Favoritos de la fortuna (122 page)

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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

BOOK: Favoritos de la fortuna
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—No vuelvas a decirme eso, Filipo.

—¡Oh, cacat! —gruñó Filipo, retorciéndose las manos—. ¡Magnus, Magnus, te ruego que no lo hagas! ¿De dónde has sacado que Craso manda un ejército de cobardes? ¿Porque diezmó las legiones de los cónsules? ¡ Pues quítatelo de la cabeza! Ha organizado un magnífico ejército, y le es tan leal como el tuyo a ti. ¡ Marco Craso no es Gelio ni Clodiano! ¿No te has enterado de lo que ha hecho en la vía Apia entre Capua y Roma?

—No —contestó Pompeyo, comenzando a dudar un poco—. ¿Qué ha hecho?

—¡Hay seis mil seiscientos partidarios de Espartaco colgando de seis mil seiscientas cruces a lo largo de la vía Apia entre Capua y Roma; una cruz cada cien pies, Magnus! Diezmó a las tropas supervivientes de las legiones de los cónsules para hacerles ver lo que pensaba de los cobardes y ha crucificado a los supervivientes del ejército de Espartaco para mostrar a los esclavos de Italia el destino que aguarda a los que se rebelen. ¡No es una persona a la que se pueda subestimar tan a la ligera, Magnus! Son actos propios de un hombre que puede deplorar la guerra civil, porque repercute desfavorablemente en sus negocios, pero que, si el Senado se lo ordena, tomará las armas contra ti. ¡Y cuenta con buenas probabilidades de destruirte!

Superada la incertidumbre, Pompeyo recobró su aire testarudo.

—Mandaré al escriba que copie la carta como es debido, Filipo, y mañana la lees ante el Senado.

—¡Será tu ruina!

—No.

No había más que decir, y Filipo se puso en pie. Apenas había salido de la tienda, Pompeyo se puso a escribir de nuevo. Esta vez a Marco Licinio Craso.

Saludos y mil enhorabuenas, querido amigo y colega de los días de lucha contra Carbón. Mientras estaba pacificando Hispania me enteré de que tú estabas pacificando Italia. Me han dicho que has creado un buen ejército con la cobarde tropa consular y nos has enseñado a todos el modo de tratar a los esclavos rebeldes.»

De nuevo, mil enhorabuenas. Si vas a estar en tu puesto de mando esta tarde, ¿puedo pasarme a charlar?

—¿Qué es lo que querrá? —preguntó Craso a César.

—Interesante —comentó César, devolviéndole la carta de Pompeyo—. No es gran cosa su estilo literario.

—¡Estilo literario, dices…! ¡Es un bárbaro!

—¿Y piensas estar esta tarde para que nuestro amigo se pase a «charlar»? No sé si será una simple frase o hay gato encerrado.

—Conociendo a Pompeyo, seguro que es una simple frase. Y, desde luego que pienso estar esta tarde —contestó Craso.

—¿Conmigo o a solas? —preguntó César.

—Contigo. ¿Tú le conoces?

—Le conocí en una ocasión hace mucho tiempo, pero dudo mucho que él se acuerde.

Afirmación que Pompeyo corroboró al llegar varias horas más tarde.

—¿Nos conocemos, Cayo Julio? No recuerdo.

César soltó una espontánea carcajada sin intención irónica.

—No me extraña, Cneo Pompeyo, pues sólo tenías ojos para Mucia.

—¡Oh! —exclamó Pompeyo, recordando la ocasión—. Estabas en casa de Julia cuando fui a conocer a mi esposa. ¡Claro!

—¿Cómo está? Hace años que no la veo.

—La tengo en Picenum —contestó Pompeyo, sin percatarse de que su respuesta sonaba rara—. Tenemos un niño y ahora una niña… y pronto habrá más, espero. Yo también hace años que no la veo, Cayo Julio.

—César; prefiero que me llamen César.

—Estupendo, yo también prefiero que me llamen Magnus.

—¡Me lo imagino!

Craso decidió que había llegado el momento de intervenir.

—Siéntate, Magnus, por favor. Estás muy moreno y tienes un aspecto excelente para tu edad… ¿treinta y cinco ya?

—No hasta el segundo día de septiembre.

—No hiles tan fino. Has acumulado más experiencia en esos treinta y cinco años que la mayoría de los hombres en setenta, así que me da pavor pensar a dónde habrás llegado a los setenta. ¿Has dejado Hispania en orden?

—En perfecto orden. Pero tuve una ayuda muy competente, ¿sabes? —añadió, magnánimo.

—Sí, nos sorprendió a todos el buen Pío. No había hecho nada relevante antes de ir a Hispania —dijo Craso, levantándose—. ¿Un poco de vino?

Pompeyo se echó a reír.

—¡No, a menos que tu reserva haya mejorado, incurable tacaño!

—Nunca varía —comentó César.

—Vinagre.

—De todos modos, yo no he bebido vino en toda la campaña que he estado con él, ¿no es cierto? —dijo César sonriente.

—¿No bebes vino? ¡Por los dioses! —exclamó Pompeyo sorprendido, volviéndose hacia Craso—. ¿Has solicitado ya tu triunfo? —preguntó.

—No. No tengo derecho a un triunfo. El Senado ha calificado la guerra contra Espartaco de guerra servil y sólo tengo derecho a una ovación —dijo Craso, carraspeando y con aire desanimado—. De todos modos, he solicitado que la ovación sea cuanto antes, porque quiero ceder el imperium para presentarme a las elecciones consulares.

—Cierto, fuiste pretor hace dos años y no hay impedimento, ¿no es así? —comentó Pompeyo con aire animado—. Dudo mucho que no seas elegido después de tu clamorosa victoria. Una ovación y cónsul al día siguiente, como quien dice.

—De eso se trata —dijo Craso, que hasta el momento no había sonreído—. Tengo que convencer al Senado para que me conceda tierras al menos para la mitad de mis tropas, y siendo cónsul será más fácil.

—Desde luego —añadió Pompeyo, cordial, levantándose—. Bueno, tengo que irme. Quiero dar un paseo para no agarrotarme demasiado… por la edad, como tú dices.

Y se marchó, dejando a César y a Craso mirándose mutuamente hechos un lío.

—¿Qué es lo que quería? —inquirió Craso.

—Me da la impresión de que no tardaremos en enterarnos —dijo César, pensativo.

Como a primera hora de la tarde un mensajero había entregado la carta de Pompeyo, bien copiada en limpio por un escriba, Filipo no esperaba ningún aviso de éste hasta después de haberla leído en el Senado. Pero apenas se había levantado de la camilla después de cenar aquel mismo día, cuando llegó otro mensajero de Pompeyo convocándole a acudir al campo de Marte. Por un instante Filipo pensó en negarse, pero luego consideró la suma anual que Pompeyo le pagaba, lanzó un suspiro y pidió una litera. ¡ Nada de paseos!

—¡Magnus, si has cambiado de idea respecto a que lea tu carta mañana, basta con que me lo hubieses dicho! ¿Por qué me haces venir por segunda vez?

—¡Ah, no te preocupes por la carta! —contestó Pompeyo, nervioso—. Tú léela y que se rían. Ya verás como muy pronto no se ríen tanto. No, no es por eso por lo que quería verte. Tengo un encargo que hacerte mucho más importante, y quiero que pongas enseguida manos a la obra.

—¿Qué encargo? —preguntó Filipo, frunciendo el ceño.

—Voy a atraer a Craso a mi causa —contestó Pompeyo.

—¡Oh! ¿Y cómo piensas hacerlo?

—No voy a hacerlo yo. Lo harás tú y el resto del grupo de presión. Quiero que disuadáis al Senado de que conceda tierra a Craso para sus tropas. Pero tenéis que hacerlo ahora, antes de que le concedan la ovación y mucho antes de las elecciones curules. Tenéis que maniobrar de forma que Craso adopte una posición que impida que ofrezca su ejército al Senado, si éste decide aplastarme por la fuerza. No sabía cómo hacerlo hasta que fui a ver a Craso hace poco, y él me dijo que va a presentarse candidato al consulado porque cree que al ser cónsul se hallará en mejor posición para pedir tierras para sus tropas. ¡Ya conoces a Craso! Es impensable esperar que él compre tierras, pero no puede licenciar a sus hombres sin alguna compensación. Seguramente no pedirá mucho, pues, al fin y al cabo, ha sido una campaña corta. Y ese es el factor en que insistiréis: que por una campaña de seis meses no merece la pena mermar el ager publicus, y más cuando los enemigos eran esclavos. Que se contenten con el botín que hayan podido arrebatarle. ¡ Pero conozco a Craso! La mayor parte del botín no figurará en la lista del Erario. Él es incapaz de contenerse y querrá quedarse con la mayor parte, además de pedir al Senado compensación para sus tropas.

—En realidad, me han dicho que el botín no era cuantioso —comentó Filipo sonriente—. Craso dijo que Espartaco había pagado casi todo lo que tenía a los piratas cuando intentó alquilar barcos para trasladar sus huestes a Sicilia. Pero por otras fuentes sé que no es así y que la suma pagada era la mitad de lo que poseía.

—¡Muy propio de Craso! —exclamó Pompeyo con una sonrisa burlona—. Ya te digo que es incapaz de contenerse. ¿Cuántas legiones tiene? ¿Ocho? Veinte por ciento para el Tesoro, veinte por ciento para Craso, veinte por ciento para legados y tribunos, diez por ciento para la caballería y los centuriones y treinta por ciento para la infantería. Lo que significa que a cada soldado de infantería le tocan unos ciento ochenta y cinco sestercios. No da para mucho, ¿verdad?

—¡No sabía que se te diese tan bien la aritmética, Magnus!

—Mucho mejor que leer y escribir.

—¿Cuánto recibirán tus soldados del botín?

—Aproximadamente lo mismo. Pero es un reparto sin trampa y ellos lo saben. Siempre que hago botín tengo de testigos a una delegación de soldados. Así se sienten mejor, no porque piensen que el general es honrado sino porque se les concede importancia. Los de mi ejército que aún no tienen tierra la recibirán; del Estado, espero. Pero si no la concede el Estado, se la daré yo.

—Eso es muy generoso por tu parte, Magnus.

—No, Filipo, es prevención. Porque voy a necesitar a esos hombres y a sus hijos. Por eso no me importa ser generoso. Cuando sea viejo y haya hecho mi última campaña, puedo asegurarte que no estaré dispuesto a correr con el gasto —dijo Pompeyo con gesto decidido—. Mi última campaña me dará más dinero del que Roma ha visto en cien años. No sé cuál será, pero elegiré una bien próspera. Pienso en Partia, por ejemplo. Y cuando traiga las riquezas de Partia a Roma, espero que Roma dé tierras a mis combatientes. Hasta ahora mi carrera me ha costado lo suyo… Bueno ya sabes cuánto te pago anualmente a ti y a los otros senadores.

—¡Obtendrás beneficio! —dijo Filipo, acurrucándose a la defensiva en su silla.

—No te equivocas, amigo. Y ya puedes poner mañana manos a la obra —añadió Pompeyo, animado—. El Senado debe negarse a dar tierras a Craso para sus tropas. Y quiero que se retrasen las elecciones curules. Y también que mi solicitud para presentarme candidato al consulado sea inscrita en una tablilla en la Cámara y expuesta. ¿Está claro?

—Totalmente —dijo el mercenario levantándose—. Sólo existe una dificultad, Magnus. Craso tiene muchos senadores que le deben favores y mucho dudo de que podamos atraerlos a nuestro bando.

—Podemos… si damos a los que no le deben mucho el dinero para que se lo devuelvan. Entérate de los que le deben cuarenta mil sestercios y menos. Si se ponen de nuestra parte o dicen estar dispuestos a ello, diles que paguen inmediatamente a Craso; así se darán cuenta de que el asunto va en serio —dijo Pompeyo.

—A pesar de eso, me gustaría que esperases para entregar la carta.

—La leerás mañana, Filipo. No quiero que nadie se llame a engaños respecto a mis motivos. Quiero que el Senado y Roma sepan ahora que voy a ser cónsul el año que viene.

Roma y el Senado lo supieron a la mañana siguiente, pues a mediodía Varrón irrumpió en la tienda de Pompeyo, sin aliento y despeinado.

—¿Qué broma es ésta? —preguntó Varrón jadeante, dejándose caer en una silla, abanicándose el acalorado rostro con la mano.

—Ninguna.

—Agua, dame agua —dijo Varrón, levantándose con evidente esfuerzo y llegándose a la mesa en que Pompeyo tenía las bebidas. Vació un vaso de un trago, volvió a llenarlo y fue a sentarse—. ¡Magnus, te aplastarán como a una mosca!

Pompeyo hizo un gesto de displicencia y miró a Varrón de hito en hito.

—¿Cómo se lo han tomado, Varrón? ¡Cuéntamelo con todo detalle!

—Bien. Filipo entregó una solicitud para hablar con el cónsul Orestes, que tiene los fasces en junio, antes de la reunión, y como era él quien la había convocado, fue el primero en tomar la palabra una vez concluidos los augurios. Se puso en pie y leyó tu carta.

—¿Se echaron a reír?

Varrón levantó la cabeza de la taza de agua, sorprendido.

—¿Reírse? ¡NO, por los dioses! Se quedaron todos sentados, estupefactos. Luego, se oyó un rumor, flojo al principio, que fue en aumento hasta convertirse en un clamor. Finalmente, el cónsul Orestes logró imponer orden y Catulo pidió la palabra. Supongo que te imaginarás perfectamente lo que dijo.

—Por supuesto. Inconstitucional; una afrenta a todo precepto legal y ético de la historia de Roma.

—Eso y muchísimo más. Cuando concluyó, echaba espuma por la boca.

—Y después, ¿qué sucedió?

—Filipo hizo un magnífico discurso… uno de los mejores que yo le he oído, y buen orador sí que es. Dijo que te habías ganado el consulado, que era absurdo pedirle a un hombre que ha sido propretor dos veces y procónsul una, que entre en la Cámara sin que le aclamen. Dijo que habías salvado a Roma de Sertorio, que has convertido la Hispania Citerior en una provincia modélica, que has abierto un nuevo paso en los Alpes, y que eso y muchas cosas más demostraban que habías sido siempre el más leal servidor de Roma. No puedo entrar en detalle en sus recursos oratorios —pídele una copia del discurso que leyó—, pero causó una profunda impresión, te lo digo yo.

»Y luego —prosiguió Varrón, con cara de perplejidad—, cambió de tema. ¡Fue muy raro! Estaba hablando de que se te permitiera presentarte a las elecciones consulares, y, sin transición, comienza a discursear sobre el hábito que habíamos adquirido de regalar nuestro precioso ager publicus romano para apaciguar la codicia de los legionarios, que, gracias a Cayo Mario, ahora esperaban como lo más natural del mundo que se les recompensase con tierra pública después de cualquier campañita. ¡ Que esa tierra se daba a los soldados no en nombre de Roma, sino en nombre del general! Esa costumbre tenía que cesar, añadió. Porque era algo con lo que se estaban creando ejércitos privados a costa del Senado y del pueblo, pues debido a ello los soldados adquirían la convicción de que pertenecían antes a su general que a Roma.

—¡Ah, bien! —ronroneó Pompeyo—. ¿Y no dijo más?

—Sí, sí que dijo —contestó Varrón, dando un sorbo de agua y pasándose la lengua por los labios, nervioso, pues comenzaba a pensar que Pompeyo era el impulsor de todo aquello—. Se refirió concretamente a la campaña contra Espartaco y al informe de Craso a la Cámara. ¡ Le ha hecho picadillo, Magnus! ¡ Filipo ha hecho picadillo a Craso! ¡ Que cómo se atrevía a pedir tierras para recompensar a unas tropas que habían tenido que ser diezmadas para infundirles valor para el combate! ¿Cómo osaba pedir tierras para dárselas a unos soldados que únicamente habían hecho lo que es un deber para cualquier leal romano, como es acabar con un enemigo que amenaza al país? Una guerra contra un enemigo externo era una cosa, dijo, pero una guerra contra un villano que dirige un ejército servil en suelo itálico era muy distinta. Nadie tenía derecho a pedir recompensa por defender simplemente su país. Y concluyó rogando a la Cámara que no tolerase la impudicia de Craso ni le animase a pensar que podía comprar para sí la lealtad de sus soldados a expensas de Roma.

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