En Mutina, a medio camino de los Alpes, el gran ejército se encontró con el gobernador de la provincia, Cayo Casio Longino, que intentaba valientemente cortarles el paso con una sola legión. Fue una acción heroica que necesariamente había de fracasar. El legado de Casio, Cneo Manlio, llegó dos días después con la otra legión de la Galia itálica y corrió la misma suerte que él. En ambas ocasiones, las tropas romanas entablaron combate, lo que se tradujo en un nuevo botín para Espartaco de más de diez mil corazas y armas.
El último romano con quien había hablado Espartaco —si él no hablaba con ninguno, igual hacían todos los componentes de la espantosa horda— era el tribuno capturado en la primera derrota de Gelio meses atrás. Ni en Hadria ni en Firmun Picenum hizo el menor esfuerzo por ver de cerca a Gelio, Clodiano o Arrio; pero en Mutina había hecho dos prisioneros de alto rango, Cayo Casio y Cneo Manlio, y sintió ganas de hablar con ellos. ¡ Había llegado el momento de que dos miembros del Senado viesen al hombre de quien se hacía lenguas toda Italia! Ya era hora de que el Senado supiera quién era. No tenía intención de matar ni guardar prisioneros a los dos romanos; quería que regresasen a Roma y hablasen de él.
De todos modos, los había encadenado y cuando los mandó traer a su presencia, se sentó en un estrado, ataviado con una toga blanca. Casio y Manlio se lo quedaron mirando asombrados, pero fue cuando Espartaco les interpeló en buen latín con acento de Campania, cuando comprendieron quién era.
—¡Tú eres itálico! —exclamó Casio.
—Romano —le corrigió Espartaco.
Pero Casio no se intimidaba fácilmente; era de un clan belicoso y orgulloso, y si algún Casio cometía un error militar garrafal, él no era hombre que echase a correr. Y este Casio demostró ser digno miembro de su familia alzando el brazo encadenado y agitando el ·puño cerrado contra aquel atractivo gigante del estrado.
—¡Libérame de la indignidad de estas cadenas y verás como eres romano muerto! —le espetó—. ¿Así que, desertor de las legiones, convertido en gladiador tracio?
·—No soy desertor —replicó Espartaco muy seco, enrojeciendo—. Soy un tribuno militar a quien se condenó injustamente en Iliria por amotinamiento. ¿Encuentras indignas las cadenas? Bien, ¿y cómo crees que encontraba yo mis cadenas cuando me enviaron a aquella escuela dirigida por un gusano como Batiato? Unas cadenas por las otras, procónsul Casio.
—Mátanos y acaba de una vez —replicó Casio.
—¿Mataros? Oh, no, no tengo la menor intención —contestó Espartaco sonriente—. Voy a liberaros, ahora que habéis sentido la indignidad de las cadenas. Regresaréis a Roma y diréis al Senado ·quién soy, a dónde voy y lo que quiero hacer cuando regrese y lo que seré cuando lo haga.
Manlio se dispuso a replicar, pero Casio le dirigió una mirada que le hizo enmudecer.
—Eres un amotinado, vas camino de tu perdición y cuando regreses serás un espectro sin sustancia ni sombra —replicó despreciativo Casio—. ¡ Eso es lo que diré complacido al Senado!
—¡Pues ya que estás, dile esto al Senado! —espetó Espartaco, poniéndose en pie y desgarrando la toga inmaculada y pisoteándola con la fruición con que un perro rasca con las patas traseras después de defecar, y arrojándola del estrado de una patada—. Tengo a mis órdenes ochenta mil hombres, todos perfectamente armados y entrenados para combatir como romanos. La mayoría son samnitas y lucanos, pero también los esclavos en mis filas son valientes. Tengo miles de talentos de botín y voy a unirme a Quinto Sertorio en la Hispania Citerior. Los dos derrotaremos a los ejércitos romanos y a sus generales de las dos Hispanias y luego volveremos a Italia. ¡Tu Roma está acabada, procónsul! Antes de que concluya el año próximo, Quinto Sertorio será dictador de Roma y yo, su mestre ecuestre.
Casio y Manlio le habían escuchado con rostro de expresión cambiante: furia, asombro, ira, perplejidad y estupefacción; y, una vez que Espartaco hubo concluido, de ironía. Los dos echaron la cabeza hacia atrás y soltaron una carcajada nada fingida, mientras Espartaco permanecía callado, notando el rubor que invadía sus mejillas. ¿Qué había dicho que les hacía tanta gracia? ¿Se reían de su temeridad? ¿Le tomaban por loco?
—¡Ah, qué necio! —exclamó Casio, cuando pudo, con los ojos aún llenos de lágrimas—. ¡Eres un patán! Bobo, ¿es que no tienes una red de espionaje? ¡No, claro que no! ¡Tú no le llegas a la altura de la suela del zapato a un comandante romano! ¿Qué diferencia hay entre esta horda tuya y una de bárbaros? ¡Sencillamente, ninguna! No puedo creer que no lo sepas, pero ya veo que no lo sabes.
—¿El qué? —inquirió Espartaco, pálido. La voz de Casio no había dejado traslucir rabia ni desdén en aquellos epítetos, y ahora comenzaba a sentir miedo.
—¡Sertorio ha muerto el invierno pasado, asesinado por su primer legado Perpena. ¡No hay ejército rebelde en Hispania! Tan sólo las legiones victoriosas de Metelo Pío y Pompeyo Magnus, que pronto regresarán a Italia para dar su merecido a ti y a tu horda de bárbaros! —replicó Casio, echándose a reír de nuevo.
Espartaco no quiso escuchar más y salió del cuarto, tapándose los oídos con las manos, en busca de Aluso.
Madre ya de su hijo, Aluso no halló qué decirle para consolarle; Espartaco se cubrió la cabeza con la capa roja de general que había cogido de la cama y lloró amargamente.
—¿Qué puedo hacer? —le preguntó—. Tengo un ejército sin objetivo, un pueblo sin tierra.
Con el pelo cayéndole sobre el rostro, agachada con las rodillas abiertas sobre la sanguinaria copa, sus tabas y la horripilante mano reseca de Batiato, Aluso lanzó las tabas, las miró fijamente y musitó extrañas palabras.
—El mayor enemigo de Roma en el oeste ha muerto —dijo finalmente—, pero el mayor enemigo de Roma en el este sigue con vida. Las tabas dicen que debemos ir a unirnos a Mitrídates.
¡Ah!, ¿cómo no se le habría ocurrido a él? Espartaco arrojó la capa de general y miró a Aluso con ojos muy abiertos cegados por las lágrimas.
—¡Mitrídates! ¡Claro que si! Cruzaremos los Alpes orientales hacia Iliria, la Tracia hasta el Euxino y nos uniremos al Ponto —dijo, limpiándose la nariz con el dorso de la mano y mirándola de hito en hito—. Tracia es tu patria, mujer. ¿No querrás quedarte allí?
Ella hizo un gesto de desdén.
—Mi lugar está a tu lado, Espartaco. Aunque· lo ignoren, los bessi son un pueblo derrotado. No hay ninguna tribu en el mundo capaz de resistirse a Roma eternamente, sólo un gran rey como Mitrídates. No, marido, no nos quedaremos en Tracia. Nos uniremos a Mitrídates.
Uno de los muchos problemas de un ejército tan numeroso como el de Espartaco era la imposibilidad de mantener la comunicación interna. Reunió a la enorme multitud lo mejor que pudo e hizo lo indecible por asegurarse de que todos, hombres y mujeres, entendían por qué iban a dar media vuelta y descender por la vía Amelia hacia Bononia, para tomar allí por la vía Annia hacia el nordeste, camino de Aquileia e Iliria. Algunos lo entendieron, pero hubo muchos que no; ya fuese porque no lo habían oído directamente o porque compartían como todos los itálicos el temor y el odio al tirano oriental. Quinto Sertorio era romano, mientras que Mitrídates era un salvaje que devoraba niños itálicos y los esclavizaría a todos.
Reanudaron la marcha, esta vez hacia el este, pero conforme se aproximaban a Bononia aumentó el descontento entre la tropa y las mujeres que la acompañaban. Si Hispania ya estaba tan lejos, Ponto no lo estaba menos. Muchos de los samnitas y lucanos —la mayoría de aquel ejército— hablaban osco o latín y muy poco griego. ¿Cómo iban a entenderse en un país como Ponto sin saber griego?
En Bononia, una comisión de cien miembros, compuesta por legados, tribunos, centuriones y soldados, fue a hablar con Espartaco.
—No queremos salir de Italia —le dijeron.
—Pues no os dejaré —respondió Espartaco, reprimiendo su tremenda decepción—. Sin mí os desintegraríais y los romanos acabarían con vosotros.
Cuando la delegación se marchó, se volvió hacia Aluso.
—Estoy vencido, mujer, pero no por un enemigo externo ni por Roma. Tienen miedo y no comprenden.
Las tabas se negaban a mentir. Las arrojó encolerizada y las volvió a recoger, guardándoselas. No le diría lo que revelaban; había cosas que más valía que quedasen en la cabeza y el corazón de las mujeres, que tenían más los pies en tierra.
—Pues iremos a Sicilia —dijo—. Los esclavos de esa isla se sublevarán como ya han hecho antes y se unirán a nosotros. Tal vez los romanos nos dejen ocupar Sicilia si les prometemos venderles el grano que necesitan a precios baratos.
Era incapaz de disimular su inquietud, y Espartaco, que lo advirtió, pensó un instante en encaminar su ejército al sur por la vía Apia y tomar Roma, pero ganó la razonable propuesta de Aluso. Ella tenía razón; como siempre. Irían a Sicilia.
Convertirse en pontífice equivalía a entrar en el reducido círculo de máximo poder político en Roma. Los augures ocupaban el segundo lugar en aquella jerarquía del poder, y había familias que se aferraban al cargo con el mismo aprecio con que otras monopolizaban el pontificado, pero era siempre el pontificado el que llevaba las de ganar. Por ello, cuando Cayo Julio César se incorporó al colegio de pontífices, sabía que había dado un paso crucial hacia su objetivo final —el consulado— y que asumir el cargo compensaba sobradamente del inconveniente de haber sido flamen dialis; ya nadie podría volver a señalarle con el dedo poniendo en duda su categoría, insinuando que tal vez debiera seguir siendo flamen dialis, pues su posición como pontífice elegido por el colegio le calificaba ante los ojos de los demás como alguien firmemente instalado en el seno de la República.
Supo que su madre había hecho amistad con Mamerco y con su esposa Cornelia Sila y que ahora alternaba bastante con la alta nobleza de la que se había distanciado por su reclusión en la insula del Subura, siendo ahora sumamente respetada y admirada. El rencor por su matrimonio con Cayo Mario había impedido a su tía Julia alcanzar la posición que habría debido tener con el paso de los años, equivalente a la de Cornelia, madre de los Gracos, ¡y ahora parecía ser su madre la que iba a heredar ese honor! Compartía mesa con mujeres como Hortensia, esposa de Catulo, y Lutacia, esposa de Hortensio, y con jóvenes matronas como Servilia, viuda de Bruto y esposa de Décimo Junio Silano (de quien ahora tenía dos niñas, además del hijo de Bruto), y con diversas Licinias, Marcias, Cornelias Escipiones y Junias.
—Es estupendo, mater, pero, ¿a qué se debe? —inquirió, con ojos risueños.
Los hermosos ojos de Aurelia se iluminaron y las arrugas de la comisura de sus labios se fruncieron formando unos hoyuelos en sus mejillas.
—¿Por qué quieres respuesta a preguntas retóricas? —replicó—. Lo sabes tan bien como yo, César. Tu carrera va rápida y yo contribuyo a ello —añadió, con una tosecilla—. Además, casi todas esas mujeres tienen poco sentido común y me cuentan sus problemas —hizo una pausa, reflexionando sobre lo que había dicho y lo corrigió—. Todas menos Servilia. Ahora es una mujer muy estructurada que sabe perfectamente lo que quiere. Debías conocerla, César.
—Gracias, mater —replicó él con gesto de augusta displicencia—, pero no. Te estoy sumamente agradecido por cualquier ayuda que puedas prestarme, pero eso no quiere decir que vaya a incorporarme al círculo del vino aguado y los pastelillos. Las únicas mujeres que me interesan, aparte de ti y de Cinilla, son las esposas de hombres a los que quiero poner los cuernos. Como con Décimo Junio Silano no tengo ninguna querella, no veo por qué habría de tratar a su esposa. Los patricios Servilios son insoportables.
—Esta no es insoportable —replicó Aurelia, aunque no en el tono de voz que indicase que quisiera insistir sobre el particular—. No me parece que pretendas volver a reanudar la vida en Roma —añadió, cambiando de tema.
—Porque no lo pretendo. Tengo el tiempo justo para unirme a Marco Ponteo en la Galia Transalpina y realizar una breve campaña; eso es lo que pienso hacer de inmediato. Volveré en junio para presentarme a las elecciones de tribuno de los soldados.
—Muy razonable —comentó ella—. Me han dicho que eres un excelente soldado, así que es de suponer que no te falte capacidad como oficial.
—¡Injusto comentario, mater! —replicó él, torciendo el gesto.
Fonteo, que, como la mayoría de los gobernadores de la provincia transalpina tenía su residencia en Massilia, estaba más que dispuesto a tener a César ocupado durante diez meses. Había sufrido una grave herida en la pierna combatiendo a los voconcios y le irritaba ver que sus esfuerzos se iban al agua por no poder cabalgar. Así, al llegar César, encomendó a éste las dos legiones de la provincia y le encargó concluir la campaña a lo largo del río Druentia. Ponteo se ocuparía personalmente de las líneas de aprovisionamiento a Hispania, y al llegar la noticia de la muerte de Sertorio, el gobernador dio un suspiro de alivio y se consagró junto con César a una campaña general en el valle del Rhodanus en tierras de los alóbroges.
Militares natos ambos, Ponteo y César se avinieron perfectamente y, al final de la segunda campaña, comentaron que no había mejor satisfacción que trabajar con alguien de eminente sentido militar. Así, cuando César regresó a Roma en su habitual modo precipitado, cabalgó con el convencimiento de que en su hoja de servicios figuraban ya siete campañas. ¡Sólo le faltaban tres! Le había encantado el tiempo vivido en la Galia, pues era la primera vez que cruzaba los Alpes occidentales, y le había parecido muchísimo más fácil tratar directamente con los galos porque (gracias a su antiguo tutor, Marco Antonio Cnifo, a Cardixa y algunos criados de su madre) hablaba bien varios dialectos galos; creyéndose que ningún romano hablaba su lengua, los exploradores saluvios y voconcios solían hablar en galo entre ellos cuando no querían que los romanos supieran lo que decían, pero César los entendía perfectamente, se enteraba de muchas cosas y nunca se lo descubrió.
Era un buen momento para presentarse a las elecciones de tribuno de los soldados. La presencia de Espartaco significaba que su destino en las legiones de los cónsules sería dentro de Italia. Pero primero tenía que ganar la elección, revestir la toga inmaculada de candidato y que le vieran los electores en plazas de mercado y basílicas, además de pórticos y soportales, cofradías y colegios. Como la asamblea del pueblo elegía anualmente veinticuatro tribunos de los soldados, no era muy difícil conseguir el cargo, pero César se había propuesto algo más difícil que la simple elección: estaba decidido a ser el candidato que obtuviese mayor número de votos en todas las elecciones en que participase en su ascenso del cursus honorum. Por ello tenía que moverse mucho más que el simple candidato a la magistratura más baja. Y no iba a recurrir a los servicios de un nomenclator profesional para que le dijera el nombre de las gentes; él sería su propio nomenclator, pues jamás olvidaba una cara y el nombre de la persona. Un hombre, halagado porque alguien al cabo de los años al ver su cara le llama por su nombre, se halla muy predispuesto a favor de un joven tan inteligente, cortés y capaz, y vota por él. Curiosamente, la mayoría de los candidatos olvidaban el Subura, pues no sabían cómo tratar a la gente y lo marginaban como si se tratase de un tugurio de malvivir inservible para Roma; pero César, que había vivido toda su vida en el Subura, sabía que allí vivía gran número de personas del sector más bajo de la primera clase y del sector superior de la segunda clase. Y él los conocía a todos y sabía que le votarían.