Favoritos de la fortuna (38 page)

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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

BOOK: Favoritos de la fortuna
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—De todos modos, a Quinto Sertorio le gusta Hispania. Siempre le ha gustado. Estuvo allí con Sila hace años, cuando anduvieron espiando a los germanos. Me ha dicho que en Osca tiene una esposa germana y un hijo. Me alegra saberlo, porque así tendrá quien le cuide.

—Debería casarse con una mujer romana —dijo César, lacónico.

Ria lanzó una risa nerviosa.

—¿Quinto Sertorio? ¡Qué va! No le gustan las mujeres. Se casó con esa germana porque le exigían tener esposa para pertenecer a la tribu. No, a él no le gustan las mujeres; pero tampoco los hombres —añadió, frunciendo los labios.

La conversación giró en torno a Quinto Sertorio y sus hazañas durante un buen rato, hasta que, finalmente, Ria dejó el tema de su hijo y comenzó a decirle a César lo que debía hacer.

—Me gustaría que te quedases aquí, pero me conocen de sobra y no eres el primer fugitivo al que alojo. Mi primo Mario me envió a Copillus, nada menos que rey de los volcos tectosagos. Un hombre encantador y muy civilizado para ser bárbaro. Le estrangularon en la Carcer después del triunfo de mi primo Mario. Pero yo pude hacer unos ahorros gracias a los cuidados que le dispensé todos esos años. Cuatro creo que fueron… Mi primo Mario siempre fue generoso y me pagó bien. Yo lo hubiera hecho de balde, porque Copillus era buena compañía… Quinto Sertorio es poco casero; a él lo que le gusta es el combate —añadió, encogiéndose de hombros y palmeándose enérgicamente las rodillas—. Bien, conozco un matrimonio que vive en la montaña, en la ruta hacia Amiternum, que se alegrarán de ganar algún dinero, y se puede confiar en ellos, te lo aseguro. Te daré una carta para ellos y te diré cómo encontrar el lugar cuando te vayas.

—Mañana —dijo César. Pero ella meneó la cabeza.

—Ni mañana ni pasado. Está nevando mucho y no se sabe el terreno que se pisa. Y tu germano se hundiría en cualquier río helado sin darse cuenta de que es un río. Te quedas aquí conmigo hasta que amaine el invierno.

—¿Cómo hasta que amaine?

—Hasta que cesen estas primeras nevadas intensas y el hielo sea sólido. Entonces se puede viajar sin riesgo; es difícil a caballo, pero podréis llegar. Haz que el germano vaya delante, pues, como los cascos de su caballo son muy grandes, resbalará menos y abrírá camino a tu bonito corcel. ¡Mira que viajar en invierno con un caballo así…! No tienes sentido común, César.

—Eso dice mi madre —contestó él, contrito.

—Ella sí que lo tiene. La gente del país de los sabinos entiende de caballos, y el tuyo no les pasará inadvertido, mientras que a donde te envío no habrá nadie a quien llame la atención —dijo Ria sonriente, mostrando unos cuantos dientes ennegrecidos—. Claro, es que sólo tienes dieciocho años, pero ya aprenderás.

Al día siguiente el tiempo dio la razón a la anciana; la nevada continuó, amontonándose la nieve de un modo espectacular, y, de no haberse puesto César y Burgundus manos a la obra para quitarla con palas, la acogedora casa de piedra hubiera quedado sepultada, y ni el propio germano habría podido abrir la puerta. Continuó nevando otros cuatro días, y después comenzaron a verse retazos de cielo azul y el frío se intensificó.

—Me gusta el invierno aquí —comentó Ria, mientras les ayudaba a apilar la paja en el establo—. En Roma el frío es horrible, y esta década estamos padeciendo un ciclo de inviernos fríos.

—Pronto tendré que irme —añadió César, amontonando heno.

—Teniendo en cuenta lo que comen tu germano y su rocín, no creas que me apenará que os vayáis —replicó refunfuñando la madre de Sertorio—. Quizá pasado mañana, porque cuando vuelva a abrirse el camino entre Roma y Nersae aquí correréis peligro. Si Síla sabe de mi existencia, y no la ignorará porque conocía muy bien a mi hijo, será aquí a donde primero mande a sus esbirros.

Pero el destino decidiría en contra de la marcha de los huéspedes de Ria. La noche antes de iniciar los preparativos César cayó enfermo. Aunque afuera hacía una temperatura por debajo de cero grados, la casa estaba bien caldeada a la manera rural, con braseros y sólidas contraventanas para que no entrase el viento; pero César tenía cada vez más frío.

—No me gusta esto —dijo Ria—. Te castañetean los dientes, y hace ya mucho tiempo para que sean unas simples fiebres —añadió, poniéndole la mano en la frente y frunciendo el ceño—. ¡Estás ardiendo! ¿Te duele la cabeza?

—Mucho —musitó él.

—Pues mañana no vas a ninguna parte. ¡Tú, patán germano, lleva a tu amo al lecho!

Y en cama se quedó César, consumido por la fiebre y abatido por la tos y el dolor de cabeza, sin poder probar bocado.

—Caelum grave et pestilens —dijo la curandera que vino a examinarle.

—No son las fiebres intermitentes —replicó tenaz Ría—. No son cuartanas ni tercianas. Y no suda.

—Oh, sí que son las fiebres, Ria. Con otras manifestaciones.

—Pues morirá.

—Es fuerte —respondió la curandera—. Hazle beber —añadió—. Es mi único consejo: agua mezclada con nieve.

Sila se disponía a leer una carta que le había enviado Pompeyo desde África, cuando entró el mayordomo Crisógono lleno de inquietud.

—¿Qué sucede? ¡ Estoy ocupado!

—Domine, una dama desea veros.

—¡Dile que se largue!

—¡Es imposible, domine!

Aquello hizo que se olvidara de la carta; la dejó en la mesa y se quedó mirando pasmado al mayordomo.

—Pensaba que no existía nadie capaz de disuadirte, Crisógono —dijo con cierta sorna—. Estás temblando. ¿Es que te ha mordido?

—No, domine —respondió el mayordomo, que carecía del más mínimo sentido del humor—, pero creo que sería capaz de matarme.

—¡Oh! Creo que tendré que recibirla. ¿Te ha dicho su nombre? ¿Es un ser mortal?

—Aurelia, me ha dicho.

Sila estiró la mano y se la miró.

—No, no estoy alterado.

—¿La hago pasar?

—No. Dile que no quiero volver a verla —respondió Sila, pero sin volver a coger la carta de Pompeyo, por la que había perdido todo interés.

—¡Domine, se niega a marcharse hasta que la recibáis!

—Pues haz que la echen los criados.

—Lo he intentado, domine, y no se atreven a ponerle la mano encima.

—¡Sí, no me extraña! —exclamó Sila, cerrando los ojos—. Muy bien, Crisógono; hazla pasar.

—Siéntate —añadió, nada más entrar Aurelia.

Ella tomó asiento bajo la despiadada luz invernal, que mostraba una vez más el deterioro físico que el tiempo había causado en Sila. El, en su puesto de mando de Teanum, no la había visto bien por falta de luz, y ahora la devoraba con la mirada. Había adelgazado, y eso habría debido desfavorecerla, pero la hacía más hermosa; el color rosado que tenían sus labios y mejillas se había convertido en un tono marmóreo; su pelo no había encanecido ni ella había tratado de rejuvenecer su aspecto aligerando el peinado, lo seguía llevando liso y recogido en moño en la nuca. Y conservaba los mismos ojos cautivadores poblados de largas pestañas negras, bajo sutiles cejas. Unos ojos que le miraban con firmeza.

—Vienes por tu hijo, supongo —dijo él, retrepándose en la silla.

—Exacto.

—¡Pues habla! Te escucho.

—¿Lo has hecho porque se parece tanto a tu hijo?

Presa de una conmoción, no pudo seguir sosteniéndole la mirada, y la clavó en la carta de Pompeyo hasta sobreponerse.

—Me causó impresión verle. Pero no ha sido por eso —replicó, volviendo a mirarla a los ojos.

—Yo sentía afecto por tu hijo, Lucio Cornelio.

—Aurelia, eso nada tiene que ver con lo que quieres. Mi hijo murió hace mucho tiempo, y me he resignado, aunque haya gente que quiera aprovecharse de mis sentimientos.

—Luego sabes lo que quiero.

—Ciertamente —replicó él, inclinando la silla hacia atrás con cierta dificultad, dadas las patas curvadas hacia afuera—. Quieres que no pierda la vida, a pesar de que el mío la perdió.

—¡No irás a reprochárnoslo a nosotros!

—¡Reprocho lo que quiero a quien me parece! ¡ Soy dictador de Roma! —gritó él, con espumarajos en la boca.

—¡No digas tonterías, Sila! ¡No te lo crees ni tú! He venido a pedirte que salves la vida de mi hijo, que no merece morir del mismo modo que no merecía que le nombraran flamen dialis.

—En eso estoy de acuerdo. No es adecuado para el cargo. Pero lo ostenta. Bien que te habrá agradado que se lo dieran.

—Yo no quería que fuese flamen dialis, y mi esposo tampoco. Nos lo comunicó el propio Mario cuando estaba cometiendo aquellas atrocidades —replicó Aurelia, alzando el labio superior para mostrar su indignación—. Fue también Mario quien ordenó a Cinna que le diera su hija por esposa. ¡Cinna tampoco quería para nada que su hija fuese flaminica dialis!

Sila cambió de tema.

—Ya no vistes aquella ropa de preciosos colores —dijo—. Ese color hueso no te favorece nada.

—¡Déjate de tonterías! —respondió ella—. ¡No he venido a complacer tu gusto visual, sino a suplicarte la vida de mi hijo!

—Me gustaría mucho salvársela. Ya sabe lo que tiene que hacer: divorciarse de la hija de Cinna.

—No quiere divorciarse.

—¿Por qué? —vociferó Sila, poniéndose en pie—. ¡ Dime por qué!

Un rubor iluminó las mejillas de Aurelia y bañó sus labios.

—¡Porque tú has sido tan tonto que le has mostrado que ella es la solución para colgar los hábitos del cargo que detesta! Si se divorciara de ella seguiría siendo flamen dialis para el resto de sus días. Y él antes prefiere morir.

—¿Quéee? —bramó Sila, conteniendo la respiración.

—¡Eres un necio, Sila! ¡Un necio! ¡Jamás se divorciará de ella!

—¡No me critiques!

—¡Te diré todo lo que pienso, maldito vejestorio!

Se hizo un extraño silencio y el furor de Sila fue cediendo con la misma rapidez que aumentaba el de Aurelia. Se había acercado a la ventana, dándole la espalda, pero volvió a mirarla, con una actitud que nada tenía que ver con la ira ni con el apuro en que ella le ponía.

—Vamos a ver —dijo—. Dime por qué Mario le nombró flamen dialis si vosotros no lo deseabais.

—Fue en relación con la profecía —contestó ella.

—Sí, eso lo sé. Siete veces cónsul y tercer fundador de Roma… él no cesaba de decirlo.

—No es eso. Había un segundo vaticinio que no dijo a nadie hasta cuando ya estaba trastornado y lo relató a su hijo Mario, quien se lo contó a Julia y ella me lo dijo a mi.

—Continúa —dijo Sila, sentándose de nuevo, con el ceño fruncido.

—La segunda parte de ese vaticinio se refería a mi hijo César. La anciana Marta predijo que sería el romano más famoso de todos los tiempos, y Cayo Mario lo creyó. Por eso le hizo flamen dialis, para que no pudiera ir a la guerra y labrarse una carrera política —dijo Aurelia, hundiéndose en el asiento, lívida.

—Porque un hombre que no puede ir a la guerra y alcanzar el consulado no logra fama —dijo Sila, asintiendo con la cabeza y lanzando un silbido—. ¡ Muy listo, Mario! ¡ Buena jugada! Nombras a tu rival flamen dialis y le hundes. No creía yo que esa mala bestia fuese tan sutil.

—¡Oh, ya lo creo!

—Interesante historia —dijo Sila, cogiendo la carta de Pompeyo—. Puedes marcharte; la audiencia ha terminado.

—¡Salva la vida a mi hijo!

—No, si no se divorcia de la hija de Cinna.

—Jamás lo hará.

—Pues no hay nada más que decir. Adiós, Aurelia.

Un último intento.

—Una vez lloré por ti. Y te gustó. Ahora siento ganas de volver a llorar por ti; pero no te agradarán esas lágrimas. Porque son de aflicción al ver el final de un gran hombre; pues ahora me doy cuenta de que eres un hombre que ha caído tan bajo que quieres vengarte de niños. La hija de Cinna tiene doce años, y mi hijo dieciocho. ¡Son unos niños! Sin embargo la viuda de Cinna se pasea por Roma con toda impunidad porque se ha casado con otro, y ese otro es de los tuyos. La hija de Cinna está en la pobreza, sin poder marcharse del país: otra niña. Mientras que la viuda de Cinna, que no es ninguna niña, medra como nunca —le soltó casi sin pausas, con profundo desdén y tono mordaz—. Claro que Annia es pelirroja. ¿Es de ella esa peluca que llevas en la cabeza?

Dicho lo cual, giró sobre sus talones y salió sin despedirse.

Crisógono entró apresuradamente.

—Quiero que den con alguien —dijo Sila con gesto atroz—. Que lo busquen, Crisógono. Sin proscribirlo ni matarlo.

Ansiaba saber lo que habría hablado su amo y aquella mujer excepcional. ¡ Estaba seguro de que se conocían de antaño! El mayordomo lanzó un suspiro: nunca lo sabría.

—¿Un acuerdo privado, verdad? —preguntó con un hilo de voz tenue.

—¡Buena forma de definirlo! Sí, un acuerdo privado. Dos talentos de recompensa para quien encuentre a Cayo Julio César, el flamen dialis, que será traído a mi presencia sin que se le toque un solo cabello. Y encárgate tú de que así lo entiendan todos. Que nadie mate al flamen dialis. Lo único que quiero es que le traigan aquí. ¿Entendido?

—Naturalmente, domine —contestó el mayordomo, sin hacer gesto de marcharse, lanzando una tosecilla.

—¿Qué hay? —inquirió Sila alzando la vista de la carta de Pompeyo.

—He preparado el plan que me pedisteis, domine, cuando solicité que me nombraseis burócrata jefe de la administración de bienes confiscados a los proscritos. Y he encontrado un mayordomo subalterno para que le veáis, en el caso de que estéis de acuerdo con que yo sea el administrador.

—Si te doy un mayordomo suplente, te crees capaz de desempeñar las dos tareas, ¿verdad? —preguntó Sila con aviesa sonrisa.

—Es mejor que las desempeñe yo las dos, domine, creedme. Leed mi proyecto y veréis sin lugar a dudas que yo me identifico plenamente con esta peculiar tarea administrativa. ¿Para qué encomendársela a un profesional del Tesoro que tendría reparos en plantearos personalmente las dudas y que estaría demasiado apegado al reglamento oficial para sacar partido de los aspectos más comerciales del asunto?

—Lo pensaré y te contestaré —dijo Sila, volviendo a coger la carta de Pompeyo.

Miró imperturbable al mayordomo que se retiraba haciendo una reverencia, y sonrió amargamente. ¡Abominable criatura! ¡Un sapo! Pero eso era lo ideal para la administración de los bienes de los proscritos: alguien abominable y fiel. Siendo Crisógono el administrador, podía estar seguro de que no se cometerían desmanes. Claro que el griego se aprovecharía personalmente, pero nadie mejor que el propio Crisógono para comprender que su suerte dependía de no aprovecharse de un modo que pudiera ser perjudicial para el amo. El objeto de las proscripciones requería una actividad bien enmascarada de respetabilidad: venta de los bienes, confiscación de capitales, alhajas, muebles, obras de arte y acciones. A él le era imposible administrar todo aquello, y tenía que hacerlo alguien. Sí, Crisógono era la persona. ¡Mejor él que un burócrata del Tesoro! Un burócrata no acabaría nunca de hacer las cosas, y era un trabajo que exigía rapidez. Pero no había que dar pábulo a que nadie dijera que él, Sila, se había aprovechado de los fondos del Estado. Aunque Crisógono ya era liberto, no por eso dejaba de depender de él; y el griego sabía que su vida dependía de hacerlo bien.

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