Favoritos de la fortuna (40 page)

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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

BOOK: Favoritos de la fortuna
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—¿Tres talentos? ¡ Magnífico!

—Cógelos y vete. Déjale morir en paz.

—¡Pierde cuidado, abuela, me iré! —añadió, llevándose los dedos a la boca para lanzar un penetrante silbido.

Entraron sus secuaces en tromba con la espada desenvainada, dispuestos a matar a Burgundus, y se encontraron con la tranquila escena y por botín unos baldes de libros.

—¡Por los dioses, qué textos tan pesados! —exclamó el griego al ver lo que les costaba transportarlos—. Nuestro flamen dialis es un joven muy inteligente.

En tres viajes habían desaparecido los baldes. La tercera vez que entraron sus hombres, Fagites se levantó de la cama y se situó rápidamente junto a ellos.

—¡Adiós, adiós! —dijo, antes de que desaparecieran todos.

Oyeron movimiento apresurado afuera y, luego, el sonido de los cascos de los caballos. Después silencio.

—Habríais debido dejar que los matara —dijo Burgundus.

—Sí, pero tu amo hubiera sido el primero en morir —contestó la anciana con un suspiro—. Bueno, no volverán hasta que lo hayan gastado; pero volverán. Tendrás que llevarte a César a las montañas.

—¡Morirá! —replicó Burgundus echándose a llorar.

—Puede, pero si permanece aquí si que no se salvará.

El letargo de César era apacible, sin delirio ni espasmos. Estaba delgado y exhausto, y tenía unas bubas en la boca, pero, a pesar del profundo sopor, bebía todo lo que le daban, y aún no había permanecido inmóvil tanto tiempo como para que comenzaran a brotar estertores de su pecho.

—Es una pena que hayamos tenido que entregar el dinero, porque yo no tengo trineo y es lo que necesitamos para transportarlo. Conozco a quien me vendería uno, pero ahora que Quinto Sertorio está proscrito no tengo nada. La casa la tengo gracias a que forma parte de mi dote.

Burgundus la contempló impasible, y al cabo de un rato demostró que era capaz de pensar.

—Vender su caballo —dijo y se echó a llorar—. Se le partirá el corazón. Pero no hay otra cosa.

—Buen muchacho, Burgundus —dijo Ria con firmeza—. El caballo podremos venderlo fácilmente. No nos darán lo que vale, pero tendremos para comprar el trineo, unos bueyes y pagar a Priscus y Gratidia por el alojamiento… a pesar de lo que tú comes.

Lo hicieron y sin tardanza, y Bucéfalo se alejó, llevado de las riendas por su nuevo dueño, que no daba crédito a su suerte por haber podido comprar un animal como aquél por nueve mil sestercios; y no pensaba rezagarse, no fuera que Ria se arrepintiera.

El trineo, que era un carro a cuyas ruedas habían acoplado unas tablas pulimentadas de extremos curvados hacia arriba, costó cuatro mil sestercios, y los dos bueyes que lo arrastraban otros dos mil sestercios, aunque el dueño les dijo que estaba dispuesto a volver a comprarlo todo en verano por cuatro mil sestercios, ganando dos mil.

—Seguramente lo devolveremos antes —dijo Ria cabizbaja.

Entre ella y Burgundus acomodaron a César en el trineo lo mejor que pudieron, envolviéndole bien con trapos.

—¡Y no te olvides de moverle de vez en cuando! Si no los huesos le atravesarán la poca carne que le queda al pobre. Con este tiempo las provisiones duran más; es una ventaja. Y dale leche de la oveja y agua. ¡Ah, ojalá pudiera acompañaros, pero soy muy vieja!

Les vio alejarse por el prado blanco de detrás de la casa hasta que gigante y trineo desaparecieron del todo. Le había entregado su oveja con la esperanza de que eso ayudase a sobrevivir a César. Cuando se hubieron perdido de vista, volvió a entrar en la casa y se dispuso a ofrecer una de sus palomas a Venus, diosa de su familia, y una docena de huevos a Tellus y a Sol Indiges, madre y padre de todas las cosas itálicas.

El viaje hasta casa de Priscus y Gratidia duró ocho días, ya que los bueyes eran lentísimos; factor favorable para el estado de César, que no sufrió ningún zarandeo en aquel trineo que se deslizaba suavemente por la nieve helada, gracias a la aplicación de cera de abeja a los patines. Ascendieron desde el valle de Himella, donde estaba Nersae junto al rápido torrente que discurría junto a la carretera que salvaba la gran altura en zig-zag, y descendieron por la otra vertiente de igual modo hasta el valle de Aternus.

Lo curioso fue que César comenzó a mejorar casi al tiempo que sufría la inclemencia del frío, después de haber vivido en el ambiente caldeado de la casa. Bebía algo de leche (Burgundus, con sus manazas, tardaba una eternidad en ordeñar a la oveja, que, afortunadamente, era un paciente animal) y roía trabajosamente trozos de queso que le daba el germano; pero no salía de su postración y no podía hablar. Durante el camino no encontraron ningún lugar habitado, por lo que no pudieron guarecerse por la noche, pero continuaba la helada y los días eran soleados y las noches muy estrelladas.

Cedió la gravedad y volvió el letargo de antes, hasta que también fue remitiendo. En cierto modo, razonó el lento cerebro de Burgundus, aquello era una mejoría, pero parecía que un ser maligno del otro mundo hubiese chupado la sangre a César, que apenas podía alzar la mano. Por fin, un día, recobró la palabra, al advertir una importante ausencia.

—¿Dónde está Bucéfalo, que no lo veo? —dijo.

—Hemos tenido que dejarlo en Nersae, César. Ya ves cómo es el camino. Bucéfalo no hubiera podido hacerlo. Pero no te preocupes, Ria lo cuidará.

A Burgundus le pareció mejor que decir la verdad, y más cuando vio que César le creía.

Priscus y Gratidia vivían en una pequeña granja a unas millas de Amiternum. Tendrían la misma edad que Ria y algo de dinero, pero sus hijos, que habrían podido contribuir a mejorar su condición, habían muerto durante la guerra itálica y no tenían hijas. Por eso, cuando leyeron la carta de Ria, y Burgundus les entregó los tres mil sestercios que quedaban, acogieron encantados a los fugitivos.

—Si le sube la fiebre, le sacaré afuera —dijo Burgundus—, porque en cuanto salimos de casa de Ria empezó a mejorar—. Podéis quedaros también con eso —añadió, señalando el trineo y los bueyes—, porque si se salva no lo querrá.

¿Se salvaría? Ninguno de los tres podía aventurarlo, porque transcurrían los días sin que cambiara su estado. A veces soplaba el viento y nevaba durante lo que parecía una eternidad, y luego volvían los días de fuerte helada, pero César no parecía notarlo. Había disminuido la fiebre y la postración, pero no acababa de consolidarse una mejoría, y el enfermo conservaba aquella mirada desmayada.

A finales de abril comenzó un deshielo que parecía anunciar la primavera. En aquella parte de Italia se comentó que había sido el peor invierno en muchos años. Para César había sido el más duro de su vida.

—Creo —dijo Gratidia, que era prima de Ria— que César acabará por morir si no le trasladamos a un lugar como Roma, donde puede tener físicos, medicinas y alimentos que aquí en la montaña son impensables. Su sangre no tiene fuerza, por eso no mejora. No sé qué remedio aplicarle, y no me dejas que traiga a alguien de Amiternum para que le examine, Burgundus. Así que tienes que ir a Roma a decírselo a su madre.

Sin una palabra, el germano salió de la casa y comenzó a ensillar el caballo niseano, sin casi dar tiempo a Gratidia para que le preparase un zurrón de comida.

—Ya decía yo por qué no tenía ninguna noticia —dijo Aurelia, mordiéndose el labio, como si el estímulo de un dolor pudiera ayudarla a pensar—. No tengo palabras de gratitud para ti, Burgundus. Sin ti, mi hijo habría muerto. Ahora, ve a ver a Cardixa; que ella y tus hijos te han echado mucho de menos.

Sabía que era inútil volver a entrevistarse con Sila. Si la iniciativa no había servido de nada antes del año nuevo, ahora, cuatro meses después, tampoco daría resultado. Las proscripciones continuaban, aunque a menor ritmo, y comenzaban a dictarse leyes; leyes estupendas o leyes nefastas, según a quienes se aplicasen. Sila estaba muy ocupado.

Cuando Aurelia supo que Sila había mandado llamar a Marco Pupio Pisón Frugi pocos días después de su entrevista con ella, y se enteró de que le había ordenado divorciarse de Annia por ser la viuda de Cinna, había alimentado alguna esperanza por César. Pero aunque Pisón Frugi había obedecido, divorciándose con presteza de Annia, no había habido ningún otro acontecimiento. Ria le había escrito diciendo que el dinero se lo había tragado una persona famosa por su capacidad de codicia, y que César y Burgundus se habían marchado, pero no había dicho nada de la enfermedad, y Aurelia había pensado que todo iría bien a falta de noticias.

—Iré a ver a Dalmática —se dijo—. Quizás otra mujer me dé la clave de cómo llegar a Sila.

Poco se había visto en Roma a la esposa de Sila, que había llegado en diciembre de Brundisium. Algunos decían que estaba enferma y otros que Sila no tenía tiempo para vida hogareña y que la tenía abandonada; lo que nadie decía era que la había reemplazado por otra persona. Así, Aurelia le escribió una nota pidiéndole que la recibiese, a ser posible cuando Sila no estuviese en casa. Tuvo la prudencia de añadir que esto último era porque no quería irritar al dictador. Le pedía también si podía hacer que estuviera presente Cornelia Sila, pues quería presentar sus cumplidos a una mujer a quien había antaño tratado mucho. Tal vez Cornelia Sila pudiese sacarla de apuros. Y terminaba diciendo que quería hablar de un asunto que la preocupaba.

Sila no vivía en la casa reconstruida que daba al circo Máximo. Hicieron pasar a Aurelia a un cuarto que olía a yeso fresco y a toda clase de pinturas, y que presentaba ese aspecto vulgar que sólo el tiempo borra, y momentos después la conducían a través de un vasto atrium a un jardín porticado aún mayor, para hacerla pasar a los aposentos de Dalmática, que eran más grandes que toda la vivienda de Aurelia. Las dos mujeres se conocían, pero no tenían amistad, ya que Aurelia no se movía en los círculos del Palatino, exclusivos de las romanas viudas de hombres ilustres, por ser afanosa casera de una ínsula del Subura, a quien poco atraía el chismorreo surtido con vino dulce aguado y pastelillos.

Pero en honor a la justicia hay que decir que tampoco Dalmática había frecuentado esos círculos. Había pasado muchos años recluida por su primer esposo, Escauro, príncipe del Senado, y, por ello, no había tenido inclinación alguna por aquella clase de reuniones femeninas. Luego, había venido el exilio en Grecia, un idilio con Sila en Éfeso, Esmirna y Pérgamo, los mellizos, y la terrible enfermedad de Sila. Demasiadas preocupaciones, desgracias, añoranzas y penas. Nunca más volvería Cecilia Metela Dalmática a sentir interés por ir de compras, recibir actores, ni estar al tanto de rencillas, escándalos y frivolidades. Además, su regreso a Roma había sido una especie de triunfo, al ver que Sila tanto la había echado de menos y la amaba más que nunca.

No obstante, Sila no le hacía confidencias, y ella no sabía nada del flamen dialis; de hecho, no sabía que Aurelia era la madre del flamen dialis. Y Cornelia Sila sólo recordaba a Aurelia de la época en que ella era niña, como un vínculo con el difuso recuerdo de una madre entregada a la bebida antes de suicidarse y al vívido recuerdo de una cariñosa madrastra, Elia. Su primer matrimonio con el hijo del cónsul colega de Sila había concluido en tragedia al morir su esposo durante los disturbios del Foro en la época en que Sulpicio era tribuno de la plebe; y su segundo matrimonio, con Mamerco, el hermano menor de Druso, había sido para ella gran motivo de satisfacción.

Las tres se congratularon del buen aspecto respectivo, y como las tres eran consideradas en Roma como unas beldades, cabía suponer que pensaban haber superado mejor que la gran mayoría los estragos del tiempo. Aurelia era la mayor, con sus cuarenta y dos años; Dalmática tenía treinta y siete, y Cornelia Sila veintiséis.

—Ahora te pareces más a tu padre —dijo Aurelia a Cornelia Sila.

Tenía unos ojos demasiado azules y chispeantes, y llenos de alegría para ser de Sila, y la muchacha lanzó una carcajada.

—¡Oh, no digas eso, Aurelia, mi cutis es perfecto y no llevo peluca!

—Pobre, tiene que resultarle muy penoso —añadió Aurelia.

—Lo es —terció Dalmática, cuya belleza morena era más dulce de lo que Aurelia recordaba, y ahora tenía sus ojos grises mucho más tristes.

La conversación giró durante un rato en torno a nimiedades, dirigida con sumo tacto por Dalmática para evitar los temas más espinosos que hubiera podido sacar a colación su nuera. Aurelia, que no era muy habladora, se contentó con alguna breve intervención.

Dalmática, que tenía un hijo y una hija de su primer esposo, Marco Emilio Escauro, además de los mellizos, hizo saber su preocupación por la mayor, Emilia Escaura.

—¡Es preciosa! —dijo ilusionada y feliz—. Pero creemos que está encinta, aunque es demasiado pronto para estar seguros.

—¿Con quién se casó? —preguntó Aurelia, que nunca estaba al corriente de los matrimonios.

—Con Manio Acilio Glabrio. Estuvieron prometidos años, por imposición de Escauro. Una unión tradicional entre familias.

—Glabrio es un buen hombre —comentó Aurelia prudentemente, en tono neutro. En el fondo, le consideraba un bocazas y un engreído que no hacía honor a su padre.

—Es un bocazas engreído —dijo tajante Cornelia Sila.

—Bueno, contigo no se avendría, pero se lleva muy bien con Emilia Escaura —replicó Dalmática.

—¿Y la pequeña Pompeya? —se apresuró a preguntar Aurelia.

—¡Un encanto! —contestó Cornelia Sila con sonrisa beatífica—. Tiene ocho años y ya va a la escuela. ¡Pero es una lerda monumental! —añadió con toda naturalidad, como buena hija de Sila que era—. Me daría con un canto en los dientes si aprende suficiente latín para escribir una nota de agradecimiento, porque griego, desde luego, jamás aprenderá. Así que me alegro de que haya salido guapa. Es mejor para una muchacha ser guapa que lista.

—Para encontrar marido, desde luego, aunque una buena dote también ayuda —replicó Aurelia con sequedad.

—¡Ah, dote no le faltará! —añadió la madre—. El tata se ha enriquecido enormemente, y heredará algo de él y de los Pompeyos Rufos, que han cambiado mucho desde que yo era viuda y vivía en su casa. Entonces me hacían sufrir, pero ahora brillo por el simple reflejo de la luz del tata. Además, tienen miedo de que les declare proscritos.

—Pues esperemos que Pompeya encuentre un buen esposo —dijo Dalmática, mirando a Aurelia con mirada más seria—. Es un verdadero placer verte, y espero que seamos amigas de verdad; pero sé que no es una simple visita de cortesía, porque es bien sabido que eres una mujer responsable que busca resolver sus asuntos. ¿De qué apuro se trata, Aurelia? ¿En qué puedo ayudarte?

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