de cordero; y cuanto más joven es el cordero, antes se recuperan. Aconsejo que se le dé un hígado de cordero lechal y tres huevos batidos en leche de cabra cada día.

—¿Sin ninguna medicina? —inquirió Lucio Decumio, no muy convencido.

—No hay medicina que cure la enfermedad de César. Yo, de acuerdo con los físicos griegos de Edepso, en la mayor parte de los casos creo más en la dieta que en la medicina —replicó con firmeza Lucio Tucio.

—¿No veis? Al fin y al cabo, griego… —comentó Lucio Decumio una vez se hubo marchado.

—Es igual —dijo Aurelia con energía—. Seguiré sus consejos durante un tiempo y ya veremos. Pero a mi me parecen razonables.

—Bueno, me voy al campus Lanatarius a comprar el cordero y que lo sacrifiquen allí mismo —dijo el hombrecillo, que quería a César más que a sus hijos.

El inconveniente surgió del propio enfermo, que se negaba a comer hígado de cordero y se tomó el primer cuenco de leche mezclada con huevos con tal asco que lo vomitó.

Los criados sostuvieron una reunión con Aurelia.

—¿Tiene que ser hígado crudo? —preguntó el cocinero Murgus.

—No lo sé. Pensé que sí —respondió Aurelia, desconcertada.

—Podríamos ir a preguntárselo a Lucio Tucio —dijo el mayordomo Eutico—. A César no le gusta mucho comer; quiero decir que la comida no le atrae tanto. Y una de las cosas que he observado es que no come cosas que tengan sabor propio, como son los huevos. Y ese hígado crudo… puaf, ¡apesta!

—Pues guisaremos el hígado, y en la leche con huevos echaremos vino dulce —dijo Murgus.

—¿Y cómo vas a guisar el hígado? —inquirió Aurelia.

—Lo cortaré en lonchas finas, luego echaré un poco de sal y espelta y lo freiré un poco con mucho fuego.

—Muy bien, Murgus. Enviaré recado a Lucio Tucio de lo que piensas hacer —dijo la paciente madre.

«Echad lo que queráis en la leche con huevos, y, por supuesto, guisad el hígado», fue la contestación del físico.

Gracias a ello, el enfermo toleró el régimen alimenticio, aunque no de mil amores.

—Digas lo que digas de tu dieta, César, creo que está dando resultado —dijo Aurelia.

—¡Claro que da resultado! ¿Por qué crees que me lo como? —replicó el reacio convaleciente.

Aurelia comprendió que había algo raro en su actitud, y se sentó en la cama con gesto decidido, dispuesta a saber qué era.

—Vamos a ver, ¿qué es lo que te pasa?

Apretando los labios, César miró por la ventana abierta hacia el jardín que había arreglado Cayo Matius en el patio de luces.

—Esta primera decisión mía ha sido un desastre —dijo por fin—. Mientras todos actuaban con gran coraje y valentía, yo estaba postrado en cama sin poder decir ni hacer nada. Los únicos protagonistas han sido Burgundus, Ria y mater.

—Quizás haya sido una especie de lección, César —replicó ella, conteniendo una sonrisa—. Tal vez el gran dios, cuyo servidor sigues siendo, haya querido enseñarte algo que tú no estás dispuesto a aprender: que un hombre no puede ir contra los dioses, y que los griegos tienen razón en lo que respecta al hubris. La soberbia en el hombre es abominable.

—¿Tú crees que mi orgullo llega a ser soberbia? —inquirió él.

—¡Oh, sí! Tienes mucho falso orgullo.

—Yo no veo ninguna relación entre esa soberbia que tú dices y lo que sucedió en Nersae —replicó tercamente César.

—Eso es lo que los griegos llamarían hipotético.

—Querrás decir filosófico.

Como Aurelia tenía una buena formación, no aceptó aquella sutileza y pasó al ataque.

—El hecho de que tu orgullo sea tan arrogante constituye grave tentación para los dioses. El soberbio pretende colocarse por encima de los dioses y por encima de los demás. Y, como bien sabemos los romanos, los dioses nunca muestran su condición superior a nadie con una intervención directa. Júpiter Optimus Maximus no habla a los hombres con voz humana, y a mí no va a convencerme nadie de que el Júpiter que se aparece a los hombres en sueños sea algo más que un sueño. Los dioses intervienen de modo natural y castigan con cosas naturales. A ti te han castigado con algo natural: la enfermedad. Y creo que la gravedad de la misma es claro indicio de tu gran soberbia. ¡ Has estado a punto de morir!

—Tú atribuyes una fuerza divina a un acontecimiento puramente fisiológico —replicó él—. Yo creo que ha sido una fuerza tan toscamente animal como el acontecimiento. Como ninguno de los dos podemos demostrar nuestro argumento, ¿qué más da? ¿Qué importa que haya fracasado en mi primer intento de dirigir mi vida? He sido un objeto pasivo rodeado de heroísmo ajeno a mi persona.

—Oh, César, ¿es que nunca aprenderás?

—Probablemente no, mater —contestó él, esgrimiendo la cautivadora sonrisa.

—Sila quiere verte.

—¿Cuándo?

—Cuando estés bueno. Yo le pediré la cita.

—Mañana mismo.

—No, después del próximo nundinus.

—Mañana.

—Pues mañana —dijo Aurelia, con un suspiro.

Se empeñó en ir él solo a pie, y cuando descubrió a Lucio Decumio acechando, unos pasos detrás de él, le ordenó volver a casa con tal firmeza, que el hombre no se atrevió a desobedecerle.

—¡Estoy harto de que me mimen y protejan! ¡Déjame en paz! —gritó con voz que asustó a los que pasaban junto a él.

El paseo puso a prueba sus fuerzas, pero no llegó a casa de Sila agotado, ni mucho menos. No estaba restablecido, pero comenzaba a estarlo.

· —Ya veo que vistes toga —dijo Sila, sentado tras su escritorio, señalándole la laena y el apex, dispuestos sobre una camilla—. Te los he guardado. ¿Es que no tienes de repuesto?

—Sólo tengo ese apex, regalo de mi espléndido benefactor Cayo Mario.

—¿El de Merula no te sentaba bien?

—Tengo la cabeza muy grande —contestó César muy serio.

—¡Y que lo digas! —comentó Sila, conteniendo la risa.

Había mandado preguntar a Aurelia si César sabía la segunda parte de la profecía, y, al recibir respuesta negativa, había decidido no decirle nada; pero sí quería hablar largo y tendido sobre Mario. Había cambiado totalmente de idea respecto al asunto, debido a dos factores: la explicación que le había dado Aurelia a propósito de las circunstancias en que le habían convertido en flamen dialis y la representación dramática que tanto le había hecho disfrutar (y la fiesta que habían celebrado a continuación). Le había hecho revivir de tal modo, que, aunque había transcurrido ya un mes, aún recordaba retazos en los momentos menos oportunos, en medio de la ímproba tarea de hacer cumplir sus leyes. Sí, era como si volviese a ver el momento en que había entrado aquella magnífica delegación en su atrium, con solemnidad tan teatral que le había transfigurado, sacándole de la espantosa rutina, de aquella vida carente de alegría y diversión. Durante un buen rato la realidad se había esfumado, sumiéndole en un espectáculo brillante y magnífico. Y desde aquel día había vuelto a recuperar la esperanza; sabía que aquello concluiría, que podría disponer de tiempo para hacer lo que anhelaba, ahogar aquella vida asquerosa en un ambiente constante de risas, hechizo, ocio, artificio, diversión, farsas y travestismo. Saldría de aquella rutina para vivir un futuro muy distinto y mucho más agradable.

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