Favoritos de la fortuna (18 page)

Read Favoritos de la fortuna Online

Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

BOOK: Favoritos de la fortuna
11.87Mb size Format: txt, pdf, ePub

En cierto aspecto, los resultados electorales surtieron un efecto muy alentador: el reclutamiento se aceleró, particularmente en Etruria y Umbría. Los hijos y nietos de los clientes de Cayo Mario se alistaron multitudinariamente en las legiones del hijo, más animados y más llenos de confianza. Y cuando el joven Mario hizo una visita a las vastas posesiones de su padre, fue agasajado y recibido como un salvador providencial.

Roma cobró alborozado ánimo para asistir a la toma de posesión de los nuevos cónsules el primer día de enero, y no quedó decepcionada. El joven Mario asistió a todas las ceremonias haciendo gala de una enorme alegría que le ganó el afecto de todos los presentes. Tenía magnífico aspecto, sonreía, saludaba con la mano y de palabra a los conocidos entre la muchedumbre. Y como todos sabían dónde estaba su madre (a los pies de la gigantesca estatua de su esposo junto a los ros tra), todos fueron testigos de cuando el nuevo primer cónsul abandonó su sitio en el cortejo para ir a besarle manos y labios. Y para dedicar un gallardo saludo a su padre.

Quizás el pueblo de Roma, pensaba cínicamente Carbón, necesite que haya en el poder alguien joven en los momentos críticos. Desde luego, hacía muchos años que la multitud no había vitoreado a un cónsul en su primer día en el cargo. Y aquel día lo estaba haciendo. Y, por todos los dioses, se dijo Carbón, espero que Roma no se arrepienta de esta ganga electoral. Hasta aquel momento, la actitud del joven Mario había sido gallarda; parecía dar por sentado que todo iba a salirle bien, que no necesitaba esforzarse, como si todas las futuras batallas estuvieran ganadas.

Los augurios no fueron buenos, a pesar de que los nuevos cónsules no habían advertido nada adverso durante su vela nocturna en lo alto del Capitolio. El mal presagio era una ausencia que nadie podía ignorar. En el punto más alto de la colina del Capitolio, en el que se había alzado el templo de Júpiter Optimus Maximus quinientos años antes, no había ahora más que un montón de restos ennegrecidos: en el sexto día de quintilis del año recién concluido, se había declarado, en el interior de la morada del dios, un incendio que había durado siete días y que lo había destruido todo. Todo. Pues el templo era tan antiguo que todo él era de madera, menos el podio de piedra. Los enormes fustes de sus columnas dóricas eran de madera igual que los muros, las vigas y el tabicado interior. Unicamente su grandiosidad y solidez, sus raros y costosos colores, sus magníficos murales y abundantes dorados le habían conferido categoría de morada singular para Júpiter, ya que la idea de un único Júpiter asentado en la montaña más alta —como era potestativo del Zeus griego— para los romanos e itálicos era algo inaceptable.

Cuando las cenizas se enfriaron lo bastante como para que los sacerdotes pudieran inspeccionar el lugar, vieron que el desastre era absoluto: de la gigantesca estatua de terracota del dios obra del escultor etrusco Vulca, durante el reinado de Tarquino, no quedaba nada; de las estatuas de marfil de Juno, esposa de Júpiter, y de su hija Minerva tampoco quedaban restos, e igual sucedía con los misteriosos Terminus y Juventas que no habían podido ser desplazados cuando el rey Tarquino había iniciado la construcción del templo de Júpiter Optimus Maximus. Tablillas de leyes y registros de inmemorial antigüedad se habían perdido, igual que los libros de la Sibila y otros documentos proféticos a los que Roma recurría en momentos de crisis. Innumerables tesoros de oro y plata se habían derretido, y hasta la estatua de oro de la Victoria conduciendo una biga, donación de Herón de Siracusa. Se habían recogido los informes montones retorcidos de metales fundidos para que los herreros los refinaran, pero los lingotes resultantes de la fundición (que habían guardado en los bajos del templo de Saturno hasta que llegase el momento de entregarlos a los artesanos para hacer otras obras) no podían remplazar los nombres inmortales de los primitivos escultores: Praxiteles, Mirón, Strongylion, Policleto, Escopas y Lisipo. Arte e Historia habían perecido en las llamas del mismo modo que la morada de Júpiter Optimus Maximus.

También los templos contiguos se habían visto afectados, sobre todo el de Ops, el misterioso guardián de la salud pública de Roma, sin rostro ni cuerpo; habría que reconstruirlo. El templo de la Fides Publica también había sufrido graves daños, pues el calor del incendio había destruido los tratados y pactos colgados en su interior, así como la muñequera de lino de la mano derecha de una antigua estatua que se creía era la Fides Publica. Otro edificio que había sufrido daños era uno nuevo y de mármol, por lo que simplemente requería nueva pintura; se trataba del templo del Honor y la Virtud, erigido por Cayo Mario para guardar sus trofeos de guerra, sus condecoraciones militares y sus regalos a Roma. Lo que impresionó a los romanos fue el significado de la distribución de los daños: Júpiter Optimus Maximus era el espíritu guía de Roma; Ops era la prosperidad pública de Roma; la Fides Publica era el espíritu de la buena fe entre los romanos y sus dioses; y el Honor y la Virtud eran dos rasgos característicos de la gloria militar de Roma. Por ello, los romanos se preguntaban si aquel incendio era señal de que habían concluido los días de la grandeza de Roma. ¿Era el fuego símbolo de que Roma estaba acabada?

Y así, fue aquel día de Año Nuevo el primero en que los cónsules asumían su cargo sin la protección del sagrado templo de Júpiter Optimus Maximus, y se había erigido un altar provisional bajo un dosel al pie del podio de piedra ennegrecida en que antes se alzaba el antiguo templo, y en ella hicieron los nuevos cónsules su ofrenda y juraron su cargo.

Con el pelo oculto por su ajustado casco de marfil, y el cuerpo cubierto por los agobiantes pliegues de la laena circular, el flamen dialis César asistía oficialmente al ceremonial, aunque no desempeñase un papel activo, pues los ritos los presidía el sumo sacerdote de la república, el Pontifex Maximus Quinto Mucio Escévola, padre de la esposa del hijo de Mario.

César contemplaba la ceremonia, dominado por dos penosos sentimientos: que la destrucción del templo hubiese dejado sin vivienda oficial al sacerdote especial de Júpiter y que él nunca pudiera revestir la toga orlada de púrpura para acceder al cargo de cónsul.

Pero había aprendido a ocultar su aflicción, y durante todo el protocolo se mantuvo erguido con entereza sin que su rostro reflejase el menor sentimiento.

La reunión del Senado y la fiesta que se sucedía fueron trasladados del templo de Júpiter Optimus Maximus a la Curia Hostilia, sede del Senado, y a un templo recién inaugurado. Aunque por su corta edad César no tenía acceso a la Curia Hostilia, por su condición de flamen dialis era automáticamente miembro del Senado, y nadie le impidió la entrada; contempló impasible el breve acto oficial por el que se investía primer cónsul al joven Mario. Los cargos de gobernador, que se iniciarían al cabo de un año, fueron echados a suertes entre los pretores del año y los dos cónsules, se estableció la fecha de la fiesta de Júpiter Latiaris en el monte Albano, así como otros días movibles de festividad civil o religiosa.

Como poca cosa podía comer el flamen dialis de los abundantes y selectos manjares ofrecidos al finalizar la ceremonia, César buscó un rincón discreto y se dispuso a escuchar lo que hablaban los que discurrían por su lado camino de las camillas. El rango determinaba el puesto obligado de algunos, como era el caso de los magistrados, sacerdotes y augures, pero los senadores tenían casi todos plena libertad para situarse según sus preferencias y amistades, y compartir las viandas que la profusa bolsa del joven Mario les ofrecía.

Era una discreta reunión de no más de cien personas, ya que muchos senadores se habían unido a Sila, y no todos los que habían asistido a las ceremonias apoyaban los planes de los dos cónsules. Quinto Lutacio Catulo estaba entre los presentes, pero no era partidario de Carbón; su padre, Catulo César, (muerto durante el baño de sangre de Mario) había sido implacable adversario de Mario, y el hijo mantenía igual postura, aunque no fuese tan dotado ni culto. Ello se debía, pensaba César, a que la sangre Julia de su padre había quedado mezclada en el hijo con la de la madre, una Domicia de los Domicios Ahenobarbos, familia de famosa estirpe, pero no de intelecto. A César no le gustaba por un prejuicio relativo a su aspecto: Catulo era flaco y pequeño, y había heredado de su madre el pelo rojo y las pecas; estaba casado con la hermana del hombre que se hallaba reclinado a su lado en la misma camilla, Quinto Hortensio, el cual (otro de los neutrales que permanecían en Roma) estaba a su vez casado con Lutacia, hermana de Catulo. Quinto Hortensio, un hombre de poco más de treinta años, se había convertido en el primer abogado de la Roma de Carbón y Cinna, y algunos decían que era el mayor letrado de la historia de Roma. Hombre bastante bien parecido, su sensual labio inferior delataba su afición por los modestos placeres de la vida, y su mirada, en aquel momento fijada sobre César, su gusto por los muchachos guapos. Acostumbrado a tales miradas, César disipó cualquier idea que Hortensio hubiera podido alentar haciendo un gesto ridículo con la boca y bizqueando, tras lo cual, Hortensio enrojeció y volvió inmediatamente la cabeza hacia Catulo.

En aquel momento se acercó un criado a César para susurrarle que su primo requería su presencia al fondo del salón. El joven se levantó del escalón en que se había acomodado y se llegó hasta la camilla en que estaban reclinados el hijo de Mario y Carbón, besó a su primo en la mejilla y se acomodó en el borde del podio curul detrás de ellos.

—¿No comes? —preguntó el joven Mario.

—Poco hay de lo que pueda comer.

—Ah, sí; no me acordaba —musitó Mario con la boca llena de pescado; lo deglutió y señaló a la enorme bandeja que había en la mesa—. De eso sí que puedes comer —añadió.

César miró con poco entusiasmo la forma parcialmente deshecha de una lubina del Tíber.

—Gracias —dijo—, pero nunca me ha gustado el pescado.

El comentario hizo que el joven Mario contuviera la risa, aunque no le disuadió de su afición por aquel pez que se criaba entre los excrementos que arrojaban las cloacas de la ciudad.

A César le hizo gracia ver que Carbón si que debía de ser más escrupuloso, pues su mano, que estaba a punto de servirse un trozo de lubina, optó por asir un pollito asado.

En aquel lugar, César llamaba más la atención, pero también podía ver a mucha más gente. Mientras hablaba de cosas sin importancia con su primo, sus ojos iban de un rostro a otro. Roma, pensaba, debe de estar complacida con esta elección de un primer cónsul de veintiséis años, pero a muchos de los presentes no les complace nada, sobre todo a los paniaguados de Carbón como Bruto Damasipo, Carrinas, Marco Fanio, Censorino, Publio Burrieno, Publio Albinovano el lucano… Sí, claro, había algunos más que contentos, como Marco Mario Gratidiano y el pontífice máximo Escévola, pero eran parientes del joven Mario, y era lógico que estuvieran interesados en el éxito del primer cónsul.

El joven Marco Junio Bruto surgió por detrás de la camilla a espaldas de Carbón, y César advirtió que le saludaban con particular fervor; Carbón no solía ser muy amigo de calurosos recibimientos. El joven Mario, al verlo, cedió su puesto en la camilla a Bruto y fue en busca de otra compañía. Bruto saludó a César con una inclinación de cabeza, sin mostrar el menor interés. Era la ventaja de ser flamen dialis, que nadie mostraba interés por un personaje que no tenía peso político. Carbón y Bruto se pusieron a hablar sin tapujos.

—Creo que podemos congratularnos por lo bien que ha salido todo —dijo Bruto, echando mano a la ya maltrecha lubina.

—¡Uf! —exclamó Carbón, dejando caer el medio devorado pollo con gesto de disgusto y cogiendo pan.

—¡Vamos, vamos! Deberías estar contento.

—¿De qué? ¿De él? Bruto, es más vacuo que la cáscara de un huevo. Créeme, lo sé bien por el trato que he tenido con él estos últimos meses. Tendrá los fasces en enero, pero seré yo quien habrá de hacerlo todo.

—Supongo que no esperarías otra cosa.

Carbón se encogió de hombros y tiró el pan; desde que César había insinuado la procedencia de la lubina, había perdido el apetito.

—Pues, no sé… Tal vez esperaba que adquiriese un poco de sentido común. Al fin y al cabo, es hijo de Mario y su madre es una Julia. Son factores que cuentan algo.

—Y, por lo visto, no.

—Puedes jurarlo por el pañuelo gastado de tu abuela. Para lo más que sirve es para adornar; nos da una buena imagen y acelera los reclutamientos.

—A lo mejor se le da bien el mando —dijo Bruto, limpiándose la grasa de las manos en una servilleta de lino que le dio un esclavo.

—Puede. Pero yo creo que no. Desde luego, en ese aspecto, pienso seguir tu consejo.

—¿Qué consejo?

—Asegurarme de que no le encomiendan las mejores tropas.

—Ah —exclamó Bruto, tirando la servilleta al aire sin preocuparse de si el mudo criado que estaba al lado de César podía cogerla o no—. No ha venido Quinto Sertorio. Esperaba que viniera a Roma, al menos para esta ocasión. Después de todo, el hijo de Mario es primo suyo.

Carbón lanzó una risa sardónica.

—Querido Bruto, Sertorio ha abandonado nuestra causa. Se marchó de Sinuessa por su cuenta y riesgo, y en Telamon se alistó en una legión de clientes de Cayo Mario que zarpó en invierno hacia Tarraco. Es decir, que ha asumido su cargo de gobernador de la Hispania Citerior muy pronto. No me cabe duda de que espera que cuando cumpla su plazo ya se habrá resuelto la situación en Italia.

—¡Es un cobarde! —exclamó Bruto indignado.

Carbón ventoseó.

—¡Ni mucho menos! Yo más bien diría que es raro. No tiene amigos, ¿no te has dado cuenta? Ni esposa. Pero no tiene la ambición de Cayo Mario, por lo que todos hemos de dar gracias a nuestra buena estrella; porque si la tuviera, Bruto, sería primer cónsul.

—Mira, yo creo que es una lástima que nos haya dejado plantados. Su presencia en el campo de batalla hubiera servido para dar un vuelco a la situación, porque, aparte de todo, él sabe cómo combate Sila.

Carbón eructó y se apretó el vientre.

—Me parece que voy a retirarme a tomar un vomitivo. La prodigiosa selección de manjares que nos ha ofrecido el cachorro es demasiado fuerte para mi estómago.

Bruto ayudó a levantarse de la camilla al segundo cónsul y le llevó hacia un rincón detrás del podio, cubierto con un biombo, donde los criados atendían con orinales y jofainas a los que les requerían.

Other books

Demons of the Ocean by Justin Somper
Bodyguard Lockdown by Donna Young
Somewhere In-Between by Donna Milner
The Hard Life by Flann O'Brien